El abrigo y la cueva de Benzú memoria de los trabajos arqueológicos de una década en Ceuta (2002-2012)

Introducción
Cap. 1
Cap. 2
Cap. 3
Cap. 4
Cap. 5
Cap. 6
Cap. 7
Cap. 8
Cap. 9
Cap. 10
Cap. 11
Cap. 12
Cap. 13
Cap. 14
Cap. 15
Cap. 16
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Cap. 18
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Cap. 20
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Cap. 28
Cap. 29
Cap. 30
Cap. 31
Cap. 32
Cap. 33
Cap. 34
Bibliografía

Capítulo 19

Metodología para el estudio de las sociedades tribales neolíticas en la región histórica del estrecho de Gibraltar

MARCO CONCEPTUAL PARA EL ESTUDIO DE LAS SOCIEDADES TRIBALES COMUNITARIAS NEOLÍTICAS

Hemos analizado esta concepción de las sociedades tribales en anteriores trabajos. Presentamos aquí una pequeña síntesis de la problemática (Ramos, coord., 2008; Ramos y Pérez, 2008; Ramos, 2012: 133 y ss.). La trivialización vino marcada por un cambio en los elementos del proceso productivo: el cambio de la propiedad sobre el objeto de trabajo. A partir de este momento se ejercerá la propiedad sobre el mismo. No se abandonan los recursos cinegéticos y los vegetales silvestres. Otros recursos como la pesca y el marisqueo llegan a alcanzar una explotación intensiva en algunas zonas. Los territorios donde existen estos recursos son incorporados a la propiedad comunal. Ésta, por tanto, no variaría en su forma comunal respecto de la sociedad cazadora-recolectora, sino en su contenido, ya que ahora se ejerce sobre el objeto de trabajo (Bate, 1998; Vargas, 1987), no sólo sobre el suelo agrícola, sino sobre los recursos cinegéticos, territorios de pesca o marisqueo, de recolección…

La pertenencia a la comunidad estaría regulada por las relaciones de filiación. Es éste el eje central sobre el que las sociedades paleolíticas se transformaron en neolíticas, y que llevaría a la formación de las comunidades aldeanas y con ellas la sociedad tribal y por tanto, de transformación de las relaciones sociales de producción y reproducción.

El patrón de ocupación del territorio se caracterizaría por la existencia de asentamientos estables (campamentos base o pequeñas aldeas), desde los cuales se realizan expediciones a otros de forma estacional, para conseguir productos de caza, pesca, marisqueo, recolección, así como diversas materias primas… La posibilidad de estos asentamientos permanentes permitía la acumulación de aquellos recursos almacenables, principalmente vegetales (Bender, 1975; Testart, 1985), estableciendo las condiciones de la sedentarización. Además, la propia productividad natural del medio se vincularía a la explotación, al menos estacional de algunos productos no almacenables, como es el caso de la pesca y/o el marisqueo (Ramos y Lazarich, eds, 2002a y 2002b; Arteaga, 2004) cuya explotación sería más efectiva desde un patrón de movilidad semi-sedentario, con un control territorial por medio de campamentos temporales para la explotación de los recursos.

La propia sociedad a partir de ahora se hace doméstica. La propiedad sobre el objeto de trabajo lleva a un nuevo modo de producción que determinará la integración doméstica de plantas y animales en el concepto de lo comunitario (Arteaga y Hoffman, 1999). La base de la domesticidad se halla en la distribución comunitaria de la propiedad de la tierra (la tierra misma y los recursos biológicos y minerales). Las nuevas relaciones sociales basadas en el reconocimiento filial entre parientes establecen el cambio fundamental de la banda por agregación a la comunidad por filiación (Vicent, 1991 y 1994; Pérez, 2003 y 2005).

La incorporación de la propiedad sobre el objeto de trabajo garantiza el acceso a la tierra, a otros medios de producción y a la producción misma, a los miembros de la comunidad de forma exclusiva, de ahí que las relaciones de filiación y el establecimiento de linajes sean casi necesarios. Es decir, la apropiación de los medios de producción, y en especial del objeto de trabajo supuso la «territorialización» definitiva del grupo, con unas nuevas relaciones de producción y de reproducción basadas en el linaje que no sólo garantizaban, mediante la exogamia, la reproducción física del grupo, sino su reproducción como propietario del territorio comunal que heredarían las nuevas generaciones, además de garantizar la exclusividad del acceso a los recursos únicamente a sus miembros (Vicent, 1991 y 1998).

La exogamia aportaba ventajas económicas: inversión en nuevos/as (re)productores/as, fuerza de trabajo y nuevas alianzas e intercambios.

La tierra y los recursos, junto con los miembros de la comunidad, forman parte de un patrimonio comunal (Vicent, 1998). Se institucionaliza la exclusividad en la propiedad comunitaria, creándose formas de legitimación y pensamiento como reflejan el arte, el megalitismo, las decoraciones cerámicas, los objetos de adorno… (Ramos y Giles, ed. y coord., 1996; Domínguez-Bella et alii, 1997 y 2002b; Domínguez-Bella, 2004; Domínguez-Bella y Maate, eds., 2009; Molina, Contreras y Cámara, 2002; Pérez, 2003, 2005 y 2008; Arteaga, 2004; Bate, 2004; Cámara, 2004; Domínguez-Bella, 2004; Cámara, Afonso y Spanedda, 2010).

El nuevo modo de producción adquiere su peculiaridad cualitativa por el cambio en el sistema de relaciones sociales. Las relaciones de parentesco organizan la distribución de la propiedad, el trabajo y el consumo.

Simultáneamente, con las nuevas relaciones sociales de filiación el grupo se ordenará internamente por principios genealógicos, que es el comienzo de diferentes grados de «insolidaridad» al interior (Vicent, 1998: 830). Estos principios de insolidaridad pudieron organizarse, en un primer momento, respecto de las mujeres, al ejercerse un mayor control sobre ellas.

Paralelamente a la continuidad de prácticas productivas como la caza, la pesca, el marisqueo y la recolección, debieron realizarse ensayos sobre la siembra y la domesticación, que crearían un suelo agrícola que formaría parte de la propiedad comunal, de uso exclusivo para los miembros de la comunidad, en tanto que había que proteger la inversión de fuerza de trabajo realizada (Arteaga y Hoffman, 1999). La agricultura más que una innovación debió suponer un aumento en la seguridad del grupo (Vicent, 1991: 45), sin que se rompan las reglas de reciprocidad, produciéndose una reformulación de las relaciones externas de la comunidad que sigue necesitando ahora unas relaciones de intercambio con otros grupos vecinos y con una circulación interna del «don» (Godelier, 1980), como forma de distribución en los inicios de la sociedad tribal y su desarrollo.

Al mismo tiempo, la acumulación de productos influiría para una reducción de la movilidad del grupo (Testart, 1985; Vicent, 1991), con lo que la inversión de fuerza de trabajo se dirigiría a aquellos recursos con un resultado más predecible y con una mayor dependencia de lo almacenado o acumulado. Así, unos recursos empiezan a sustituir progresivamente a otros. Esto no significa que algunas actividades productivas se abandonen, sino que son desplazadas, en cuanto al tiempo que se les dedica, a un segundo plano, disminuyendo su necesidad.

A medida que se afianzan y adquieren mayor importancia las actividades económicas agropecuarias, se producirá en estas sociedades el abandono de sus modos de vida semisedentarios, adquiriendo mayor protagonismo en el desarrollo de la existencia de estos grupos las aldeas permanentes. Éstas se integrarán en el patrimonio comunal agropecuario (Vargas, 1987; Vicent, 1991). Se caracterizarían por el desarrollo de la producción centrada en un territorio, en tanto que como objeto de trabajo se necesita ejercer la propiedad del mismo para producir. Se irá concentrando la población, lo que necesariamente lleva a una sedentarización intensiva y a la ubicación de la población sobre unos territorios determinados. Esto sería una de las consecuencias de la «tribalización» del territorio, con una transformación paisajística sin precedentes hasta dichos momentos en el proceso histórico.

A la larga estas contradicciones, vinculadas a la consolidación territorial de la sociedad tribal, en el marco de conflictos económicos, sociales y políticos, comportarán el surgimiento de los estados prístinos con el desarrollo de la sociedad clasista inicial (Bate, 1984; Arteaga, 1992, 2002 y 2004; Nocete, 1989 y 1994).

El inicio de la agricultura y la domesticación animal, y su importancia creciente en la producción de alimentos que se centrará en torno a estas dos actividades productivas, otorgarán una gran seguridad al grupo social ante las fluctuaciones climáticas, evitando posibles periodos de escasez de alimentos debidos a las oscilaciones productivas naturales del territorio que habitan (Vicent, 1991). Y esto sólo es posible implementando prácticas productivas que transforman el espacio natural en espacio social, no sólo en lo referente a la producción de un nuevo paisaje, sino porque previamente el objeto de trabajo, la naturaleza, necesita ser apropiada para la producción, lo que supone un concepto de territorialización, marcado por la tribalización del espacio físico. El desarrollo de la agricultura y la ganadería facilitan esta tribalización del medio, en tanto que suponen una transformación del mismo, creando un nuevo paisaje mediante la domesticación de la naturaleza (Arteaga y Hoffmann, 1999; Arteaga, 2002 y 2004; Arteaga y Schulz, eds., 2008). Como tal se consolidará en el patrimonio comunal agropecuario.

Éste se caracteriza por la propiedad de un espacio físico, de los suelos agrícolas y de las tierras de pastos, como medios de producción, que han sido transformados por la inversión de un trabajo por toda la comunidad; por un excedente agrícola como producto; pero también por un territorio del cual se sacarán los recursos complementarios e indispensables para el grupo (recursos cinegéticos, vegetales recolectables, marisqueros y de pesca). Se invierte fuerza de trabajo en el mantenimiento, defensa y expansión del territorio, lo que en un momento de desarrollo de la formación social tribal supone la génesis de nuevas relaciones sociales (Vargas, 1987).

En el Sur de la Península Ibérica el proceso de sedentarización se intensificará durante la primera mitad del IV milenio a.n.e. con un fortalecimiento de la autosuficiencia, lo que no significa que la contradicción existente entre concentración y expansión siga presente en la formación social, provocando al final su disolución (Vargas, 1987). Así, esta contradicción se produce en la zona sur europea de la región histórica del estrecho de Gibraltar, con una proliferación de asentamientos entre la segunda mitad del V milenio y la primera mitad del IV milenio a.n.e. (Arteaga, 2002, 2004 y 2006; Molina, Contreras y Cámara, 2002; Montañés et alii, 1999; Nocete, 2001; Nocete, coord., 2004; Ramos y Lazarich, eds., 2002a y 2002b; Ramos, coord., 2008; Ramos et alii, 1998a; Pérez, 2003 y 2005; Lizcano et alii, 2005), con una aparición de aldeas plenamente sedentarias.

Esta integración no pudo ser posible sin considerar otros elementos, como por ejemplo, el medio físico (Sanoja y Vargas, 1995). La base física constituida por los suelos, la vegetación, el clima, la fauna, el relieve, así como todos los elementos naturales que inciden en la formación del suelo, posibilitarían y/o facilitarían a los grupos la adopción de la agricultura. De todos los factores que intervienen en la creación del suelo, la intervención humana se configura como una de las más importantes, sin olvidar, ni menospreciar, que en el proceso de su formación también participan otros agentes naturales (clima, relieve, fauna…), por lo que podemos afirmar que el suelo también forma parte de la biocenosis.

Las comunidades pueden, mediante la inversión de fuerza de trabajo, propiciar unas determinadas condiciones para crear un suelo agrícola (deforestación, abono, limpieza…) para potenciar su productividad natural, produciendo de esta manera un espacio social que posteriormente será utilizado como medio de producción, que como otros puede ser utilizado o reformado para un mejor aprovechamiento de toda su potencialidad.

A medida que el sistema agroganadero se vaya estableciendo, el componente medioambiental cede importancia al desarrollo de las fuerzas productivas, que condicionan el crecimiento del sistema agrícola. Los suelos constituyen «espacios convertidos en medios productivos» (Arteaga y Hoffman, 1999: 54) y que, por tanto, forman parte de la propiedad comunitaria sobre el medio que implicaría ejercer esa propiedad sobre los territorios de caza, pesca y recolección. Ahora se pretende rentabilizar en mayor medida la inversión de fuerza de trabajo, en especial en los espacios que se han transformado en suelos o en tierras de pastos, y que además, conforman un producto de trabajo.

Así, se inicia un proceso de transformación de la naturaleza sin precedentes, ya que en especial, con la adopción de la agricultura cerealística afecta a su capacidad de recuperación, alterando el paisaje y creando uno nuevo ya domesticado, que deja su impronta mediante una intensificación de la erosión y la sedimentación que es patente en las tierras bajas del suroeste andaluz (Arteaga, Schulz y Roos, 1995; Arteaga et alii, 2001; Arteaga y Hoffman, 1999; Arteaga, 2006; Arteaga y Schulz, eds., 2008).

CONTACTOS Y RELACIONES DE LAS SOCIEDADES NEOLÍTICAS ENTRE EL SUR DE LA PENÍNSULA IBÉRICA Y EL NORTE DE ÁFRICA

La experiencia de trabajo de estos años en Benzú y en otros proyectos en la región histórica del estrecho de Gibraltar nos han llevado a reflexionar recientemente sobre la sintonía de los registros documentados en ambas orillas, las relaciones y los contactos. Exponemos una pequeña síntesis de la problemática que nos permitirá situar los datos y resultados obtenidos en Benzú en dicho contexto regional e histórico (Ramos, 2012: 192 y ss.):

■ Hay una clara sintonía y similitud en el medio natural de las dos orillas de la región histórica del estrecho de Gibraltar (Vanney y Menanteau, 2004), con ecosistemas parecidos, ambiente atlántico-mediterráneo (Arteaga y Hoffmann, 1999) y tierras fértiles de interior, situadas junto a ríos.

■ Los estudios polínicos y antracológicos todavía son escasos, pero ya hay algunos datos. Se comprueba un peso importante de la vegetación climácica y de abundantes recursos vegetales potenciales. Los ecosistemas son muy semejantes y los estudios arqueobotánicos comienzan a reflejar similitudes muy destacadas en el ámbito atlántico-mediterráneo (Balouche, 1987-1988; Balouche y Marinval, 2003; Ruiz Zapata y Gil, 2003b, 2006 y 2008; Uzquiano, 2006, 2008 y 2010; Zurro, 2006).

■ Los estudios de fauna indican que la presencia de especies salvajes fue muy abundante, en los contextos arqueológicos de los grupos cazadores-recolectores y en los considerados como neolíticos. Las especies que se domesticarán estarán representadas en los niveles previos de grupos cazadores-recolectores de la región (Ouchaou, 1998-1999 y 2004; Ouchaou y Amani, 1997 y 2002; Cáceres, 2002, 2003a y 2003b; Riquelme, 2011).

■ La presencia de recursos marinos y la explotación de peces y de malacofauna será muy común en estas regiones (Soriguer, Zabala y Hernando, 2002 y 2006; Soriguer et alii, 2002 y 2008; Ramos y Cantillo, 2009; Cantillo et alii, 2010; Ramos et alii, 2011a; Cantillo, 2012).

■ Los patrones de asentamiento son también a valorar. En el Norte de África han predominado los estudios en cuevas. En el área inmediata de estudio se han localizado sobre todo cuevas situadas en la dorsal caliza, como Kaf That El Ghar (Tarradell, 1955b y 1958b; Daugas y El Idrisi, 2008; Ramos et alii, eds., 2008), Gar Cahal (Tarradell, 1954; Bouzuggar y Barton, 2006; Vijande et alii, 2011, en prensa) o Kaf Bousaria (El Idrissi, 2008), pero bien conectadas con los valles. De todos modos, hay que indicar que existen sitios al aire libre, como Oued Tahadart (Daugas y El Idrisi, 2008), o poblado de Benzú (Ramos et alii, coords., 2011) —de destacada semejanza con El Retamar— (Ramos y Lazarich, 2002a y 2002b). Los numerosos registros documentados en el área de Tánger (Otte, Bouzouggar y Kozlowski, dirs., 2004) muestran la importancia de los sitios al aire libre y su variedad de funciones y ocupaciones. Igual está indicando la localización de sitios neolíticos en el entorno de la región de Tetuán (Ramos et alii, 2008b y 2011b).

Por todo ello parece evidente plantear fenómenos de relaciones de los registros del Norte de África con los del Sur de la Península Ibérica (Acosta, 1986; Olaria, 1986; Pérez, 2005 y 2008; Arteaga y Roos, 2009), de sitios como los documentados en banda atlántica de Cádiz (Ramos, coord., 2008), bahía de Algeciras (Ramos y Castañeda, eds., 2005), Gibraltar (Finlayson et alii, 1999) o la bahía de Málaga (Such, 1920; Pellicer y Acosta, 1986; Simón, 2003), e incluso del interior de la Axarquía de Málaga (Ramos y Martín, 1987; Ramos, 1988-1989).

■ Hay una continuidad en la secuencia arqueológica. En ambas regiones hay una clara transición continuidad de los grupos de cazadores-recolectores-pescadores a las sociedades neolíticas. Los enfoques de tipo antropológico y social han sido más numerosos en el Sur de la Península Ibérica (Ramos, 2000a y 2000b; Arteaga, 2002 y 2004; Pérez, 2003 y 2005); pero la nueva dinámica de los estudios en el Norte de África abre numerosas e interesantes expectativas para el análisis y valoración histórica.

■ La tecnología lítica ofrece también mucho futuro de estudio. Los contextos datados en 12 y 13 ka en Cueva de Pigeons en Taforalt (Bouzouggar y Barton, 2005 y 2006) muestran unos tecno-complejos de gran interés, que se pueden perfectamente valorar con los de Cueva de Nerja o los del Magdaleniense de la bahía de Málaga, considerando las series de núcleos para laminillas y de laminillas con dorso abatido. Los registros de ambas zonas del entorno del estrecho de Gibraltar ofrecen una continuidad y semejanza de la secuencia —Epipaleolítico-Neolítico—, tanto en la tradición microlaminar como en la geométrica (Ramos, 2000c; Moser, 2003; Manen, Marchand y Carvalho, 2007). El inicio de los estudios funcionales de los productos líticos tallados abre interesantes vías para la comprensión del uso de los artefactos y su incidencia en el conocimiento de las formas del trabajo y de los modos de vida (Clemente y Pijoan, 2005; Clemente, 2006; Clemente y García, 2008; Clemente et alii, 2010).

■ El registro concreto de la tecnología lítica de Cueva de Benzú (Ramos y Bernal, eds., 2006; Vijande, 2010) o Kaf That El Gar (Daugas y El Idrisi, 2008; Ramos et alii, eds., 2008), nos recuerda a la sucesión y modelos comprobados en sitios del Sur de la Península Ibérica, como Cueva de Nerja (Jordá Pardo, Aura y Jordá, 1990; Pellicer y Acosta, 1986; Cortés et alii, 1996), Embarcadero del río Palmones (Ramos y Castañeda, eds., 2005) y El Retamar (Ramos y Lazarich, eds., 2002a y 2002b), con documentación de microlitos geométricos y laminillas con borde abatido; junto a la presencia de otros productos del ámbito doméstico y que evidencian numerosas actividades de trabajo.

■ Los análisis de la cerámica ofrecen también interesantes similitudes en técnicas y estilos (Tarradell, 1958b y 1959; Gilman, 1975 y 1976; Daugas, 2002; Daugas y El Idrissi, 2008; El Idrissi, 2008; Manen, Marchand y Carvalho, 2007). Se ha indicado la personalidad de los contextos cardiales (Ramos, 2000a y 2000b; Arteaga, 2002 y 2004; Pérez, 2004 y 2005; Arteaga y Roos, 2009), la riqueza decorativa de otros estilos (Acosta, 1986; Olaria, 1986) y la complejidad de la secuencia.

■ Esta nueva información que se está comprobando en la región nos lleva a plantear como hipótesis el importante papel jugado en las dos orillas por los grupos locales de cazadores-recolectores en el proceso de neolitización. Se ha avanzado en el conocimiento de los registros vinculados al concepto de Iberomauritánico, que ahora ofrece un cuadro cronológico aceptable entre 20-9,5 ka, con numerosos registros —Taforalt, Columnata, Afalou Bou Rhoummel, Hassi Ouenzga— (Hachi, 2001, 2003a y 2003b; Lindstäedter, 2003, 2004 y 2008; Bouzouggar y Barton, 2006). Evidentemente no está resuelto todo el proceso de neolitización y siguen faltando sitios de estudio y mucha investigación, pero se está planteando un foco africano de interés (Aumassip, 1987 y 2000; Daugas, 2002), que es necesario considerar seriamente, como alternativa diferente a los procesos de explicación mediterráneos

En síntesis queremos indicar que entendemos las similitudes tecnológicas que ofrecen los registros arqueológicos de estas regiones —Norte de África y Sur de la Península Ibérica—, en el ámbito de las sociedades tribales comunitarias neolíticas (en enmarques cronológicos, tipos de depósitos, patrones de asentamiento y enterramiento, representaciones ideológicas en las grafías y fenómenos artísticos, tecnología lítica, cerámica, otros productos: cuentas, conchas decoradas, marfil…) dentro de las características propias de estas sociedades; en el marco de procesos de distribución de productos. Consideramos que no caben en este sentido explicaciones difusionistas y que estas similitudes son consecuencia del propio desarrollo socioeconómico de estas sociedades, que están ofreciendo semejantes modos de vida.

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