Fortificaciones Militares de Ceuta: siglos XVI al XVIII

Introducción
Cap.1.1
Cap.3.1
Cap.1.2
Cap.3.2
Cap.2.1
Cap.3.3
Cap.2.2
Cap.4
Cap.3.4

CAPITULO 4

A MODO DE CONCLUSIÓN

A nivel historiográfico, el estudio de los temas militares españoles en general y de la ingeniería militar en particular, se remonta a mediados del siglo XIX, pero desde hace casi veinte años está siendo centro de especial atención por parte de historiadores de todo el país, tanto civiles como militares. En especial han destacado figuras tan prestigiosas como Joaquín de la Llave y García, Antonio Rodríguez Villa, Eusebio Torner y Manuel Valera; así como centros militares que recopilaron y publicaron todo tipo de fuentes que resultaron imprescindibles para hacer estudios de investigación del Cuerpo de Ingenieros sobre plazas y puertos fortificados. Tal fue el caso del Servicio Histórico Militar con la colección Aparici, la Biblioteca Central Militar y el Servicio Geográfico del Ejército con la publicación de boletines y catálogos, así como la contribución decisiva de Juan Manuel Zapatero, a través de la Escuela de Fortificación hispanoamericana.

Ha sido a partir de la segunda mitad del siglo pasado cuando urbanistas e historiadores de arte se han fijado en estos profesionales castrenses, con trabajos como los de Calderón Quijano, Fernández Cano, Bonet Correa, Sambricio, Rodríguez de la Flor, Soraluce, Cámara Muñoz, García Melero, Rabanal Yus, Gil Alabarracín, Capel, Herrero Fernández, De Mora, Pando, Muñoz Corbalán, Rodríguez Villasante, Falcón, Barros, Rubio, Arranz, Eslava, González de Chaves y Morales Moya; que han tratado temas interdisciplinares poliorcéticos, artilleros, urbanísticos, geográficos y económicos ciertamente muy esclarecedores. Igualmente, otros historiadores, como Peset y Lafuente, han seguido pautas de investigación alrededor del papel desarrollado por las Academias Militares, y el papel decisorio de la ingeniería militar en el Renacimiento español, con sus innovaciones técnico-científicas, como las seguidas por el profesor García Tapia. Al interés español se suma el de investigadores hispanoamericanos, como Guarda, Gasparini, Moncada y Gutiérrez que analizan las relaciones y afinidades de sus fortificaciones con las plasmadas en los territorios españoles.

La puesta a punto de nuevos catálogos de documentos y fondos cartográficos del Archivo General de Simancas, del Servicio Histórico Militar, del Museo Naval, del Instituto de Geografía Aplicada del C.S.I.C., y del Instituto de Conservación y Restauración de Bienes Culturales, van dando más luz al tema de los ingenieros militares, incluyendo también la labor de la Comisión de Estudios Históricos del anterior Ministerio de Obras Públicas (C.E.H.O.P.U), con gran número de publicaciones sobre fortificaciones españolas, americanas y filipinas. También, las convocatorias de Congresos, Jornadas, Seminarios y Coloquios han incrementado en este sentido el interés hacia la figura del ingeniero militar en estos últimos años, como el Congreso Internacional de Ingeniería Militar en la cultura artística española, celebrado en la U.N.E.D de Cádiz, o el Primer Congreso Internacional de Fortificaciones de Al-Andalus, celebrado en Algeciras en 1.996; las exposiciones del Servicio Geográfico del Ejército sobre Cartografía Militar española de 1982, la del Ministerio de Educación y Ciencia de 1984 sobre la obra pública como patrimonio cultural, la del C.E.H.O.P.U. de 1.985 sobre puertos y fortificaciones de América y Filipinas, y la de 1987 alrededor del centenario de Carlos III. El montante de publicaciones y revistas especializadas sobre dicho tema ha abierto una nueva vía historiográfica, como «la Revista de Historia Militar», «Espacio-Tiempo y Forma», «Goya», «Revista de la Asociación española de los Castillos», «Asclepio», «Revista militar española», «Revista Castellum», «Revista de Ingenieros Industriales», «Revista de Obras Públicas», «Fragmentos», «Revista científico-militar», «Revista Dynamis»...

Aún siendo hoy muy extensos los conocimientos que se tienen sobre la ingeniería militar, no cabe duda que dicho campo deberá irse completando con más estudios individualizados que permitan disponer de más juicios de valor y aportaciones innovadoras que eludan, cuando menos, que la línea ya trazada se convierta tan sólo en una moda. Con mi Tesis Doctoral he querido incidir en las fortificaciones como marco estructural básico que convirtió a la plaza de Ceuta en centro primordial para gobernantes islámicos, portugueses y españoles, durante aproximadamente dos siglos y medio, ya que se la valoraba como llave, puerta y antemural de la frontera sur peninsular. Y siendo el ámbito poliorcético su epicentro temático, a lo largo del periodo estudiado se han ido ampliando otros valores, destacando unos primeros momentos de ciudad cerrada de vida inercial, con cambios coyunturales y permanentes, de ruralización y estancamiento poblacional; a otros más avanzados en el tiempo donde dominaron los conceptos de ciudad más moderna e ilustrada, con crecimiento demográfico lento pero efectivo y de rápida urbanización del territorio. También reflexiono sobre el medio geográfico ceutí, que fue siempre un elemento definidor del comportamiento de sus moradores, planteando así una dialéctica entre la adaptación, la modificación y el control de su espacio vital. Este último factor se reveló de gran trascendencia para su diseño defensivo, que estableció sus primeras posiciones ejerciendo un área de visión topográfica sobre otras inmediatas ocupadas por sus enemigos.

A la conquista de Ceuta por los portugueses en 1415, la ciudad mostraba una infraestructura islámica de base mariní. Tras el proyecto colegiado de Arruda y De Rávena de 1541, se produjo el mantenimiento de muchas fortificaciones y modificaciones como la incorporación del sistema abaluartado y sistemas de defensa estática y dinámica. De 1541 a 1550 se experimentó el cambio de la fortificación medieval, antigua o torreada, a la fortificación moderna, renacentista o permanente abaluartada. Ello conllevó la alteración de muchos muros musulmanes en la ciudad y la Almina, la conservación de puertas en el recinto-ciudad, la fijación del recinto del Monte Hacho como ciudadela, y sobre todo la creación del nuevo Frente de Tierra con un foso inundado. Estos pasos se lograron a partir de las normas programadas por los reyes Juan III y Felipe II, que transfirieron potestad a sus gobernadores para que derribasen y aplanasen las viviendas, viñas y huertas que estaban adyacentes a las nuevas murallas, y ordenando a sus ingenieros que aplicasen los conceptos de acomodación al sitio, regularización y simetría a las partes de la ciudad y sustituyesen poco a poco, según las disponibilidades económicas, las referencias arquitectónicas de etapas anteriores. 

En lo que quedó del siglo XVI, la coordinación luso-española en la proyección nueva de la plaza resultó muy problemática y costosa, precisándose frecuentes visitas de veedores e informes de los gobernadores para ponerla en regular defensa poliorcética y artillera. Por entonces se distinguían dentro de la fortificación abaluartada la defensa estática o pasiva, que incluía las fortificaciones, el relieve local y la artillería; y la defensa dinámica o activa, con los Cuerpos de Ejército y la tenencia de las llaves de la ciudad por parte del almojarife. El progreso urbano se dio de oeste a este, es decir, desde la parte continental a la peninsular; mientras que el avance de las líneas de defensa se dio en sentido contrario, aunque hay que advertir que incluso en el siglo XVII no hubo deseos claros de proyectar sobre la ciudad programas urbanos que armonizaran con el entorno. Por otro lado, la incorporación de los profesionales ingenieros militares desde mitad del siglo XVI fue muy ralentizada, dependiendo del Capitán General de la Artillería, alternando sus actuaciones a las de maestros de obras y gobernadores locales, lo que fue origen de frecuentes roces por la delimitación clara de las funciones respectivas. En esta centuria he llegado a registrar un total de ocho ingenieros que actuaron en Ceuta.

Conforme la corona filipina fue tomando desde el siglo XVII una mayor valoración de la plaza de Ceuta en su programa de política exterior, su plan de actuaciones se fue intensificando, interviniendo sobre la defensa activa y pasiva a través de organismos estatales como la Junta de Portugal, de Presidios, de Disposiciones de Campaña, de Hacienda, de Obras, de Matemáticos, de Tenientes Generales y de Guerra; pero siempre dependiendo del estado de las arcas de la Real Hacienda, casi siempre en débito por las frecuentes campañas en el Imperio. Las plantas y apuntes tomados in situ y remitidas a la Corte por los ingenieros, produjeron interferencias con las facultades dadas por el rey Felipe II a los Capitanes Generales de Artillería, y ello fue una constante en Ceuta, donde se llegaron a plantear serios enfrentamientos a lo largo de este siglo entre Juan de la Carrera y Bamfi, Meni y Osorio, criticándose mutuamente en cuanto a su preparación personal y profesional.

Por otro lado, si bien las relaciones de obras habidas y por haber en la plaza fueron confeccionadas por ingenieros militares, hemos registrado que muchas de ellas fueron también redactadas por los propios gobernadores locales con ayuda de maestros de obras, como el tándem Varona-Ochoa y llegándose al punto de que las críticas arreciaban incluso contra el Consejo de Guerra por haberse decidido a elegir la planta de uno u otro ingeniero, lo cual reafirma más la deficiente organización interna del Estado en un tema de tanta trascendencia como el de la defensa. Las discrepancias entre ingenieros y gobernadores se intensificaron a veces cuando las plantas de los primeros eran aceptadas y llevadas a cabo plenamente, y con la llegada de otro ingeniero éstos no las entendían como eficaces, llegando a ordenar su demolición. Tal fue el caso del gobernador Avellaneda, que en 1697 ratificó las obras propuestas por el ingeniero Pedro Borrás, que dejaban a la plaza más a cubierto, ahorrando además tiempo y dinero, y discriminó a Francisco Hurtado en favor de Borrás por contar éste patente y créditos de haber fortificado Flandes y Cataluña, y haberse examinado y aprobado en la Academia Real de Bruselas. Cada autoridad pretendió imponerse a las demás, como fue el caso del Capitán General de Artillería y Presidente del Consejo de Guerra, De la Carrera, que llegó a imponer en 1690 que el gobernador cesase los trabajos en curso por su falta de dirección y de celo, y que actuasen sujetos prácticos e inteligentes en las fortificaciones.

Otro aspecto puntual destacado en esta centuria es que el pertinaz sitio a la plaza desde 1694 por las huestes de Muley Ismail nos ha permitido diferenciar dos modos de hacer la guerra en el hinterland ceutí: por un lado, el marroquí, primitivo, a base de emboscadas, obstáculos, huidas rápidas, multitudinaria a modo de guerra santa, con trincheras de aproximación, resguardos en barrancos, líneas de tapial, sistema de minas y pocas piezas artilleras en superficie; por otro lado, el arte bélico más científico y moderno del español, a base de diseños matemáticos que minimizaban la superficie que recibía el impacto artillero y maximizaba el campo abierto fuera de ella para cubrirla con fuego defensivo. Al propio tiempo, este periodo de constante asedio actuó de elemento motivador del desarrollo expansivo de la arquitectura militar y del urbanismo, basculando de los recintos muy consolidados del istmo y Frentes de Tierra (primero el de las Murallas Reales y Foso inundado y luego el de la Valenciana, también llamado Hornaveque o Falsabraga), a la península de la Almina, además de fijar ya las líneas maestras de la guerra subterránea, a base de minas y contraminas. En este sentido, un factor de inmediata proyección en el desarrollo de la ciudad fue también la consolidación de la Bahía Norte como zona portuaria, alrededor de la cual se trazaron nuevas infraestructuras directamente relacionadas con tan importante núcleo de progreso: espigones, muelles, andenes, linternas, plataformas artilladas de cobertura, almacenes, vías de acceso, zona de embarque y desembarque y atarazanas, y todo este capítulo de realizaciones partió de las meditaciones teóricas de ingenieros italianos durante la primera mitad de siglo, y de flamencos y franceses en la segunda mitad, resaltando en estos últimos especialmente los de Vauban.

En otro orden de cosas, reseño la elevación a rango militar de los minadores como profesionales castrenses durante el siglo XVII, consolidándose su hacer en la guerra subterránea de Ceuta a partir del memorial de 1698 del capitán de infantería, ingeniero y maestro mayor, Andrés Tortosa, que con el visto bueno del gobernador Villadarias planteó la formación de una compañía de minadores de 70 hombres y quince capataces de minas, amparándose en los momentos de sitio por los que pasaba la plaza, por los buenos servicios que prestaba este sistema y para que los Ejércitos Reales pudiesen contar a partir de ahora con compañías de minadores. Fue aprobada dicha petición por el Consejo de Estado y ratificada por Carlos II, pero debido a la prolongación del bloqueo, no se confirmaría su creación sino hasta el siguiente siglo. La primera alusión histórica de la construcción de una contramina en Ceuta se debió a la propuesta dada por el ingeniero milanés Julio Bamfi en 1691, de acuerdo con el gobernador Varona y el maestro minador Juan de Ochoa, que se situaría debajo de la estrada encubierta para evitar que los sitiadores se alojasen en la contraescarpa del Foso inundado. Otra propuesta del ingeniero Osorio en 1693 anotaba que el lado interior de la plaza contaba con una cortina y dos baluartes a la antigua, muy robustos y seguros, mientras que el Foso inundado servía de puerto, y que las minas eran las únicas armas con que contaban los fronterizos para expugnar las murallas, por lo que proponía que desde el nivel de dicho foso se sacasen tres ramales de contraminas para encontrar las minas enemigas y deshacerlas.

Debido a la presión constante ismailita, los Administradores Generales de las Reales Fábricas y Minas de azogue de Almadén, Linares y Guadalcanal, recibieron orden en 1694 de que sacasen a casi medio centenar de mineros de sus minas y les mandasen a Ceuta para minarla y contraminarla, viéndose resultados positivos dos años más tarde, al detallar el gobernador local el buen estado de las minas, pues circundaban todo el campo enemigo desde el Baluarte de San Pedro al Bonete de Santa Ana, al tiempo que mandó ampliar en 1697 los cañones de las minas por todas partes, a partir de las primeras líneas defensivas ceutíes.

La actividad de superficie desarrollada en este siglo por un total de veintidós ingenieros militares en la plaza de Ceuta significó la aplicación de un estilo militar basado en la técnica obsidional de Vauban, relativa a plazas sitiadas, y a la que dieron cumplida aplicación tanto en el angosto istmo como en el Campo Exterior enemigo, adaptando todos los enclaves a la configuración orográfica, con pocos espacios llanos y frecuentes pendientes. Por lo tanto, al primer frente abaluartado ya mencionado se sumaron otros dos nuevos adelantados, se reforzaron y reformaron puertas, murallas, cuarteles, espigones, puertos, baluartes y castillos de las bandas costeras norte y sur, conformando una malla urbana regularizada y geometrizada, según el estilo militar, buscando la simetría estratégica de los tres recintos o conjuntos en que se dividía Ceuta. El Consejo de Guerra fijaba que las obras deberían estar proporcionadas al número de soldados que las defendían y guardaban y según fuese el ámbito y naturaleza del propio terreno, y no admitiría obras que fuesen contra las reglas militares del arte de fortificar, por producir más perjuicio que beneficio.

Las mayores dificultades para regularizar la defensa del territorio ceutí procedían del campo enemigo, poblado de terrenos intrincados que no podían ser descubiertos desde ninguna de las fortificaciones interiores, ni desde las que había exteriores ya fabricadas, pudiendo los sitiadores hacer sus ataques a tiro de pistola, mientras que la precisión poliorcética enseñaba que éstas se construyesen para descubrir y oponerse a tales obstáculos naturales. Para todos los ingenieros, las fortificaciones de Ceuta estaban en este siglo hechas a lo antiguo, irregular y sin defensa, con muchos lienzos que amenazaban ruina. Requirieron continuas mejoras en el Frente de Tierra y mantenimiento de la seguridad en los desembarcaderos y puertos de la Almina. Sobre este particular, el enfrentamiento del Capitán General de la Artillería con algunos ingenieros partía de que éste se inclinaba más por la defensa costera de la plaza en su retaguardia, dada la debilidad que presentaba a fáciles desembarcos en la península de la Almina; mientras los ingenieros mantenían la idea de defender al máximo la vanguardia, es decir, el perímetro ya fortificado adelantado que sobresalía en el territorio contrincante. De todos modos, estos planteamientos generales fueron matizados por algunos ingenieros, como Hércules Toreli, que consideraba como plaza tan sólo lo urbanizado, correspondiendo en Ceuta al núcleo central o ístmico, mientras que las partes restantes, tanto la parte continental abierta al enemigo, como la península oriental de la Almina, eran valoradas como elementos tan alejados y de tan difícil defensa que no formaban parte real del conjunto urbano, por lo que en dichos parajes no deberían emplazarse piezas artilleras, siendo tan sólo imprescindibles la caballería, la infantería y algunos artilleros.

El tercer bloque de este trabajo de investigación ha resultado ser el más amplio, habida cuenta de la intensísima actividad constructiva desplegada en el siglo XVIII por un total de 86 ingenieros militares que trabajaron en más de 232 Proyectos de defensa para Ceuta, pues la política centralista borbónica reactivó la potencia militar de la plaza, con el objetivo primario de levantar el sitio ismailita, logrado en 1727, y el secundario de asestar un golpe de fuerza decisivo a Inglaterra en el Estrecho. Así pues, desde los primeros años de este siglo se pretendió incrementar la guarnición ordinaria y los presidiarios para levantar el asedio, ratificándose en 1720 con la expedición del Marqués de Lede, aumentando también las defensas terrestres y costeras y la actividad portuaria. Se promulgaron igualmente nuevas ordenanzas político-militares, fijadas en los Reglamentos de la ciudad de 1715, 1745 y 1791; se diferenciaron los presidios mayores, como Ceuta, y los menores, y los asuntos judiciales fueron controlados desde ahora por el Real Consejo de Guerra. A pesar de toda esta legislación, la situación más repetida siguió siendo la indefensión de la plaza, faltando de continuo víveres, materiales de construcción, armamento, pólvora, guarnición de infantería, caballería y dotación de barcos, a lo que se añadía la problemática de que el puerto de Gibraltar dejaba, al ser inglés, de ser su suministrador y aprovisionador como antaño, teniendo que desplazarse tal actividad a los más distantes de Cádiz, Málaga y Sevilla.

Los Tratados de Paz y Comercio firmados con Marruecos en 1767, 1.782 y 1799 sirvieron de bien poco, salvo para delimitar ambiguamente los límites de los presidios norteafricanos y sus zonas de pastos, ya que desde los últimos años del reinado de Carlos III hasta final de siglo los objetivos políticos de los monarcas españoles respecto a las posesiones africanas eran de irse retirando de sus posesiones, manteniéndose a duras penas plazas que como Ceuta tuvieran especial relevancia estratégica, mientras que el resto de ellas eran consideradas carentes de valor y cargas gravosas para la Real Hacienda. Los presupuestos tácticos programados desde entonces fueron los de fijar posiciones, evitando enfrentamientos directos, manteniendo fuertes y seguros los puestos defensivos y artilleros, y conservando relaciones de buena vecindad que favoreciesen la paz y el comercio. No faltaron voces, sin embargo, como la del Ingeniero Comandante, Lorenzo Solís, que llegó en 1739 a insinuar al rey la posibilidad de hacer a Ceuta colonia y centro del dominio norteafricano, con lo que cesaría el corso a las costas y se ayudaría al comercio provincial y nacional, pues se explotarían los recursos naturales de Ceuta y se privaría así a Gibraltar del apoyo marroquí.

Con el primer Reglamento dado a la plaza en 1715 se logró una mayor racionalidad en la potenciación de sus equipamientos humanos y materiales, reorganizando su Estado Mayor, los cargos de artillería, los regimientos, las compañías, las dotaciones ordinaria y extraordinaria, los desterrados o presidiarios, la caballería, las maestranzas y el Hospital Real, incluyendo además las previsiones de gastos del mantenimiento y ampliación de las fortificaciones, materiales y los del estamento eclesiástico, quedando con dicho Reglamento por cuenta real la paga de sueldos, las compras para el Hospital, Plaza de Armas, obras ordinarias y extraordinarias y fortificaciones, y sólo por cuenta del asentista local la provisión de trigo, ropas y raciones. El gobernador local debería velar por la debida aplicación y cumplimiento del reglamento.

Desde 1739, había plazas, como Ceuta, Zamora, la Coruña, Valencia, Melilla, Gibraltar y Alhucemas, que levantaban obras y fortificaciones con ingresos obtenidos de la aplicación de impuestos urbanos, otras estaban supeditadas a la Secretaría de Guerra y financiadas por la Real Hacienda, y al fin otras que contaban ya, como los casos de Cádiz, Málaga y Gerona, con una Junta de Reales Obras que aplicaba una tributación reglamentada para actuaciones constructivas. Además de la vía económica, estas Juntas reglamentaron toda la base organizativa y competencial de sus miembros, salvaguardando casos tan frecuentes como el ocurrido en Ceuta en 1725, en que el nuevo gobernador, Manuel de Orleáns, Conde de Charny, proyectó y le fue aprobado por el rey la realización de un corte al arco grande del puente que permitía pasar el Foso inundado de las Murallas Reales, y sustituirlo por una compuerta levadiza; pero como no había tenido el refrendo del Ingeniero en Jefe, Pedro Daubeterre, Felipe V mandó deshacer lo ya iniciado y dejar la obra como estaba antes. Así pues, la colaboración entre los ingenieros militares y los gobernadores locales se volvió a romper, como tantas veces hemos registrado desde el siglo anterior, acordándose a partir de ahora que los proyectos de obras se hiciesen colegiadamente y tomasen decisiones en conjunto. Recordemos cómo sobre este punto los ingenieros del siglo XVII llegaban a tener voz pero no voto en la toma de resoluciones poliorcéticas, acumulándose éstas en la persona del Capitán General de la Artillería.

Otro suceso que provocó enfrentamientos entre los propios miembros del Cuerpo de Ingenieros se dio en 1734, cuando el Ingeniero Ordinario, Diego Cardoso, razonó al Ingeniero Director de las obras de Ceuta, Diego Bordich, del desatino mostrado por el Ingeniero Director de Cádiz, Ignacio Sala, que en su proyecto de defensa pretendía abandonar las Lunetas adelantadas de San Luís, la Reina, San Felipe y San Jorge, así como el Espigón de África. Por otro lado, al reconocer Sala la plaza y la documentación que sus compañeros manejaban, quedó asombrado de que se trabajara en dichas obras sin contar con el plano original y el proyecto con la aprobación real, como era norma establecida, tanto para la seguridad de lo que se hacía como para que ni el ingeniero ni otra persona pudiesen variar nada de lo acordado sin especial orden del rey, lo cual podría suceder si dicho plano no estuviera presente.

En la misma dirección fue la actuación del Ingeniero 2ª, Lorenzo Solís, que llegó a definir en 1739 a Ceuta como uno de los presidios más recomendable que la monarquía tenía en todo África, manifestando la dificultad de fortificar un territorio que se ensanchaba y elevaba en el campo enemigo continental, criticando las soluciones aportadas por anteriores ingenieros, pero que por no mover estas obras costosas y embarazosas, se podrían conservar hasta mejores momentos. Solís entendía que al respecto se debería imponer la actuación de la Junta de Peritos Ingenieros y el dictamen de Fiscales Generales, muy experimentados en guerra de fronteras, tal y como ocurría en plazas sitiadas de la Europa moderna. Para dicho ingeniero, las minas y contraminas de Ceuta eran partes esenciales de su defensa para conservar la plaza en poder español y obtener en lo sucesivo un gran ahorro a la Real Hacienda. Sin embargo, tras examinarlas detenidamente creía que el método para hacerlas era desordenado, criticando también la profesionalidad del capitán de minas Felipe Tortosa, que al extenderse tanto hacia la campaña, causaba pérdidas económicas e inundaciones. 

En la delimitación de competencias administrativas y profesionales constructivas jugó un importante papel el Reglamento de 1737, que fijaba las del veedor, maestros voluntarios, maestros mayores, interventor de la maestranza, interventor de obras y sobrestante mayor de obras, que pasarían desde estos momentos sus peticiones al Ingeniero Director y éste al rey. Sin embargo, con la aplicación de este nuevo Reglamento de las Maestranzas de Ceuta, las interferencias de funciones de los distintos cargos fueron continuas, por lo que el Comisario Provincial de la Artillería local, Clairac, no dudó en 1738 solicitar del Director de la Real Junta de Fortificaciones de la Corte, Duque de Montemar, que se alterase el mismo, abogando por una única dirección de las Maestranzas, y así permitir un mejor control del consumo que en ellas se daba y el paradero de los materiales empleados.

Felipe V ordenó la formación de la Junta de Reales Obras de Ceuta el 4 de Marzo de 1741, con un Reglamento o Instrucción de diecisiete capítulos que especificaba como fondos de construcción los procedentes de las rentas del tabaco, aguardiente, alfóndiga, sal, almadraba y cualquier arbitrio para dicho destino. El Comandante General era el Presidente de la Junta y, en su defecto, el Teniente de Rey, y como miembros el veedor y el Ingeniero Director de las Obras. Todos tenían votos decisivos, y si el asunto era muy dificultoso, se pasaría al rey, por manos del Ministro de la Guerra, el Duque de Montemar. Todos los caudales pasaban al tesorero para librarlos y certificarlos, y al final de año presentaría éste una cuenta a la Junta del debe y el haber, además de los planos y perfiles de las obras ejecutadas. Si el ingeniero veía conveniente obras de especial esfuerzo, como manufacturas, excavaciones, demolición de edificios o vestigios antiguos, debería comunicarlo a la Junta que estimaría lo más oportuno y el ingeniero haría la contrata con las condiciones para hacer dichas obras. Los empleados de obras serían elegidos por el ingeniero y estarían totalmente a sus órdenes durante el trabajo, dependiendo también de él las certificaciones de salarios y jornales. Ningún sobrestante puesto por el ingeniero para cuidar la obra tendría brigada de desterrados, sino que los cabos de ellas le estarían subordinados, a fin de evitar los frecuentes fraudes. Cuando el ingeniero precisase cal, hierro, ladrillo o madera, debería presentarlo a la Junta, siendo también responsabilidad directa de él velar que tanto el interventor como sus sobrestantes diesen paradero a los géneros de obras.

El Reglamento alteraba la norma anterior de que las maestranzas estuviesen dirigidas por Comandantes de Artillería, e incluso en enero-febrero de 1738 era el mismo veedor, como ministro de Hacienda. Ahora recaía el control de ellas en el ingeniero, sujetándose el capítulo de maestranzas y minas a la dirección de la Junta, planteándose así que no se supiesen los fondos destinados a artillería, ni la disposición, reparaciones y progresos de las minas, por parte del Comandante de Artillería. Por tanto, la artillería, fortificaciones, minas y maestranza quedaban bajo la dirección y disposición de la Junta de Reales Obras de Ceuta, que distribuía caudales para ahorro de Hacienda, y se desplazaba al comandante de artillería al no poder disponer por sí mismo sin acudir a la Junta. Así, se quitaba operatividad al Comandante General para el mando y al comandante de artillería para su ejecución. En contra de esta norma iban los escritos de Miguel Tortosa y del gobernador Vargas Maldonado al Duque de Montemar, para que el rey diese orden de que el ingeniero dirigiese las fortificaciones y todo lo anexo a ellas, y que el comandante de artillería contase con las maestranzas y sus anexos, con el mismo voto decisivo para ambos. El nuevo Reglamento también fijaba que el comandante de artillería fuese vocal de la Junta, teniendo asiento en ella antes o después del ingeniero, según el grado que cada cual tuviese, y al propio tiempo, siguiendo esta reestructuración, al no ser número impar los que la compusieran, resultaría que el Presidente tendría voto de calidad.

En todas las Juntas hubieron discrepancias entre los estamentos y cuerpos componentes, en cuanto a funciones y responsabilidades de los ingenieros, e irregularidades en partidas y contrataciones. Por ello, fue normal que el Ministro de la Guerra arbitrase las decisiones de las Juntas locales, requiriendo los proyectos de obras, que en Cádiz, Málaga y Gerona fue desde 1737, y centralizándolas aún más desde la creación en septiembre de 1737 de la Real Junta de Fortificaciones de Madrid, para transparentar las actuaciones de cada una de las creadas, rentabilizar las arcas reales y validar todo tipo de obras. Como la compañía de artilleros y minadores servían en Ceuta en 1741 con pie irregular que perjudicaba al servicio, Felipe V mandó que en lo sucesivo el gobernador local fuese el inspector de ambas compañías por ser de dotación, y el comandante de artillería pasaría a ser subinspector de las mismas, sin variar las Reales Ordenanzas de Infantería, en lo relativo a instrucción en armas, ejercicios de cañón y mortero, construcción de baterías, fajinas, salchichones, gaviones, disciplina, mecánica y cuentas. Las minas estaban dirigidas por el gobernador, bajo los dictámenes del comandante de artillería e ingenieros, y ante esto el rey resolvió que el capitán de minadores estuviese directamente subordinado al comandante de artillería, así como al capitán de artilleros, debiendo el primero levantar y firmar cuatro planos de las minas actuales, pasando uno de ellos al rey a través del Secretario del Despacho Universal, otro al gobernador, y los otros dos al comandante de artillería e ingenieros. Todas las maderas y útiles a cargo del capitán de minadores se inventarían y entregarían en los almacenes de artillería, y en caso de reparaciones el capitán de minadores daría parte al comandante de artillería y éste al gobernador, quien dispondría el reconocimiento al Comandante de Artillería e Ingeniero Director de las obras, para que acordasen conjuntamente lo más a propósito. Formalizada la resolución entre gobernador, comandante de artillería e Ingeniero Director, se prevendría por parte del segundo al capitán de minadores de que formase el estado de las maderas precisas, toesas, pies y pulgadas de las obras a ejecutar y el número indicativo del plano, y a continuación el gobernador daría la orden de ejecución al Comandante de Artillería. Mandaba también el rey que el comandante de artillería e ingeniero reflexionasen sobre la conveniencia del número exagerado de minas en esos momentos en Ceuta, y para ello deberían reunirse, junto al capitán de minadores, pasando luego al rey a través del secretario las opiniones de los tres.

El cruce de opiniones contrapuestas se prodigó dentro de la Junta, pero los acuerdos debieron ir siempre por mayoría. Los dictámenes, por ello, del Ingeniero Director, Ignacio Sala, sobre el expediente de obras de las minas proyectadas en Ceuta en 1745, fueron negativos, pero una cosa fue el contraste de ideas y programas y otra la arbitrariedad de algunos gobernadores como Palafox, que en 1748 había mandado edificar, contra la voluntad real, algunas tapias ante la Puerta de la Almina en su lado meridional, recibiendo comunicación del Marqués de la Ensenada, a través del Ingeniero en Jefe, José Muñoz de Acuña, de la correspondiente censura, ordenándole arrasarlas y reiterándole que en adelante no actuase sin real aprobación, previa información en Junta de Reales Obras por el Ingeniero en Jefe y el Ministro de Hacienda. Otro tanto ocurrió dos años más tarde, cuando el Ingeniero en Jefe, Agustín Ibáñez Garcés, informaba a Fernando VI, de la inobservancia del gobernador Orcasitas en no demoler un cuarto edificado en el terraplén de la muralla de la Marina Norte, según real orden de 13 de febrero de 1748, o cuando en 1752 el gobernador Marqués de Croix ordenaba que la mayor parte de los escombros sacados de la excavación del nuevo Muelle del Foso de la Almina, se depositasen en dicho foso, desde la muralla hasta la garita del Baluarte de San Sebastián, desde aquí a San Amaro y frente al Foso de las Murallas Reales, yendo así contra el Reglamento real de conservación y limpieza de puertos, caños, surgideros y bahías, con consecuencias nefastas para la integridad de las defensas costeras septentrionales y para dicho foso, que podría quedar cegado. 

El desarrollo del Reglamento de la Junta de Reales Obras de Ceuta permitió ampliar las competencias del Ingeniero Director, en lo relativo a cuidar de la plaza que le fuese asignada, teniendo que visitarla todos los meses, ordenando obras convenientes, dando cuenta al Ingeniero General de los proyectos para que, una vez que se le devolviesen aprobados por el rey, notificase al asentista las obras a realizar por medio de la publicación y adjudicación en presencia de la Real Junta. También tendría cuidado de todos los trabajos, en la forma dispuesta por el Ingeniero General, distribuiría a los ingenieros de su brigada y trazaría trincheras, plazas de armas y alojamientos, según órdenes de la superioridad.

A mediados de abril de 1752, el gobernador Carreño informó al Secretario de la Guerra, Eslava, de los problemas surgidos entre el Ingeniero Director, Esteban Panón, y el capitán de minas, Félix Tortosa, en la dirección y construcción de minas, ya que el primero imponía subordinación al segundo, cuestión que afectaba al artículo trece de la Real Ordenanza de 10 de enero de 1750, por lo que en 1756 Fernando VI respondió de que estuviesen a cargo del ingeniero, tanto en periodo de guerra como de paz, pero en lo que se refería al mando militar, gobierno interior, disciplina y subordinación, dependía de los oficiales de sus compañías y Cuerpo. En este mismo sentido, el rey dio respuesta a la solicitud presentada en 1770 por el comandante de artillería de Ceuta, a través del gobernador local, recordándole a este último que las minas deberían estar dirigidas por el Ingeniero Comandante, y que las compañías nuevas que se formasen de artilleros y minadores estarían sujetas al comandante de artillería de Ceuta, con total independencia de su Cuerpo y bajo su inspección, como los demás regimientos de su guarnición, porque de lo contrario resultarían graves inconvenientes.

La normativa impuesta por el Reglamento tuvo sus altibajos, pero en lo que restó de siglo llegó a mantenerse para que cada miembro de la Junta supiese a qué atenerse. Fue así como el Ingeniero Director, Juan Caballero, actuó conjuntamente con la Junta de Reales Obras o Fortificación para dejar a Ceuta bien defendida, y una vez pasados los recelos de sitio formal a la plaza por parte de Sidi Muhammad en 1774, recibió orden del Ingeniero General Abarca para que pasara a la Corte con sus proyectos volantes, formando los correspondientes planos, perfiles y descripción para depositarlos en el Archivo General del Cuerpo. Estos documentos eran luego presentados al monarca, precedidos del informe y adiciones del Ingeniero General para su aprobación, encargando a continuación a Caballero que los trazase sobre el terreno, los comenzase e informase de dicha traza e instrucción al Ingeniero Jefe, Martín Gabriel, para que, ajustándose a ello, dirigiese la ejecución de las obras del Monte Hacho y cierre de la población de la Almina hasta su conclusión

Otra importante reflexión es que de poco sirvió la empresa llevada a cabo en 1720 de levantar el asedio ismailita a la plaza de Ceuta, a través de la expedición peninsular dirigida por el Marqués de Lede, sino para dejar posicionadas las líneas locales y las enemigas a como estaban antes, y para fijar las formas de hacer la guerra a la europea borbónica y a la africana marroquí. Con la arribada de los expedicionarios se pretendió crear una situación de equilibrio mediante un Ejército disuasorio que hiciese levantar el sitio de Muley Ismail y evitase el enfrentamiento bélico directo. Se seguían las ideas emanadas de Clausewitz, que dio un sentido racional a la guerra basándose en la proliferación de arcos y maniobras envolventes con fuerte apoyo artillero, aplicando la táctica del desgaste por uno y otro bando. Este nuevo modo de hacer la guerra, se valía de militares que eran antes que nada estrategas-geómetras, y entendía la milicia como una ciencia en la que se primaba la instrucción, la disciplina, la tecnología, la balística, la superioridad artillera y la formación académica.

Los proyectos defensivos en las primeras décadas de siglo partieron del reforzamiento de la línea adelantada a las Murallas Reales o del Hornaveque, hasta las líneas ocupadas por las lunetas y lenguas de sierpe próximas al enemigo. De igual modo, la preparación de nuevos ramales de minas, reparaciones en murallas costeras, adelantamiento de líneas, artillado de puestos y cimentación de obras de fortificación esenciales y accidentales en la Península de la Almina y Monte Hacho. En los programas de defensa del Ingeniero General de las Fortificaciones del Reino, Jorge Próspero Verboom, se siguieron las concepciones de Vauban, en las mejoras y perfeccionamiento del sistema abaluartado, a base de obras exteriores, medios revestimientos, obras avanzadas como lunetas, en salidas para golpear las cabezas de zapa y en apoyos concentrados de fuegos enfilados. Verboom había trabajado al lado de Vauban y estudió junto a Medrano en la Academia de Matemáticas de Bruselas, por lo que los modelos de fortificación abaluartada con orejones y flancos curvos propuestos por ellos fueron asimilados y puestos en práctica por aquél. Su aplicación en la plaza de Ceuta dependió de las dificultades que mostraba el terreno del Frente Exterior, a base de fuertes pendientes, profundos barrancos y alturas dominantes, con lo que no se conseguían adelantar las líneas con salidas, los fuegos no tenían capacidad para contener las oleadas enemigas porque las obras adelantadas no les ofendían al no poder ser dominadas por las baterías interiores, e igualmente los magrebíes trabajaban desde ahora con distinto arte a como lo hacían antes, poniéndose a cubierto con fajinas, adelantando cada noche según el fuego que pudiesen soportar, sin perder tanta gente, y comunicando sus paralelas con ramales y sicsaques para evitar las enfiladuras, quedando así en los avances un ramal dominando al anterior, sin estorbarse unos a otros.

Tras este larguísimo sitio, los esfuerzos de los ingenieros militares se dirigieron a perfeccionar las líneas más avanzadas, sobre todo las posiciones que corrían paralelas a las bandas costeras norte y sur, aunque hubo diferencias de opinión en esta materia por parte del Ingeniero Director de las Obras de Cádiz, Ignacio Sala, que afirmaba en 1734 que en Ceuta no se podía cumplir la máxima del arte militar de que las fortificaciones exteriores debían cubrir a las interiores. Argumentaba que no quedaba parte alguna que no se viese y defendiese, tanto desde el Camino Cubierto como desde sus correspondientes puestos interiores. El objetivo era reducir tal laberinto de fortificaciones a una forma más regular, disponiendo una obra grande en lugar de las cuatro lunetas pequeñas y hacer un Camino Cubierto más grande y robusto que el existente en esos momentos. Meditación contraria fue la del Ingeniero Ordinario, Diego Cardoso, quien le razonó los inconvenientes de abandonar las lunetas sobre las alturas que dominaban, por tratarse de obras acomodadas sobre regla a los caprichos del terreno, así como el Espigón de África por ser obra adaptada a los mayores preceptos de la fortificación.

Sin lugar a dudas, estos planteamientos tan divergentes buscaban ante todo la más regular defensa, intentando armonizar los viejos y nuevos enclaves con la capacidad artillera y distribuir los fuegos en todos ellos, a ser posible, de manera que los cubriesen en rasante, en enfilada, de revés, de frente, en barbeta, al tiempo que ofendiesen las baterías enemigas. En definitiva, será una constante en lo que quedó de siglo el que la defensa de los puestos partiese de la disposición arquitectónica adecuada y de la posibilidad de ser defendido artilladamente desde otros más o menos distantes. Pasada la primera mitad, se vio la necesidad de salir del aislamiento tácito anterior del Frente de Tierra e istmo como líneas más defendibles, y se buscó la ampliación de la trama poliorcética hacia la parte oriental, dominada por el Monte Hacho. La mayoría de los ingenieros llegaron a hacer proyectos polivalentes en este núcleo ahora trabajado, a base de muelles, foso, baterías a barbeta, fuertes, cuarteles, pabellones, almacenes, viviendas del Ministro de Hacienda y de Contaduría, baluartes, rastrillos, plataformas artilladas, caminos cubiertos, plazas de armas, bóvedas a prueba de bomba, torreones, garitones, cuerpos de guardia, fuentes, cárceles, cementerios, plazas, alamedas, paseos, capillas, cisternas y balsas, Maestranza de Fortificación, escarpados y hospitales.

Cobró enorme interés de nuevo la Almina, siendo considerada como la parte más importante de subsistencia de este presidio, por lo que aseveraban los ingenieros que no convenía que se reedificasen edificios civiles en la ciudad y sí en las faldas de las siete colinas de la Almina, dejando libres sus cumbres para fortificarse. Se planificaron incluso proyectos, como el del Ingeniero Director, Gabriel, de 1777, que pretendía sustituir el camino cubierto en el paraje que daba al Valle por un muro de fortificación flanqueado, pues así la población de la Almina tendría más posibilidades de ser defendida ante desembarcos en la costa del Hacho. Otro proyecto de Miguel Juárez de 1791 fue aprobado por Carlos IV para el Frente de la Almina, diferenciando el antiguo que miraba a dicha península, y que ahora estaría flanqueado por el Baluarte de San Francisco, el de San Juan de Dios y dos puentes que permitirían el acceso a la Fortificación Baja o Frente de San Fernando, con los Semibaluartes de San Francisco de Paula y San Miguel, así como la Fortificación Alta con los Baluartes de San Carlos y de la Reina Luisa. Tanto una como otra estarían dotadas de bóvedas a prueba de bombas, cuarteles, almacenes y plazas de armas. El proyecto de 1793 del Ingeniero en Jefe, Francisco de Orta y Arcos, perfiló el Frente de Fortificación Sur, entre los Baluartes de San José, San Carlos y Fuente Caballos hasta la Altura del Espino, fortaleciendo los lienzos y parapetos, y concluyendo escarpes con espaldones de mampostería. 

Los planes de defensa total de la plaza, auspiciados por los militares ilustrados, quedaron reflejados en todas las obras reformadas llevadas a cabo por los ingenieros en el Frente del Recinto Ciudad, como los Almacenes de pólvora a prueba de San Lorenzo, de San Dimas, de la Ribera, del Baluarte de San Francisco y de la Puerta de la Almina; la Plaza de los Cuarteles, las treinta y una bóvedas a prueba del terraplén de la Muralla Real, los edificios del Sillero, Casa Consistorial y la Torre de la Campana. Hemos registrado también cómo, paralelo a este desarrollo constructivo, se produjo un reforzamiento y ampliación de los enclaves artillados, sobre todo desde los recelos a otro sitio en 1774 por parte de Sidi Muhammad y desde 1791 con Muley Yazid. A estos factores se sumó desde 1775 la defectuosa demarcación de los límites fronterizos con Marruecos. La mayoría de las relaciones artilleras de los comandantes de artillería de la plaza siguieron reflejando una deficiente dotación de medios, sin embargo, el Ingeniero en Jefe Gabriel llegó a decir que la artillería de Ceuta era numerosísima, con 255 cañones de bronce e hierro montados y de todos los calibres y cuarenta y siete morteros de todos los diámetros, así como pólvora, armas y pertrechos suficientes, pudiéndose alargar la defensa cuanto se quisiera. 

En definitiva, sin dejar de ser ciudad cuartel, Ceuta fue girando su marco estructural, ofreciendo una imagen de ciudad más moderna, saliendo de sus límites tradicionales, abriéndose hacia la Almina y cimentando su condición de puerto comercial abierto al Estrecho. La ciudad fue sintonizando poco a poco con los presupuestos ilustrados, surgiendo una voluntad nueva para conocer sus realidades y potencialidades y sobreponiéndose muchas veces el interés económico al militar a través de estudios del territorio, como bosques, montes, tierras de labor, arroyos, caminos, puentes y vías rurales y urbanas. Las tendencias fisiócratas fundamentaban la riqueza de un territorio en su desarrollo agrícola, pero si bien se iban éstas incorporando en la plaza ceutí, siempre estuvo en manos de los ingenieros militares, que no perdieron nunca el norte de la utilidad castrense. En todos los casos ocurrió así, como por ejemplo cuando la Real Orden de 1752 mandó que se cultivasen las faldas del Monte Hacho, desmontando el jaral allí existente, y plantando encinas, alcornoques, pinos, robles, castaños, trigo y cebada como fuentes de recursos en un futuro próximo para la guarnición y vecindario, pastos para el ganado, producción de bellota, madera y sarmientos para fajinas, para la Marina y Reales Obras. También, en 1753 mandó plantar el gobernador De Croix alamedas en el Rebellín, Baluarte de San Sebastían y Marina Norte, para embellecimiento urbano y confundir las observaciones enemigas. En esta misma dirección iba también el proyecto de defensa del Monte Hacho trazado por Luís Huet en 1768, a base de plantar cuatro líneas en redientes de tunas y pitas desde Fuente Caballos hasta el Fuerte del Desnarigado, o la potenciación de que se urbanizase dicho monte a partir de las reflexiones sobre la defensa de la plaza de Francisco Gózar, que en 1772 decía que no se reedificasen edificios civiles en la ciudad y sí en las faldas del Hacho, ante la gran cantidad de casas débiles y calles estrechas, lo que ocasionaría gran número de bajas de la guarnición en el paso por ellas en caso de sitio formal. 

Sin lugar a dudas, un factor que actuó de eficaz revulsivo en la real valoración de los profesionales de la ingeniería militar fue la de su preparación a partir de la creación de las Academias de Matemáticas. Fue con la monarquía borbónica cuando se crearon esto centros de formación para que la mayoría de los oficiales del Ejército y los que no quisiesen ser ingenieros aprendiesen con poco esfuerzo las partes de la Matemática y Fortificación correspondientes a un buen oficial de infantería, y los que quisiesen servir como ingenieros se les enseñase con más tiempo y trabajo todo lo que debería saber un Ingeniero Extraordinario, por si llegase el caso de sacar a algunos de ellos antes de concluir sus estudios, pero que después de haber reconocido tener talento y cualidades al empleo, pudiese servirlo con utilidad en obras y fortificaciones bajo las órdenes de su jefe. Estas Academias se deberían establecer en las principales plazas de guerra para que los oficiales de la guarnición tuviesen facilidad para aprender sus enseñanzas y que muchos de los oficiales de infantería, después de haber cursado la primera clase pasasen a la segunda, unos por aprender las materias y otros con el fin de pasar al Cuerpo de Ingenieros. La Real Academia de Matemáticas de Ceuta se creó en 1739, siendo aprobada por Felipe V en 1742 para formar oficiales, cadetes y guarnición, así como evitar la ociosidad, y fue suprimida en 1789. La Ordenanza de Fernando VI de 1751 que renovaba la de 1739 para regular las enseñanzas de la Academia de Barcelona, se extendió también a las de Orán y Ceuta, con el objetivo de conseguir mejores operaciones militares, deleitar con el estudio matemático y del arte de la guerra, contribuir a la guerra ofensiva y defensiva y para beneficio general de sus vasallos en tiempo de paz. Por las aulas de la Academia de Ceuta pasaron ingenieros célebres, unos como profesores y otros como alumnos aventajados: Agustín López de Tejada, Juan Martín Cermeño, Antonio Murga, Pedro de Brozas y Garay, Esteban Aymerich, Ramón Panón, Alonso Ofray, Ramón de Anguiano y Manuel de Anguiano... Y todos ellos trabajaron intensamente los tratados de Aritmética, Geometría Especulativa, Geometría Práctica, Fortificación, Artillería, Estática, Maquinaria, Hidráulica, Hidrostática, Óptica, Trigonometría, Arquitectura Civil y Cosmografía. En los de Fortificación y Arquitectura Civil estudiaron las máximas del arte militar, buscando en su forma de hacer o «estilo» el mayor grado de proporcionalidad, regularidad, simetría, firmeza y severidad, aplicando en Plantas y Perfiles diseños racionales y orgánicos.

Fueron los Borbones quienes instrumentalizaron sus territorios y desarrollaron al tiempo una estética o lenguaje militar más evolucionado, con programas poliorcéticos clásicos y racionales que evitaban el boato y lo superfluo en estructuras y en decoración. El ideal de belleza formal partía desde ahora de la lógica constructiva, ante la necesidad de simplificar las formas. El arte de la guerra que ahora se estudiaba y aplicaba, entendía que la perfección estructural de una construcción no dependía sólo de sus aspectos técnicos y funcionales, sino de la belleza de dicha obra proyectada en abstracto, así como de su relación con anotaciones aritméticas, geométricas, trigonométricas e incluso estereotómicas. Hallamos ingenieros militares en el siglo XVII, y más en el XVIII, que proyectaron planos y perfiles de bellas fortificaciones que eran obras de escaso valor práctico y funcional, quizás llevados por el estilo arquitectónico cívico-religioso dominante en cada momento, al tiempo que se podrían entender como convencionalismos artísticos que afloraron en sus informes y proyectos, donde primaba más lo artístico bello que lo artístico militar, siendo presupuestos de este último la desnudez de muros en exterior e interior, atmósfera de extrema autoridad y severidad y espacios jerarquizados.

Sin embargo, las Ordenanzas y Reglamentos neoclásicos de mitad del XVIII dieron un nuevo sentido a los postulados urbanos, regularizando las alineaciones de calles, la relación entre altura de las casas y anchura de las vías, la ubicación de los principales equipamientos, la acomodación de edificios militares al espacio circundante para la mejor defensa y respetaran al mismo tiempo el trazado viario. Todo ello buscando un equilibrio territorial, fácilmente observable en la imagen de Ceuta, que entendía a la plaza como un todo a consolidar, con accesos fáciles y cómodos tanto terrestres como marítimos, contando ahora más el plano organizativo que el formal de la ciudad.

Introducción
Cap.1.1
Cap.3.1
Cap.4
Cap.1.2
Cap.3.2
Cap.2.1
Cap.3.3
Cap.3.4