Introducción
Cap. 5
Cap. 6
Cap. 7
Cap. 8
Cap. 2
Cap. 1
Cap. 4
Cap. 3

La flota que no llegó a su destino

C. León Amores

Fundación Icasur

El verano de 1958 fue un verano especial para la historia de la arqueología submarina española, una disciplina científica y una forma de hacer historia que aún estaba por descubrir. Aquel verano, Juan Bravo, un hombre entusiasta y emprendedor se decidía a adquirir, con cierto escepticismo, los equipos de buceo que hasta entonces sólo había visto utilizar en documentales de televisión a uno de sus inventores, el comandante Cousteau.

Los equipos no parecían los mismos que los del conocido buceador, más bien parecían elementos sueltos, inconexos y demasiado pesados e incómodos como para navegar con ellos al ritmo silencioso del mar. Había un recipiente metálico para el aire comprimido que pesaba una barbaridad, un cinturón de plomos como los que utilizaban los buzos clásicos, unas gafas de goma, un pequeño tubo, unas extensiones para los pies en forma de pata de rana, un traje también de goma perfilado con una línea amarilla, un chaleco salvavidas y un enorme y pesado regulador con dos tráqueas de goma.

Para un buceador clásico, de los de escafandra y umbilical, aquel invento no podría compararse jamás a su equipo. En cierto modo era un equipo para aficionados, nada profesional. Era débil, tenía limitada la capacidad de aire, podía fallar fácilmente y además, su estética resultaba francamente ridícula. Sin embargo tenía una gran ventaja frente al equipo de buzo tradicional: su autonomía. El hombre que utilizase aquel traje, aquella botella y aquel regulador de aire sería, por unos minutos, libre totalmente; el sueño hecho realidad de cualquier buzo. La escafandra autónoma de Cousteau y Gagnan significaba la liberación del buceador con respecto a la superficie. Llevaba el aire a la espalda, como una mochila y no necesitaba nada más, ni a nadie más, excepto otro compañero con el que compartir la aventura.

Aquel verano de 1958 la costa de Ceuta sirvió de escenario para las primeras inmersiones de Juan Bravo. La ingravidez bajo el agua, la autonomía y la libertad de movimiento eran sensaciones que muy pocos habían experimentado antes. Solo existía un pequeño problema: nadie conocía realmente las características de la inmersión con aquel equipo. Quizá por eso su primer “buceo” atravesó la barrera de los 60 metros sin tener la menor idea de que transcurrido cierto tiempo en el fondo en aquella profundidad había que hacer una serie de paradas de descompresión para disolver convenientemente el nitrógeno acumulado, o que la velocidad de ascenso no debía superar los 18 metros por minuto. Por suerte no hubo problemas serios y después de aquella experiencia bajo el mar siguieron otras más hasta descubrir centímetro a centímetro el fondo submarino del litoral ceutí.

Los Isleos de Santa Catalina.

En 1962, Juan Bravo contactó por casualidad con Agustín Pizones y Ernesto Valero, dos asiduos aficionados a la pesca submarina a pulmón que le hablaron de un hallazgo histórico localizado frente al cementerio de Santa Catalina, del que habían dado parte a la Comandancia Militar de Marina de Ceuta (figura 1). Coordenadas: 35º 54’ 12” N y 5º 17’ 25” W.

Cualquier buceador siente algo especial cuando le hablan de buscar un barco hundido, ya sea histórico o no. Es la sensación de encontrar algo que no pertenece al mar, algo que no es naturaleza, que no es fauna, que no es flora, que no es geología, sino el fruto de una tragedia humana. Para Juan Bravo, que además de buceador había sido desde niño un profundo amante de la historia, la noticia tenía un doble interés. Su respuesta fue inmediata “¿Cuándo bajamos a verlo?”.

En una de las primeras inmersiones con su equipo de buceo autónomo, Juan Bravo se dio de narices con lo que buscaba, sin embargo no lo supo hasta que no entendió que bajo el agua los restos de un barco histórico están totalmente camuflados con el entorno. Bajo el agua un barco no parece un barco, parece más bien un amasijo de formas que no acaban de ser naturales. Cuando un barco se hunde sus restos sufren un proceso inmediato de destrucción. Las maderas comienzan a perder sus propiedades, se ablandan, se deshacen y acaban quedándose sin fuerza para sujetar su propia carga. Como una caja de cartón cuando se moja. Los objetos se salen por todos lados. Las cubiertas caen unas sobre otras, los costados se rompen por el peso de los cañones, la arboladura y la jarcia se va partiendo. El casco desaparece y va surgiendo un paisaje de objetos diseminados que esconden un cierto orden, una cierta relación con el sitio que ocupaban. Finalmente todo queda cubierto por una costra calcárea y por la vida vegetal del lugar. Tan solo la parte del casco de madera que haya quedado enterrado bajo el cargamento se conservará por los siglos de los siglos.

Figura 1.- Vista general de la zona del naufragio en los Isleos de Santa Catalina, desde el Monte Hacho.

Figura 2.- Detalle de algunos de los cañones extraídos durante las inmersiones realiza das por J. Bravo.

Inmersión tras inmersión, Bravo fue descubriendo e interpretando los restos de aquel naufragio. Sus conocimientos de historia y su pasión por la navegación y los barcos se entremezclaban con el silencio del mar. Mientras sus manos acariciaban un momento fosilizado de la historia se hacía preguntas y proponía respuestas. Era consciente de que el hallazgo era importante y de que aquellos restos debían ser estudiados con minuciosidad. Sabía perfectamente que una actitud apresurada e inexperta podía borrar para siempre las huellas de aquel suceso histórico. Y es que la arqueología y la excavación como medio de investigación es siempre un medio de estudio destructivo. Cuando un arqueólogo excava un yacimiento y va extrayendo poco a poco las piezas y objetos que lo componen lo va destruyendo y va destruyendo también la posibilidad de que otro investigador pueda hacer una lectura distinta del hallazgo. Esta es la razón por la que la arqueología impone una metodología de trabajo que documente todos y cada uno de los detalles del yacimiento.

Bravo no se precipitó, sin embargo, otros buceadores conocedores también de la noticia, sí lo hicieron. Años después se constató la noticia del expolio de algunos cañones de bronce que acabaron depositados en el Museo de la Marina de Francia.

En 1970 Bravo realizó su primera campaña de investigación contando con la ayuda de su hijo Juan Antonio Bravo, coautor del libro, y otros buceadores, y del equipo necesario para realizar inmersiones y extraer piezas de gran tamaño. Prepararon un pontón con un polea de gran resistencia para poder subir cañones y transportarlos después hasta tierra firme remolcados por una embarcación. A pesar de ser rudimentario, el invento funcionó a la perfección. Durante varios meses el equipo dirigido por Bravo extrajo del mar catorce cañones de hierro, uno de bronce y un ancla de un hundimiento aún sin nombre (figura 2).

La segunda campaña se organizó casi trece años después, en 1983, con el objetivo de averiguar qué barco o barcos podían ser los que naufragaron en aquellas costas. Bravo dibujó y fotografió todas las piezas recuperadas, incluyendo las piezas expoliadas que pudieron localizar. Ahora había que tratar de montar el puzzle de la historia. Saber el cómo, el cuándo y el por qué del naufragio. Había que caminar desde la fuente primaria, los restos arqueológicos, hasta las secundarias, los textos sobre el hundimiento. Una forma de hacer historia muy común en la arqueología subacuática.

Las inmersiones de esta segunda campaña trataron de dibujar la ubicación exacta de los restos para relacionarlos entre sí conformando así el “escenario del crimen”. Con cabos, boyas, pesos y un rudimentario teodolito submarino, realizaron una planimetría del fondo en la que situaron los principales hallazgos.

Paralelamente Juan Bravo y Juan Antonio Bravo rastrearon todos los archivos españoles, franceses e ingleses en busca de pistas para identificar el hallazgo, llegando a la conclusión de que aquellos restos concrecionados bajo el agua correspondían a dos barcos, el Assuré de 60 cañones y el Sage armado con 56, que componían la flota francesa de 1692 mandada por Víctor Marie d’Estrées. Por fin aquel amasijo de cañones descubierto en 1962 tenía nombre y apellidos. Pero ¿a dónde se dirigían? ¿por qué se hundieron? ¿Cuál era su misión?. Bravo buscó respuestas a todas estas preguntas. Las buscó buceando en las páginas y páginas de textos referentes a la flota de Víctor Marie d’Estrées que zarpó de Toulon, en la costa mediterránea de Francia, el 21 de marzo de 1692, con 16 barcos armados con más de 1000 cañones.

Este marino ilustre de la armada francesa, comenzó a servir al rey a los 17 años en el ejercito para pasar años después a la marina en la que llevó a cabo la vigilancia del Mediterráneo luchando durante años contra los corsarios berberiscos. Su carrera militar le llevó a ser uno de los hombres de confianza del propio Luis XIV, quien lo nombra Mariscal de Francia en 1703, y más tarde Presidente del Consejo de Marina, miembro de la Academia Francesa y Gobernador de Bretaña.

El día 18 de abril de 1692, Victor Marie d’Estrées, embarcado en el Sceptre, dirigía su flota hacia la ciudad de Brest, en la costa atlántica de Francia, para participar con otras flotas en un ataque definitivo contra Inglaterra cuando un fuerte temporal le sorprendió en el estrecho hundiendo a dos de sus barcos. El Assuré, un barco construido en 1690 en Dunkerque con un porte de 800 toneladas y un calado de más de cinco metros, se estrelló contra los isleos de Santa Catalina muriendo la mayor parte de la tripulación. El otro barco, el Sage, de 900 toneladas, construido en 1669 en Rochefort, encalló en la rocas del Sauciño (figura 3) donde sus tripulantes fueron capturados por soldados españoles que los apresaron de inmediato. Aquella pérdida le supuso un retraso importante en su viaje, aunque le salvó de participar en la batalla de La Hougue en la que los franceses sufrieron un gran derrota.

Figura 3.- Localización de la zona del hundimiento en la Bahía Norte de Ceuta, según J. Bravo.

Figura 4.- Detalle de uno de los cañones de hierro recuperado por J. Bravo, actualmente sobre cureña, expuesto en las instalaciones del Museo del Desnarigado.

En un momento determinado de la investigación sobre el doble naufragio Bravo se planteó un nuevo interrogante. En el lugar del hundimiento de los dos barcos sólo había 23 cañones y cinco anclas, ¿qué había ocurrido con el resto de los 116 cañones que transportaban? (figura 4).

La opción más probable, teniendo en cuenta la cerca nía a la costa a la que quedó el Sage era la de la recuperación de los cañones en la misma época del hundimiento. Sin embargo esta teoría se complicaba al tratar de aplicarla al Assuré situado entre los 14 y los 20 metros de profundidad.

Juan Bravo encontró un documento de 1750 en el que se hablaba, efectivamente, de la recuperación de algunos cañones en las rocas de Sauciño y de otros en las inmediaciones de los isleos. Una serie de cartas localizadas por Bravo en otro archivo, el Histórico Nacional, narraban las dificultades de una campaña de rescate de artillería de dos barcos franceses ocurrida en 1694. Comienzan entonces las disputas por el destino final de las sesenta y dos piezas de artillería localizadas. El Almirante de Castilla las quiere para armar una flota de galeones próxima a partir, sin embargo, el Gobernador de Ceuta, ya tenía sus planes hechos para aquellos cañones y expone ante el Almirante sus necesidades de defender las murallas de su ciudad.

Con esta última información sobre los cañones y con el estudio y análisis de las cerámicas halladas en los dos naufragios, realizados en la Universidad de Granada, Juan Bravo y Juan Antonio Bravo daban por terminada su investigación y comenzaban la segunda parte de su aventura: ordenar la información histórica y la arqueológica y tratar de plasmar en un libro las conclusiones de su trabajo con la metodología de un arqueólogo y la emoción de un apasionado por la historia. El resultado: “La flota que nunca llegó a su destino” publicado por la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Ceuta en 1989 y dedicado a los submarinistas, verdaderos pioneros de la arqueología submarina.

No quisiera terminar esta breve reflexión sobre el trabajo de Juan Bravo sin mencionar un apunte que él mismo hace en la introducción de su libro a propósito de la financiación de las intervenciones arqueológicas. Bravo insiste en varios momentos de su publicación sobre la falta de recursos con los que contó para su intervención arqueológica y propone un modelo que, en parte, hoy está siendo utilizado por algunos arqueólogos, entre los que me encuentro. Se trata de la financiación de las prospecciones y excavaciones sistemáticas por parte de entidades privadas sin ánimo de lucro, por ejemplo, fundaciones de grandes empresas que realizan obras de carácter social o cultural por razones de prestigio. Tal es el caso de las excavaciones y exposiciones sobre los galeones españoles Guadalupe y Tolosa hundidos en la República Dominicana que realicé junto a los especialistas en construcción naval antigua Cruz Apestegui y Manu Izaguirre, y que fueron financiados por la Fundación la Caixa; o la Carta Arqueológica Submarina de Panamá que actualmente llevo a cabo junto a Beatriz Domingo, financiado por la Fundación Icasur. Como apunta Bravo “Tampoco debe ser siempre la administración pública la que proporcione los medios o corra con todos los gastos de la arqueología”. Este modelo de financiación privada se ha demostrado como una vía válida para la investigación arqueológica, siempre y cuando se establezcan convenios adecuados entre la entidad privada y la administración competente. Estos convenios deben precisar la metodología de trabajo a seguir, la cantidad y cualificación de los profesionales que intervendrán, la finalidad y justificación de los trabajos, el equipamiento necesario, la garantía de conservación de los materiales extraídos y el destino final de las piezas arqueológicas recuperadas. Como propone Bravo, de esta manera pueden conjugarse las necesidades de actuación de la Administración y los intereses de quienes apuestan por la recuperación de la historia a través de la arqueología y por la protección del Patrimonio Arqueológico Sumergido frente al expolio.

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