Fortificaciones Militares de Ceuta: siglos XVI al XVIII
CAPITULO III
3 PARTE: FORTIFICACIONES MILITARES DE CEUTA EN EL SIGLO XVIII
Una de las murallas que formaban el espigón, la que miraba al campo enemigo, tenía el grosor de cuatro varas hasta el arranque de la bóveda, y la del lado de la plaza tenía dos varas y un pie, por lo que al no tener proporcionada fuerza con la primera para sostener el empuje de la bóveda que paralela a ellas formaba el caballero, fue la causa de que se hubiese quebrado por diferentes partes, a pesar de que una vez ejecutada practicaran por debajo de su clave dos arcos para sostenerla, resultando totalmente inútil este empeño e inclinando sensiblemente a la muralla más estrecha. En el caso de que este caballero hubiese sido necesario con una batería baja, en lugar de una bóveda paralela a las dos murallas debería construirse las precisas, pero perpendiculares a ella, para evitar su ruina llegando a ser batido en brecha en la batería baja. Además de la defectuosa fabricación del caballero, reconoció falta de suelo bajo el espigón debido al movimiento continuo de las aguas y de los temporales del sureste, que habían socavado su pie. Ello fue verificado a través de la relación dada por el maestro mayor de albañilería, Juan Guerrero, y de carpintería, Juan Sánchez, que asistieron a esta obra con el ingeniero Cardoso y que detallaron lo acontecido,
“...haviendo determinado D. Joseph de Aramburo fundar otro Espigón, convidó a el Señor Obispo a fin de que con su asistencia se colocase la primera piedra, que fue al extremo del citado Espigón, y otra piedra fue sentada en terreno no firme, y que assí fue siguiendo lo demás de la obra, y que tanto el Yngeniero que el referido Guerrero no se atrevieron a contradezirle porque no gustava se le propusiesen dificultades, ni que se replicase a sus determinaciones. A lo que Juan Sánchez añadió que estando concluido, padeció su caveza o extremo un temporal que huvo que socavó una parte de ella, arrancando sillares de crecido tamaño aunque fuesen engrapados de fierro según Arte, y que haviendo llegado a esta plaza de estacas aforrado de planchas, y que vaziadas con bombas las aguas y limpiadas las ruinas el Yngeniero Don Lorenzo Solís éste hizo rodear la caveza, y a alguna distancia de él, con un malecón hasta la última piedra de su fundamento, clavó en éste muchas estacas en forma de pilotage, pero sin ser guarnecidas con puntas de fierro como es costumbre y que lo mas que estas entravan era 2 pies y otras menos; luego hecha esta diligencia volvió a fundar sobre ellas hasta reparar enteramente el dicho socavado, y esto mismo lo confirma el mencionado Guerrero”.
Se confirmaba así la causa del desplazamiento de la obra, que resultando sólo en la parte que ocupaba el caballero, se hacía preciso demolerle para evitar mayores ruinas y gastos, así como dejarle a igual altura que el resto del espigón. El cordón más bajo de éste debería ser desmontado y, una vez quitado, se levantaría su muralla, asentándole nuevamente al mismo nivel y situar la garita en el correspondiente lugar. Luego se demolería la escalera de caracol que permitía la subida al caballero y el almacén de pólvora, sacando todas las tierras hasta encontrar el firme, que según el corto pilotaje que realizó Solís debía tratarse de peña. Hallada la roca por firme y reconocida la fundación de las dos murallas de la parte del campo enemigo y de la plaza con algunas catas espaciadas, si no llegasen al firme se deberían recalzar interiormente, introduciéndose por debajo de ellas sillares de cabeza, pero no todo de una vez sino en pequeñas porciones hasta donde se iniciaba la muralla circular. Esta zona se repararía de modo diferente, demoliendo interiormente la porción circular hasta la mitad de su grosor y desde sus cimientos hasta una altura reglada, después se picaría la peña que se hubiese descubierto, de manera que se inclinase ésta hacia adentro con el máximo declivio posible, con el fin de que la nueva mampostería hallase resistencia hacia afuera y con buenos sillares bien cramponados o provistos de clavos con cabeza acodillada se levantara la nueva fundación unida a la muralla antigua, asentando y ripiando todo esto a golpe de martillo y con buena mezcla, hasta recibir lo alto de aquélla sin dejar en esta parte ningún vacío ni flojedad. Esta nueva pared no debía seguir interiormente la figura circular de la antigua sino en línea recta, partiendo ambas desde el punto que formaban las dos líneas tangentes con el círculo de la cabeza del espigón. Este refuerzo interior construido sobre el firme no había dudas que impediría su actual desplazamiento y sería también menos costoso.
Concluido lo anterior, se podría volver a construir el pequeño repuesto de pólvora en el mismo lugar que en la actualidad, quedando totalmente debajo del terraplén, de modo que sobre la clave de su bóveda quedase bastante refugio, volviendo luego a formar el terraplén con tierras bien apisonadas y cañas humedecidas que hiciesen más cuerpo y se cubriría su superficie con losas cuadradas, con sus juntas bien unidas y asentadas en un buen hormigón. Colocado el cordón y siguiendo el nivel del resto del espigón se haría el mismo número de troneras que permitiera el recinto, levantando su parapeto y merlones, de modo que quedasen a cubierto los que debían defenderlo.
La comunicación al pequeño depósito de pólvora podría ser continuada por debajo, como la antigua. Para cubrir la enfilada del Morro de la Viña podría ser suficiente el dejar una abertura para el paso de la artillería y para comunicarse desde lo alto de la batería con el repuesto de pólvora se usaría la escalera de caracol. Las bóvedas que actualmente estaban por debajo del terraplén, la comunicación y el cuerpo de guardia deberían levantar sus suelos por encima del nivel de la pleamar, y la puerta del espigón que miraba a la plaza por donde entraban las aguas en los temporales convendría ponerla a cubierto, formándole su comunicación lo más próxima a la muralla y cubrirla por encima a fin de que las olas no se introdujesen y estuviese siempre libre y enjuta, pues debería servir para el paso de la caballería. Para entrar a lo alto de la batería, no siendo suficiente la de caracol, debería practicarse por el Cuartel de Desterrados.
Amici fue relevado el 23 de abril, ocupando el cargo a partir de ahora como Ingeniero Director Jefe de la plaza de Ceuta Juan Bautista Gastón y French. Este ingeniero había sustituido en 1738 a Sebastián Feringan en la dirección de las obras del Arsenal de Cartagena por presiones del Intendente de Marina Ruvalcaba, pero lo mismo que le pasó a su antecesor, chocó desde el principio con las principales autoridades navales. Ello motivó que Ensenada le reemplazara al año siguiente por el Ingeniero 2ª Esteban Panón, y que trabajase desde entonces como Ingeniero Ordinario en las fortificaciones de Calpe en 1747, y como Ingeniero 2ª en la plaza de Lorca en 1750.
A los dos meses de ser elegido Ingeniero Director de las obras de Ceuta, French dio el visto bueno a una relación que detallaba los trabajos realizados en la plaza ceutí y que firmó el Ingeniero Extraordinario y Teniente Juan Bautista Derretz, quien había trabajado a las órdenes de Amici en julio de 1752, encargándose de pormenorizar las reales obras, de la excavación del puerto y construcción del muelle, y continuó como tal junto a Esteban Panón. Por dicha relación sabemos que se continuaba trabajando en los cimientos del gran cuartel proyectado para dos batallones y 1200 desterrados, sacándose piedra de las canteras del Sarchal y Pozo del Rayo para las reales obras, recomponiéndose la Casa del Ministro Principal de Hacienda y Contaduría, haciéndose obras en el taller nuevo y en el rastrillo de Fuente Caballos, cubriéndose el tejar del tinglado que debería servir para la custodia de maderas y pertrechos de marina, acabándose la recomposición de las cocinas del Regimiento de Córdoba y recomposición de la Lengua de Sierpe de San Antonio y trabajándose en las minas de la Luneta de San Felipe.
Asimismo, se estaba componiendo una puerta en el Almacén de Artillería, se había comenzado a demoler el Espigón de Nuestra Señora de África y se emplearon a fondo los herreros en hacer diferentes clavos, picos, azadas y recomponer barrenos, picaretas y fogariles para la Plaza de Armas. Los cerrajeros hacían cerraduras, cerrojos, cinceles y punteros nuevos, recomponiendo además los deteriorados; el farolero hacía faroles y velones para las guardias de la Plaza de Armas y diferentes puestos; los carpinteros labraban maderas para puertas y ventanas del taller y la Casa del Ministro Principal, así como rastrillos para la Plaza de Armas. Los toneleros recomponían barriles y cubetas y hacían otras nuevas para las reales obras. Las seis carretas se emplearon para conducir piedra desde las canteras citadas a las obras, leña para los hornos de la fábrica de ladrillo, así como otros géneros. Las acémilas transportaban piedras, mezclas, ladrillos, arena y barro y las seis barcazas traían piedras de las canteras, arenas para las mezclas y desembarcaban diferentes géneros de obras y víveres. Los inválidos se empleaban en la limpieza de la Plaza de Armas y otras tareas más llevaderas.
Según una certificación de Domingo de Arriete, Sobrestante Mayor de las reales obras, los desterrados sumaban en mayo un total de 1236, de los que 1175 tenían habitación y 61 no. Estos últimos no tenían haberes, y muchos eran sirvientes de casas particulares que por no estar empleados en el real servicio no se les abonaba pan ni prest. Los 182 de la Brigada de Afuera a cargo de Manuel de Les sí los cobraban, por estar encargados de la provisión del pan, de las camas, de los almacenes de materiales y de artillería y de las acémilas de las reales obras, y en este total se incluían treinta y seis hombres destinados en el asiento de abastos y otros ocho para llevar las carretas, siendo su factor Julio de Cortázar. Los 1175 desterrados fueron destinados a todo tipo de servicios, contabilizándose 66 en la limpieza de las murallas y de la estacada, 75 en la real obra de Maestranza, cuatro en la fragua de artillería, cinco en la marina, tres aguadores o patrullas pivotes, quince escribientes y cabos volantes, ocho en el trabajo de los carpinteros, cuatro en el Palacio del Gobernador, dos en las reparaciones del Convento de San Francisco, cuatro en el ángulo y Foso de la Almina, dieciocho en el trabajo de las minas, diecisiete en la fábrica de teja y ladrillo, seis sacando y excavando el barro de las minas, cuarenta y dos en el Parque haciendo mezclas, tres conduciendo agua para las mezclas, dieciocho en la obra de la Casa del Ministro Principal, tres en la obra del nuevo matadero y 50 en las obras de Fuente Caballos.
Un total de veintitrés desterrados trabajaban en la obra del nuevo taller de carpintería, cuarenta en la Cantera del Hacho, cuarenta y uno en la del Pozo del Rayo, doce para la carga y descarga de los hornos de ladrillos, cuatro levantando unas tapias en el cementerio, cuarenta y seis en las excavaciones de los cimientos del Gran Cuartel de la Almina, 66 en las descargas de víveres y provisiones de leñas, maderas y cal; veinticinco para limpiar las aguas del foso, siete haciendo una portada en el Sillero Bajo, seis llevando cal de las bóvedas al Parque, 54 demoliendo el Espigón de Nuestra Señora de África, diez en la estacadilla del Muelle de la Almina, veinticuatro en el Foso de la Almina quitando los cajones y el barro, cinco regando los álamos, tres limpiando los pozos de la alameda, diecinueve en el trabajo de las barcazas, diez presos, 71 rancheros, panaderos y cuarteleros; diez maestros de jarcias, cuarenta y nueve enfermos y cuarenta y tres sirvientes en el Hospital, cuatro escribientes en la Contaduría y en el Parque, 70 inútiles para ningún servicio que se quedaban en el Cuartel, treinta y tres en el almacén de materiales haciendo espuertas, seis en el Almacén de Artillería, tres guardas del tabaco, uno en los fogariles de la Plaza de Armas, cuarenta y cuatro en el asiento de abastos y carretas, veintiocho en la provisión de pan y asiento de camas, otros veintiocho en las acémilas del cortijo, cinco de repesadores y porteros de la Tesorería y uno en la Iglesia del Valle con trabajos de real orden. Se emplearon también dos albañiles en la construcción de una casa de Julio de Villalba, cuyo haber se les iría reteniendo a favor de la Real Hacienda e iría descendiendo según el número de faltas cometidas a dicha Brigada de Obras.
Al ser destituido de su cargo en abril, y estando desplazado en la provincia de Cádiz el resto del año 1753, Jerónimo Amici proyectó un cuartel de caballería y otro de infantería en Puerto Real, y estando destinado en el Puerto de Santa María, levantó un plano (Fig. 109) de los dos muelles necesarios para hacer un pequeño puerto frente al Foso de la Almina de Ceuta, en su Bahía Norte, que suponía un nuevo paso en la conformación de un espacio vital para la vida de la ciudad en los órdenes comercial y de defensa, y que ya había diseñado en 1752. Ceuta, como plaza costera, tuvo con Fernando VI en esta segunda mitad de siglo un resurgir económico gracias al desarrollo comercial que fue adquiriendo su puerto. Los nuevos programas ilustrados intentaron la conjunción de las viejas estructuras de esta ciudad-cuartel con la potenciación de una ciudad abierta hacia el Estrecho, partiendo de la creación de un fondeadero estable y vigoroso. A lo ya diseñado antes, Amici añadió ahora un puente estable de mampostería, otro que no tenía uso corriente, una nueva rampa para bajar desde el puente al foso, un almacén de marina, un tinglado para el maderamennaval, el andén nuevo con su rampa de acceso, escaleras y bóvedas, el segundo y tercer malecón que aún existían, un cuarto malecón para doblar el espigón de estacas que se había reedificado de nuevo, el andén situado debajo de los dos Muelles, el lugar destinado para las descargas, otro andén a modo de refuerzo o sostén de la muralla del Baluarte de San Sebastián o Revellín ya que permanecían al descubierto sus cimientos; la cabeza elevada del muelle de la derecha, la escalera de caracol para subir a su batería y la rampa que corría paralela a lo largo de la cortina por donde se deberían ejecutar los transportes.
A primeros de enero de 1754, French fue relevado en su cargo de Ingeniero Director Jefe de las Obras de Ceuta por Esteban Panón. No obstante, estando como nuevo gobernador interino de la plaza el Mariscal de Campo Juan de Urbina, aquél trazó a finales de febrero un plano (Fig. 110) del frente de la plaza ceutí donde explicaba cómo el Campo Exterior y los ataques enemigos presentaban la misma disposición que antaño bajo la dirección de Muley Ismail, a pesar de que con las continuas salidas se les hubiese arruinado en gran parte. Las alturas principales seguían siendo la del Morro de la Viña, la de Talanquera y la del Otero de Nuestra Señora, siendo su distancia horizontal a la estacada local de 1516 varas, aunque la del Morro quedaba más apartada aún, superando en elevación a las demás y declinaba con quebradas y barrancos hasta el nivel del mar por la parte de la Bahía Norte, quedando inaccesible desde el Reducto de San Jorge en adelante por el lado de la Bahía Sur o Golfo de Tetuán. En estas eminencias de dominio estratégico fijaron sus mejores baterías para enfilar las defensas ceutíes del istmo, e incluso las próximas a la Almina.
Se debería anotar como principal barranco el del Ribero del Puente, predio en el que se ocultaban con asiduidad crecido número de enemigos sin que el hachero alcanzase a descubrirles, además de que resultaba para ellos muy ventajoso porque las salidas hasta allí eran arriesgadas y dificultosas. Este campo enemigo disponía incluso de antiguos atrincheramientos pertenecientes a 1720, de la mayor parte de las murallas mariníes de Ceuta la Vieja y de Arcila, de dos apostaderos, de ramales y paralelas; de caminos o calles que conducían al Campamento del Serrallo, a la Cala de la Tramaquera, a las casas del Alcaide Alí y al Algarrobo. Por todo lo detallado, French indicaba que...
“el capital defecto de predominio que padeze Ceuta, no quedando a favor suyo o de su fortificasion otra cosa más que la de no poder ser batida por sus flancos, juntamente con la ignorancia de los enemigos contra quienes se opone, y su ningún conocimiento en el Arte de atacar las plazas; bien es que no ay defecto por capital que sea como el del predominio, que no puede remediar el poder de los Monarcas, pero siempre sería punto de reelevante consideración éste, por el empeño en que precisamente hauía de constituir sin sus Reales Armas, aparte de las contingencias y excesivos gastos que hauía de hazer”.
Sus dos Medias Lunas del Flamenco estaban a 580 varas de la estacada de la Lengua de Sierpe de San Antonio, su longitud llegaba a las 73 varas y sus perfiles mostraban que se construían a base de tierra sobrepuesta con tapial, con una trinchera de cinco varas de ancho por seis de profundidad, seguida de otro nivel de tierra sobrepuesta de tres varas, una serie de banquetas de mampostería y otra trinchera de comunicación de cinco varas de profundidad. Este entramado poliorcético a base de paralelas, comunicaciones, trincheras y ramales, fue siempre considerado como obra informe por los ingenieros, pero se mantuvo gracias a la pertinaz constancia marroquí que no dudó nunca en hacerlo y rehacerlo, ante un modo de fortificar y guerrear totalmente diferente al español.
Hemos llegado a registrar casi cuarenta proyectos de obras de Esteban Panón en la plaza de Ceuta durante su mandato como Ingeniero Director. Siendo nuevo gobernador Miguel Agustín Carreño, a finales de enero de 1755 realizó el plano y perfiles del frente de la ciudad que miraba a la Almina, con su foso y muelle, que fue remitido al Secretario de Guerra, Sebastián de Eslava, junto al proyecto volante para su aprobación en la Corte. Por otro lado, a primeros de marzo diseñó y levantó plano de una máquina en forma de pontón, con una sola cuchara para limpiar cualquier canal o entrada de puerto como el de Ceuta (Fig. 111), en donde por su limitada amplitud no podían operar los pontones ordinarios de dos cucharas, y cuyo uso sería ideal para el dragado y construcción del puerto del Foso de la Almina diseñado ya años atrás por otros ingenieros. Para el manejo de dicha cuchara serían necesarios cuatro hombres que moviesen sus ruedas, arbotantes, cordajes y rodetes, y para evacuar la arena se situaría una lancha contigua a la proa de la embarcación principal.
Antes que finalizara el año, Panón proyectó los planos y perfiles de un cuerpo de guardia para 50 granaderos y otro para sus respectivos oficiales en el terraplén de la plaza de armas de la estrada cubierta, entre la Luneta de San Luís y la de la Reina. Asimismo, a primeros de abril de 1756 trazó nuevos planos y perfiles a lo ya elaborado en 1753 por Jerónimo Amici de los dos espigones construidos con estacas de pino y rellenos de piedras sueltas, formando una especie de muelle en el Foso de la Puerta de la Almina. El extremo de uno de los dos espigones (Fig. 112) perdió una porción de seis varas de largo en su lado derecho a finales de enero próximo pasado, por efecto de un temporal del sudeste, y once varas más por la acción de otro temporal de mediados de febrero; mientras que su lado izquierdo llegó a perder cuatro varas. Para las primeras ruinas que se había producido por los rigores invernales, el ingeniero Panón realizó un proyecto de reparación con fecha 17 de febrero que se remitió a la Corte, pero que no fue aprobado por el rey, que ordenó el 16 de marzo que el Ingeniero Director hiciese otro que se adecuase más a lo que mostraba este plano con reseña de las primeras y segundas ruinas producidas y que marcase con color amarillo el método que se debería seguir para su mayor seguridad y permanencia. Para ello dispuso un repié de estructura diagonal, a base de estacas de quejigo muy entrecruzadas y con un empedrado que contase con grandes sillares que amortiguase el golpe del oleaje y otro con piedras de gran tamaño, que por falta de embarcaciones proporcionadas para su transporte no se podría ejecutar por el momento.
Panón, siguiendo la real orden de 19 de abril, proyectó otro plano del Foso de la Puerta de la Almina (Fig. 113) que mostraba por pies y pulgadas de varas castellanas el fondeo del agua que había en bajamar y con la advertencia de que durante la pleamar subía el agua cuatro pies más. Asimismo indicaba el fondeo de una parte de su bahía, de mayor magnitud que lo que ocuparía el muelle aprobado por el rey el 3 de marzo de 1755 si llegaba a ejecutarse, cuya proyección estaba en líneas amarillas, en líneas negras lo que había quedado del espigón de la derecha, construido con estacas de pino y piedras sueltas, y con líneas punteadas se reconocían sus dimensiones y la porción que se había llevado el mar hasta estos momentos. Anotaba complementariamente Panón que a la entrada del citado foso, donde se situaban las embarcaciones de dotación de la plaza, sería preciso dragarle su fondo con el pontón por él inventado por hallarse muy lleno de arena y piedra acumuladas por el mar, y lo mismo ocurría en la entrada real del nuevo muelle proyectado, pero que ambos trabajos supondrían crecidos gastos para la Real Hacienda, por lo que convendría mejor que el barco de la Reina Ana, el de San Zenón y cualquier embarcación de la dotación local fondeasen a resguardo del andén diseñado ya que contaba con bastante fondo incluso en marea baja. En este sentido, debemos tener en cuenta que durante el siglo XVIII el problema de las mareas preocupaba poco a los marinos del Mediterráneo, ya que éstas eran en él casi imperceptibles; pero se agravó mucho a partir de la extensión del comercio y de la guerra naval en el Atlántico, dado que los barcos dependían frecuentemente de las mareas para entrar y salir de los puertos.
En el presente año 1756, el Ingeniero Director Panón realizó otros trabajos de fortificación y reparaciones en la cabeza de la Galería de San Felipe, en la Muralla Norte, en el almacén del parque de materiales de las reales obras, en las cocinas de los cuarteles, en el Almacén de Harina y en cobertizos del patio del Parque de Artillería contiguo al Almacén principal, para que sus bastimentos se conservaran mejor evitando estar a la intemperie. Y a finales de mayo del siguiente año se apreciaron movimientos de caballería e infantería pertenecientes a Sidi Muhammad, hijo de Muley Abdalá, que después de acampar en el Serrallo, el Negrón y Castillejos empezaron a realizar incursiones sobre las fortificaciones más avanzadas de la plaza de Ceuta, siendo contenidos por su artillería. Por entonces, la guarnición local recibió el alivio de dos piquetes de los Regimientos de Burgos y Coruña y treinta artilleros procedentes del Campo de San Roque, mientras que por otro lado Panón aseguraba el Espigón de África para la defensa tanto costera como interior de los ataques enemigos de la Banda Norte.
A primeros del mes de junio llegaron a puerto ceutí, como tropas de refuerzo, un total de 230 artilleros, bombarderos y minadores, procedentes del Regimiento de Infantería de Soria de Cádiz, ya que se tenían noticias en Ceuta de que Abdalá se había situado entre Alcazarseguer y Tánger con un ejército bien pertrechado esperando el refuerzo del alcaide tetuaní, Alilucar, y que su objetivo era poner sitio formal a la plaza. Por esta nueva situación, las autoridades militares y en especial el Ingeniero Director pusieron todo su empeño en defender y asegurar la plaza, arbitrando todas las medidas a su alcance. La coordinación entre ingenieros y marinos fue crucial, ya que el paso de mercancías, pertrechos y soldados desde la Península obligaba a una organización mucho más amplia entre las dos orillas del Estrecho, con una eficaz disposición de los embarques y desembarques, la habilitación de fondeaderos y muelles locales a resguardo de las baterías enemigas y la necesidad de contar con un número suficiente de barcos rápidos y maniobrables que, además de transportar y escoltar, pudiesen batir con su artillería las posiciones enemigas de una banda costera y otra.
Los ingenieros contaron con el aporte cartográfico facilitado en el mes de junio por Gutierre de Mevía, Comandante de los Batallones de Marina y del navío de guerra nominado “el Tigre”, quien ordenó a Juan de Lángara, Alférez de Navío de la Real Armada, que levantara dos planos de la Rada Norte de Ceuta (Fig. 114) en los que situó los Castillos de Santa Catalina y de San Amaro, la Fuente de las Peñas, el Baluarte de San Pedro, el Muelle de la ciudad, el Foso de las Murallas Reales que comunicaba los dos mares, la Galera Derecha, la Punta de las Peñas, la de Torre Blanca y la de Almina. Al mismo tiempo, determinaba la calidad de los fondos marinos, indicando los que tenían arena, arena y cascajo, arena fina, piedra, arena y coral, arena y piedra, coral y cascajo o cascajo solamente, y advertía que como la corriente solía llevarse la arena, dejaba al cascajo y al coral rozando los cables de los navíos que se hallaban fondeados en esta rada, lo cual podría provocar serios percances. En estos meses fue muy significativa la extraordinaria seguridad que daba la escolta del Tigre con sus 74 cañones y del jabeque de rentas de Algeciras a barcos longos, falúas y saetías que llegaban a Ceuta cargados de pertrechos de guerra, así como sus frecuentes ataques costeros a posiciones enemigas, como las del Arroyo del Puente.
Mientras tanto, a lo largo de este mes de junio y hasta el 10 de julio en que finalizó este corto sitio, dirigió Panón a los Ingenieros Extraordinarios Gaspar de Lara y Antonio de Murga en los trabajos de escarpa desde Fuente Caballos hasta el Sarchal, los de excavación de los fosos situados frente a la Galería de San Jorge y de la Luneta de San Antonio, el refuerzo de la Plaza de Armas y añadir más cañones a las troneras que batían el Foso de las Murallas Reales, la Playa de la Sangre y Luneta de San Antonio. A finales de agosto realizó el plano y perfiles del Castillo del Sarchal, situado en la costa sur de la Península de la Almina, a una milla de distancia del recinto urbano, con el objetivo de impedir un desembarco en su playa (Fig. 115). Indicaba en colorado la situación deficiente del castillo en el mes de julio pasado, el mal estado de sus murallas, de sus alojamientos, del parapeto de su artillería y del estado circundante, y en amarillo el plano volante que demostraba el proyecto ejecutado provisionalmente con cimientos de pizarra y lodo, teniendo presente el aprobado por el rey en 1752, y que Panón cambió por mezcla.
Proponía una batería más rasante de dos cañones para batir la playa, una muralla de mampostería con su banqueta para flanquear la inmediación de la batería, otro parapeto que cumpliría el mismo fin y un rastrillo que facilitaría el paso del agua y de cualquier persona que embarcase o desembarcase. Se debería reparar un murallón antiguo que al presente se encontraba arruinado en diversas partes, se seguiría utilizando la cantera próxima al castillo que proporcionaba buena piedra sólo para mampostería. Veía conveniente Panón construir con salida el parapeto de piedra a seco que se fabricó con urgencia en el mes de mayo pasado cuando los marroquíes sitiaron la plaza, prolongándolo hasta encontrar el murallón antiguo y sostener así mejor la estructura del fuerte. Igualmente, el actual cuerp de guardia, capaz para un cabo y ocho soldados, debería ampliarse para más tropa y para cuatro caballos que rondasen de noche la Almina. En el cercano nacimiento de la Peña era preciso hacer un aljibe que dotase de agua a la tropa del castillo, ya que en la actualidad tenían que ir a buscarla a las Balsas. Situaba por último el camino de ronda que llevaba hasta el Desnarigado, contorneando toda la Almina.
Este ingeniero proyectó también modificaciones a otras fortificaciones situadas en el Campo del Moro, como las del Diente de San Jorge y obras adelantadas del frente izquierdo (Fig. l16). En dicho plan expuso las razones que motivaron la batería allí empezada, así como el estado que presentaba en estos momentos. Tenía las ventajas de poder defender dicho reducto, enfilar el Barranco del Chorrillo y batir con metralla la salida del terreno inferior que formaba un parapeto paralelo con estas obras, sin ser descubiertos por ninguna parte, y desde donde se arrojaban los marroquíes cuando querían insultar dicho frente o cortar el ganado que allí estuviese paciendo. Situó dos cortaduras provisionales entre junio y julio para apartar al enemigo e impedir que los fuegos opuestos y cruzados de la estrada encubierta afectasen a la tropa allí establecida, y para ello contó con el fuego de la Contraguardia de la Luneta de San Luís.
El Puesto del Diente de San Jorge era cuatro pies y dos pulgadas más alto que el Puesto de los Granaderos, con lo que le restaba capacidad de fuego. Parte del frente del primero no podía ser visto ni batido por el segundo, ni siquiera por el parapeto, lo que permitió a más de un enemigo acercarse y disparar sin poder ser visto. Ello obligó al ingeniero a construir un foso triangular y a casi concluir una batería capaz para tres cañones y veinticinco espingardas que pudiese barrer todo el frente a metralla. Con ella, el citado frente no necesitaba ser flanqueado ni defendido desde ninguna posición, ya que se encontraba dentro de la cortadura y del parapeto, constituyéndose en un puesto que se podía autodefender, con lo que en el futuro el enemigo evitaría forzarlo, ya fuese por sus fuegos duplicados o por estar el resto de las estradas encubiertas de las obras avanzadas con menos defensa y más fáciles de atacar.
El fuego del cuerpo de guardia del cuartel actual guarnecía los dos puestos de la izquierda y del retén y dominaba a puestos poliorcéticos más bajos como la Contraguardia de San Francisco Javier, Baluarte de Santa Ana y Ángulo de San Pablo, con lo que Panón infería que...
“...siendo todos éstos dominados por el Diente y que éste no tiene defensa de parte ninguna, que por sí es precisa e indispensable la citada batería; y si se quiere colocar otra de 4 morteros y 2 pedreros, de donde se descubre todas aquellas cercanías, será impenetrable toda la yzquierda, sin incomodar la tropa abanzada, lo que no tiene oy en donde estos están colocados, siendo así que dicha cortadura y parapeto se defienden por sí y por sus flancos, y con la citada batería no necesita gente o mui poca que la guarnezca, lo que evidencia la utilidad de la mencionada batería y de aquellos morteros y pedreros”.
Igualmente, ubicaría en esta batería las tierras sacadas en la excavación de una contrabanqueta, permitiendo a la tropa que abría fuego el estar a cubierto de las alturas. Del mismo modo, quitaría varios tinglados con traviesas y parapetos, así como su estacada de roble y su clavazón, con el objetivo de hacer una espaciosa plaza de armas.
A mediados de septiembre, Esteban Panón proyectó una parte de las bóvedas adosadas a la Muralla Real (Fig. 117). Del total de veintiuna construidas, las cuatro primeras tenían entresuelo de madera y en su frente una comunicación de mampostería, otra tenía entresuelo de bóveda de medio ladrillo de espesor con sus correspondientes lunetas para darle más desahogo, y en otra bóveda había medio entresuelo con su escalera de madera por su parte exterior. Se había destinado otra para almacén de pertrechos y géneros de artillería, y en las veinte restantes estaban alojados con bastante estrechez el Regimiento de Burgos y el de Irlanda, necesitando por lo menos otras cuatro para su correcta instalación. Por todo ello, Panón planificó hacer en dichas bóvedas cuatro o seis entresuelos de tablas sobre sus correspondientes vigas de quejigo, sostenidos con sólo tres arcos en cada bóveda y, aunque el proyecto de Castelar de 24 de octubre de 1724 de formar en cada una su respectivo entresuelo y su comunicación en su frente mediante un pasadizo sólido con arcos fue aprobado, no se llegó sin embargo a realizar por haberse caído una bóveda de dichos entresuelos y quedando todo en el estado presente, ya por dicho accidente, por lo costoso de su comunicación o porque quitaban bastante luz a los cuartos. Panón estimaba como más conveniente que se ejecutaran con madera, para lo cual se contaba con bastantes materiales en los reales almacenes.
Ya había trabajado Panón en la Luneta de San Luís desde mediados de noviembre de 1755, dotándola “según arte” de una nueva dirección de sus fuegos y una mayor defensa para enfilar la galería situada sobre su línea capital, para batir sus flancos y alturas de su frente, como asimismo el Barranco del Chorrillo, el Morro de la Viña y la Talanquera. Empezó a construir una galería o lengua de sierpe de diez varas de mampostería, unas traversas cubiertas de madera y argamasa para hacerse desde ellas fuego sobre la superficie del terreno de la campaña, una excavación de dos pies de profundidad que sirviese de comunicación a cubierto en esta luneta, un almacén subterráneo para servicios, puertas de minas, cuerpo de guardia para el oficial, cuerpo de guardia para la tropa y un cobertizo para la conservación de los cañones. También situó un cañón para enfilar la galería, otros dos que batían el Barranco del Chorrillo y otras alturas dominadas por el enemigo, una batería para cinco morteros y una tronera para batir el interior de los puestos avanzados y el Reducto de San Jorge, en el caso de que se llegase a perder. La realidad era que a primeros de diciembre de 1757 la cabeza de dicha galería se hallaba totalmente arruinada (Fig. 118), por lo que Panón proyectó su reparación, como ya se había realizado con la de San Felipe el año pasado, con una porción de arcos sobre los que debería descansar su cubierta construida con vigas de quejigo y dos ladrillos de dos pulgadas de mezcla en su interior. A las diecisiete claraboyas que daban luz a la comunicación existente entre la estrada cubierta y la cabeza de la galería se les sustituirían sus rejas de madera por otras de hierro; el patio se debería rebajar un pie y medio para mejorar la defensa y algunas puertas de minas se deberían cerrar dándoles comunicación por otra parte.
Mientras tanto, el Comisario Provincial de la Artillería de Ceuta, Guillermo de Mesnay, en su revista de enero de 1758 daba cuenta del estado deficitario de las dos Compañías Provinciales de Artilleros y Minadores, con un total de 83 efectivos artilleros y 85 efectivos minadores, y ello porque se habían desplazado treinta y seis destacamentos a Melilla, diez al Peñón de Vélez, ocho a Alhucemas y nueve a Málaga, por un periodo de tiempo comprendido entre dos o más meses, con la consiguiente merma en la guarnición local. A esto se sumaba un total de 83 efectivos artilleros que se encontraban rebajados de servicio efectivo en la plaza y cuarenta y uno que quedaban francos, con lo que realmente se podía contar diariamente con cuarenta y dos artilleros, ya que los minadores estaban continuamente empleados en los trabajos de las minas. Mesnay censuraba esta situación, contando con que había un total de 154 cañones y veintiún morteros, que precisaban 200 artilleros para cualquier urgencia y para custodiar los pertrechos y demás efectos artilleros, y ...
“...no sólo no tiene la tropa las dos noches buenas que prescriben las Reales Ordenanzas y nuevamente se tiene mandado por Real Orden de 17 de Agosto de 1.756..., que como diariamente se emplea más de la mitad de la tropa, no se le puede a ésta instruir en el ejercicio de su facultad, como se acostumbra en todas las plazas en consecuencia de las acertadas Instrucciones que para su ejecución están dadas ”.
A pesar de estos inconvenientes, Panón continuó proyectando y llevando a cabo numerosas obras en la plaza ceutí, destacando a mediados de enero de este año la reparación de murallas, tapias y mampostería de dos almacenes situados junto a la Real Maestranza. Hacia la mitad del siguiente mes situó fajinas y piquetes en las obras avanzadas de la cortadura izquierda del Campo de los Moros, y también reparó a primeros de junio la brecha que el mar había ocasionado en la Muralla de la Bahía Norte, en la rampa de la Puerta de Santa María; llegando a finales de diciembre a proyectar la reparación de la cabeza del espigón de la izquierda del muelle, por la acción de un temporal. Como colofón a esta década de intensa actividad ingenieril, Panón planificó, dos días después de ser coronado rey Carlos III, el 19 de octubre de 1759, un total de cuatro calabozos, en la forma solicitada por el auditor local por la falta de ellos, con un coste de 1200 reales para mampostería, carpintería, rejas y argollas.
En el mes de febrero del siguiente año, Panón levantó planos y perfiles de un almacén para maderas y otro para diferentes pertrechos, puesto que Guillermo de Mesnay los requería para ubicar adecuadamente toda clase de materiales artilleros necesarios para dos meses de un hipotético sitio continuado, como cañones, morteros, balas, bombas, cureñas, ajustes de morteros, espeques en bruto, cucharas, aguardiente refinado, hojas de lata, hojas de talco, tablas de pino de Flandes, tablas de pino de la tierra, acero de Milán, baquetas de fusil, piedras de fusil, picos para minas, serruchos, barrenos, espuertas terreras, cera virgen, sogas de esparto, carbón de brezo, barriles de humo de pez, cola, etc.
Por todo lo anterior, no debe extrañarnos que el nuevo gobernador, Marqués de Vanmarcke, informase a mediados de octubre al Secretario de Estado y de Guerra, Ricardo Wall, de las deficiencias existentes en la Compañía de Artillería y de Minadores, en cuanto a su escasa dotación y a lo mal preparadas que estaban en el manejo del cañón y del mortero, pues a pesar de que contaban con una bandera en Sevilla y otra en Málaga, no reclutaban gente moza voluntaria que se inclinase a saber bien el oficio de artilleros y bombarderos. Ante la falta de diez bombarderos, Vanmarcke se vio obligado a destinar a cuarenta soldados de infantería a trabajar en faenas de artillería, como prevenía el reglamento de la plaza, por ser el frente de la plaza muy dilatado y todo guarnecido de artillería, y por la importancia de los puestos de todo su circuito, en los que sólo montaban guardia diariamente un oficial y diez artilleros, habiéndose arreglado así para que tuviesen dos noches de descanso.
El gobernador también detalló todo esto al Comandante General Interino de Artillería, Maximiliano la Croix, quien le propuso el modo de completar dicha compañía con presidiarios, pero aquél le hizo ver lo imposible de dicha intención puesto que no los había para el Regimiento Fijo de Ceuta, que se encontraba falto de 356 soldados de esta clase y que nunca se podrían reemplazar. Tampoco debería practicarse la muda de los destacamentos a los presidios menores, pues aunque la actividad enemiga en su campo era por ahora mínima, podría aumentar y se contaría tan sólo con dos oficiales y ocho artilleros. También reflejó la situación de la Compañía de Minadores, que estaba en mejor pie y trabajaba fundamentalmente en el restablecimiento de las minas, ya que desde su ascenso al gobierno local las encontró en total abandono, y el capitán se dedicaba con mucho celo a esta obra tan importante para esta plaza.
Una de las causas que llevó a España y a Francia a hacer la guerra a Inglaterra en 1762 fueron las hostilidades de que eran objeto los barcos españoles sin que existiera previa declaración de guerra. Ante esta anómala situación, durante el periodo comprendido entre febrero de 1762 a octubre de 1763 hemos registrado documentalmente que en los puertos de Ceuta, Algeciras y Tarifa hubo una intensa actividad corsaria con javeques, goletas, galeotas y escampavías, que detenían barcos británicos y otros de bandera neutral que transportaban mercancías procedentes de puertos enemigos, de países beligerantes o que llevaban destino a puertos hostiles a la corona española. No debe pues extrañarnos que el gobernador Vanmarck informara a Wall, el 24 de febrero de 1762, de que una fragata inglesa hubiese apresado a la Lancha Real, buque-correo de Algeciras a Ceuta, pero que éste pudo escapar aprovechando la oscuridad de la noche, y que por este motivo dispuso, poniéndose de acuerdo con el Ingeniero Comandante y el Ministro local de Hacienda, la colocación de dos cañones del calibre veinticuatro y un morterillo en el Baluarte de San Pedro que miraba al Mar de Poniente, con el fin de proteger y abrigar a los barquitos de pescadores y a dicha Lancha Real que acudiesen a refugiarse a dicha costa.
La reparación de las defensas ceutíes, ya fuese por acción bélica, por la abrasión marina o por envejecimiento, fue una constante en el quehacer de los ingenieros. Tal fue el caso de los tres proyectos realizados por el Ingeniero Ordinario Luís Huet del Espigón de la Ribera, en los que detalló su adelantamiento y el método empleado para asentar las piedras de sillería, con el objetivo de que los lechos se preservaran de ser socavados por las olas del mar (Figs. 119 y 120). Huet recibió en estos momentos la inestimable ayuda del Ingeniero 2ª y Teniente Coronel, Carlos Lemaur, y de José Gordillo, que colaboraron en este mismo año con él en el plano y perfiles de la parte más avanzada en el Mar de Poniente del Espigón de África, en cuyo extremo se encontraban dos bóvedas que al parecer habían servido en tiempo de sitio de repuesto de pólvora, y una de ellas al presente de prisión al canónigo José González Guerrero. Igualmente, Huet trazó el 4 de mayo el plano y perfiles de un cuartel capaz para dos batallones de infantería, con cuatro bóvedas sobrantes que servirían de almacén de víveres, donde no faltaban los espacios suficientes para este tipo de edificación, como la puerta principal, el patio, las escaleras de acceso a la planta superior, el cuerpo de guardia de los piquetes, las cocinas, el cuerpo de guardia del oficial, las letrinas y las cuadras (Figs. 121 y 122).
Huet dictó, previo acuerdo con el nuevo gobernador local Francisco Tineo, una orden general meditada el 20 de junio de 1769 para que se observase por las tropas de la guarnición y detall, siempre que se hubiesen de reforzar sus puestos ante la llegada del ejército enemigo en el campo exterior. En ella se fijaba que a la primera señal que diese el hachero colocando en el palo de en medio un hacho, es decir, un haz de leña, reforzarían los puestos de la Plaza de Armas con dos compañías de granaderos y seis piquetes, tres por regimiento, con 100 milicianos. Del mismo modo, estarían preparadas en el cuartel las dos compañías de granaderos o de alternación sobrantes, 50 hombres cada uno con sus respectivos oficiales para acudir a la Plaza de Armas si fuese necesario, cuya marcha emprenderían sin otra orden que la de la segunda señal del hachero, poniendo una bandera blanca, y si además de dichas señales pusiese una bandera encarnada, se pondría el resto de la guarnición alerta a las órdenes del Comandante General de la plaza. La caballería debería formar a la primera señal del hachero con un piquete por batallón de delante de la Guardia de San Sebastián, desde donde partirían dos patrullas a guardar la Almina y otra con el mismo fin a la ciudad para contener cualquier desorden que se produjese, ejecutando lo propio las patrullas de infantería de la Almina y ciudad. Viendo esta señal, 250 milicianos formarían en la Plaza de África con su comandante y ayudante para ser destinados a los puestos que se les asignasen.
Si el ataque se produjese de noche, se vigilarían con especial cuidado las cabezas de las lenguas de sierpe, pues serían las primeras en ser atacadas. En este caso, el cabo de la Plaza de Armas mandaría un parte al Comandante General de la plaza y al mismo tiempo, haría tirar un cañonazo desde el Caballero de Santiago, que sería correspondido con otro de la Batería de San Sebastián, y a éste se seguiría otro de la Batería de San Pedro. Con estas señales, todos ocuparían los puestos asignados como si fuese de día. Se contaba con un total de 2172 soldados, incluidos los 250 milicianos, y se deberían emplear diariamente 1234, atendiendo sólo al frente de la Plaza de Armas para una regular defensa, pues las guardias de la Almina, ciudad y destacamento quedaban reducidas a la menor expresión y soportando los soldados ocho horas de centinela. Para el día siguiente se disponía de 938 soldados, reconociéndose que deberían redoblar 296 diariamente, cuyo trabajo no podía soportar esta guarnición sin el aumento de otros dos batallones completos procedentes de la Península.
En el reconocimiento realizado a la artillería necesaria para las baterías del frente de Plaza de Armas, se comprobó la falta para la regular defensa y dominio sobre el fuego enemigo de treinta y ocho cañones de batir y nueve morteros de nueve y doce pulgadas con sus correspondientes cureñas y ajustes, así como algunas explanadas de piedra. Siendo asimismo indispensable, por el superior dominio de las alturas del campo enemigo, el coronar todos los parapetos con sacos terreros para la conservación y resguardo de los defensores; se debería hacer acopio de unos 240, así como también algunas fajinas, cestones, salchichones, piquetes, 2000 quintales de pólvora, cureñas, cucharas, atacadores, lanadas y ajustes de recambio necesarios para una regular defensa.
Todo el camino cubierto de la Plaza de Armas se encontraba abandonado, estando ocupados los tres puestos de los cadetes de la derecha, centro e izquierda, con sólo seis cada uno, y lo propio ocurría en las guardias principales de la Plataforma Nueva y su camino cubierto, Lengua de Sierpe de la Reina, Diente de San Jorge, Espigón de África, Santa Ana y Plataforma Vieja. Al presente, comprendidos los granaderos, la guardia de todo el frente de la Plaza de Armas constaba de 181 hombres, número insuficiente para resistir y contrarrestar cualquier invasión que intentase el enemigo. Se tendría presente también el disponer unas fogatas en todos los ángulos salientes y entrantes de las lenguas de sierpe y camino cubierto, enterradas de ocho a nueve pies, y distantes cuatro toesas de la estacada, cuyas salchichas sobresaldrían por la parte interior de dichas lenguas de sierpe y camino cubierto; y por lo que incumbía a las minas, se tendría especial cuidado en disponer los hornillos a su tiempo.
Esta orden general se incorporó a un plan de defensa encargado por el Ingeniero General Juan Martín Cermeño a Huet el 15 de julio de 1769, y que fue redactado el 20 de diciembre, en caso de sitio formal a Ceuta por el emperador de Marruecos. Al mismo tiempo le mandaría con brevedad el plano general de la plaza, bien detallado y a escala para que se viesen distintamente sus partes. Para ello, Huet encargó a Fermín Rueda los perfiles generales, a Ramón de Anguiano el plano general de las minas y a Ciriaco Galluzo el plano general de la plaza; siendo todos ellos Ingenieros Delineantes.
Partió Huet de la máxima de que se conquistasen sólo aquellas plazas que resultasen de gran importancia para el Estado y que su situación fuese ventajosa, ya que la perfección de una plaza era con corta diferencia como la del hombre, y jamás podría el arte de la fortificación hacer una buena plaza no se situaba en terreno ventajoso, aunque ocurría a veces que toda la industria humana y las inversiones económicas más elevadas podían jamás remediar sus defectos. Era precisa condición en la elección del terreno para levantar una plaza la de tener suficiente extensión para sus obras esenciales, accesorias y accidentales, y era constante también que si el sitiador arruinaba una obra debía el sitiado construir otra en buen estado de defensa. Igualmente, tenía gran importancia que la plaza no estuviese dominada, que fuese difícil ser atacada y fácil defenderse, y que a la distancia del alcance del cañón no hubiesen barrancos y caminos hondos que facilitasen al enemigo un seguro abrigo para abrir sus trincheras a corta distancia de la plaza.
La situación de la plaza ceutí era mala, con barrancos, caminos profundos, zanjas y ribazos, capaces de abrigar un numeroso ejército; con tres paralelas abiertas y varios ramales, y la dominación de enemigo a la corta distancia de 573 varas entre la plaza y las alturas, con un desnivel ventajoso para los enemigos de 140 pies. Los dominios de frente, enfilado y de revés eran peligrosos, sobre todo este último, ya que no se descubrían los defensores en sus terraplenes. Los otros dos se remediaban construyendo algunas traversas o elevando algo más los parapetos con saquetes terreros, en este sentido, y buscando la disminución del problema que produjo el haber querido conservar la muralla en su defectuosa situación, fue preciso fortificar este frente sin atender a máximas, con fosos angostos y poco profundos, pequeñas obras exteriores, con golas cerradas y difícil de hacerles cortaduras, y sus comunicaciones por escaleras.
Al estar la plaza de Ceuta con la mayor parte de sus obras exteriores cerradas o escarpadas por sus golas, una vez alojado el sitiador en ellas sería muy temeroso reatacarlas y quererlas recobrar, porque sólo podían comunicarse por unas pequeñas puertas y escaleras de caracol que permitían el paso a dos hombres de frente. En todo caso, Huet proponía que se dividiese la guarnición en tres partes, una para la guardia, otra para retén y la última para descanso, subdividiendo asimismo la primera en otras tres, debiendo sostener las dos primeras de ésta todos los ataques enemigos para que quedase la última al preciso fin de ocupar todos los puestos que no hubiesen sido atacados. Del retén se harían las mismas divisiones, debiendo tomar puesto sobre las murallas, inmediatamente después de la guardia, y finalmente la que estuviese de descanso se mantendría siempre en estado de embarazar los desórdenes internos y de socorrer los puestos en caso necesario.
Nada más llegar Huet a Ceuta se le encomendó el reconocimiento de sus minas, hallándolas en estado deplorable y dándolas por inútiles y de ningún servicio a la plaza, resultándole inconcebible el que después de haber estado tantos años bajo dominio español no se hubiesen atendido con eficacia y esmero en su construcción, mejora y conservación. Para el ingeniero, las minas constituían un sistema defensivo fundamental en Ceuta, ya que no embarazando con sus voladuras el acceso del enemigo a la Estacada y su alojamiento sobre el Camino Cubierto, llegarían a perderse todas las obras exteriores y las líneas locales se replegarían hasta la Muralla Real, que sólo podría resistir algún tiempo, por ser obra antigua portuguesa y porque sus dos flancos eran muy cortos. Por todo esto, procuró revestir de firme toda la paralela que comunicaba una banda costera y otra, para poder desaguarla y cortar la inundación que imposibilitaba el tránsito por ella, y por consiguiente desahogar los ramales que debían servir, formar los nuevos y cargar los hornillos. Logrado esto en parte, puso en estado adecuado los ramales de la Mina de la Rocha baja y la que desde San Jorge llegaba hasta la Dama, en cuyos extremos se habían abierto las cajas correspondientes para hornillos y otras que pasaban entre la cabeza de la Lengua de Sierpe de San Luís y Diente de San Jorge, quedando corrientes y desaguadas las comunicaciones para acudir con nuevos ramales y hornillos donde fuese conveniente. Estando ciegos todos los ramales que debían salir de las cabezas de las Lenguas de Sierpe de San Luís, la Reina y el Galápago, Huet no admitiría ponerlos en su debido estado si hubiese lugar para hacerlo y recurriría a sacar de ellas ramales para fogatas, y asimismo desde la Galería Magistral para buscar el centro de las cabezas de las cuatro lenguas con el fin de volarlas en caso de avance enemigo. Lo ideal, por tanto, según él hubiese sido que todas estas obras se hubiesen contraminado en su construcción para ganar tiempo y evitar tantas confusiones actuales.
Para remediar en lo posible estos defectos, después que se hubiesen retirado a la campaña los sitiadores, dispondría en el glacis, en todos los ángulos de las lenguas de sierpe y del Camino Cubierto, a una distancia de ocho varas unas fogatas enterradas a diez pies, unos cajones o cofres llenos de pólvora, granadas a distancia de cuatro varas y enterradas a siete pies y las salchichas de unos y otros que saliesen por debajo de la cresta del Camino Cubierto, desde donde se les prendería fuego. El principal objetivo debería ser siempre el mantener la superioridad de los fuegos para contrarrestar y amortiguar los de las baterías enemigas situadas a 513 varas de la plaza, como la del Morro, la Talanquera y el Otero; para lo cual sería preciso contar con la disposición en batería en el frente de Plaza de Armas de 92 cañones de todos los calibres y veinticinco morteros. Si la guarnición se reforzara y llegara a tener un pie respetable, se harían frecuentes salidas nocturnas para ahuyentar a los trabajadores marroquíes y una salida general con el único objetivo de traerse su artillería a la plaza o clavarla y quemar sus cureñas.
Huet siguió refiriendo que la situación de la plaza y su sistema de fortificación dejaban poco lugar para una defensa regular, con un camino cubierto guarnecido por dos estacadas, distantes una de otra cuatro pies, siendo la segunda muy precisa para sostener cualquier invasión y ataque enemigos, pues si llegase el caso sólo llegarían a apoderarse del espacio entre ambas estacadas, quedándose encerrados en ellas y sufriendo todo el fuego de la plaza por enfilada. Otra ventaja de esta segunda estacada era la de facilitar con seguridad la retirada del Camino Cubierto, en el caso de haberle de abandonar después de una vigorosa defensa. Sólo era visible el defecto de ambas en caso de sitio, por sobresalir la primera una vara más que la cresta del Camino Cubierto, y la segunda dos pies, y siempre que el sitiador construyese baterías no se deberían mantener así por no poderse mantener los defensores en el Camino Cubierto expuestos al excesivo daño de la artillería de las estacadas, por lo que sería preciso pensar en rebajarlas, dejándolas a la altura regular de nueve pulgadas, más alta que la cresta, no embarazando así el poder guarnecer con saquetes de tierra todo su parapeto.
Como no se podían ejecutar cortaduras en las obras exteriores, habría que formar una tercera estacada parapetada en su terraplén, distante seis pies de la segunda y tres pies más baja que la primera, para que el enemigo no la descubriese ni embarazase el fuego de la plaza, facilitando una segura retirada a los fosos por escalas de madera que a este fin se arrimarían a la contraescarpa. Preparadas con tiempo las cortaduras en los fosos, esperaba Huet lograr en ellos la mejor defensa de la plaza, quedándole servibles los fuegos bajos de las caras de las Lunetas de la Reina y San Felipe, junto con las bombas, granadas, saquetes de pólvora, barriles de hierro, fulminantes y piedras que por las lunetas y contraguardias se les echaba y evitar así que se adueñaran de todo el foso. A pesar de ello, si el enemigo no desistía de esta empresa a costa de perder muchísima gente, se haría la retirada en buen orden y se daría fuego a las fogatas y cajones, lo que facilitaría el tiempo necesario para abrigarse en las lunetas, rebellines y contraguardias y esperar aquí el primer asalto, en cuyas obras, siguiendo el mismo plan que en el Camino Cubierto, estarían ya formadas otras cortaduras con candeleros y fajinas, echando por las brechas todo género de fuegos artificiales. Si con toda esta defensa fuese preciso ceder a la multitud, se haría la retirada en buen orden detrás de la estacada fijada en medio del Foso de los Baluartes de San Pedro y Santa Ana y en la Falsabraga, después de haber volado todas las fogatas. Un paso atrás sería la retirada detrás de la Muralla Real, en la cual necesitaría el enemigo para abrir sus brechas el cegar el Foso de agua y hacer a él su bajada, con lo que se aprovecharía para practicar algunos hornillos en el macizo del muro que se volaría oportunamente.
Si aún así los sitiadores siguieran avanzando, se haría la retirada detrás de las cortaduras preparadas en todas las plazas y bocacalles de la ciudad y en los terraplenes de las Murallas Norte y Sur, hasta la Muralla de la Puerta de la Almina, que estaría minada con tiempo para poderla volar junto con su puente de firme. Sobre la Contraescarpa del Foso de la Almina habría otra cortadura sostenida por varias baterías construidas en la Alameda Alta. La siguiente cortadura estaría situada en las alturas del Molino de Viento, donde la guarnición tendría una situación tan ventajosa sobre el enemigo que le obligaría a reordenar de nuevo el sitio, debido sobre todo a la proximidad de los almacenes de pólvora, de las baterías de circunvalación y la posibilidad de recibir socorros y refrescos de la Península a través del Puerto de San Amaro.
Quedando enfiladas todas las plazas de armas o paralelas de los enemigos por la costa, así como el hondo Barranco del Ribero, Huet proponía el empleo de tres embarcaciones que, bien parapetadas y dotadas cada una de un cañón, pudiesen de noche y de día hacer daño a las trincheras marroquíes y desmontarles su artillería. En esta labor recibirían también la ayuda de lanchas, javeques y navíos de guerra. Por último, Huet detallaba que para levantar un sitio formal a la plaza de Ceuta eran necesarios cinco batallones, además de los cinco existentes en la guarnición; una compañía de minadores, tiendas de campaña para tropa y oficiales, treinta y ocho cañones del calibre veinticuatro, nueve morteros de doce y nueve pulgadas, 16.000 pies superficiales de piedra dura de Málaga para completar las explanadas de firme que faltaban en las baterías del frente de Plaza de Armas, 50 saquetes de tierra, 1200 estacas, 800 puntales y 400 tablones de minas, 700 tablones para explanadas, 700 vigas y 1200 tablas de pino. En cuanto a los fuegos artificiales, fajinas, roscas embreadas, balas incendiarias, saquetes de pólvora, granadas, bombas, guijarros, barriles de pólvora de iluminación y fulminantes; destinando a Ceuta a un buen maestro y facilitándole los materiales correspondientes como resina, sebo, aceite de linaza, azufre, salitre, estopas, alcanfor, cristal mineral, azogue, goma arábiga, sal, amoníaco, aguardiente, algodón, jarcia blanca, jarcia vieja, alquitrán, cera virgen y trementina, se podría contar con todos los necesarios.
En otro documento de 20 de septiembre de 1770, planteaba Huet cómo defender la retaguardia de la plaza de Ceuta, es decir, de la Península de la Almina. Reflexionaba que...
“una expedición de desembarco para atacar de viva fuerza o sorprehender un puesto es muy difícil, y resulta indispensable que el que la dirija deva estar bien informado de la playa, de la sonda del pasaje en donde se deva hacer el desembarco, de las medidas que el enemigo pueda tomar para oponerse a él, de las ventajas o malas resultas que puedan acontezer, de la cantidad de municiones de guerra y boca, etc, y todas estas cosas son muy delicadas y deven dirijirse por hombres mui inteligentes y de caveza. Los desembarcos deven hacerse en quanto sea dable en las tierras baxas, huyr de las playas fangosas y escarpadas, y quanto mejor sea la rada, tanto más fácil será el desembarco, porque las naves de guerra podrán sostenerlo con el fuego de sus baterías; bien que es mui dudoso, pues rara vez succede que los navíos puedan con sus fuegos protexer el desembarco, y para subvenir a esta falta se suelen hacer unas baterías ambulantes, uniendo dos bateles y sobre cada uno se pone un cañón de batir”.
En el mismo detallaba que la situación del Monte de la Almina corría sobre su longitud este-oeste, aunque estas líneas le cortaban algo diagonalmente, y si se tomaba al Fuerte del Desnarigado por el punto más al este, corría su latitud norte-sur por San Amaro y el Sarchal. Esta ventajosa posición era causa de que toda embarcación que se metiese en el saco o golfo que formaban la Punta de la Almina y Cabo Negrete con viento al sureste se perdería sin remedio, viéndose precisada a varar en la costa y sólo con los vientos flojos al este se podría atravesar dicho golfo, pero de ningún modo arrimarse al Monte de la Almina sin riesgo de naufragio; lo que evidenciaba claramente no poderse abordar desde la Punta de la Almina a la Ribera si no era con los vientos occidentales o de Poniente. Con este presupuesto era claro para Huet que los marroquíes no podrían poner en práctica la expedición de desembarco con dichos vientos, debiendo hacer con precisión el punto de reunión o asamblea de todas sus fuerzas navales en el río de Tetuán o en el puerto de Tánger, teniendo en cuenta que en el primero sólo podían entrar javeques y galeotas, debiéndose quedar los buques mayores en la rada, expuestos a perderse si entraba viento del sureste; y en el segundo no tenían abrigo sino bajando las embarcaciones menores, pues con los vientos al este no podían mantenerse ancladas, viéndose obligadas a zarpar y a abrigarse tras el cabo Espartel.
Si saliesen desde Tetuán, los vigías del Hacho descubrirían la boca del río y sabrían el instante en que zarpaban, y si fuese desde Tánger verían la expedición en cuanto desembocasen en el Estrecho de Gibraltar. Para ello, según Huet, sería aconsejable que cruzase de una costa ceutí a otra una escuadra respetable de javeques, fragatas o faluchos de guardia que con sus fuegos diesen aviso de su proximidad; pero teniendo en cuenta que no se podía contar con ella en estos momentos por estar empleada en otros fines, el fracaso de la expedición enemiga vendría por la buena defensa que hiciese la guarnición local. El único paraje no fácil, pero de los menos malos de la circunvalación de la Península de la Almina para poder ejecutar con menos dificultad el desembarco era Playa Hermosa, que empezaba en el nuevo Fuerte del Sarchal y acababa debajo de la Batería del Molino, siendo su longitud de 290 toesas y su anchura de diez a doce toesas. Estas medidas impedían la capacidad de maniobra y formación enemigas, y como esta playa cascajosa estaba enfilada por cruzarse en ella los fuegos de las baterías del Molino y Fuerte del Sarchal, los enemigos no podrían resistir el fuego de metralla, que se volvía más temible aquí porque al dar los tiros en el cascajar la multiplicaba fácilmente. La Playa de la Torrecilla del Desnarigado era muy corta, de treinta y dos toesas, estaba protegida por su batería y flanqueada por la del Fuerte del Desnarigado, por lo que dudaba que en tan corto terreno y entre dos fuegos temibles se atreviesen a desembarcar. El resto de la Península mostraba pocos espacios para dicho intento, ya que el mar batía al pie de sus escarpes, siendo 150 pies su menor altura y sólo ofrecía algunos parajes que limitaban el desembarco a una sola embarcación. Últimamente estos puestos se habían ocupado con garitones, guardados por cuatro soldados de las milicias urbanas, y se habían construido de modo que teniendo dos tronerillas en los tres frentes para situar dos espingardas en cada uno, pudiesen evitar el desembarco.
Desde Fuente Caballos hasta el Desnarigado había una trinchera de tres líneas de tunas formando redientes para su mutua defensa. Si se llegase a levantar tierras en toda su longitud y se formasen, de distancia en distancia, unas baterías provisionales con cañones de los calibres cuatro u ocho, se lograría tener una trinchera respetable y temible para los enemigos, ya que deberían subir a cuerpo descubierto flanqueados por todas partes sin poder protegerse de ninguno de los fuegos y quedarían imposibilitados de volver a embarcar. Desde el Fuerte del Desnarigado hasta la zona de las Cuevas el terreno era peñascoso y muy alto en su escarpe, en la Punta de la Almina había una batería con cuatro cañones del calibre doce que dominaba el Fortín del Palmar o de la Palmera y las Cuevas, y en el Estornino había un cañón que flanqueaba el Palmar, por lo que era presumible que no se diese ninguna intentona aquí de ataque sorpresivo.
Huet consideraba que con la corta guarnición que tenía la plaza de Ceuta no se podía guarnecer ni defender el Frente de la Plaza de Armas, y mucho menos toda la circunvalación de la Península de la Almina, que alcanzaba una legua de circunferencia, pero como tenía serias dudas de que aquélla aumentase sobre el pie necesario para ambos objetivos, acampando o abarrancando mucha parte de ella en el monte, deberían salir los socorros para defender todos los puestos de dicha península desde el centro de la ciudad. En el caso de que los enemigos tomasen la playa de Fuente Caballos para atacar la plaza por la retaguardia, el ingeniero manifestaba que, según el proyecto de defensa, para evitar que las Alturas del Espino, San Simón y el Molino fuesen cogidas por su espalda, se abriesen y ocupasen las trincheras desde el hornaveque del Espino hasta el Fuerte del Sarchal, y que tanto la batería de dicho fuerte como la del Molino las flanqueasen de modo que su acceso quedase cerrado.
Según él, la urgencia no daba lugar a que se proyectasen obras sólidas como la reedificación del muro de circunvalación sobre los antiguos vestigios romanos con mejoras respecto a la fortificación moderna, pero de nada serviría una u otra sin defensores suficientes para controlar todos los puestos de la circunvalación y plaza. Siempre que los enemigos fronterizos se uniesen con otra potencia y bloqueasen la plaza de Ceuta por tierra y por mar, serían inútiles todas las defensas, porque al perder la superioridad marítima se cortarían los víveres, refrescos, socorros y municiones procedentes de la otra orilla del Estrecho, viéndose precisada la ciudad a capitular sin llegar a las armas.
Fernando de la Cuesta, comandante de la artillería de Ceuta, planteó a mediados de noviembre al gobernador ceutí Salcedo, como había hecho ya Huet, que era muy limitada la fuerza de cuatro compañías de artilleros y una de minadores para toda la ciudad, ya que con las primeras se debían cubrir los 110 cañones y veinte morteros pedreros situados en los puestos de Plaza de Armas y Muralla Real y dirigidos al Campo de los Moros, además de los 60 emplazados en las baterías costeras de la ciudad y circuito de la Almina; y al mismo tiempo con la segunda se atendía a las minas, que deberían ser el objeto principal para la defensa del frente de dicho campo. Por ello, pedía a Salcedo que solicitara a Carlos III, que se estableciesen en Ceuta tres compañías de artilleros y una de minadores, lográndose con ellas las ventajas de contar con sujetos ejercitados en un mismo paraje y evitar que se desmembrasen los batallones de los artilleros, pues escogiéndose 153 presidiarios del Regimiento Fijo que con aptitud sirviesen para formar las tres compañías, resultaría que cada una tendría 58 plazas, con dos sargentos, dos cabos primeros, tres cabos segundos, un tambor y 50 presidiarios; mandadas por un teniente coronel, tres capitanes, tres tenientes y cuatro subalternos, y de este modo estaría esta plaza bien dotada para su regular defensa artillera. Como estas compañías no gozarían de gratificación, puesto que debían ser reemplazadas por otros presidiarios, ello no impediría que dichos oficiales fuesen relevados cada tres años o cuando conviniese.
Por otro lado, solicitaba de la superioridad el establecimiento de una compañía de minadores, por la notable falta que hacía en Ceuta para el adelantamiento y subsistencia de sus minas. De la Cuesta contaba con treinta y ocho años de experiencia, desde cadete a capitán, en las minas de Longón y Orán y en los batallones del Real Cuerpo, y por ello manifestaba lo importante que resultaría para el real servicio saber elegir para las minas a sargentos, cabos y minadores apropiados para tan penoso trabajo, así como a oficiales con genio e inteligencia para mandar con verdadero acierto. Con ello intentaba hacerse con el mando y dirección de las minas, a las que quería aplicar también el entramado defensivo de las minas de Orán y de los presidios menores. Lo que proponía era sólo para el diario servicio de artillería y minas, pues en caso de que la plaza fuese invadida se debería duplicar el número de oficiales y aumentar el número para sirvientes con presidiarios escogidos.
El gobernador remitió la solicitud del comandante artillero a Juan Gregorio Muniaín, Secretario del Despacho de la Guerra desde 1766, recordándole que las minas deberían estar bajo la dirección del ingeniero comandante, y que le parecía oportuno proponer al rey que se formase una o más compañías de artilleros y minadores y que estuviesen sujetas al comandante de artillería de Ceuta, pero con total independencia de su Cuerpo y bajo su inspección, como los demás regimientos de su guarnición, porque de lo contrario resultarían graves inconvenientes. Salcedo le informaba también que para la formación de dichas compañías sería precisa la providencia de que de las Cajas de Reclutamiento de Sevilla, Cádiz y Málaga llegasen a este presidio todos los sentenciados por delitos no indecorosos, y que ello resultaría de muy corto o ningún gravamen a la Real Hacienda si en lugar de gratificarles con cuatro reales de vellón al mes se les aminorase el tiempo de su condena por buena conducta. Debemos considerar aquí que en el último tercio de este siglo las plazas africanas fueron utilizadas también como presidios para albergar penados de delitos leves, mientras que los de delitos graves eran enviados a las minas de Almadén.
Las solicitudes anteriores resultaron infructuosas ya que a mediados de noviembre de 1771, Muniaín remitió a Salcedo, una orden real advirtiéndole que la dotación local de artillería estaba completa, ajustándose al reglamento de la plaza, y que debía cesar el abono de pan y prest con que asistía al sargento y a treinta y seis soldados del Regimiento Fijo que hacían de artilleros segundos, y en consecuencia se retirasen a su Cuerpo. Salcedo le reiteró que, de resultas de haberse incorporado al cuarto batallón de artillería las dos compañías provinciales de artilleros y minadores que servían en esta plaza y de habers establecido el destacamento de esta clase que prevenía la ordenanza de 29 de enero de 1762, fue indispensable que entre su antecesor Vanmarcke y el comandante de artillería De la Cruz se arbitrase la incorporación de dicho sargento y treinta y seis soldados al servicio artillero, por no poder ejecutarse con los dotados por dicha ordenanza, cuya providencia aprobó el rey el 23 de abril de 1762, y en cuya conformidad se continuaba hasta ahora, sufriendo serios problemas para defender la Plaza de Armas, los baluartes de la ciudad y fuertes de la circunvalación de la Península de la Almina. Por todo ello se ratificaba en que el destacamento de 100 soldados que prevenía el reglamento para Ceuta, aún completo no podía ser suficiente para el desempeño de dichas tareas.
Esta problemática suscitada en cuanto a la dotación de medios humanos y materiales a las plazas fortificadas por parte de la monarquía española fue desde siempre una constante, pero ello no debe hacernos perder el marco teórico que las proyectaba para una mejor y regular defensa. En este sentido, y a pesar de todas las vicisitudes sufridas, la tratadística poliorcética jugó durante el reinado de Carlos III un papel preponderante, aún más que en reinados anteriores, y ello por las reformas militares ilustradas, la afiliación francófila, la profundización matemática, el desarrollo de las Academias, así como la traducción y publicación de obras nacionales y extranjeras sobre el arte de la guerra. En este sentido, es referencia obligada el Teniente General de Artillería, Marqués de Quincy, que en 1772 publicó un tratado sobre fortificaciones que incluía tablas para aprovisionar las guarniciones, municiones de boca y de artillería necesarias para las plazas de guerra según el número de baluartes con que contasen, los útiles de minadores, el modo de fabricar la pólvora, y las diferentes cantidades de ésta precisas para cargar las minas según el espesor de tierra que soportasen encima, siguiendo el parecer de Vauban.
En este mismo año debemos citar también el tratado titulado “Principios de fortificación”, perteneciente al Mariscal de Campo de los Reales Ejércitos y Director de la Real Academia Militar de Matemáticas de Barcelona, Pedro de Lucuze, que estudió en sus 69 capítulos los términos de la fortificación real, los de la fortificación de campaña, la aplicación de obras de campaña al ataque y defensa de las plazas, las líneas y ángulos del plano de una plaza, máximas generales, baterías en murallas, baluartes y cortinas, obras esenciales, obras convenientes, obras accidentales, obras exteriores, obras accesorias, barreras, edificios principales y la defensa de la plaza. Al redactar Lucuze este tratado pretendía la síntesis de otros muchos, buscando así un texto breve y claro que sirviera de manual básico poliorcético nacional ante la avalancha de obras extranjeras que se traducían en estos momentos en España, y para lo cual siguió, según el investigador García Melero (1990), las pautas de autores tan destacados como García de la Huerta, Nicolás, De los Ríos y Sala y Prósperi. Muchos de los aspectos desarrollados en estos tratados fueron aplicados por los ingenieros en Ceuta, pero otros se modificaron o adaptaron según las características orográficas tan peculiares de la plaza, las disponibilidades de la Real Hacienda o las continuas incursiones enemigas terrestres o costeras.
Ya hemos visto cómo en estos últimos años la mayor preocupación de los ingenieros fue defender adecuadamente la Península de la Almina, porque a pesar de que se había firmado la paz con el Emperador de Marruecos, había desconfianza en Ceuta por los diarios movimientos de tropas fronterizas en sus proximidades, y se temían ataques costeros por ese frente más débil de su retaguardia. Por esta razón, menudearon los proyectos y planos de obras de defensa al Secretario del Despacho de Guerra, Conde de Ricla, para que los elevara a su vez al Ingeniero General, Martín Cermeño, y actuara en consecuencia. De todos ellos, destacamos el remitido a mediados de abril de 1772 por el ingeniero Francisco Gózar, en el que reflexionaba cómo estorbar un desembarco marroquí en la Almina y Monte Hacho mejorando la fortificación de la Puerta de la Almina con sus dos medios baluartes y el almacén de pólvora, para reducir así el ataque al frente que miraba al Campo Exterior. Durante la defensa de las fortificaciones de Plaza de Armas y de la Ciudad, éstas podrían recibir de la Almina el socorro necesario, pero si se perdieran y el enemigo se adueñara de la plaza, le serviría la fortificación proyectada para apoderarse con más prontitud de su población, pues para resistir a aquel nuevo frente no había ninguna defensa. Para estorbar un desembarco por la Bahía Sur convendría fabricar tres baterías, la primera se situaría encima de unos peñascos que batían las olas en la Puerta de Fuente Caballos, la segunda en igual situación en la del Molino, y la tercera en Playa Hermosa, desde donde se podrían flanquear los espacios que mediaran entre ellas, desde la Ciudad hasta más allá de la batería del Sarchal, que contenía cinco cañones. Igualmente, en los espacios donde hubiesen playas, se fabricarían parapetos con sus banquetas para impedir el paso, a lo que se sumarían las defensas que se pudiesen colocar en lo alto, al lado del camino de ronda, donde sería preciso poner alguna artillería para auxiliar a las de abajo. Si los fronterizos se apoderasen de la Almina y se hubiesen retirado las tropas hacia la Ciudad, las fortificaciones de aquel paraje carecerían de abrigo contra las bombas enemigas, por estar enfiladas, dominadas y batidas de revés, como también los dos extremos de la muralla de la Puerta de la Almina, con lo que en poco tiempo obligarían a la guarnición a rendirse.
Gózar había ya informado el 19 de febrero que también era necesario poner en buen estado de defensa los puestos del Frente Norte, cuya muralla amenazaba ahora ruina por diferentes partes por no haberse reparado sus grietas desde hacía años y que permanecía abierta enteramente entre la Guardia de San Pedro y las Balsas grandes, en una longitud de 700 varas. Desde estas alturas sería obligado el impedir que el enemigo se apoderase del Monte Hacho, que antiguamente se hallaba faldeado de una robusta cerca de la que subsistían vestigios en varios lienzos, y se situarían destacamentos en los puestos para embarazar las subidas con cortaduras, que consistirían en un parapeto con su foso por delante.
Manteniéndose la paz con el Emperador de Marruecos, si otra potencia quisiera conquistar Ceuta, creía Gózar que sería útil la fortificación de la Puerta de la Almina, pues no temiendo ya por el frente continental sería ventajoso el puesto de la plaza para defenderse mientras se esperase socorro, retirándose a ella después de haber practicado cuanto fuese oportuno. La obra para cubrir dicha puerta era muy basta y costosa, requiriendo primero un desmonte y transporte de tierras muy considerable con pérdida de bastante tiempo, y luego supondría molestias para la población civil enclavada desde esa zona hasta las proximidades del Convento de San Francisco, quitando las ruinas de los edificios demolidos para que no facilitasen al enemigo ningún abrigo inmediato a la fortificación, pues protegiéndose en estas ruinas le sería mucho más fácil aproximarse a ella, mientras que desde el convento podrían batir en brecha con cañones desembarcados o tomados de las Baterías de San Amaro, Torremocha, Santa Catalina, Punta de la Almina, Desnarigado y Torrecilla del Desnarigado, por lo que convendría cuanto antes abandonarlos si no se pudiesen retirar, clavar, desmontar o arrojarlos al mar.
Si se produjese un ataque combinado entre marroquíes y otra potencia a un tiempo sobre el Campo Exterior y la Almina, sería muy positivo robustecer la fortificación nueva, aunque la situación se tornaría muy problemática ya que seguiría dominada por las Alturas del Morro de la Viña y del Cañaveral, estando sus defensores descubiertos, dominados de frente, enfilados en muchas partes y batidos de revés en obras tan estrechas que no permitirían idear nada, y lo mismo ocurriría en la Almina, sin poderse entonces socorrer mutuamente, a menos que llegase un rápido auxilio desde Algeciras. Por lo expuesto, Gózar reconocía que en Ceuta había falta de municiones y de soldados, puesto que estaban sin cubrir muchos puestos de Plaza de Armas, la Ciudad, la Almina y Monte Hacho, y se precisaban también para realizar salidas fuera de la estacada. Igualmente, era inexcusable el acopio de todo tipo de víveres necesarios para un año o poco menos, en consideración a que el mar era la única línea de comunicación para el socorro, cuyo tránsito a Ceuta desde Algeciras, Tarifa o Cádiz sería más fácil siempre que soplase viento del oeste. Se deberían también inventariar todos los géneros y materiales existentes en los almacenes de artillería y fortificación, a fin de proveerlos prontamente, así como todo tipo de útiles para el trabajo de las trincheras, como fajinas, cestones, piquetes, sacos terreros, maderas, caballos de frisa, erizos, abrojos y camisas embreadas. Lamentaba Gózar a este respecto que se hubiese realizado el desmonte del jaral existente en el Monte Hacho, ya que perjudicaba su falta para las fajinas y otros empleos y, siendo limitada la cantidad que se podía obtener de los árboles plantados en la Almina, acrecentaba el gasto a la Real Hacienda.
Al tratar la defensa de las plazas, Lucuze afirmaba, en el tratado antes reseñado, que el gobernador, antes de llegar el caso de sitio, debería disponer de una guarnición numerosa, bien disciplinada y experimentada, de buenos ingenieros, artilleros y minadores. Contaría con tropas proporcionadas a las obras por defender, y cuando la plaza tuviese sólo baluartes, rebellines o contraguardias, de modo que pudiese ser atacada por todas partes, situaría un batallón en cada baluarte. La guarnición debería ser tal, que dividida en tres partes, una bastase para el trabajo, otra para el retén y otra para el descanso. Visitaría con frecuencia los almacenes de pertrechos, víveres y municiones, distribuyéndolos en distintas partes para que algunos se reservasen, en el caso de que otros se hundiesen con el fuego enemigo, y encargaría a personas fieles la custodia de sus efectos. Igualmente, reconocidos los víveres y municiones, acopiaría todo lo necesario, al menos para tres meses de sitio, de los distintos parajes del contorno, sin olvidar la leña, lana o colchones que pudieran servirle para la comodidad de los enfermos y la formación rápida de parapetos. De la campaña vecina recogería todo el ramaje posible para fajinas, cestones y estacas que hubiese de emplear en los atrincheramientos, como también el trigo, harina, vino, aceite, y otros frutos para su abasto, con el fin de que no se aprovechase de ellos el enemigo. Haría arrasar la campaña de los sitiadores, cegando pozos y norias, derribando setos, vallados, cercas y casas para dejar al descubierto cuanto alcanzase el cañón de la plaza.
Según Gózar eran tres los parajes más expuestos a un posible desembarco en la Almina, contando desde las Baterías de San Amaro y Torremocha hasta la de Santa Catalina. El primero en la Playa de San Amaro, defendido por el mismo castillo que se encontraba a su derecha, pero a pesar de que contaba con parapetos en su frente, necesitaría más tropa para detener al enemigo. El segundo paraje era Valdeaguas, de difícil acceso, y sin más defensa que los parapetos que lo circundaban; y el tercero era el Sauciño, con mayor apertura que el anterior, pero con débil defensa. A pesar de que los tres estaban protegidos por sus respectivas baterías que los defendían en el caso de que los barcos estuviesen lejos de la orilla, ello no era posible cuando éstos estaban cerca, siendo así más fácil el desembarco enemigo.
A mediados de mayo, el Conde de Ricla previno al Ingeniero General, Juan Martín Cermeño, sobre la fortificación del frente de la Almina de Ceuta propuesta por Gózar, y le manifestó que antes que el rey determinase la obra que debía ejecutarse, se pasara orden al Capitán General e Intendente de Andalucía para que pasase a Ceuta en comisión el Ingeniero Director destinado en estos momentos en Cádiz, Juan Caballero, que se ayudaría de un ingeniero subalterno para hacer un preciso examen del terreno, al tiempo que examinaría los proyectos volantes propuestos. Unificando criterios con el Ingeniero Comandante Gózar y el gobernador Salcedo, deberían llegar a un acuerdo entre partes que sería incluido en el expediente y elevado al monarca para que dictaminase lo más oportuno. El dictamen fue remitido el 9 de junio y en él se indicaba que cualquiera de los proyectos estaría dominado por la elevación de 120 pies desde el Campo de los Moros hasta una distancia de 1100 varas, flanqueados sus dos costados desde las eminencias del Morro de la Viña y Punta del Cañaveral, y batido del revés por toda su espalda, con tan excesiva elevación y espacioso frente que imposibilitaría la supervivencia a los defensores. En el caso de que se quisiese evitar este defecto adelantando algo más el frente del hornaveque doble propuesto por Verboom, y cubriendo toda su gola y costados con un robusto y elevado espaldón, no había duda que aumentaría la defensa, pero en nada contribuiría a la seguridad de su frente por la parte de la Almina, como tampoco sería suficiente ocupar dicha altura con un fuerte de campaña, padrastro u obra destacada, pues igualmente se incurriría en el defecto de la dominación con que le excedían, además del Monte Hacho, otras seis alturas que la seguían a distancia de 160 varas aproximadamente una de otra, todas con mayor capacidad y elevación.
En consecuencia, la situación de la plaza y ciudad se reducía a un istmo muy bajo de 600 varas de longitud y 230 de latitud que unía al continente africano con la Península de la Almina y Monte Hacho, y como desde los extremos de dicho istmo, que eran el Frente de Tierra y el Muro de la Almina, se ensanchaba y elevaba el terreno en rampa muy considerable, quedaría la Ciudad y sus fortificaciones siempre descubiertas, dominadas, enfiladas, batidas de revés y flanqueadas si se llegase a perder parte de la Almina y el Hacho, sin esperanzas de subsistir en el interior de la Ciudad, aunque se fortificase aún más el propuesto frente de la Almina, tanto por su situación como por lo reducido de su población. A pesar de ello, la Almina era la parte mejor y más importante para subsistir en este presidio, por lo que convendría que no se reedificasen edificios civiles en la Ciudad y sí se construyesen en las faldas de las siete alturas de la Almina, dejando libres y desahogadas sus cumbres para fortificarse y asegurarse en ellas si obligase la necesidad, pues tanto importaba establecer el vecindario en la Almina con la mitad de su guarnición bien acuartelada y algunos almacenes de municiones, víveres y pertrechos, como era perjudicial el acopio de casas débiles y gran estrechez de calles que tenía la plaza, las cuales ocasionarían mucha pérdida de defensores en el preciso tránsito y comunicación por ellas durante un sitio formal. En cuanto a demoler el puente estable que comunicaba la Almina con la Ciudad y sustituirlo por otro provisional de madera sobre pilares de cantería y mampostería con su levadizo en el extremo, era evidente que debía ejecutarse así, dándole la misma situación prescrita en el proyecto primero, y podría cubrirse con un rebellín proporcionado a las defensas del actual frente de la plaza, con tal que su terraplén no se elevase nada del mismo piso de la Alameda Alta, que estaba catorce pies sobre la contraescarpa y especie de camino cubierto donde correspondía la salida del puente para la Almina, cuya obra era la única que podría adaptarse para cubrirla y suficiente para precaverla de un insulto o golpe de mano.
También correspondería inundar el foso, de manera que pudiese quedar en bajamar al menos con tres pies de agua, pero no convendría que comunicase las aguas de una bahía y otra ya que las continuas tierras y arenas de las playas laterales lo cegarían, y nunca se conseguiría la debida inundación ni la precisa existencia de las embarcaciones del rey y de los abastos, pues no tendrían otro refugio ni descargadero seguro. Por esto, se podrían abrir sólo 140 varas más en su longitud, dejando el resto del foso cerrado para varar y carenar las barcazas y demás barcos menores, e igualmente se comenzaría la rampa de comunicación que se construía ahora pegada a la contraescarpa hasta subir los treinta pies de profundidad que tenía dicho foso e igualar su extremo superior con el lado derecho de la salida del puente, y en el izquierdo podría formarse una escalera en idéntica disposición con una especie de mezetta o plataforma en su extremo inferior, que dejándola a un pie sobre el nivel de pleamar podría servir para embarcar y desembarcar personas, ya que para efectos de acarreo serviría el andén o muelle bajo actual, continuando con la misma anchura hasta el citado carenero, desde donde se comunicaría con la Almina y Ciudad por la referida rampa. Por último, el dictamen aseguraba que el principal y medio más seguro para conservar este frente consistiría en la vigilante custodia de toda la costa y calas que formaba el conjunto del Monte Hacho y la Almina, cuya indispensable precaución, ayudada de las correspondientes baterías y ventajosa naturaleza del terreno, sería la única y positiva seguridad de la plaza por esta parte.
Este documento se incorporó al expediente de obras, junto a las memorias y acuerdos fijados por la Real Junta de Fortificación de la plaza, que con carácter extraordinario dio cumplimiento el 15 de junio, previa real orden del día 4, a varios puntos relativos a poner a Ceuta en estado general de defensa para resistir un sitio, según lo propuesto por Caballero. Concurrieron a ella el Comandante General y Gobernador de la plaza, Salcedo, el Ministro Principal de la Real Hacienda, Juan de Torres, el Ingeniero Director, Juan Caballero, el Comandante de Ingenieros, Francisco Gózar, el Comandante de Artillería, Fernando de la Cuesta, y el Secretario, Felipe García Benítez. En la primera memoria estudió la distribución de los edificios militares para guarnecer y proveer de municiones y pertrechos la Plaza de Armas y fortificaciones exteriores, ayudándose de los cañones y morteros necesarios y de dos batallones del Regimiento de Córdoba y uno del Regimiento Fijo, que se acuartelarían en las Contraguardias de San Javier y de Santiago. Para este servicio artillero se repostarían 100 quintales de pólvora del calabozo a prueba de bomba llamado del Potro, que estaba situado a la entrada del Baluarte de Santa Ana, y del repuesto también a prueba de Santa Bárbara, situado en la 2ª Puerta. Se distribuirían igualmente otros 100 quintales en pequeños repuestos de las mismas baterías, además de disponer de un competente número de cartuchos de fusil en uno de los calabozos de la entrada del Ángulo de San Pablo. El suministro diario de bombas y granadas cargadas se haría de las pequeñas bóvedas de la gola del Revellín de San Ignacio.
Para el interior de la plaza y Ciudad sería conveniente almacenar 500 quintales de pólvora en el Almacén a prueba de San Lorenzo, y destinar los Almacenes de San Dimas y de la Coraza, también a prueba, para obrador y repuestos de granadas y bombas incendiarias, además de una o dos bóvedas de la Plaza de los Cuarteles para los efectos de mayor riesgo. Otros tres batallones de infantería, junto a tropas de artillería y desterrados se acuartelarían en los Almacenes del Sillero y del Reloj y otras bóvedas de la Plaza de los Cuarteles, reservando algunas para las urgencias. La sala de armas se transferiría al Almacén de San Francisco y los demás del frente de la plaza que miraba a la Almina, las Casas del Rey y de la Misericordia, serían suficientes para repuesto de víveres. En la Almina se debería acuartelar el resto de la guarnición, acopiándose del principal recurso artillero, montajes, pertrechos, armas, utensilios, fajinas, salchichones, gaviones, candeleros, cestones, piquetes, bombas, granadas, cartuchos de metralla, pólvora y todo lo que excediese de la dotación artillera destinada en Plaza de Armas y recinto de la Ciudad para un periodo de veintidós días de sitio formal o fuego vivo. Lo mismo se haría con los víveres y demás abastos de la plaza, al no contarse con edificios suficientes para la debida distribución que requerían tales ocasiones.
En la segunda memoria decía Caballero que de las minas antiguas del frente de Plaza de Armas se eligiesen, perfeccionasen y dispusiesen las más proporcionadas para dirigir galerías, ramales y cajas; construyendo las que fuesen necesarias hasta unirlas con las actuales del camino cubierto y glacis. La obra del tenallón, o especie de falsabraga que formaba una débil e imperfecta obra baja al pie de la cara del Baluarte de Santa Ana, debería reducirse a la prolongación de dicha cara, pues con la presente disposición toda la parte comprendida debajo de ella era perjudicial para una regular defensa. También quería Caballero que en el extremo del Foso inundado, pegado al muro de su perfil izquierdo, se dejase una rampa para comunicar la Contraguardia de San Javier con el Baluarte de Santa Ana por su ángulo flanqueado, la cual podría cubrirse de las enfiladas del campo enemigo con sus respectivos espaldones o traversas, y si desde lo superior de dicha contraguardia se construyera una escalera unida a su contraescarpa hasta bajar al foso, sería esto muy importante para la debida comunicación. Los edificios comprendidos en el Ángulo de San Pablo estaban a media prueba de bomba y empedrada su parte superior, por lo que interesaba mucho cargarlos de tierra por precaución y por mejor disposición de sus terraplenes, y por otro lado el parapeto o cerca de tablones de la Luneta de San Antonio era incapaz de resistir el fuego de cañón.
En la Junta celebrada el 29 de junio quedó acordada y resuelta la ejecución de las primeras obras y reparos que propuso el Ingeniero Director para los exteriores y Muralla Real del Frente de Tierra de Ceuta, con el fin de que se pusiera en el más pronto estado de defensa, según las órdenes reales; así como su dictamen relativo a las demás obras de la plaza, Almina y Hacho.
El Foso principal de la plaza por el Frente de Tierra o Muralla Real era navegable y se comunicaba libremente de mar a mar. Por esto, Caballero propuso que se construyeran para su custodia dos robustas cadenas y se emplazaran para cerrarlo en sus dos bocas o extremos, y también que se fabricase un total de 2000 salchichones y cajones de madera embreados y forrados de hojalata con sus correspondientes canales y provistos de pólvora para producir su efecto en las minas, pues de lo contrario quedarían inutilizados ante las inundaciones producidas por filtraciones del terreno. Convendría también que se colocaran cuatro o seis cañones en la altura inmediata al cuerpo de guardia de la Brecha para inquietar a los que los sitiadores tenían enclavados en el paraje dominante del Morro de la Viña. Igual número de cañones propuso para la Alameda Alta de la Almina, Pineo Gordo, Punta de la Palmera, Sarchal, Quemadero, San Amaro, Desnarigado y el Molino,
“...vien entendido que se deverán desde luego cortar, escarpar y prohivir rigurosamente para lo subcesibo los infinitos senderos, veredas y derrames axcesibles que artificialmente se han formado desde todas las guardias y otros parajes del perímetro para bajar y subir al mar sin necesidad, pues con esta disposición y la de no omitir la precisa de patrullas de Caballería y rondas montadas que salgan de ora en ora desde la Guardia de San Sebastián por derecha e yzquierda a dar la buelta a todo el contorno del Acho y Almina, alertando las guardias assí de estos puestos como los centinerlas de los garitones, no dudo se consiga la entera seguridad del Acho y conservación de tan importante objeto”.
A estas precauciones se debería añadir que cuando dispusiese el enemigo un ataque sorpresa sobre la Almina, se incorporasen tres retenes de 50 hombres cada uno apostados durante todo el día en la Altura de los Judíos, en el cruce de los tres caminos que iban al Desnarigado, Punta Almina y Santa Catalina, y en la Altura de la Palmera, con el fin de estar prestos a acudir donde hubiese necesidad. Para el mismo caso reservaba Caballero la entera demolición que debería hacerse de los Almacenes de la Ribera y San Amaro, pues estaban indebidamente al pie de la muralla, y cuando el ejército enemigo estableciese sitio formal se cuestionaría el poner adecuadamente traversas y espaldones a todos los terraplenes de las Murallas Norte y Sur de la plaza y Almina, los cuales estaban descubiertos y enfilados del Campo del Moro. El Almacén de San Lorenzo, inmediato a la 1ª Puerta, encerraba el repuesto del carbón de brezo, y Caballero opinaba que se desocupase y abriese en él una puerta que mirase a la Plaza de los Cuarteles. Finalmente se aprobó en Junta que el Ingeniero Comandante tramitase las condiciones de una contrata para sacar de las canteras y conducir al pie de las obras la piedra necesaria, y que el Comandante de Artillería acopiase todo tipo de géneros de artillería y gastadores para los Parques de Artillería y Fortificaciones.
El Ingeniero General continuó trabajando en otros planes de defensa para la plaza de Ceuta, en los que informó de sus puntos fuertes y débiles, para pasar luego a unas reflexiones personales sobre los proyectos que se le propusieron. Describió primero la Muralla Real y su Foso inundado que miraban al Campo del Moro, a los que se anteponían tres órdenes de fuegos exteriores: un hornaveque con un tenallón al pie de su cortina, dos contraguardias con dos rebellines intermedios, y cinco lunetas que sostenían el Camino Cubierto, además de cuatro casamatas o galerías que defendían la explanada con el fusil. Del referido camino cubierto salían varios ramales de minas hasta el interior de los baluartes de dicho hornaveque, pero todas estas obras tenían el grave inconveniente de que el campo enemigo las dominaba con 50 varas de elevación aproximadamente y a tiro de cañón. Al expresado frente le unían sus correspondientes lados o muros elevados de ocho a nueve varas sobre el nivel de pleamar que los bañaba, y aunque parecían accesibles por las playas laterales, estaban bien defendidos por los espigones que los cubrían.
El cuarto lado o frente de este recinto era donde se hallaba la puerta y puente que se comunicaba con la Almina, el cual tenía su foso semiinundado para puerto de lanchas y pequeñas embarcaciones. Dicha Almina consistía en un espacioso terreno en el que estaba establecida la mayor parte de la población de este presidio, y contaba con siete alturas que declinaban al norte, elevándose la mayor de ellas 82 varas sobre el nivel del mar. Por la parte meridional estaba defendida la población desde el Rastrillo del Valle hasta el Espino con una escarpada elevación natural, y desde éste hasta Fuente Caballos se cerraba con un nuevo parapeto construido últimamente. Desde esta fuente corría una muralla que comprendía los Baluartes de San Carlos y San José, que unida con la contraescarpa del citado foso llegaba hasta el Baluarte de San Sebastián que miraba al norte, separándose del recinto de la plaza por medio de precitado foso. También se hallaba precavida la plaza por el norte con una muralla que seguía desde San Sebastián hasta la Plataforma de San Pedro, continuando desde aquí hasta el Rastrillo de las Balsas un lienzo arruinado que tenía ya aprobada su reedificación. Por la parte oriental no contaba esta población con ninguna defensa, pues se unía con el Monte Hacho por una especie de valle o cañada. Este monte tenía casi 7300 varas y se elevaba 140 sobre el nivel de pleamar, su costa sólo estaba amurallada desde el citado Rastrillo de las Balsas por San Amaro hasta Santa Catalina, y el resto disponía de varias baterías, a las que se añadieron últimamente otras tres de cuatro a seis cañones en los puestos del Quemadero, Palmera y Pineo Gordo. En la cima de este monte se hallaba una porción de muro antiguo con cuarenta torreones de seis a nueve pies de grosor, y veinte a treinta y seis de altura, adaptados a las irregularidades del terreno, y en dicho muro hicieron varias aberturas los vecinos para allí protegerse durante el periodo de la peste que sufrió la ciudad. La mayor parte de las faldas de este monte caían bastante rápidas hacia la parte del este, con varias fuentes y muchas jaras, que podrían dar suficiente leña para abastecer a la guarnición durante un mes ...
“siendo la maior y más ventajosa partte de esta posesión el Monte Acho, nadie negará fundamentalmente que perdido éste lo sería tanvién la esperanza de subsistir en lo restante del Presidio, respecto que quedaría reducido al estrecho conjunto de la Almina y Plaza, encaxonado entre los dos fuegos del citado Acho y Campo del Moro, que uno y otro los domina con duplo frente, y les ofrece proporción para ser sobstenidos y socorridos de su principal cuerpo de África; como asimismo para impedir que fondeen en la bahía las envarcaciones de España con iguales subsidios...”.
Algunos ingenieros opinaban que se debería reedificar la muralla que antiguamente cerraba la costa de la Península de la Almina, o bien que se rodease con un muro toda su circunferencia. Para Caballero esta disposición no parecía proporcionada, ya que su construcción supondría un coste elevadísimo, porque sería incapaz de resistir los tiros de cañón de fragatas de guerra y porque se debería reparar frecuentemente debido a los copiosos y rápidos derrames de las aguas que descendían por sus lomas. Por todo ello, le parecía como mejor solución el perfeccionar un respetable establecimiento y asegurar una retirada en la parte superior del Hacho, aún más si cabe cuando en tiempo de sitio tendrían fondeadero las embarcaciones en las Calas de Santa Catalina, Desnarigado y otros cañeros de su costa para recibir los repuestos desde el otro lado del Estrecho. Dispuesto así este puesto, lo siguiente sería asegurar la Almina por disponer del mejor terreno y población, pero que al no contar con suficientes defensas corría el riesgo de desembarcos enemigos de modo sorpresivo procedentes desde Tetuán, Tánger o Gibraltar. Para evitarlos debería construirse un muro, que Caballero reconoció que existió en la antigüedad, desde el Rastrillo Nuevo hasta el de las Balsas, en forma de hornaveque doble, formándole su foso por delante y adaptando las elevaciones, espesores, parapetos y terraplenes a los desniveles que ofreciera el terreno, con el fin de que fuese capaz de cerrar y custodiar la Almina. El costo de esta obra ascendería a 36.000 escudos de vellón.
El proyecto del Monte Hacho consistía en formar los cuatro baluartes, dejando en los dos últimos las correspondientes puertas o salidas a la campaña, precaviéndolas con un simple tambor y levantar la parte de muralla que faltaba para acabar de cerrar el recinto, adosando a ella el lado mayor de un cuartel para alojar 200 hombres de infantería, con un almacén anexo de pertrechos, otro para 200 quintales de pólvora, un tercero para víveres y aljibes. Se habrían de macizar también los huecos o aberturas ya referidos del muro antiguo, dejando a la altura actual las golas de los baluartes y sus muros de seis a doce pies más bajos, proporcionando así sus elevaciones a la desigualdad del terreno en que debieran construirse y poder establecer en cada uno cuatro cañones de mediano calibre para atender a la defensa de las faldas de acceso al Monte. La mencionada porción de muralla que faltaba para cerrar el recinto podría ser de tres a cuatro pies de espesor, con una altura de nueve hasta doce, puesto que se encontraba en la cúspide del monte y en paraje difícil para aproximarse a ella. El costo de todas estas obras ascendería a 68.000 escudos de vellón, contando con que éstas como las proyectadas en la Almina emplearían a desterrados. El ingeniero afirmaba que con las disposiciones propuestas...
“cualquier esfuerzo que inttenten hacer los enemigos confinantes, ni aún la potencia más aguerrida de Europa, contra ella no les producirá efectto alguno, a menos que la dominación de unas fuerzas navales no venciera la gran dificultad de permanecer en un bloqueo tan constante, como requiere la rendición de esta plaza”.
Carlos III aprobó el proyecto de Caballero el 9 de octubre, pero previno que, en lugar del doble hornaveque propuesto desde el Rastrillo Nuevo hasta las Balsas para cerrar la Almina, se hiciese sólo un camino cubierto con su plaza de armas atrincherada en la parte baja de la primera altura, colocando hacia el norte una batería sencilla de seis u ocho cañones que flanquease la ensenada o fondeadero y defendiese al mismo tiempo por su dominación dicho camino. Esta modificación supondría menos coste y mayor facilidad de fabricación, de modo que en poco tiempo se podría realizar aplicando en ella un número competente de desterrados. En cuanto al recinto del Hacho, ordenaba que sobre lo ya aprobado se colocase un proyecto volante con la distribución de defensas necesarias y que, dado lo irregular del terreno, el Comandante Ingeniero Gózar las planificase sobre el mismo, aumentando o disminuyendo las partes que componían su totalidad y que sacando a escala el plano y perfiles con gran detalle les hiciese copias para enviar a la Corte y al Archivo de Fortificación. A este respecto, debemos recordar que ya en 1755 el ingeniero ordinario Martín Gabriel había trazado el plano y perfiles de la nueva Fortaleza del Monte Hacho, y que volvió a trabajar en Ceuta desde 1773 hasta 1777. Sus proyectos sirvieron de base para los trabajos de Caballero, que llegó a primeros del año 1773 a ensanchar la tenaza para hacer más regular la figura del frente suroriental del hornaveque del Hacho, con lo que tampoco habría necesidad de pastel ni rebellín, ya que la caída rápida del terreno los dispensaría (Fig. 123).
En los primeros días de febrero, Caballero realizó el trazado de la Fortaleza del Hacho para cerrar la parte de recinto antiguo que contenía y darle sus correspondientes defensas, según lo prescribía el proyecto volante aprobado por el rey en octubre próximo pasado. Situó en el mismo la muralla antigua, que era de buena mampostería, y a la que se debería subsanar varias covachas hechas expresamente en su macizo para acoger a los vecinos que abandonaban la población en tiempo de contagio de peste. También emplazó la casa actual del vigía o hachero con su garitón, un conjunto de tinglados para aquellos desterrados que estaban destinados al cultivo del monte, un cuerpo de guardia recién construido; varios pozos de agua dulce, aunque algo gruesa para beber, canteras de las que se extraía piedra para la obra, el camino y entrada desde la ciudad, la Puerta de Málaga, el camino que iba a la Ermita de San Antonio, una cañada donde filtraba y destilaba agua por el macizo del torreón del recinto a la que llamaban Fuente de María Aguda, un tinglado que podría servir para los obreros o de almacén y otros para repuestos de pólvora, víveres y pertrechos. Del mismo modo, delimitó espacios para situar un cuartel para 300 soldados con sus correspondientes cisternas y pabellones de oficiales, así como la altura proporcionada para la casa de los vigías, ya que la actual no descubría los horizontes desde el este hasta el sur y se podría acomodar para otros fines.
También fijó un perfil para la mayor altura que se pudiese dar al nuevo muro en los puestos más bajos, que naturalmente sería en los ángulos flanqueados de los baluartes y en alguno de los de la espalda. En el caso de la menor altura en los puestos más altos, sería en el arranque y unión de los flancos con el muro antiguo, es decir, en la formación de los ángulos flanqueantes, y en esta zona se podría rebajar todo lo que excediese el muro antiguo. Entre estos dos perfiles extremos se proporcionarían los intermedios, y el desnivel que resultase podrían sufrirlo los terraplenes, sin que quedasen inútiles para el uso de sus fuegos, ya que ni aún en los flancos y caras que hubiesen de recibir artillería habría dificultad en disponerles las explanadas, haciéndolas a mezetas como estaban en la Muralla Real, y estas baterías se dejarían a barbeta para su mejor servicio, puesto que por su dominante elevación no quedarían descubiertos en ellas los defensores desde la campaña. Por otro lado, muchos parajes de la fortaleza precisaron que el nuevo muro se fabricase sobre la misma roca, mientras otros debieron subsanar sus macizos ante la existencia de numerosas covachas (Figs. 124 y 125).
El ingeniero Martín Gabriel, asistido por sus ayudantes, Jaime Garcini y Fernando López Mercader, amplió la imagen de la Fortaleza del Monte Hacho y de su entorno, enriqueciéndola con mayor lujo de detalles, en dos planos realizados a finales del mes de julio de 1773. En ellos (Figs. 126 y 127) detalló el muro antiguo que separaba la Almina del Valle, las Balsas Viejas y las Balsas Nuevas, el Cuartel nuevo, el corral de los carneros, el camino de subida al Hacho y el que lo rodeaba, la Batería del Sarchal, la cañada que recogía las aguas de las montañas y las conducía a las balsas, desaguando las restantes al mar; el perfil del Muro Norte que debería construirse para evitar al presente la enfilada de las embarcaciones enemigas, el cañón de bóveda que debería construirse para el libre tránsito y quedando en su parte superior continuado el camino cubierto, el camino cubierto proyectado y trazado con su plaza de armas, el atrincheramiento de dicha plaza que debería construirse, así como la parte de plaza de armas que la cerraba sobre cimientos de piedra en seco; la doble estacada que habría de cerrar las golas de dicho atrincheramiento y plaza de armas, la batería trazada en la cima de la montaña, los Camposantos de Apestados, la Iglesia o Capilla de Nuestra Señora del Valle que ahora se inutilizaba, y los Rastrillos de las Balsas Nuevas.
En la obra de la Fortaleza del Hacho destacó el frente que cerraba la obra antigua, la surtida y el cuerpo de guardia, el Baluarte de la Puerta de Málaga, el de Fuente Cubierta, el de San Antonio y el de San Amaro; la tenaza con su pastel, los terrenos y espacios propuestos y trazados para la construcción de un cuartel para 300 hombres, un lienzo de muro antiguo que se abandonaba y demolía, el almacén construido en la gola del Baluarte de Puerta de Málaga con los cuartos provisionales a su espalda que al presente servían de parque de útiles herramientas y demás géneros necesarios, y en los que se colocaría una fragua para componer dichos materiales; otros almacenes trazados que deberían ejecutarse; la casa actual del vigía, la que debería construirse y otra en la que se encerraba el juego de armas del cañón de señales; el cuerpo de guardia de la tropa con el cuarto para el oficial, el del ingeniero encargado de dichas obras y el que habría de construirse para el soldado de caballería que llevaba los partes que daba el vigía; la casa de vivandería, los tinglados donde se encerraba a parte de los desterrados que trabajaban en las obras, la entrada al semibaluarte, la entrada principal con su cuerpo de guardia, el camino proyectado para ir a la entrada principal, el camino antiguo que se abandonaba, y las canteras de donde se sacaba la piedra para la obra. Y en los primeros días de diciembre volvió Gabriel a realizar otro plano y perfiles, donde indicaba que las obras iniciadas en ese momento en el frente de fortificación del Monte Hacho eran el Baluarte de la Puerta de Málaga, el de Fuente Cubierta, el almacén de pólvora, los cuartos provisionales, una poterna y las modificaciones del muro antiguo (Fig. 128).
Los planes de defensa siguieron aumentando sensiblemente. Si bien la atención en estos momentos se centraba en la adecuación poliorcética de la Ciudadela-Fortaleza del Monte Hacho, ello no fue óbice para que el Ingeniero Director, Juan Caballero, ampliase dichos planes al resto de la plaza a finales de mayo de 1774, trabajando en una relación con plano de un proyecto para el frente de la Almina, a fin de aumentar sus defensas ventajosamente, en el caso de ser atacada la plaza de Ceuta con un riguroso sitio (Fig. 129). Los recelos del ingeniero a un pertinaz asedio de la plaza de Ceuta fueron cobrando visos de realidad desde el mes de septiembre de dicho año, sobre todo desde el momento en que el rey marroquí, Sidi Muhammad, declaró indirectamente la guerra a Carlos III, al plantearle que tanto Marruecos como Argel querían acabar definitivamente con la presencia extranjera en el norte de África. Al peligro magrebí se sumó el apoyo prestado por Inglaterra, iniciando el sitio de la plaza de Melilla en diciembre y el ataque al Peñón de Vélez de la Gomera en enero del año siguiente, pero la monarquía española se mantuvo firme en querer conservar a ultranza los presidios africanos, como representó el Conde de Floridablanca al rey. Con todo ello, el refuerzo militar carolino del área del Estrecho de Gibraltar se mantuvo para evitar posibles agresiones de Marruecos u otro estado islámico y las de los ingleses desde el Peñón, lo que llevó a un control parcial del tráfico marítimo en dicha zona, al establecimiento de acuerdos comerciales preferenciales con Marruecos y al robustecimiento de las defensas de Ceuta.
En este sentido, tenemos que valorar la carta remitida desde Cádiz el 4 de octubre de 1774 por Caballero, como Ingeniero Director de las obras de Ceuta, a Silvestre Abarca, que desde el día 3 de ese mismo mes era Mariscal de Campo y Director del Ramo de Fortificaciones del Reino. En ella le detallaba las dos comisiones que efectuó a Ceuta en los años 1772 y 1773, y que ante un posible enfrentamiento bélico con Marruecos actuó conjuntamente con la Junta de Fortificación para dejar dicha plaza en perfecto estado de defensa, sobre todo atendiendo a la conservación del Monte Hacho con reductos, apostaderos y otras obras de campaña. Una vez desvanecidos los recelos de sitio formal, recibió la orden de proponer su constante seguridad y pasar con los proyectos a la Corte, para lo que formó los correspondientes planos, perfiles y descripción que se encontraban en el Archivo General del Cuerpo, e insistiendo en la opinión de los antiguos que habían poseído este presidio, que para conservarlo fortificaron la dominante cumbre superior con un recinto de torreones redondos que se estaba construyendo y sin terminar cuando lo ocuparon las tropas españolas; a cuyo efecto propuso que se continuase dicha fortificación antigua hasta cerrar la figura de dicha ciudadela, cubriendo sus ángulos con baluartes proporcionados para las defensas que requería su situación.
Presentados esos documentos al rey, precedidos del informe y adiciones del Ingeniero General, fueron aprobados con expresas órdenes de que tanto este proyecto como otro de Juan Martín Cermeño para resguardar la población de la Almina que se hallaba abierta e indefensa por la parte de la Cañada del Valle, se encargaran a Caballero para trazarlos sobre el terreno, los comenzase e informase de dicha traza e instrucción al Ingeniero en Jefe, Martín Gabriel, para que ajustándose a ello dirigiese la ejecución de las obras hasta su conclusión. Así se hizo, y no hubo duda de que después de acabado el proyecto del Hacho y cerrada la población de la Almina, no sólo se pudo contar con la posesión de las dos partes principales de la ciudad, sino que con ellas quedó totalmente asegurada la plaza por su espalda. Sin estas providencias, las baterías costeras situadas a los pies de dicho monte seguirían siendo insuficientes para su resguardo, y para su refuerzo se formaron ahora unas garitas capaces para cinco soldados en ciertos parajes que evitarían una sorpresa al alarmar a los demás puestos cercanos. Dejando ya el presidio sin recelo alguno por su retaguardia, se encargó Caballero del modo de asegurarlo mejor por su frente exterior, dando por ciertas las noticias que llegaban de que los enemigos vecinos se estaban instruyendo en el manejo del cañón y del mortero y de que pudieran seguir con los preparativos para un sitio formal.
La tensión fue en aumento desde mediados de enero de 1775, ya que el vicecónsul de España en Tánger, Francisco Pacheco, informó al gobernador Salcedo de que había llegado allí Mr. Gegüel Werlaam, ofreciéndose al soberano marroquí para que después de que pusiera sitio a Ceuta, tras la expedición a los presidios menores, contraminase sus minas, y para lo que pedía una asignación de 300 reales al mes. Por entonces, la plaza ceutí tenía una guarnición de tres regimientos, es decir, poco más de 3000 hombres, que resultaban insuficientes, e igual número de presidiarios que formaban la tercera parte del total del Regimiento Fijo, en el que también se integraban muchos desertores. La incertidumbre siguió creciendo hasta llegar a finales de marzo, ante la defectuosa demarcación de límites realizada en el campo ceutí con la paz firmada con Marruecos, ya que los enemigos pusieron su cordón sobre las alturas que dominaban la plaza y Salcedo expresó que sería muy útil que dicho cordón se alejase a tiro de cañón de ella, o por lo menos del de fusil de la gente local apostada.
Lo mismo que Caballero hizo en 1774, el Ingeniero en Jefe Gabriel mandó a la Corte a mediados de septiembre una relación del estado y circunstancias de la plaza de Ceuta, pero ahora mucho más reflexionada y extensa, en la que como militar ilustrado llegó a detallar aspectos geográficos, estratégicos, económicos, poliorcéticos, artilleros y urbanísticos. Atrás quedaban las relaciones en las que los profesionales de la ingeniería militar fijaban criterios exclusivamente militares, y desde ahora muchos buscarán, adaptándose a los nuevos tiempos, un plan total para la ciudad, estructurando sus partes de modo funcional y práctico e intentando crear recursos de todo tipo a fin de hacerla salir de su etapa de territorio cerrado por otra más moderna y abierta, pero todo ello sin perder el norte de ciudad-cuartel o ciudad-presidio, como era el caso particular de Ceuta.
Por todo esto no debe pues extrañarnos que Gabriel plantease en las primeras líneas de este documento apartados como “utilidad de Ceuta por su situación” y “su utilidad por producciones”. En el primero afirmaba que en todos los tiempos Ceuta había sido y era recomendable por su ventajosa situación en la costa sur del Estrecho de Gibraltar, que continuaba siendo las llaves de los mares Océano y Mediterráneo, porque a pesar de que en su bahía no podían recalar siempre buques de alto tonelaje, podía abrigar a buques capaces de hacer en tiempo de guerra una fácil navegación, y favorecer a España en el tránsito de un mar a otro. Era, además, yugo de la barbarie africana y antemural de España. El segundo capítulo trataba de su economía, diciendo que su pequeña superficie impedía la producción, salvo algunas frutas y hortalizas, para la manutención de sus vecinos, y consecuentemente menos para la numerosa tropa que regularmente la guarnecía; por lo que diariamente se proveía de todo lo que le llegaba desde la Península. Apreciamos el pensamiento fisiocrático de Gabriel al afirmar que ...
“...algún día, con el beneficio de los plantíos de pinares hechos en varias faldas del Monte Acho, puede que se consiga tener de este género, no solo el suficiente para la construcción y arboladura de los barcos de su dotación y para el consumo de los edificios militares de la plaza, sino también para proveer con facilidad porción considerable a los Astilleros de Cádiz y Cartagena. Esta circunstancia se expone no distante dudosa, porque aunque dichos plantíos se ven en el día brotados y aun arraigados, la poca tierra que por lo regular se encuentra encima de la peña de que cuasi todo el Monte se compone, hace recelar se hagan suficientemente robustos y crecidos como corresponde al intento. Sin embargo, aquella esperanza añade nuebos quilates a su posesión y hace mas precisa su conserbación por las bentaxas que solo esta circunstancia ofrecería entonces a sus conquistadores”.
Dos meses más tarde, Gabriel trazó otro plano y perfiles de la nueva Fortaleza del Hacho, en los que detalló que el frente de fortificación y la Cortina de Fuente Cubierta cerraban la figura y que el Baluarte de la Puerta de Málaga estaba concluido a excepción de las explanadas y de pequeños tramos. También trazó el Baluarte de Fuente Cubierta, la cortina entre estos dos baluartes con su poterna en el centro a la altura del cordón, el muro y parapeto de la Cortina de Fuente Cubierta que se encontraban totalmente concluidos, las partes del recinto antiguo que estaban ya dotados de su parapeto, los terraplenes que debían acompañar al recinto y que aún debían hacerse, los dos almacenes con sus cuerpos de guardia ya construidos para el alojamiento y custodia de los desterrados empleados en estas obras, la casa antigua del vigía, la actual a la que se debería rematar su torrecilla situada sobre el piso principal, el cuartel para 300 hombres con sus pabellones y cisterna que se iniciarían en breve, el almacén que faltaba por fabricar, las casas y almacenes provisionales que se habían hecho para el servicio de las obras, la balsa ejecutada para el surtimiento de las mismas y las porciones del terreno que deberían desmontarse para desahogo y perfección de las defensas de dicho nuevo frente. Además, en el recinto antiguo se habían ya reparado y revocado un enorme número de covachas y grietas en casi las tres cuartas partes de su extensión (Fig. 130).
Este pormenorizado estudio de la plaza de Ceuta por parte de Gabriel culminó con el añadido final de seis notas o adiciones, en las que aseveró que como la Marina de los enemigos fronterizos nunca podría ser temible y la situación del Monte Hacho y su costa circundante eran de difícil acceso, estando por ahora perfeccionadas sus obras defensivas resultarían éstas suficientes para enfrentarse adecuadamente a un posible golpe de mano. En segundo lugar, afirmó que para preservar la Iglesia de Nuestra Señora del Valle y conservar el terreno de su inmediación interior bastaría con levantar un muro de recinto flanqueado que abrazase dicha iglesia a su efecto, ya que en el supuesto de que los marroquíes lograsen desembarcar por dicha zona, no podrían subsistir veinticuatro horas en las faldas del Monte Hacho. La tercera nota se refería a que la Junta de Abastos proveía abundantemente de los víveres necesarios, haciendo siempre sus compras a la Península de granos, vino, aceite, carnes y legumbres para más tiempo del preciso ante cualquier acontecimiento imprevisto.
Por otro lado, Gabriel destacó que la artillería de la plaza de Ceuta era numerosísima, ya que tenía 255 cañones de bronce e hierro montados y de respeto de todos los calibres y cuarenta y siete morteros de todos los diámetros, en su mayoría de bronce. Igualmente contaba de la pólvora, armas, municiones y demás géneros necesarios para una larga defensa, habiendo además orden en Algeciras para proveer el ramaje suficiente para fajinas y gaviones. En otra nota Gabriel decía que la defensa de esta plaza podía alargarse cuanto se quisiera, pues cada palmo de terreno desde la Plaza de Armas hasta el Monte Hacho era susceptible de cortaduras y atrincheramientos capaces de detener al enemigo más aguerrido; no obstante, en ningún caso debería abandonarse ni jamás extenderse más allá del Camino Cubierto y lunetas que la sostenían, ya que mientras los enemigos no bajasen su artillería de las alturas, seguirían con sus fuegos dañando las robustas defensas, tanto por su elevación como por su gran distancia, y siempre que se arriesgasen a hacer fuegos rasantes sería muy fácil a la guarnición hacer las salidas convenientes para clavar, destruir o traerse cuanta artillería colocasen en las faldas de dichas alturas. Para ello, la Marina local bombardearía ambas bandas costeras y la artillería de plaza podría batir sus trincheras de comunicación, alejar sus retenes e imponer respeto a sus plazas de armas. Concluyó Gabriel esta relación diciendo que en tiempo de sitio deberían estar en la plaza, con el Comandante General, un Ingeniero Director y cuatro o cinco ingenieros ayudantes, incluido algún ingeniero delineante. El mismo número, poco más o menos podría haber mientras siguiesen las obras del Monte Hacho en tiempo de paz, pero una vez acabadas éstas se podrían reducir a dos o tres los ayudantes.
Sin lugar a dudas Gabriel tomó buena nota de los presupuestos teóricos del arte de la guerra facilitados por el francés Guillaume le Blond en su tratado de 1776 sobre elementos de fortificación regular e irregular, en especial de sus máximas relativas a minas, contraminas y plazas marítimas, que como en el caso de la plaza de Ceuta se aplicaron según el gusto galo. Para este ingeniero y maestro de matemáticas las fortalezas situadas a orillas del mar se fortificarían por su parte terrestre del mismo modo que las plazas interiores, pero las obras de su frente costero podrían presentar gran variedad, contando especialmente con la disposición de su puerto y las circunstancias de las mareas, y para que las embarcaciones quedasen libres de cualquier ataque sería preciso que la entrada estuviese defendida por la naturaleza de la costa o por obras de fortificación que dominasen y cubriesen el paso. A este efecto deberían construirse dentro del mar gruesos muelles, arrojándose piedras sillares en su fondo para asegurar la cimentación de la obra, y en su extremo se colocarían baterías o fuertes que con ayuda del cañón impidiesen la proximidad de bajeles enemigos. La figura de estos fuertes ordinariamente era circular o determinada por la que tuviese el lugar donde se construyesen, su parapeto sería de mampostería con cañoneras en todo su contorno para dirigir los tiros a cualquier parte. También se solían fabricar baterías en parajes ventajosos de la costa para defender la entrada del puerto, formando el parapeto en línea curva, arco de círculo o elipse, a fin de cubrir mayor extensión de mar.
Cuando la entrada del puerto tuviese poca anchura se cerraría con cadenas o mástiles que se levantarían y bajarían según el movimiento del agua e impedirían el paso a todo tipo de barcos. Siendo sin embargo muy ancha, si el mar lo permitiese, se construiría en medio una batería que defendiese sus extremos, y en el mismo sitio solía ponerse una torre con su linterna que servía de guía a las embarcaciones, como así reseñaba dicho autor galo en la segunda parte de dicho tratado, titulada “Arquitectura Hidráulica”. Las plazas marítimas, además de puerto, necesitaban una buena rada, y toda la parte del recinto que miraba al mar debería tener un parapeto de mampostería con cañoneras y aspilleras para hacer fuego a los bajeles que se acercaran a batir la plaza. Los puertos mediterráneos, en los que el flujo y reflujo eran imperceptibles, no precisaban de canal para que los barcos pudiesen entrar inmediatamente sin aguardar la marea, pero tanto en el interior de éstos como en los del Océano Atlántico se hacía muchas veces otro pequeño puerto para carenar y reparar las embarcaciones, al que se denominaba entonces dársena y en la que hibernaban ordinariamente las galeras. En este sentido, las ciudadelas eran muy necesarias en las plazas marítimas en las que resultaba fácil la entrada a su puerto, como el caso de Ceuta, puesto que pudiendo ser sorprendidas por mar encontrarían rápidos socorros en las ciudadelas, frustrando las tentativas y designios del enemigo, a cuyo efecto se construían de modo que dominasen la plaza, el mar y la campaña, como la del Monte Hacho, que era muy recomendable por su situación.
Los méritos de Martín Gabriel fueron muy pronto recompensados, puesto que el Ingeniero General, Silvestre Abarca, le remitió una carta el 14 de enero de 1777 en la que le notificaba su ascenso a Ingeniero Director, así como el de los ingenieros subalternos que con él trabajaron durante los dos años anteriores, como fue el caso de Alonso González de Villamar y Quirós que alcanzaba ahora el cargo de Ingeniero en Jefe. A lo largo de aquel año los proyectos que recibieron más impulso y dedicación continuaron siendo el de la Ciudadela del Hacho y el de la fortificación de la Almina de la plaza por la parte del Valle. Gabriel trazó el perfil de este último proyecto, indicando que había una parte del muro que se apoyaba en el recinto antiguo y que por tanto no necesitaba contrafuertes y que al ángulo flanqueado del baluarte del centro habría que elevarlo, como al resto del muro, unos treinta pies de altura hasta el cordón para cubrir mejor sus caras y flancos, con lo que consideraba que sería así suficiente para evitar un golpe de mano por aquel paraje. De este modo sustituía el camino cubierto aprobado por este muro de fortificación flanqueado, pero sin embargo el Conde de Ricla rechazó este cambio porque ...
“me parece que en esa parte no se necesita de una obra de tanta consideración y gasto como V.S. ha proiectado, y una vez que en el Proiecto general aprovado se cierra esa parte con solo camino cubierto, lo que a mi modo de entender será suficiente, puede V.S. hacer otro Proiecto adelantando hacia la campaña el camino cubierto proiectado, aunque con otra figura y otra disposición, según lo exija el terreno, con cuia providencia se salvará el inconveniente de no abrir los cimientos en el cementerio de apestados.”
Quedando así en pie la aprobación del proyecto general de la Almina, le ordenó que le remitiese otro nuevo, con su plano y perfiles a escala proporcionada, en los que se detallasen las obras que contenía el proyecto aprobado para el Monte Hacho, indicando las ejecutadas y el estado de las avanzadas. Dicha orden fue recibida en Ceuta el 10 de mayo y pasada por su ayudante, Bernardo Zebollino, a manos de Gabriel, que cuatro días más tarde remitió a Abarca el plano del nuevo camino cubierto con dos plazas de armas, adaptable también al frente del Valle de Ceuta, evitando así el paso por el Cementerio de los Apestados y logrando un mayor ahorro para la Real Hacienda. En dicho documento gráfico (Fig. 131) figuraba también el trazo del muro anteriormente propuesto, y al que seguía Gabriel aún defendiendo porque entendía que con él la población de la Almina tendría más posibilidades de ser defendida ante un posible desembarco en la costa del Monte Hacho. Con todo ello, el Conde de Ricla ordenó a Gabriel el 12 de julio que informase sobre la propuesta aprobada de cerrar la población de la Almina con un recinto compuesto de un baluarte entero y otro medio con el fin de liberarla de un golpe de mano enemigo en lugar del camino cubierto proyectado,
“siendo esta última circunstancia imposible en una plaza como Zeuta donde están continuamente con las armas en las manos como si estuviesen los enemigos sitiándola, no pudiendo dar golpe de mano pues éste solo se intenta en las fortalezas que se conoze un total abandono, a más que para executarlo deve ser viniendo en lanchas desde la costa de África, las cuales es indispensable sean descuviertas por el vigía del Acho, quien dando parte, se pondrá en defensa la guarnición, en cuyo caso es muy dificultoso fuerzen el camino cuvierto, aunque consigan hazer el desembarco...”
Gabriel dictaminó que no se ejecutase el recinto que proponía el gobernador, ni el camino cubierto proyectado y aprobado, ubicando en su lugar otro más adelantado que no afectaría al camposanto, ni permitiría el paso a una incursión enemiga desde el mar. Este nuevo perfil lo propuso como invención suya el Ingeniero Director Ignacio Sala, aunque se debía realmente al oficial francés Mr. De Asein, el cual se remitió a los Ingenieros Directores que estaban reunidos en Barcelona para la expedición de Italia del año 1740, y que después de haberlo examinado informaron a Felipe V que sería perjudicial para las plazas europeas, pero muy útil para las africanas como Ceuta, porque las liberaba de golpes de mano que los marroquíes atrevidos y sin conocimiento acostumbraban a echarse de repente sobre el camino cubierto. En cuanto a la fortificación del Monte Hacho, Ricla dictaminó que como ya estaba reparado el recinto antiguo, se acabase de perfeccionar con el cuartel y demás obras que se estaban ejecutando, pero que por ningún pretexto se hiciesen los dos baluartes, la plataforma y tenaza proyectadas en la ciudadela, coincidiendo con Gabriel en que así estaba suficientemente fortificado. Del mismo modo, consideró que deberían concluirse por superfluas las obras empezadas de minas, plazas de armas, Foso de la Almina, Espino, Fuerte del Quemadero, resto de obras del Hacho y edificios reales.
Al final, la decisión de Carlos III se comunicó a Gabriel a través de Abarca el 18 de agosto, ordenándole que la población de la Almina se cerrase por la parte del Valle con el camino cubierto y plaza de armas que se habían propuesto en el plano y perfil enviados a la Corte el 12 de julio, y que se construyesen en el Monte Hacho los dos baluartes, la tenaza y el pastel ya aprobados, debiéndose ajustar el coste de estas últimas obras en 500.000 reales de vellón.
A partir de estos momentos, la plaza de Ceuta viviría en el continuo desasosiego de verse frecuentemente atacada por su enemigo fronterizo y al que se sumó, desde 1779 a 1783, el conflicto bélico hispano-británico, ya que desde entonces fueron diarios en el Ministerio de la Guerra los recelos de un ataque inglés a la plaza española norteafricana, reflejándose esta situación en la fluida correspondencia establecida entre su gobernador, Domingo de Salcedo, y el secretario del Despacho de Guerra, Miguel de Muzquiz. A la debilidad española de obrar en el mar se sumó que las dos bases principales de los movimientos estratégicos, Lisboa y Gibraltar, no la pertenecían. No sólo no la pertenecían, sino que estaba indirectamente en manos del enemigo la primera y directamente la segunda. Además, la mayor parte del litoral atlántico peninsular pertenecía a Portugal, dividiendo en dos el litoral español, y abriendo en él una brecha inmensa de 1000 kilómetros. Al norte, mirando a Inglaterra, pero escasamente preparada estaba la base naval del Ferrol, y al sur, mirando a América, la de Cádiz, y entre ambas estaba la de Lisboa, que debería enlazarlas. Así pues, hubo que partir para la ofensiva desde Cádiz, base de la acción sobre América, pero ahora precaria desde que la vigilaban por un lado Lisboa y Laos y de otro Gibraltar. Esto derivó en que se volvía a poner en entredicho la fuerte dependencia de la plaza de Ceuta respecto a la Península en víveres, personal y bastimentos, con un canal prácticamente controlado por la flota inglesa desde Gibraltar, y con una guarnición muy deficitaria en el caso de verse atacada la ciudad por dos frentes y dos enemigos que ya habían unido en la centuria anterior sus esfuerzos por doblegarla, y con esta nueva situación las principales preocupaciones carolinas se encaminaron en aumentarle sus recursos poliorcéticos.
Partiendo de estas circunstancias siempre adversas, el ingeniero Miguel Juárez de Sandoval redactó en Ceuta, el 21 de noviembre de 1787, una relación de sus reales obras que iba acompañada de un plano donde se reconocían las que se debían perfeccionar, reparar o construir y el gran recinto que se había de defender. En el recinto de la Plaza de Armas situó la Contraguardia de Santiago, que tenía dos edificios de techos de madera y tejas para tropa del Regimiento de Toledo, y capaz uno para diez camas y otro para quince, y bajo su terraplén habían siete bóvedas a prueba con capacidad para 180 camas. Bajo el terraplén del Espigón de África se hallaban dos almacenes a prueba, uno de veintidós varas de largo por diez de ancho, y otro de cuarenta por diez, actualmente desocupados. En el Baluarte de San Ignacio había una habitación con techo de madera y tejas donde podrían colocarse dieciséis camas. El Baluarte de San Francisco Javier contenía diez cuadras a prueba capaces de 190 camas que alojaban en ellas a tropa del citado regimiento, y en el de Santa Ana había un almacén cubierto de madera y teja ocupado con pertrechos de artillería, de treinta y una varas de largo por dieciocho de ancho. Inmediato al Baluarte de San Pedro había un tinglado cubierto de teja con efectos artilleros, de veintiocho varas de largo por quince de ancho.
Dentro del recinto de la Plaza de los Cuarteles y Ciudad relacionó que en el terraplén de la Muralla Real se encontraban veintiséis bóvedas con 52 cuadras a prueba, ocupadas por el Regimiento Fijo y tropa de Artillería, a excepción de cinco que servían para depósito artillero y con capacidad en su totalidad para 1224 camas. El Almacén de San Dimas era a prueba, estaba ocupado con efectos de las reales obras y con capacidad para 50 camas. En dicho almacén, la cuadra que alojaba la brigada de barcazas y minas era capaz de 96 camas, la que habitaban los agregados de artillería tenía el techo de madera y teja y con capacidad para 160 camas y las dos cuadras próximas al Sillero que alojaban antes a la tropa de artillería tenían 96 camas, pero se encontraban inhabitables por las filtraciones de agua que padecían sus techos. De las dos cuadras del Sillero con capacidad para 140 camas, una estaba ocupada con trigo y la otra estaba desocupada, situándose efectos de artillería debajo de ambas. El almacén próximo a la playa de la Ribera, de veinticuatro varas de largo por trece de ancho y cubiertos de madera y teja, contenía efectos de fortificación, mientras que la Cuadra de la Campana, también con la misma techumbre, había tenido tropa y en la actualidad contaba con materiales de fortificación y treinta camas. En el caso de los dos almacenes a prueba del Baluarte de San Francisco, uno contenía treinta camas y estaba ocupado con efectos de marina, igual que el otro que era sin embargo más pequeño. Los dos Almacenes de la Puerta de la Almina eran a prueba, con capacidad para 65 camas y ocupados con aguardiente de la provisión del abasto.
En el Recinto de la Almina, el Tejar tenía tres Almacenes, uno de diez varas y media de largo por nueve y media de ancho, otro de treinta y cuatro varas por cinco de ancho, y el tercero de veinticinco por cinco; cubiertos de teja y ladrillo y ocupados con efectos de fortificación. El cuartel que alojaba al primer Batallón de Toledo estaba tejado y alojaba 477 camas. El Almacén Antiguo de San Pedro contenía ocho cuadras, dos de veinte varas de largo por cuatro y media de ancho, otra de veinte por seis, otras dos de veintisiete por diez, dos más de quince por ocho, y otra cuadrada de diez varas; todo él cubierto de madera y teja y ocupado con provisiones del abasto. De los dos Almacenes Nuevos de San Pedro, el bajo estaba cubierto con bóveda de medio ladrillo y tenía 58 varas de largo por diecinueve y dos pies de ancho para vino y aceite, mientras el alto tenía el techo de madera y teja, con 87 varas por diecinueve y dos pies, para depósito de trigo. El almacén de la fábrica de jabón estaba techado con madera y teja y tenía treinta y siete varas de largo por siete de ancho. En el almacén grande del Valle que estaba ocupado con madera de fortificación y cubierto de teja, podían colocarse 180 camas; mientras que otro inmediato a éste, mucho más pequeño, contenía pertrechos artilleros y techo de tejas, con capacidad para cuarenta y cinco camas. El Cuartel Nuevo disponía de catorce cuadras, doce de ellas de veintiocho por ocho y media, y las dos restantes de veinticinco y media por ocho y un pie, estaban ocupadas por las brigadas de desterrados.
La fortificación del recinto del Monte Hacho se encontraba en buen estado, contando con seis cuadras a la derecha de su entrada que tenían sus maderas podridas por la gran filtración de agua llovediza en sus azoteas, por lo que eran inhabitables y amenazaban ruina, y para evitar su situación, sería forzoso apuntalarlas y emplear en ellas 84 cuartones de trece pies de longitud. Las otras seis cuadras restantes del mismo lado estaban en buen estado y habitables, precaviendo los techos de los pabellones por estar todas debajo de los mismos. Las seis cuadras de la parte izquierda sufrían el mismo defecto que las primeras, habiéndose arruinado en una de ellas casi los dos tercios de su techo, y las otras seis estaban en el mismo estado que las segundas. El cuerpo de guardia del oficial, aunque sus maderas servían medianamente, era inhabitable por la filtración de aguas, mientras que el de la tropa tenía inutilizado todo el techo. En los pabellones de oficiales de la derecha, el primero y el segundo tenían dieciséis tablas inútiles y nueve cuartones con sus cabezas podridas, el tercero estaba habitable y el cuarto tenía inútiles ocho tablas y cuatro cuartones. En los de la izquierda, el primero tenía nueve cuartones con sus cabezas podridas y ocho tablas inservibles, mientras que el segundo, tercero y cuarto estaban habitables. Faltaban las llaves de las habitaciones de los pabellones, así como todas las vidrieras de las buhardillas y todas sus puertas y ventanas deberían repararse para que quedasen en correcto uso. La capilla tenía deteriorado por completo su techo y sus puertas. Para reparar el cuartel y pabellones del Hacho hizo Juárez un tanteo prudencial del gasto, indicando que si se proporcionaban los materiales y operarios necesarios podrían terminarse dichas obras en el término de tres meses. Se construirían dos bóvedas de rosca de medio ladrillo en cada cuadra baja para ganar firmeza y seguridad, por lo que resultaría un total de veintiocho, junto a las cuatro que deberían hacerse en el cuerpo de guardia del oficial y de la tropa, y por otro lado lo más acertado sería cubrir con tejados a lomo cerrado las azoteas de los pabellones y la capilla para prevenirlas de ruina en lo sucesivo.
En tiempo de paz, Ceuta debería contar con cinco o seis batallones de infantería, incluidos los dos del Fijo, junto a las cinco Compañías de Milicias Urbanas, la Compañía de Caballería de la plaza, la tropa de artillería correspondiente a su dotación y 150 fusileros o cazadores. Si se recelara sitio o ataque formal, además de la tropa expresada, se aumentarían otros seis batallones completos, una compañía de minadores con sus oficiales, un escuadrón de caballería o dragones para las salidas y acudir prontamente donde se necesitase. Debería la plaza de Ceuta estar provista de todos los víveres y pertrechos necesarios para seis meses, y que se mantuviese libre la comunicación con la Península por medio de una escuadra de javeques, lanchas cañoneras y dos fragatas o navíos, para ser socorrida con lo que necesitase, e igualmente faltaría completar con artillería montada y morteros a algunas baterías de la ciudad.
En la última década del siglo XVIII, ya con el rey Carlos IV en el trono, la plaza de Ceuta continuó siendo el freno a los afanes marroquíes de dominar la orilla sur del Estrecho de Gibraltar. Para ello el monarca español centró todo su interés en la correcta cobertura de sus líneas de defensa, tanto terrestres como marítimas, puesto que el nuevo Emperador de Marruecos, Muley Yazid, nieto de Muley Ismail, lo primero que hizo al acceder al poder fue declarar la guerra a España en 1790 y sitiar la plaza ceutí durante dos años, al cabo de los cuales se vio obligado a pedir la paz. Con todo, los ingenieros militares trabajaron en proyectos, algunos de los cuales habían sido iniciados en años anteriores, pero que ahora cobraban visos de realidad, como el realizado por Pablo Menacho a primeros de enero del Muelle de San Amaro (Fig. 132) para seguridad de los bajeles reales,
“con cuyo resguardo sería segurísima esta plaza y poderosa esta colonia en el comercio en los tiempos de paz con el imperio de Marruecos y por la proximidad de éste a los puertos de Málaga y Cádiz se comerciarían las mercancías con suma facilidad y menos gastos de los navegantes, porque con tal Muelle sería éste el Puerto General de arrivadas”.
Por otro lado, a finales de febrero, Miguel Juárez hizo nuevas modificaciones en la Maestranza de Fortificación de Ceuta, en el recinto del Parque y en sus almacenes (Fig. 133), con una delimitación clara de sus dependencias, como la Maestranza de Carpintería, la de los herreros, el patio del Parque, el cuarto de repuesto, las balsas para depósito de cal y de recogida de aguas, el cuarto que hacía las veces de pequeño almacén de la Maestranza, el cuarto para el Brigada del Tejar, el del Guardaparque, el patio situado frente a la Maestranza, el cuerpo de guardia, los lugares comunes, dos almacenes generales, uno de materiales, uno de herramientas, los cuartos de provisión de abastos, el patio de la lechería de abastos, la Huerta del Tejar y el enclave donde se pretendía construir el nuevo almacén. A este primer proyecto añadió Juárez un segundo a los pocos meses con el fin de ampliar dicha maestranza, y en el que pormenorizaba en plano y perfil el almacén nuevo propuesto, así como unos cobertizos que servirían de obrador a los operarios, uno para los aserradores y una habitación para el sobrestante interventor (Fig. 134).
El ingeniero Pablo Menacho quiso también sumarse a este conjunto de obras de finales de siglo construyendo a primeros de septiembre un varadero próximo al Muelle de San Amaro, y para lo cual debería desmontarse una laja submarina de forma paralelepípeda de 73 varas de largo por veintiuna de ancho y ocho de alto, que sumaban 12.264 varas cúbicas. En la bahía se emplearían barrenos de martinete bajo el agua, siendo precisa igualmente la introducción de cañones de madera cargados de hojalata, ya que de no ser así los barrenos se llenarían de agua; y en la playa se dejarían tres o cuatro varas de escarpado de la pizarra próxima a la muralla (Fig. 135). En un segundo proyecto de dicho muelle de finales de septiembre, Menacho situaba la rampa, los muros que contenían las tierras de la rampa, el rastrillo, el Fuerte de San Amaro, un receptáculo que comunicase agua al lavadero y de donde se llenasen las bodegas de los buques, un lavadero, los conductos, la línea exterior con revestimiento de cantería, los cañones perpendiculares para amarrar barcos, dos cañones inferiores para colocar aparejos y dar salida a las embarcaciones, el varadero, anclas enterradas que servían para varar, las escolleras y las líneas del Castillo de San Amaro (Fig. 136). También especificaba que las tierras del desmonte servirían para rellenar la rampa y terraplenes del muelle y la piedra para la línea, aprovechando el cajón los escombros en el interior del sólido que se proyectaba. No daba más anchura al muelle en este proyecto con idea de dar salida a las avenidas de la Cañada de la Teja y a los derrames de la fuente y lavadero, pero si contase con su filtro por debajo del muelle, la podría continuar hasta el ángulo saliente. Anotaba, finalmente, que no proyectaba otro brazo porque las arenas que entrasen durante las bonanzas impedirían la salida de los barcos, tanto en buen como en mal tiempo, y al mismo tiempo se perdería la pesquería que abunda en la Playa de San Amaro y que era muy conveniente para el pueblo.
Con el objetivo de mantener limpio de arenas el Foso inundado de las Murallas Reales y sintonizando con el ingeniero Menacho en la pretensión de permitir en la plaza de Ceuta un mejor acomodo y navegación para la Marina, el ingeniero Tomás Muñoz levantó a comienzos de noviembre un plano en el que manifestó las líneas de escarpa y contraescarpa de aquéllas, y a la altura de los muelles de la banda norte, del Espigón del Albacar y del Baluarte de la Coraza situó desde el fondo hasta la superficie unos martilletes con ranuras para formar sobre ellas unos malecones y unas compuertas que permitiesen controlar la entrada y salida de las aguas del foso, con idea de poderlo así dragar con mayor facilidad (Fig. 137).
A mediados de dicho mes ya tenía calculado Menacho que la proyectada obra del varadero y Muelle de San Amaro necesitaría 40.300 varas cúbicas de piedra en seco, sin contar su revestimiento. La obra consistiría en desmontar piedra, tierra y pizarras para formar una playa y fondeadero, y con la misma piedra arrojada al mar se construiría el muelle para desembarco de pertrechos y seguridad de efectos, sin causar más gastos que el empleo de 50 hombres de los sobrantes de las reales obras. Según el ingeniero, su fábrica era sumamente importante puesto que en cualquier momento podrían varar allí y ser socorridos los faluchos matriculados en la plaza y los nacionales con gran comodidad y seguridad y, una vez verificado el desmonte, también podría alojar a las barcazas que de continuo se carenaban y que no podían estar en el foso. Los demás buques mayores se colocarían sobre balizas y harían sus descargas en el muelle, sin el anterior inconveniente de tener que alejarlos mucho de la costa para poder huir los patrones de las bombas enemigas. En tiempo de paz la referida obra sería igualmente útil, resultando evidente que con vientos fuertes del este y del sureste no se podría fondear fácilmente en el muelle del foso, ni estar con seguridad en el fondeadero, con lo que se detendrían las descargas y se navegaría con gran riesgo para buscar la ensenada de San Amaro.
A comienzos de 1791, la Maestranza de Artillería situada frente a los Cuarteles de la Muralla Real sufrió los efectos de un incendio ocasionado por los frecuentes fuegos enemigos, como consecuencia del nuevo sitio establecido por Muley Yazid (Fig. 138). Por entonces dicho edificio contaba con el zaguán de la entrada, un cuarto para escribientes, otro para oficiales y contralor, una carbonera, el cuerpo de guardia, las cocinas, cuatro patios, el calabozo de la plaza, dos almacenes, una cuadra donde estaba la fragua y se hacían armas, un tinglado con efectos artilleros, un pequeño cuarto con varios útiles que había consumido el fuego, lugares comunes, dos tinglados que se habían quemado y ahora reparados, una cuadra con cuatro fraguas, un cuarto para depósito de víveres, un tinglado para toneleros y otro para carpinteros a los que se les había reparado su techo a causa del incendio, y por último otro tinglado que estaba totalmente destruido por el fuego y que se había ahora fabricado de nuevo.
De nuevo intervino Miguel Juárez en otro proyecto, en este caso se trataba del que le ordenó Carlos IV que hiciese a principios de marzo al oeste de la Almina, así como el frente de la muralla que cerraba la ciudad por aquella parte (Fig. 139). Esta obra incluiría en el frente fortificado o fortificación alta el Baluarte de San Carlos y el de la Reina Luisa con su caballero a barbeta, con veintiocho bóvedas y dos pequeños almacenes a prueba, dos bóvedas de comunicación, dos cuerpos de guardia y dos cocinas. La fortificación baja o Frente de San Fernando contaría con el Semibaluarte de San Francisco de Paula y el de San Miguel con sus repuestos, el Espigón de la Puerta de la Sardina con un repuesto y cuerpo de guardia a prueba, un puente nuevo de comunicación, cuerpos de guardia avanzados, nueve bóvedas a prueba el doble de largas que las de la fortificación alta y con las que tendrían comunicación, lugares comunes, una cisterna y una muralla que debería rebajarse a flor de agua con su boca de comunicación.
Los ataques enemigos se hicieron intensísimos en estos momentos, y por ello se dotó a la Fortaleza del Monte Hacho de un plan de señales (Fig. 140) para que el hachero advirtiese a la plaza de los movimientos de tropas y fuegos artilleros del campo fronterizo. En este orden de cosas, el comandante de artillería de la plaza relacionó el intercambio de fuegos producidos desde baterías y lanchas de fuerza, durante todo el mes de agosto hasta el 14 de septiembre, en que solicitaron los marroquíes su suspensión. Por dicha relación sabemos la virulencia de dichos ataques artilleros, ya que desde la plaza se realizaron de día y de noche un total de 1742 tiros de mortero y obús, 3615 cañonazos, 78 de metralla y 56 morteradas de piedra; y que desde las lanchas se dieron 300 tiros de mortero, 622 de obús, 595 cañonazos y 288 de metralla. En cambio, desde el lado contrario se hicieron a la plaza 3423 tiros de mortero y 911 cañonazos, y a las lanchas 211 de mortero y 319 cañonazos. El total de desgracias personales fue de nueve muertos y treinta y tres heridos.
A los planes de construir un muelle en San Amaro por parte de Pablo Menacho, se sumó a mediados de febrero de 1792 el de Miguel Juárez, con el diseño ideal de un puerto situado en la misma ensenada, y que serviría no sólo para el abrigo de las embarcaciones mercantes y desembarco de sus efectos, sino también para buques de guerra, incluso javeques (Fig. 141). Para ello, trazó en dicho proyecto los muelles que conformaban el puerto, el muelle común para el desembarco, el varadero, la rampa de acceso desde el rastrillo al cuerpo de guardia, el emplazamiento para carenar los buques y los antiguos almacenes. Añadió una nota en la que indicaba que los sondeos llevados a cabo en la zona daban brazas de seis pies de Castilla cada una, que se debería desplazar un parapeto por toda la parte exterior de los muelles, dejando en él las correspondientes cañoneras para la defensa de la entrada del puerto, y en su interior hacer las escaleras necesarias para desembarcar y acceder cómodamente al andén, y añadió por último que se deberían construir los edificios anexos al mismo puerto.
Juárez había actuado el año próximo pasado en un proyecto de defensa del frente occidental de la plaza, y ahora en este año por real orden de 28 de febrero se comunicó al gobernador de Ceuta, José de Urrutia y de las Casas, que diese su parecer, junto al del ingeniero Carlos Masdeu, sobre dicho plan. Ambos convinieron en que si los enemigos fronterizos eran auxiliados por otra nación más civilizada, (entiéndase Gran Bretaña), con 10.000 hombres y buenos directores, las actuales fortificaciones de Ceuta harían una gloriosa y larga defensa, pero al final no podrían resistir a los sitiadores por poder éstos colocar mayor número de artillería con las ventajas de dominación y enfilado, destruyendo todo el Camino Cubierto y parapetos, haciendo cesar los fuegos locales, y dándoles ocasión de hacer un ataque violento o brusco para liberarse de las contraminas y fogatas. Si bien tendrían con ello numerosísimas pérdidas, se apoderarían de las primeras obras exteriores, cortando la comunicación a las cuatro lenguas de sierpe cubiertas, llamadas galeras, donde estaban las principales bocaminas, y estando éstas inutilizadas se aproximarían cada vez más sin riesgo para sus baterías, con lo que se rendirían prontamente. Sólo les quedaría por vencer la Muralla Real, muy alta y robusta y con un foso de siete pies de agua, pero el enemigo se podría colocar en la contraescarpa, debajo de sus fuegos, ya que éstos tenían gran elevación y el foso era muy estrecho, con lo que casi sin espaldón se podría poner a cubierto del reducido flanco que tenía y batir en brecha a quince varas de distancia, mientras desde otros muchos puntos procuraría el enemigo evitar la defensa arrojadiza. Por no contar la Muralla Real con capacidad para hacer buenas cortaduras para la defensa de la brecha, como por disponer de baluartes estrechos y reducidos, convendría tener practicados de antemano algunos hornillos para volar durante la retirada aquellos sitios donde pudiese el enemigo establecer baterías contra el nuevo proyecto de la Almina, obligándole así a que las situase a un nivel inferior de los fuegos ceutíes.
Juzgaban también el gobernador y el ingeniero que era muy conveniente la demolición, hasta el nivel del terreno, de la muralla antigua que cerraba la plaza con la Almina, por su inutilidad y por su perjuicio en el caso de que el sitiador se hubiese apoderado de la Muralla Real, pues aunque se lograse volarla siempre quedarían ruinas que estorbarían el uso de la artillería y le pondría a cubierto para fijar sus baterías, además de que los restos que cayesen al foso le permitiría la subida a la brecha que pretendiese hacer.
En el caso de que los sitiadores hubiesen accedido, mediante desembarco, a la espalda del nuevo proyecto, de poco servirían las defensas de dos antiguos, débiles y muy reducidos baluartes sin flancos y una simple muralla. Merecía, por tanto, aumentar la defensa de norte a sur de la zona, empezando desde ahora con cerrar el nuevo proyecto por la espalda por medio de una pared totalmente atronerada de doce pies de alto y dos de grosor, poniendo en los rastrillos de comunicación sus tambores, con cuya corta obra se aumentaría la dificultad de una sorpresa. Arrasada la referida y demolida la parte que sobresalía del antiguo torreón, ya que estorbaba para que el foso fuese más ancho y pudiese correr el andén, se debería establecer al nivel de éste un orden de contraminas que defendiese de la aproximación del enemigo, que se vería obligado a hacerlo a la zapa. Habría de construirse en este frente un camino cubierto simple profundizado en el terreno para que no quitase los fuegos del tenallón, con un pequeño atrincheramiento en la cabeza de cada puente a fin de detener al sitiador y poder levantar o abatir los levadizos en caso de retirada. En los dos últimos pies derechos de los puentes se colocarían hasta el andén dos escaleras y una rampa sobre arcos para la comunicación del tráfico y la retirada, con la oportunidad de usar también minas.
La experiencia de Masdeu acreditaba que las ruinas y desperdicios de la carga inflamada de una batería alta impedía, en su mayor parte, el uso de otra que estuviese más baja y pegada, y el que se hacía era con mucha incomodidad y riesgo. Así sucedería en la del tenallón respecto del hornaveque en el proyecto, pues el ancho de sus caras no era más que de trece varas, y en la cortina de veintidós; por lo que se retiraba el baluarte de la derecha del hornaveque seis varas y se avanzaba igual distancia la cara izquierda del tenallón por permitirlo la mayor anchura del foso, incluso haciendo más cómodo el andén. En este mayor espacio se construiría un fosete de igual profundidad, comunicado por puente levadizo, que recibiría las ruinas del hornaveque y daría a éste mayor defensa. Toda la cara que miraba al norte del Baluarte de San Sebastián se debería hacer nueva por hallarse esta muralla con el grosor preciso para su altura, y debiéndose levantar veinticuatro pies para que formase el baluarte del hornaveque, antes de llegar a su altura remataría en una línea con su talud, finalizaría al menos en siete pies, por lo que sería preciso construirla de nuevo, en cuyo caso la avanzarían los ingenieros unas cinco varas para poder colocar francamente cuatro cañones que flanqueasen la parte exterior del lado derecho de la plaza, resultando más capaz el baluarte con un espacioso flanco para defender todo el frente del norte de la Almina y ahorrando cualquier otra obra por este costado (Fig. 142).
Una máxima de capital importancia para cualquier plaza fortificada, según el ingeniero, era que se construyesen cuantas bóvedas a prueba se necesitasen para repuestos, almacenes, hospitales y abrigos de tropa, pero esta importante regla no debería aplicarse en plazas como Ceuta que tenían proporción para ponerse fuera del alcance enemigo, ya que en ésta se poseían 5310 varas, a las que se deberían aumentar otras 700 que distaban de las primeras obras las baterías que en diferentes ocasiones habían colocado los marroquíes, y habiendo visto por repetidas experiencias que las bombas contrarias nunca habían alcanzado más de 2000 varas, quedaban 4000, y aún en el caso de que su ataque, por las pérdidas, se adelantase 1000 varas, siempre estarían libres 3000 con 1300 de ancho en donde se debería colocar el pueblo, Hospital General, almacenes, parques y tropa que estuviese de descanso, para liberarlos del indispensable riesgo que tendrían en las bóvedas a prueba por el preciso tráfico de unas a otras y de sus surtidas. Por estas razones y no teniendo necesidad de tantas bóvedas como las propuestas, se debería economizar las del tenallón, quedando más robusto para su defensa. El espigón de la izquierda, llamado de la Ribera, era el punto más débil de la plaza y se proponía en el proyecto que defendiese el paso enemigo por la banda sur. Lo lógico era pensar que con este programa poliorcético el enemigo pasaría infinitas incomodidades y pérdidas en la rendición de las obras exteriores y Muralla Real,
“...y assimismo que les causará no poco horror el conozer que todo lo sufrido no es más que una corta señal de lo que se le espera para pretender su muy dudoso fin propuesto, en vista de un doble frente de fortificación intacto, cerca de 100 varas más ancho que el terreno de ataque, dominante a todo éste, con más de 60 bocas de fuego, sin contar las flanqueantes, un Foso muy regular de agua, con su Camino Cubierto y minado todo su frente”.
Por otro lado, Masdeu insistía, como el resto de los ingenieros de la plaza, que San Amaro constituía el paraje más a propósito para ejecutar un muelle conveniente para las urgencias de la guerra.
La reordenación del territorio propuesta por la monarquía española, como condición imprescindible para adaptarse a los principios modernos del arte de la guerra, se fue cumpliendo a marchas forzadas en la plaza de Ceuta. Buen ejemplo de dicho proceso fue el cuartel que se proyectó construir sobre el terreno de la cantera en el camino del Monte Hacho, o más abajo de ésta, capaz de alojar a 4000 presidiarios o 3000 soldados (Fig. 143), formando las cocinas en la parte de afuera, y delimitando su entrada, el cuerpo de guardia y el del oficial, la escaleras de comunicación, los calabozos, el corredor, el patio, las cuadras y los lugares comunes.
Otro destacadísimo ingeniero que intervino en Ceuta en esta última década del siglo fue el tarifeño Francisco de Orta y Arcos. En su currículum figuraba el haber servido como cadete en el Regimiento de Infantería de Castilla desde el 1 de agosto de 1759, su promoción a Subteniente e Ingeniero Delineador desde el 12 de enero de 1762, a Teniente e Ingeniero Extraordinario desde el 19 de marzo de 1763, a Capitán e Ingeniero Ordinario desde el 27 de julio de 1775, con el grado y sueldo de Teniente Coronel de Infantería desde el 1 de marzo de 1782. Acreditaba hasta esta fecha un total de veinticuatro años de servicio, habiendo sido destinado y comisionado a varios Ejércitos y plazas de Europa, África y América, donde permaneció seis años. Sirvió en el ejército de Gibraltar desde el principio del conflicto anglohispano y en el ejército de Mahón, donde fue promovido a grado y sueldo de Teniente Coronel de Infantería. Acabada la campaña de Mahón volvió al sitio de Gibraltar como Edecán del General en Jefe el Duque de Crillón. Figuraba en la nómina de marzo de 1786 como Teniente Coronel e Ingeniero en 2ª, suplicando en dicho mes el cargo vacante de Tenencia de Rey de la plaza de Ceuta, por fallecimiento de Antonio María de Innoff. El Comandante General de Ceuta, Luís Francisco de Urbina, certificaba el 6 de diciembre de 1791 que el Coronel Orta había defendido dicha plaza del sitio impuesto por Muley Yazid, ocupaba el cargo de vocal de la Junta local de Guerra, había participado en salidas para destruir baterías enemigas y había arreglado hornos, campamentos y cuarteles. A mediados de mayo de 1792 había levantado plano del terreno de la Almina para construir el Hospital Real Militar, así como su proyecto.
A comienzos de mayo del año siguiente fue, como Ingeniero en Jefe, el encargado de las reales obras de fortificación de Ceuta y con la ayuda del gobernador local, José de Urrutia, alejó a los marroquíes de las fortificaciones exteriores, logrando destruirles la Batería de Terrones. Proyectó en agosto los tres cuerpos del Cuartel de Nueva Planta, capaces de albergar a 2000 hombres, de obra sencilla con bóvedas de yeso y tabiques con sus senos aligerados, con el fin de evitar mayores gastos en la robustez de muros y en las maderas, que siempre estaban sujetas a continua corrupción (Fig. 144). El coste de esta obra totalmente acabada ascendía a 122.138 escudos de vellón y, en el caso de que se construyese dentro del cuartel una cisterna, se sumarían 12.097 escudos más. Por otro lado, a finales de septiembre trazó el plano y los perfiles del frente de fortificación sur, entre los Baluartes de San José y San Carlos hasta Fuente Caballos y parte de los escarpados ejecutados anteriormente hasta el Paraje del Espino (Fig. 145). En ellos detallaba que las 300 varas de dicho frente hasta Fuente Caballos ocupaban 21.000 varas cúbicas, de las que 9000 eran de tierra y pizarra floja y las 12.000 restantes de pizarra rasa y piedra fuerte. Durante cuarenta días se desmontó todo a fuerza de barrenos y se emplearon 500 desterrados para la obra y el transporte de los escombros hasta el mar. Se gastaron cuarenta y dos quintales de pólvora sacados de los reales almacenes, como era costumbre para los demás escarpes, desmontes y voladuras; 868 escudos en dos fraguas para apuntar barrenos, calzar picos y demás útiles, 966 por los jornales de albañiles que trabajaron en el recalzo y revestimiento general, 1262 por la gratificación de cuatro cuartos a 50 picadores que perfeccionaron los taludes y 400 cahíces de cal tomados de los acopios de la dotación anual para que las inclemencias del tiempo no debilitasen la pizarra y llenar varios huecos y brechas. El coste total sería de casi 3096 escudos de vellón, sin incluir el género de hierros a propósito para barrenas y cucharas que se usaba para la prosecución de los escarpes y que se había incluido en el pedido anterior.
Dos años más tarde, Orta hizo una relación de los escarpados que se habían realizado en Ceuta hasta este momento, de los que se hacían ahora y de los que faltaban que hacer hasta su conclusión, con la pretensión de que el perímetro defensivo de la plaza quedase atendido como correspondía. Este programa se conformaba con lo que estimó conveniente José de Urrutia, Capitán General del Ejército de Campaña y Principado de Cataluña, en su etapa como gobernador de esta plaza. Por la parte sur, con una longitud de 300 varas desde el Baluarte de San José al de San Carlos, en el que comenzaba la elevación del terreno y el escarpe, hasta Fuente Caballos, existía anteriormente un terreno cordillera o montecillo de pizarra al que el mar batía su pie y se elevaba hasta muy cerca del cordón y parapeto por donde se bajaba con facilidad, resultando por su fácil acceso un lugar a propósito para las deserciones. Atendiendo a estos motivos y para remediarlos en parte se había abierto y tallado en la misma pizarra un fosillo de cuatro varas de ancho por uno y medio de profundidad, que separaba el parapeto del montecillo, y en la actualidad no existía más que una llanura con declive al mar, formando en el parapeto antiguo con el escarpe y talud que se dio a la pizarra una muralla robusta revestida en sus cortinas, caras y flancos, ya que no siendo la piedra de igual dureza, convenía fortificarla así y para que las aguas y la humedad la afectasen.
En la cortina situada entre los Baluartes de San José y San Carlos, donde la pizarra se desplazó debido a los materiales que resultaron del corte y por los silos que se descubrieron, fue preciso levantar un lienzo de muralla de treinta y cinco varas desde su base hasta la coronación del parapeto. Este escarpe quedó totalmente acabado en poco tiempo gracias a la intervención del Conde de Santa Clara, gobernador que tomó posesión a finales de abril de 1793, y se mantuvo en el cargo tan sólo hasta mediados de julio del año siguiente. Después de concluida dicha muralla, el nuevo Comandante General José Vasallo, sabedor del estado que presentaba años atrás aquel terreno y de la necesidad que había de desmontarlo, se manifestó complacido de su culminación, rindiendo cuenta a la superioridad para su debido conocimiento con sus planos y perfiles.
Desde el rastrillo de Fuente Caballos y Torreón de San Jerónimo hasta el Espino se hallaba también concluido e inaccesible el escarpe, en total 270 varas, habiéndose formado tres paredones de robustas mamposterías en otros parajes que presentaban deterioros por las aguas, cerrando y macizando también algunos silos, y en el mismo Espino, cuyo parapeto tenía caídas 68 varas desde antes del último sitio y arruinado su cuerpo de guardia, se levantó otro lienzo de muralla para que uniese y sujetase el terreno que por dos veces había rodado y destruido sus parapetos, abriéndose dos cañoneras para una mejor defensa de las playas. Desde el Espino, pasando por los Garitones del Pintor, Carrizal y Molino, hasta el rastrillo nuevo, en total unas 1280 varas, se llegaba al terreno conocido como la Rocha, de una altura comprendida entre las 150 y 170 varas y de rápida pendiente y donde sólo se cortaron los senderos existentes para evitar su bajada y que pastasen allí las cabras. Desde aquí hasta el camino que bajaba al Fuerte del Sarchal, unas 170 varas de recorrido, se hallaba acabado un escarpado de quince a veinticinco varas de altura por donde era imposible subir, cortado casi verticalmente por tratarse de piedra dura, y donde se continuaba trabajando para dejar escarpada en su totalidad toda la ensenada. El proyecto de estas obras, con su plano, perfiles, cálculo y demás reflexiones, fue enviado por Orta a la Real Junta de Fortificación, para que a su vez el rey Carlos IV resolviese lo más conveniente (Fig. 146).
En dicho plano situó unos parapetos sencillos que harían para evitar todo precipicio y hacer fuego en caso necesario, un parapeto de cuatro varas y media de espesor que debería coronar los escarpes para la mayor defensa y total seguridad de la ensenada, un escarpado proyectado de cuarenta pies de alto y diez de talud, una batería para dos cañones que flanquease la costa opuesta y el pie de la Rocha hasta la Batería del Molino, el camino que llevaba a los fuertes de la costa sur y daba la vuelta a todo el Hacho, el terreno que se había comprado para construir el Cuartel de Nueva Planta, el Garitón del Sarchal, Playa Hermosa, la llanura y tierras resultantes de los escarpes ejecutados, restos de parapetos antiguos, el Garitón de Mulatarráez al que convenía llevar el escarpado más o menos alto para cerrar enteramente la cala y porque desde dicho garitón hasta la Torrecilla del Desnarigado, siguiendo la orilla del mar, se encontraban bastante igualados los escarpes, precisando sólo que se les perfeccionase con algunos barrenos, a excepción de la Cañada de Fuente Cubierta que requería su cierre con un pequeño murallón.
Para hacer este proyecto en un año, entendía Orta que eran necesarios 500 desterrados, de los que 300 recibirían medio real de gratificación por el manejo de 100 barrenos en iguales términos que la gozaban los destinados a obras, cuyo importe ascendería aproximadamente a 40.000 reales. Se establecerían tres fraguas fijas al pie de la obra para acerar los barrenos y útiles y asignando dos reales a los maestros, uno a los oficiales y medio a los aserradores, importarían 4000 reales. El carbón para mantener estas fraguas en funcionamiento todo el año costaría 30.000 reales, y 20.000 el hierro y acero necesarios. El gasto de materiales para los parapetos sería de 12.000, el rastrillo y un puente levadizo unos 2000, y 10.000 para algunos gastos imprevistos, picos a propósito para el arreglo de taludes, cuñas y palancas para sacar piedras. De modo que la suma total sería de 118.000 reales de vellón, y el Ingeniero en Jefe hizo especial hincapié en que habiendo caudales sólo faltaría que el rey aprobase el proyecto y que se le facilitasen el mayor número posible de trabajadores, puesto que la primera ventaja del proyecto consistía en que quedaría inaccesible y defendida por sí misma una ensenada de gran consideración poliorcética; la segunda ventaja estribaba en el aprovechamiento de toda la piedra que resultase de los desmontes, ya que se podría emplear en la fábrica del Cuartel de Nueva Planta que se debería levantar en su inmediación, excusando sacarla de otras canteras donde era preciso emplear a muchos desterrados, y en tercer lugar porque la nueva defensa que proponía para el fuerte era poco costosa en útiles, pólvora y gratificaciones.
Desde el Garitón de Mulatarráez pasando por las Baterías del Quemadero y Palmera hasta la Cala del Desnarigado, se atravesaban 1600 varas de escarpados naturales con recias y robustas rocas, a las que sólo se debería ayudar un poco con los barrenos necesarios para que quedasen bien alineadas, debiendo añadirse un pequeño murallón en la Calilla de Fuente Cubierta por donde bajaba un arroyo y ejecutar los correspondientes parapetos para su seguridad y defensa. La ensenada o Cala del Desnarigado se encontraba cerrada con un murallón, un torreón y una cortina que se unía con el fuerte del mismo nombre, en un total de 180 varas, pero este frente corrido estaba en mal estado, por lo que se reedificó en todas sus partes últimamente. Desde dicho fuerte hasta cerca de Santa Catalina, pasando por Punta Almina y las cuevas, toda la costa era inaccesible en 2200 varas, debiéndose aplicar solamente algunos barrenos para cortar los senderos que permitían la bajada para ir a pescar. El tramo de 2500 varas que iba desde el Fuerte de Santa Catalina, Sauciño, Pineo Gordo, Torremocha y San Amaro, hasta el Rastrillo de las Balsas donde concluían los escarpados, fue analizado y estudiado por Orta en otro proyecto que pensaba remitir en breve a sus superiores para su aprobación y posterior fabricación.
A mediados del mes de julio, Orta levantó el plano y perfil de la Maestranza de Fortificación con expresión de edificios que la rodeaban, como la Ermita del Valle con su callejón y la Calle Real, además de puestos militares como la Plaza de Armas, la Cortadura del Valle y la surtida del Pozo del Rayo. Según Orta, el terreno que ocupaba la maestranza antes de la guerra con Muley Yazid era un gran corralón cercado de tapias que había visto siempre sembrado de cebada, donde sólo existía el gran almacén de harinas y, habiéndose abandonado la Maestranza Antigua que ahora ocupaban los magataces, a causa del fuego de los enemigos durante el último sitio, se fue cerrando el recinto, abriendo cimientos y levantando paredes y pilares de mampostería, llegando a cerrarlo por completo. La torre árabe almenada situada frente a la Ermita del Valle fue aprovechada para configurar uno de los vértices de la nueva construcción (Fig. 147), y las diferentes dependencias se fueron distribuyendo a lo largo de cada uno de sus tres amplios lados, como el almacén con efectos artilleros, el horno de municiones con su oficina, el patio para leña que se había construido durante el sitio último, sus almacenes que estaban ahora ocupados por la tropa del Regimiento de Córdoba, un gran almacén para depósito de harinas y pan cocido para la tropa, así como estancias para oficinas. Colindante con el horno anterior estaba el cuarto del guardia del Valle, y a pocos metros se encontraban la oficina y cuarto del sobrestante interventor, la cerrajería, las fraguas y tinglados de los herreros, el cuarto del maestro mayor y el tinglado para carbón de brezo que se había cerrado últimamente. A mayor distancia se hallaban la Huerta de la Maestranza, el cuerpo de guardia, el cuarto del herrero, unos tinglados que habían estado antes cerrados y que ahora servían de almacenes de herramientas, suelas, tablas y clavazones, cinco talleres de esparteros, toneleros, cerrajeros y carreteros, y cuatro tinglados de madera que habían servido para los carpinteros desde el principio, pero que deberían demolerse tan pronto como pasasen a sus respectivos talleres.
Orta afirmó que esta obra nunca tuvo calculados sus gastos, puesto que con el auxilio de las maderas que se trajeron para la guerra se cubrió toda ella, se construyó poco a poco con la dotación ordinaria sin necesidad de pedir más operarios, aunque desde el principio faltaran por colocar tanto puertas como ventanas. Por otro lado, el Ingeniero en Jefe debió prever en este proyecto que la pared que caía y formaba la Calle Real necesitaba el doble de su altura normal a causa de la pendiente del terreno y que su cimentación debería también alcanzar una mayor profundidad.
A comienzos de agosto, trazó Orta el plano y perfil del Cuartel Nuevo que se había construido inmediato a las Balsas, representando su entrada principal, sus once bóvedas, el cuerpo de guardia para la tropa, la cárcel para presidiarios, el corredor, las escaleras, el patio con pozo, las cocinas, las zonas comunes, la capilla, el cuarto del oficial y las oficinas (Fig. 148).
Aún a finales del siglo XVIII los ingenieros seguían soportando problemas profesionales relativos al cursus honorum. Tal fue el caso de Francisco de Orta, que a primeros de julio de 1796 remitió un escrito al Ministro de la Guerra, Miguel José de Azanza, en el que le manifestaba el atraso que sufría en sus nóminas con relación a otros ingenieros que habían servido a sus órdenes durante y después de los sitios impuestos a la plaza de Ceuta, a la que llegó ya de Coronel, como eran el Teniente Coronel Carlos Masdeu, el Capitán Pedro Giraldo de Chaves, el Teniente Pedro Lobo y Arjona y el Alférez Pedro Ailmer; Ingeniero Voluntario este último al que Orta había incluso examinado para su ingreso en el Cuerpo. A todos ellos se les dieron graduaciones, gobiernos, sueldos y empleos vivos, sin que él hubiese podido alcanzar el grado de brigadier, y sin esperanzas de poder cobrar la pensión de 4000 reales con que se le honró.
A pesar de todos estos inconvenientes, hemos registrado que Orta continuó trabajando en 1797 en las fortificaciones de Ceuta en un último proyecto local que reflejaba el estado de las defensas (Fig. 149) situadas en el Frente Exterior, así como los cambios tácticos experimentados en el Arroyo de las Colmenas. Del primer bloque o frente poliorcético destacó las Galeras de San Luís, de la Reina, del Galápago y de San Antonio; el glacis, las Surtidas de San Luís, del centro y de San Felipe; el Puesto y Fuerte de San Jorge, la Plaza de Armas de la izquierda, las plataformas nueva y vieja, la Plaza de Armas de San Felipe, el Fuerte de San Antonio con su tambor, el Espigón de África, la Contraguardia de Santiago con su caballero, la Plaza de la Contraguardia; las Lunetas de San Felipe, de San Luís y de la Reina con sus puertas, la Contraguardia de San Francisco Javier; los Rebellines de San Ignacio y de San Pablo, llamado del Ángulo; el tenallón; los Semibaluartes de Santa Ana y de San Pedro con sus correspondientes almacenes de artillería, el Frente de la Valenciana, la 2ª Puerta, el Espigón Viejo, el Espigón del Albacar, el Albacar, el Puesto de la 1ª Puerta, la Muralla Real, el Espigón del Sur y la Coraza.
En relación con el Arroyo de las Colmenas, Orta decía que aunque no tenía agua permanente en verano, eran muchas las que recogía en invierno, que varios barrancos de dicho arroyo se llegaron a terraplenar, levantando su aliviadero hasta dejarlo al descubierto de la plaza y del tiro de fusil desde la Galera de San Luís, con el fin de que sus arroyuelos no descompusiesen estas obras tan importantes. También mandaba ahora terraplenar una laguna antigua, nacida del aporte de dicho arroyo, y de la que bebían aún los ganados. Existía, además, un cañón que daba comunicación subterránea al arroyo desde el Fuerte de San Antonio, pasando por su galera hasta llegar al mar, pero las últimas arroyadas del invierno pasado lo habían hundido, llevándose el enfrasque y gruesas piedras que lo conformaban. Por esto, propuso que se levantase una pared de catorce varas de largo, cinco de alto y dos de grosor en la abertura causada, para que terraplenase el seno y se mantuviese el aliviadero como estaba antes, evitando desperfectos en la obra y posibilitando el paso de las tropas locales por aquel paraje.
Si bien en estos años de final de siglo no se produjo ningún enfrentamiento directo y abierto con barcos ingleses en aguas ceutíes, sí hemos de hacer mención a alguna escaramuza ocasional de tanteo, como la producida en 1796 en la Cala del Desnarigado donde fueron rechazados gracias a la actuación del gobernador José Vasallo. En su correspondencia con el secretario del Despacho de Estado manifestaba a finales de diciembre de 1798 que la plaza de Ceuta contaba con suficiente guarnición para su defensa en el caso de que los ingleses se aventurasen a atacarla, con 4450 hombres entre sus distintos regimientos, 200 artilleros, 262 soldados de la Compañía de Caballería y dos compañías de desterrados armados de dotación. No solicitaba artillería, tan sólo 1000 quintales de pólvora.
El brigadier Juan Bautista de Castro ocupó el gobierno de la plaza de Ceuta desde el 8 de septiembre de 1798 hasta el 15 de abril de 1801, y contó con la ayuda de los ingenieros Ciríaco Galluzo y Páez, Francisco de Fersén, José Veguer y Juan Bautista de Jáuregui. El primero nació en Orán en 1744, fue cadete del Regimiento Real de Artillería desde 1758 hasta 1765, actuando como Ingeniero Delineante en 1767 en la plaza de Figueras, alcanzando el cargo de Subteniente de Ingenieros dos años más tarde y en 1796 fue Coronel e Ingeniero 2ª, dirigiendo las obras de defensa de la plaza de Rosas. Fersén, en abril de 1796, ocupó el cargo de Ingeniero en Jefe de Cataluña e Inspector General de Fortificaciones, realizando trabajos en Ceuta desde 1799 hasta 1801. En 1792 fue nombrado Veguer ayudante de ingenieros, trabajando en Ceuta a finales de 1799, mientras que de Jáuregui sabemos que actuó en esta plaza desde 1799 hasta 1802.
Estos dos últimos ingenieros trazaron un plano a finales de noviembre de 1799 (Fig. 150), con la explicación del frente fortificado, las contraminas de la Plaza de Armas y sus comunicaciones de la Bocamina del Semibaluarte de Santa Ana, la del Foso entre San Ignacio y San Pablo, la de San Francisco Javier, la de dentro del Fuerte de San Jorge, la galería de comunicación con las Contraminas del Campo Exterior, la Bocamina de las del Campo en el Foso de San Luís, la del Foso de la Reina, la del Foso de San Felipe y la del Foso de Santiago. También detallaron las contraminas de la derecha, con las plazas de armas abiertas y revestidas antes de 1797, así como las que deberían revestirse según el tanteo de obras propuestas para dicho año. En las contraminas de la izquierda situaron la plaza de armas abierta antes de 1797 y que estaba al presente revestida según proposición de este último año, así como los hornillos que estaban sin revestir y los que lo estaban de mampostería.
En otro plano de la misma fecha, firmado por Galluzo, Jáuregui y Fersén, se representaron las obras nuevas ejecutadas en las Contraminas de la plaza (Fig. 151), como las del Fuerte de San Antonio, cuya cruceta se había abierto nuevamente haciéndola de mampostería porque se encontraba arruinada y abierta en tan sólo cuatro varas. Diversos martillos de crucetas, ramales con sus fogatas correspondientes y hornillos se abrieron de nuevo y estaban apuntalados; otras crucetas se estaban abriendo, pero por ser el terreno de roca dura sólo se había conseguido ejecutar hasta 101 pies. Hasta llegar a la Galera de la Reina se había conseguido abrir y dejar corrientes y apuntaladas unas cuantas crucetas y fogatas de mampostería. En la cabeza de la Galera de San Luís se repararon de mampostería cinco crucetas simples, un hornillo, una doble cruceta y los costados de tres ramales, se hizo una cruceta de rosca de ladrillo y otras tres se apuntalaron, abriéndose además tres fogatas nuevas. En las Contraminas de San Jorge se repararon algunos ramales con mampostería. La mayoría de las crucetas situadas debajo de la Galera del Galápago y otras, entre la plaza de armas de San Felipe y el Fuerte de San Antonio, no se pudieron descubrir por su inmediación a unos conductos de agua de la fuente cercana, puesto que si se abriesen se llegaría a inutilizar por completo un recurso hídrico tan valioso. Por último, representaron en color amarillo las contraminas, ramales y crucetas proyectadas, en carmín las galeras y ramales ejecutados de mampostería y rosca de ladrillo, en marrón los ramales y fogatas apuntaladas, en capa de tinta clara las que estaban de terreno natural y en tinta oscura las crucetas, martillos y ramales cegados que se deberían abrir por ser fuegos necesarios para volar el terreno de parte del Camino Cubierto, ya que se encontraba sin ellos y habían sido inutilizados por el Teniente General Luís Huet cuando estuvo de Comandante de Ingenieros en esta plaza.
Los ingenieros Fersén y Veguer confeccionaron otros dos planos con sus perfiles correspondientes que completaban el proyecto anterior. En uno de ellos, trazaron una de las tres plazas de armas (Fig. 152) que deberían revestirse en las Contraminas de San Antonio, y que fueron aprobadas por el rey el 7 de marzo de 1797, indicando al mismo tiempo que las tres seguirían dicho trazo sin más diferencia que alguna pequeña desigualdad del terreno. El otro plano representaba la plaza de armas que se había revestido en las Contraminas de San Jorge (Fig. 153) en este año y que habían sido aprobadas por el rey en la fecha ya citada. Para la disposición de las minas y contraminas de Ceuta los ingenieros locales tomaron buena nota de las máximas que sobre dicho sistema de defensa activa o móvil elaboraron años atrás Raimundo Sanz y Guillaume le Blond. Para éstos el uso de las contraminas, como minas de defensa, era muy distinto al de las minas de ataque, pues éstas sólo tenían por objeto abrir brechas para hacer y deshacer entradas accesibles y destruir las obras hasta tomar la plaza. Las contraminas estaban encargadas de su defensa, disponiendo fogatas y hornillos de modo que embarazasen al enemigo el adelantar sus minas de ataque y trincheras, haciéndole volar todas sus baterías, de forma que les fuese muy difícil el adueñarse de nuevo de sus cañones. Su razón de ser estribaba, pues, en facilitar los medios necesarios para encontrar al Minador enemigo e impedir la continuación de su obra.
En cuanto a los materiales empleados y su disposición, para ambos autores las galerías abovedadas de ladrillo eran más permanentes, pero no tan fáciles de defender como las apuntaladas de madera, que se podían volver a deshacer y abrir ramales con facilidad; pero en el caso de que se quisiera dejar como permanentes, sería necesario que su bóveda o plano superior fuese achaflanado, y no en centro como se acostumbraba a fabricar, porque de este modo circularía mejor el aire. Aunque se construyesen las galerías comunicantes y principales de rosca de ladrillo, los ramales que salían de ellas deberían ser de tierra y apuntalados de madera porque indeterminadamente habrían de servir para dirigirlos hacia los trabajos de los sitiadores, según los parajes en donde formasen sus reductos, baterías o ataques. Se abrirían respiraderos de dos a tres pulgadas de diámetro, teniendo en cuenta que el más superficial tendría encima de ocho a diez pies de tierra en el primer plano, pudiendo ir otro en el segundo plano, con la precaución de construirlos apartados de la perpendicular de los hornillos para que no exhalasen por ellos parte de su fuerza, y así se lograría la ventilación y exhalación de los vapores en el nuevo terreno removido. Resultaría todo ello muy útil para la salud de los minadores y para enjugar la humedad de los hornillos, en los que se conservaría la pólvora sin percibirla en mucho tiempo y la circulación proporcionaría la renovación del aire, para proseguir con más comodidad el trabajo en el resto de la galería y ramales. En consecuencia, si se dotaba de suficiente humedad a la pólvora de los hornillos, se deberían elegir preferentemente las minas y contraminas más profundas a las superficiales por la seguridad y efectos producidos.
Los ramales de seis a ocho pies de profundidad que saliesen desde el Camino Cubierto hacia la campaña eran muy provechosos en tiempo de sitio, porque haciendo saltar los hornillos de doce o veinte libras de pólvora sobre las trincheras y baterías del enemigo, le imponían mucho temor en la conducción de sus trabajos, ocasionándole pérdida de tiempo y gente, antes que pudiese acercarse al Camino Cubierto. La galería principal de donde se sacaban estos ramales deberían hacerse siempre debajo del Camino Cubierto hacia su mitad, para defenderlo con mayor ventaja, lo que no se lograría tan fácilmente si se construyese debajo de la explanada. Las plazas contraminadas, como Ceuta, eran capaces de una mayor resistencia que las que no lo estaban, y contra este género de fortificaciones subterráneas poco podrían hacer las superiores fuerzas enemigas, ya que ...
“el objeto de la Fortificación es que pocas tropas encerradas en una plaza se hallen en estado de resistir a los ataques de mucho mayor número, y asi no se atiende al fin principal del arte quando se construyen fortalezas de tanta extensión, que se necesiten exércitos para su regular defensa. La ciencia de las Minas corresponde perfectamente al referido objeto, pues una plaza cuyo terreno inmediato sea favorable a las Contraminas, con Guarnición suficiente para cubrir los puestos y rechazar un golpe de mano, y 60 u 80 Minadores que sepan dirigir sus trabajos con acierto, podrá mantenerse largo tiempo contra los ataques del más pórfido enemigo”.
Las galerías principales de las contraminas eran las que se construían con la misma plaza, y a fin de que el sitiador no se hiciese dueño de ellas, se colocaban puertas gruesas atroneradas de tramo en tramo, en toda su longitud, para defenderlas paso a paso. Como también hemos visto en los últimos planos, se construían pequeñas plazas de armas cuadradas, de seis pies de lado, en los ángulos que formaban los retornos de las galerías, para que los minadores pudiesen atrincherarse, e impedir que el enemigo se apoderase de las contraminas, al tiempo que en medio de estas plazas se situaba normalmente un pozo que recogía las aguas que penetraban en las galerías.
Muchos de los proyectos iniciados en este siglo en la plaza de Ceuta tuvieron su continuación o culminación durante el XIX, y así podemos reseñar como colofón dieciochesco, entre otros, los del Muelle de la Bahía Norte de 1802, el Cuartel de Nueva Planta de 1803, la Maestranza y la Linterna de la Plataforma de San Juan de Dios de 1804, la Playa de la Sangre y el Espigón de Nuestra Señora de África de 1805, las defensas del Frente de Tierra de 1828; el Fuerte de San Amaro, el de Santa Catalina y el de Torremocha de 1855, el Cuartel del Reloj de 1857 y las torres neomedievales de la línea avanzada de 1862.
III.- Los centros de formación académica de los ingenieros militares
El punto de partida para la preparación matemática, tanto de los artilleros como de los ingenieros, fue la primera Academia creada en Madrid en 1582 por el rey Felipe II con el nombre de Academia de Matemáticas y Arquitectura Civil y Militar, al frente de la cual situó como primer director a Juan de Herrera. La dirección estuvo aneja al cargo de arquitecto real, y por ello la desempeñaron sucesivamente Francisco de Mora y Juan Gómez de Mora, contando al principio con los profesores Juan Bautista de Labaña, Pedro Ambrosio Ondériz, García de Céspedes, Georgio, Pedro Rodríguez Muñiz, Ginés de Rocamora, Juan Ángel, Julián Firrufino, Julio César Firrufino, Cristóbal de Rojas, Juan Díaz Cedillo, Luís Carducho y Juan de Córdoba; contando además con asistentes relevantes como Bernardino de Mendoza, Francisco Pacheco, Tiburcio Espanochi, Francisco Arias de Bobadilla, e incluso Lope de Vega (Simón Díaz, 1952). El principal objetivo de esta Academia fue el ir sustituyendo a los capitanes de cercos o ingenieros, en su mayoría italianos, que dominaron los reinados de Carlos I y Felipe II, por otros españoles, al tiempo que se impulsaba la geometría euclidiana para formar el pensamiento técnico y la ingeniería española del siglo XVI.
Ya con el rey Felipe IV, el Conde Duque de Olivares, siguiendo el modelo francés impuesto por Richelieu, elaboró en 1625 un plan de reformas educativas basándose en la necesidad de formar cuadros dirigentes, y para ello fundó los Reales Estudios del Colegio Imperial que la Compañía de Jesús tenía en la Corte, en sustitución de la Real Academia de Matemáticas de Madrid, aunque el fracaso de este plan le llevase a partir de 1632 a elaborar otro para crear Academias Militares donde los nobles fuesen instruidos en la política y en la vida militar. Entre los Estudios Mayores contaba dicho Colegio con una Cátedra de Matemáticas y otra “De re militari”, puesto que a pesar de que...
“el formar esquadrones, abrir trincheras y hacer Fortificaciones pertenecía más a los soldados que a los religiosos, pero dar la causa porque esta forma de escuadrón y este género de fortificación es más útil para defenderse o para conseguir victoria, esto está fundado en principios matemáticos de Geometría y Perspectiva, de los cuales se vale el Arte Militar. Y así como es lícito a los religiosos de prender y enseñar las Matemáticas, assí también lo es aplicar aquellos principios generales a la materia particular de la Milicia...”.
Esta Cátedra de Matemáticas contó, desde 1658, con la inestimable colaboración de fray Genaro María de Aflito, lector de Artes y Teología de la orden de Predicadores, que obtuvo la Cátedra de Matemáticas y Fortificación por haber fallecido Luís Carducho, por las buenas referencias que se tenía en la Corte de haber servido más de tres años en el Ejército de Cataluña como Capellán Mayor de los Tercios, acudiendo también a lo que se ofreciese en asuntos de fortificación, y las que tenía de él Juan de Austria de haberse hallado en la expugnación de Portolongon y en los sitios de Barcelona y Gerona. En una consulta realizada al Consejo de Guerra el 28 de noviembre de 1663, Aflito proponía diferentes medios para que dicha cátedra se pudiese impartir con decoro y aprovechamiento, dada la necesidad que había en España de ingenieros militares, y para lo cual sería primordial que se continuasen las dos sesiones diarias del modo como él las daba, y la conveniencia de contar con ocho estudiantes fijos con sus sueldos, dos cobrando cuatro escudos mensuales, dos cobrando seis, dos cobrando ocho y otros dos cobrando doce, que se deberían pagar puntualmente del dinero asignado a la artillería, como también el sueldo íntegro del catedrático, ya que siendo él eclesiástico se le podría dar una pensión equivalente a su sueldo y, excusando otros gastos que se realizaban con ingenieros extranjeros, se podría acudir al mantenimiento de la cátedra y ejercicio de la lectura, aplicando para ello, en el ínterin que se aseguraba lo necesario, 20.000 reales cada año de los gastos de artillería. Esta cantidad sería suficiente para desarrollar las clases y buscar un lugar en el Retiro o en la Casa de Campo donde se pudiesen experimentar las trazas de fortificaciones a base de demostraciones prácticas. Como consecuencia de todo lo anterior, pensaba Aflito que podrían salir formados cuatro ingenieros cada año, y se conseguiría la conveniencia de asegurar un asunto de tanta importancia para España. El Barón de Anchi estudió sus propuestas y contestó que la monarquía necesitaba cada día más ingenieros para sus plazas y ejércitos, debiendo echar mano de extranjeros por su falta, sobre todo de franceses, por lo que entendía que para formar ingenieros serían válidas las propuestas de Aflito, pagándose 50 escudos mensuales al catedrático y otros 60 repartidos entre los seis sujetos que cursaran estudios en la Academia.
Un real decreto de 14 de febrero de 1664 resolvió que la Cátedra de Matemáticas se leyese continuamente para que los ingenieros de la Corte se aplicasen en dicha materia, de manera que hubiese profesionales de provecho para los ejércitos, asignándoles los sueldos ya especificados y obligándoles a asistir a dicha Academia, pagándoles este servicio la artillería mediante la certificación del catedrático de haber acudido al estudio diario. En dicha fecha fueron nombrados, con una asignación de cuatro escudos, José Castellanos y Esteban de Burgos, con seis Carlos Estamelas y un alumno que no expresó su nombre, y con doce Antonio Martínez. De este modo se asentaron algunos estudiantes en la Academia y continuaron así hasta el 22 de noviembre de 1673, en que el rey resolvió que a los dos que gozaban doce reales se les diese hasta dieciocho, y a los que tenían ocho se les acrecentase hasta catorce, y fuesen a servir al ejército de Cataluña. Posteriormente, el rey Carlos II ordenó el 5 de julio de 1675 que se leyese continuamente la Cátedra de Matemáticas en la Corte para que los ingenieros se aplicasen en dicho ejercicio, de modo que fuesen aprovechados por los ejércitos y se criasen vasallos españoles de quienes poder echar mano con toda confianza, señalando 60 escudos mensuales para repartirlos entre ocho estudiantes que asistiesen a oír las clases, y de este modo continuaba su actividad sacando cuatro de los que se hallaban ya preparados en dicha facultad para el ejército de Cataluña, donde en ese momento estaban sirviendo con diferentes sueldos. Por otro lado, la preparación de los ingenieros cobró un nuevo auge en ese mismo año, al dirigir Sebastián Fernández de Medrano la Academia Real y Militar del ejército de Países Bajos con sede en Bruselas; formándose en ella la mayoría de los ingenieros militares combatientes en la posterior Guerra de Sucesión española y que se llegó a extinguir en 1705.
El Capitán General de la Artillería de España notificó al Consejo de Guerra, a mediados de febrero de 1683, que había quedado vacante la Cátedra de Matemáticas Militares de Palacio por fallecimiento de su lector Juan Ascencio, saliendo como pretendientes el Teniente de Maestro de Campo General Julio Bamfi y fray Ignacio Muñoz, religioso dominico, Maestro de Teología y Catedrático propietario de Matemáticas en la Universidad de Nueva España. El Capitán General se inclinaba por el primero, dado el provecho que daría a los estudiantes y porque así podría tenerle a mano para lo que se pudiese ofrecer fuera de la Corte. Su sueldo sería de 50 escudos a cargo de la artillería, como los cobraban Julio César Firrufino, Jerónimo de Soto y fray Genaro de Aflito, y otros 100 escudos a cargo de la Presidencia de Hacienda. Sin embargo, el Consejo de Guerra nombró a primeros de abril a Bamfi como Catedrático de Matemáticas, con un sueldo de veinticinco escudos, que era su pie de artillería, y otros 75 que le correspondían como Teniente de Maestro de Campo General los pagaría Hacienda. El Capitán General de Artillería argumentó que con dicho sueldo Bamfi no podría mantenerse en la Corte, y citaba también que Julio César Firrufino, Aflito y De Soto cobraron 50 escudos, y que sólo Juan de la Rocha y Juan Ascencio, los dos últimos de la Academia, gozaron veinticinco escudos. Ante esta situación, el propio Bamfi remitió al Consejo dos meses más tarde un memorial donde suplicaba la reserva del pago de media anata, unos 3000 reales, por el empleo de leer las matemáticas militares en la Corte, con 50 escudos de sueldo al mes, y daba como razones que se hallaba muy pobre y achacoso, el que en todas partes los catedráticos de igual facultad estaban exentos de contribuciones, como Firrufino, Aflito, De la Rocha y Del Pozo, haciéndose extensivo a los estudiantes de dichas matemáticas, y que lo lógico era que la exención incumbiese más al catedrático que las enseñaba.
Juan de la Carrera y Acuña, Capitán General de la Artillería, informó a mediados de diciembre de 1689 que Bamfi pretendía el cobro íntegro que se le concedió como Maestro de Campo y por la ocupación que ejercía en la Corte como Catedrático de Matemáticas y Fortificación, citando como ingenieros que estaban en iguales condiciones a Aflito, Reynaldi, Borsano, Meni y el Marqués de Buscayolo. El primero iba donde se le ordenaba, en este caso a las fortificaciones de Gibraltar; Reynaldi murió sirviendo en Cataluña; Borsano se encontraba en Cataluña como Ingeniero Mayor, Meni asistía al sitio de Orán y el Marqués de Buscayolo estaba jubilado. Por último, añadió Carrera que ...
“esta Academia de Matemáticas no sé que haya producido el menor fruto, sí de inútil gasto a la Real Hacienda con Maestro y 8 estudiantes que gozaban sueldo solo en el nombre y tendía a su extinción; siendo de parecer para descubrir la habilidad de Bamfi, porque tampoco parece se haya experimentado en ningún exército de S.M., se le mandase pasar a Orán por los recelos presentes y carecerse de Ingeniero”.
Al mismo tiempo, Carrera declaró la total falta de ingenieros en España en febrero de 1690, y que los pocos que había estaban trabajando en Cataluña, por lo que solicitaba que el rey ordenase a los gobernadores de Flandes y Milán que enviasen cada uno dos ingenieros, junto a otros dos del ramo artillero, y que teniendo en cuenta que había llegado al Colegio Imperial de la Corte el padre jesuita Manuel Jacobo Kresa, Catedrático de Matemáticas, se podría disponer de su persona para la retirada de campaña de algunos alféreces reformados que se inclinaban a su profesión, manteniéndoles del caudal de artillería, y constando por certificaciones del catedrático su asistencia a clase, no pudiendo gozar de esta situación el que no fuese como mínimo sargento.
Uno de los ingenieros propuestos a finales de septiembre de 1697 por Medrano fue Pedro Borrás, y para ello presentó certificación en la que constaba haberle visto servir en Flandes durante dieciocho años como soldado, sargento, alférez, Director o Maestre del tren de Artillería, inclinado a las disciplinas matemáticas y las concernientes al arte militar y, habiendo asistido a su Academia a estudiarlas, saliendo con aprobación en Geometría Práctica y Especulativa, Geografía, Formación de escuadrones, Uso de la artillería y Fortificación, y para que uniese la teórica a la práctica, le nombró diversas veces que fuese a las plazas que se debían fortificar, alcanzando tal provecho que se le nombró ingeniero y fue destinado como tal a la provincia de Namur y a su capital, debiendo ser uno de los nombrados para ir a España, por estar dotado de suficiente ciencia, práctica y experiencia para ello, y digno merecedor de las honras que el rey quisiese hacerle.
En esta segunda mitad de siglo, la formación de los oficiales fue prácticamente nula por la falta de Academias o Escuelas que impartieran una enseñanza científica, especializada y adecuada a las nuevas necesidades bélicas. Los últimos años del reinado de Carlos II marcaron una reestructuración y reactivación en los planos social, económico y militar, con una serie de reformas que incidieron en las posteriores borbónicas. Una de las más importantes fue el nacimiento de oficiales profesionales, que por real cédula de 8 de febrero de 1704 se ordenaba que en cada compañía se formasen diez cadetes de origen noble (Sánz, 1776) y, una vez que se crearan las Academias, se unificaría la vía de paso al grado de oficial, extinguiéndose el acceso desde la clase de cadetes de regimiento o de compañía. Una serie de disposiciones dictadas entre 1717 y 1746 limitaron la admisión en la clase de cadetes del arma de Infantería a la nobleza, de modo que su predominio en los oficiales fue casi absoluto. A pesar de ello, ya no eran momentos en que la nobleza formase en su conjunto al estamento militar, sino que los oficiales se dedicaban por entero a la milicia y se especializaban en un tipo de guerra más científica y técnica. Las actividades de los militares dieciochescos se desarrollaron tanto que obligaron a crear Colegios y Academias como centros para la formación de los oficiales y para la actualización de los mandos superiores, con nuevos métodos, planes de estudio actualizados, prácticas frecuentes, medios adecuados y profesorado con alta preparación científica y pedagógica (Valdevira, 1996).
La Academia proyectada por el Ingeniero General Jorge Próspero Verboom para Barcelona en la primavera de 1715 sirvió para llevar a cabo una iniciación y profundización en el estudio de las matemáticas y ciencias aplicadas, y como medio para completar la experiencia práctica de campo en muchos ingenieros. Al establecerse la Academia, la monarquía se aseguraba pues podía así disponer de un cuerpo de ejército ingenieril bien preparado que le sería básico para su sostenimiento, y que por medio de obras militares y civiles le facilitaría el control territorial, estratégico, económico y administrativo. El Ministerio de la Guerra centralizaba estas enseñanzas en una Academia dependiente directamente de aquél y con ello evitaba la competencia de la Compañía de Jesús, a través del Colegio Imperial. El “Discurso y Proyecto para el establecimiento de Academias Reales de Matemáticas Militares”, atribuidos dudosamente a Verboom y datado en 1715, hacían clara alusión a los sistemas educativos utilizados en centros religiosos como el ya citado. En ellos se manifestaba que el fin de estas Academias era la instrucción de las artes militares, tanto teóricas como prácticas, que convenía que sus directores y profesores saliesen de entre los ingenieros con más experiencia profesional en los estilos prácticos de la guerra y en las ideas estratégicas de sus generales, así como en experiencia pedagógica. Según Verboom, esto no ocurría en los centros religiosos y en otros profesores de matemáticas especulativas, cuya enseñanza...
“se reduce a puras curiosidades y primor en las expresiones y argumentos, por faltarles el uso y prácticas de las cosas, siendo tan varios los accidentes de la guerra que muchas veces no save aconsejarse en ellos aun la misma experiencia; además que los religiosos y eclesiásticos penden mas de la obediencia de sus superiores que la del Rey, no suele ser en ellos seguro el secreto, ni pueden ser castigados si faltan a su obligación...”
Desde 1712, fecha en que se estableció la Academia Militar de Badajoz, poco a poco se fueron ampliando estos centros por todo el territorio nacional, como la Academia de Barcelona en 1715 y la de Pamplona en 1719. Igualmente, en 1725 el rey Felipe V fundó, en el mismo establecimiento de los Reales Estudios Jesuitas, el Real Seminario de Nobles de Madrid, siguiendo para ello la dirección del Seminario parisino de Luís el Grande (Varela, 1988). Este nuevo centro estaba destinado a la educación de la nobleza y estaba colocado bajo la dependencia del Colegio Imperial, siendo una de las materias cursadas más importante las Matemáticas e impartiéndose además Música, Baile, Equitación y Esgrima, a la vez que se daba una preparación militar que capacitaba a los alumnos para el ingreso en el Ejército como oficiales. La actividad académica de este Real Seminario duró hasta 1729, estableciéndose al año siguiente la Academia de Matemáticas y Fortificación de Madrid que se extinguió en 1748, y dos años más tarde se creó la Academia de Matemáticas de Orán.
Precisamente, a finales de julio de 1732, el por entonces Brigadier de los Ejércitos Reales e Ingeniero Director de las fortificaciones de Cádiz, Ignacio Sala, remitió un proyecto a José Patiño dando su parecer en nueve artículos sobre la disposición que deberían tener las Academias que se establecieran en un futuro próximo para la enseñanza de los ingenieros. Partía primero Sala de la idea de que las Academias eran talleres donde se deberían formar buenos ingenieros y, en consecuencia, se dispondrían de forma que los individuos que saliesen para el Cuerpo de Ingenieros pudiesen servir útilmente a su rey, tanto en las plazas como en campaña; pero como para el servicio real se necesitaban hombres prácticos que supiesen ejecutar las operaciones pertenecientes a los ingenieros de las primeras clases, no sirviendo de nada los que sabían demasiadas Matemáticas sin práctica alguna, ya que éstos sólo eran buenos para disputar cuestiones de Elementos, Álgebra, Trigonometría, etc, y no para hacer una operación sobre el terreno; sería preciso que en las Academias establecidas se enseñase la parte práctica antes que la teórica y, aunque generalmente se creía que el teórico podía entrar en el Cuerpo de Ingenieros con la esperanza de ser práctico con gran facilidad, no obstante convendría que supiese hacer sobre el terreno todas las operaciones precisas antes de hacerse ingeniero, puesto que después de logrado el empleo muchos sólo se aplicaban a proposiciones inútiles al servicio real,
“aunque curiosas, les parece que las partes prácticas son pertenecientes a un albañil o carpintero y no a un Ingeniero, por cuya razón se desdeñan de aplicarse a ellas y a las operaciones sobre el terreno como cosa inferior al empleo, y hallándose precisados a hacerlas las ejecutan sin la exactitud y justificación conveniente”,
También era imposible que todos los sujetos que entrasen a estudiar las Matemáticas en una Academia tuviesen el genio y aplicación correspondientes para proseguir los estudios y pasar después a servir en el Cuerpo de Ingenieros, ni tampoco serían todos a propósito para este empleo, pues además de la ciencia necesitaban tener otras circunstancias más precisas, por cuya razón consideraba Sala que deberían estar dispuestas las Academias de modo que la mayoría de los oficiales del Ejército y los que no quisiesen ser ingenieros aprendiesen con poco esfuerzo las partes de la Matemática y Fortificación correspondientes a un buen oficial de infantería, y que los que pretendiesen servir en el Cuerpo de Ingenieros se les enseñase de forma que con poco más tiempo y trabajo que los anteriores aprendiesen todo lo que debiera saber un Ingeniero Extraordinario, por si llegase el caso de sacar a algunos de ellos antes de concluir sus estudios, pero después de haber reconocido tener el talento y cualidades correspondientes al empleo, pudiese servirlo con utilidad en las obras y fortificaciones bajo las órdenes de su jefe.
No pretendía Sala que en las Academias se dejasen de enseñar todas las partes de la Matemática y Fortificación, pero sí invertir el orden de la enseñanza, dando primero la práctica y después la teórica, pues además de que esta parte no era absolutamente necesaria ni para la mayoría de los oficiales del Ejército ni para los ingenieros, no se podía negar que la parte práctica necesitaba de voz viva para su enseñanza y en la especulativa se podía aprender mucho sin profesor. El que sabía la práctica, como naturalmente deseaba saber la razón de lo que hacía para poder demostrar la certeza de aquellas operaciones que ejecutaba, se habría de aplicar por precisión a la especulativa; y no sucedía al contrario, pues habían muchos que eran grandes matemáticos sin saber hacer una operación sobre el terreno y muchas veces, estando precisados a su ejecución, se valían de algunas reglas que aunque eran ciertas en la demostración no dejaban de ser falsas en su aplicación, por los inevita les errores que se cometían en las operaciones de medir líneas y ángulos. Estas Academias deberían dividirse en tres clases o estudios, enseñando en la primera la Aritmética práctica hasta la regla de proporción, calcular cualquier superficie y cuerpo regular e irregular, la Geometría práctica, el uso del compás, los nombres de líneas y ángulos y demás partes de la Fortificación con todas sus definiciones y máximas generales; con lo que un oficial de Infantería tendría suficientes conocimientos, pudiendo hablar en términos propios cuando conviniese, y si se hallase en el caso preciso de levantar tierra para cubrirse, lo ejecutaría de manera que su obra fuese defendida y flanqueada, lo que resultaría imposible si no contase con los principios de la Fortificación, pudiendo suceder, si careciese de éstos, que ejecutase alguna obra con ángulos muertos u otros errores, por lo que servirían más de perjuicio a su tropa que de defensa.
En la segunda clase, que deberían pasar precisamente después de la primera los que quisiesen ser ingenieros, se habría de enseñar la Fortificación regular e irregular, perfeccionándose al mismo tiempo en la Geometría práctica, trazar sobre el terreno las figuras, planos y fortificaciones que se delineasen sobre el papel, el uso de la plancheta y nivel para levantar cualquier plano de un terreno, edificio o fortificación regular e irregular, sacar distintos perfiles cortados por cualquier paraje de los referidos edificios, fortificaciones y terrenos, formar estados y cálculos de todas las partes de un edificio ejecutado y delinear toda clase de planos, perfiles y elevaciones con las sombras y colores correspondientes a cada tipo de obra. Siendo todas estas materias las que debería saber un Ingeniero Extraordinario, podría desde la segunda clase de la Academia salir a trabajar con utilidad bajo las órdenes de cualquier Ingeniero en Jefe o Director.
En la tercera clase se podrían enseñar los Elementos de Euclides, Álgebra, Trigonometría, Esfera y demás partes de la Matemática para que se perfeccionasen en ella los que quisiesen y los que después de salir de la segunda clase no pudiesen emplearse en el Cuerpo de Ingenieros, resultando evidente que los sujetos instruidos en la práctica de la primera y segunda clase de la Academia aprenderían con facilidad todas las partes especulativas de la Matemática que se enseñarían en la tercera, que éstas no eran absolutamente necesarias a un ingeniero, que el que tuviese aplicación podría aprenderlas casi todas sin profesor, y que cualquier alumno capaz de escribir un curso entero de todas las partes de la Matemática no podría servir al rey como ingeniero con tanta utilidad como el que sólo supiese lo que se enseñaría en la primera y segunda clase.
En cuanto a la ubicación de estas Academias, Sala opinaba que se deberían establecer en las principales plazas de guerra para que los oficiales de sus guarniciones tuviesen la comodidad de aplicarse a aprender estos principios tan necesarios a un buen oficial de infantería, y para que muchos de estos oficiales, después de haber cursado la primera clase de la Academia, pasasen a la segunda, unos por pura curiosidad y natural inclinación a aprender esta materia, y otros con el fin de pasar al Cuerpo de Ingenieros, con lo que se lograría que muchos oficiales de tropas y otros españoles que en estos momentos no tuviesen disposición y conveniencia para estudiar, saliesen en breve tiempo como personas útiles, pudiéndose luego elegir a los mejores para el servicio real en el importante empleo de ingeniero. Aunque en la primera clase de estas Academias podría enseñar cualquier profesor, consideraba Sala que los de la segunda clase deberían ser ingenieros de profesión que hubiesen servido mucho tiempo en construcciones de obras y en campaña, para poder así enseñar a los académicos con sólidos fundamentos de fortificación, el uso de la plancheta y el nivel para todas las operaciones prácticas, y buenos dibujantes para enseñarles también el diseño. Aunque no era posible que todos los académicos saliesen perfeccionados en el dibujo porque para ello se requería un genio e inclinación particulares, no obstante era necesario que el que fuese a pasar a ingeniero supiese delinear al menos planos y perfiles de fortificaciones y edificios, con las sombras y colores correspondientes, ya que sin conocimiento de dibujo nadie podría ser buen ingeniero, aunque supiese hacer perfectamente sobre el terreno las operaciones pertenecientes a su profesión, y nunca podría demostrar y poner en limpio, con todas las particularidades requeridas, los planos de las plazas, edificios y terrenos que se le mandasen levantar y formar, ni podría destacar tampoco todas las circunstancias de los proyectos que idease, tanto en la arquitectura civil como en la militar.
Con esta disposición se podría contar con muchos sujetos hábiles para Ingenieros Extraordinarios y Ordinarios, como también que el ingeniero que no supiese las cosas que se debían enseñar en la segunda clase de estas Academias, cuando se encontrase trabajando en la construcción de las fortificaciones, serviría menos al rey que un buen sobrestante, y no había duda que la mayoría de los pretendientes a este empleo no las podrían aprender bien si no se enseñaban en las Academias, puesto que aunque no se podía negar que el buen teórico podía aprenderlas estando empleado en las obras de ingeniero, sucedía que algunos no tenían ocasión de verlas ejecutar a sus jefes. Con otros se experimentaba que los que no contaban con aplicación y genio se quedaban en el mismo estado en que entraron, sin saber tirar una línea con perfección, por lo que siendo tan imprescindibles estas partes prácticas a un ingeniero y no absolutamente necesarias las ciencias que se habrían de enseñar en la tercera clase de estas Academias, creía Sala que se podrían reducir estas Academias a la primera y segunda clases tan sólo, ya que podría el ingeniero práctico aprender la teórica sin profesor, y el que quisiese aplicarse a todas las ciencias y matemáticas podría hacerlo en las Academias establecidas en Madrid, Barcelona, Cádiz y otros lugares de España. Con otras cuatro o cinco Academias que se estableciesen en las principales plazas de España contaría Felipe V en poco tiempo, tanto de los oficiales de tropas como de otros vasallos españoles, con tantos sujetos capacitados que podría escoger los mejores ingenieros, pudiendo formar un lucido Cuerpo de Ingenieros subalternos para ascenderlos después según sus méritos, aplicación, valor y experiencia, despidiendo y agregando a las tropas los que ahora se hallaban en el empleo sin los requisitos necesarios.
Ya la primera Academia de Matemáticas madrileña de 1582 había tomado a la Geometría de Euclides como base de la teoría de las proporciones, de la que dependía directamente el arte de fortificar. Por contra, los matemáticos del siglo XVIII no tuvieron ninguna preferencia por la Geometría, aunque hicieran el intento de demostrar el V postulado euclidiano, a través de Lambert y Saccheri. Este último publicó en 1733 el libro titulado “Euclides limpio de toda mancha”, y llegó a la conclusión de que la única geometría válida era la de Euclides, mientras que el primero había conseguido superar las dificultades de representar figuras sólidas contenidas en el espacio sobre un plano a través de la perspectiva. De ésta nació la Geometría descriptiva que estudiaba los métodos con los que representar sobre el plano las figuras sólidas y las soluciones de los problemas relativos a ellas, con el fin de deducir las propiedades de los sólidos y las relaciones que había entre sus elementos, o de poder construir con el único auxilio de la representación plana, mental o materialmente, en el espacio la figura sólida. El método que empleó Lambert fue el de las proyecciones, que sobre el plano vertical y horizontal se llamaron, respectivamente, alzado y planta. Por todo ello, la Geometría descriptiva interesaba tanto al matemático como al ingeniero constructor, ya que sus métodos se aplicaban también a la representación del corte de piedra, corte de maderas, construcción de relojes de sol y en la teoría del claroscuro y de las sombras. El fundador de esta rama matemática fue el francés Monge, que fue el primero en establecer de manera rigurosamente matemática los métodos y teoremas, en parte ya conocidos anteriormente, en un todo conjuntado y científico. Con la puesta en marcha, desde mediados de siglo, de esta nueva rama, se produjo una auténtica revolución en los proyectos de ingeniería (Argüelles, 1989).
En consecuencia, durante el siglo XVIII el orden militar hizo suyo el orden geométrico especulativo o trigonométrico, que se practicaba sobre el terreno y que se ayudaba de los medios que le proporcionaban la simetría, la planimetría y la estereometría, y por encima de este conocimiento básico que era la Geometría descriptiva, el ingeniero militar debería acumular otros saberes imprescindibles en su formación, como el Álgebra, la Estática, la Trigonometría, la Balística, la Cosmografía y la Arquitectura Civil, como así lo aseveraba Mateo Calabro en su tratado de fortificación o arquitectura militar.
A finales de julio de 1733, el Ingeniero Director de las Obras del Principado de Cataluña, Andrés de los Cobos, propuso un plan para el establecimiento de cuatro Academias de Matemáticas en Barcelona, Alicante, Cádiz y la Coruña, para que Felipe V emplease a muchos sujetos, casi sin coste alguno, en las profesiones de ingenieros, oficiales de artillería y de marina. Al final de dicho plan ofrecía una repartición de los 80 ingenieros en el territorio peninsular español y sus dependencias, sin incluir las Indias, para cuando llegase el caso de estar tres oficiales en cada batallón o cuerpo, y les ayudasen a cuanto se precisase en plazas, fronteras y campaña. En Orán, Ceuta y los otros presidios africanos, debería haber al menos doce batallones con los cuerpos de caballería y dragones, siendo suficiente con treinta y seis oficiales y seis ingenieros.
-La Real Academia de Matemáticas de Ceuta de 1739.
Esta Academia fue creada a instancias del gobernador de la plaza, Pedro de Vargas Maldonado, Marqués de Campofuerte, con sujeción a las ordenanzas de ese año, siendo aprobada por Felipe V tres años más tarde. Se rigió, como la de Orán, por la misma ordenanza que la de Barcelona, siendo suprimidas ambas por real orden de 22 de septiembre de 1789, y en su lugar se crearon las de Zamora y Cádiz. La solicitud fue elevada el 3 de noviembre de 1742 a José del Campillo para que se dignara hacerla presente al monarca para su aprobación con el fin de que los oficiales y cadetes del Ejército se instruyesen en las partes de la Matemática correspondientes a un militar,
“pues ya sea en el servicio de la misma tropa son conocidísimas las ventajas que de ello se consiguen, o bien dedicándose a servir en el Cuerpo de Ingenieros o de Artillería son tan patentes las que se alcanzan”.
Para ello invitó al Ingeniero Ordinario Agustín López de Tejada, sujeto de conocida inteligencia que se hallaba destinado en Ceuta, para que en sus ratos libres se dedicase a formar una Academia de Matemáticas con los oficiales y cadetes de su guarnición, con el visto bueno de sus Coroneles y Comandantes. A estos fines se añadía también el evitar los inconvenientes que la ociosidad ocasionaba, y para su organización se necesitaba ahora tan sólo algunos bancos y mesas en la Maestranza. El rey accedió, dando respuesta el 2 de diciembre de 1742,
“...con la circunstancia de que esta ocupación no distraiga a este Yngeniero del cumplimiento de su principal encargo, buscando el Gobernador los bancos y mesas que se necesitasen, sin coste de la Real Hazienda”.
La primera relación de los oficiales y cadetes discípulos de la Academia se hizo el 8 de marzo de 1743, y en ella detallaba Tejada que del Regimiento de Murcia asistían el capitán Manuel de Palma, los tenientes Pedro de Alarcón y Juan Pacheco, el alférez Antonio Díaz y los cadetes Nicolás de Robles y José de Aranda; del Regimiento de León el alférez de granaderos Antonio Sexudo, los alféreces José de Mena y Domingo Suárez y los cadetes Antonio Alba, Pedro Cuervo y Juan Salcedo; del Regimiento Fijo de Ceuta los alféreces Pedro Camúñez, Manuel de Aguiaz y Nicolás Clerac, además de los cadetes Melchor Correa, Ignacio Fernández, Luís Dominguez, Fernando Zapata, Pedro Osorio, Antonio Álvarez, Alejandro Arvó, Manuel Alburquerque, Luís Fernández y Diego García; de artillería el teniente de minadores José Granados y los artilleros José de Salas, Pacivo Gran, Manuel López y Francisco Clerac, y por último los particulares Manuel de Les, Agustín Ximio, Diego Alburquerque y Felipe García.
Debido al fallecimiento en diciembre de 1750 del Director, Agustín López de Tejada, la Academia suspendió sus actividades docentes hasta que el 26 de ese mes el rey Fernando VI ordenó a Juan Martín Cermeño que la restableciese eligiendo entre el teniente Antonio Murga, que se hallaba practicando su examen para ingreso en el Cuerpo y para lo cual necesitaba tiempo para obtener el empleo de ingeniero y obtener inmediatamente aquel destino, o si no quería perder tiempo en dicho restablecimiento se podría emplear al Ingeniero Extraordinario José Santos. Ante las dudas surgidas, el rey decidió el 8 de agosto de 1751 que fuese elegido Antonio Murga, y para ello notificó al gobernador local, Marqués de Croix, a través del Marqués de la Ensenada que por Hacienda se le asistiese con su sueldo desde el día de la toma de posesión, que buscase una sala adecuada para impartir las clases y que del fondo de las obras se pagase sus alquileres, las mesas, los bancos y todo lo necesario para que funcionase adecuadamente. Al mismo tiempo, el gobernador le expuso el día 20 que sería muy útil para el servicio que se estableciese que los artilleros hiciesen al menos dos veces por semana el ejercicio de cañón con fuego real, para lo que dispondría un paraje apropiado, ya que componiendo la mayor parte de estas compañías desterrados y desertores de otros Cuerpos, jamás podrían ser buenos artilleros si no se les enseñaba y tenían algunas prácticas.
Con motivo de la llegada a Ceuta de Murga el 24 de septiembre de 1751 para hacerse cargo de su Academia, el Ministro de Hacienda destinó dinero para dotarla de mesas, bancos y todos los instrumentos precisos para la enseñanza, y que el número de oficiales y cadetes fuese el que voluntariamente quisiese convenir como se practicaba en Orán, donde tampoco se les eximía del servicio, pero esto no obstaba para que pasasen a la Academia de Barcelona algunos oficiales de la guarnición extraordinaria con reales órdenes que se inclinaban a ello cuando les tocase y fuesen elegidos a este fin por sus Cuerpos respectivos. Una vez restablecida la Academia el 8 de noviembre de 1751 bajo su dirección, concurrieron también tres oficiales subalternos y veintitrés cadetes de los regimientos y compañías de artilleros de la guarnición.
La Ordenanza de 1751 dada por Fernando VI para la Academia de Barcelona se extendió también de forma explícita a las enseñanzas de las de Orán y Ceuta. Según el monarca, se justificaban por el logro de un mayor acierto en las operaciones militares, por el deleite de su estudio, por el conocimiento de las ciencias matemáticas y especialmente las que afectaban al arte de la guerra, por la contribución de sus fundados preceptos e invariables reglas en los casos de guerra ofensiva y defensiva, y por las utilidades que en tiempo de paz suministraban sus estudios para el beneficio general de sus vasallos. Consideraba también que suponían el medio más oportuno para instruir a los individuos del Ejército desde su juventud, a través de profesores militares que supieran elegir las materias conducentes a dicho fin, y les pudiesen comunicar en sus explicaciones a sus discípulos las reglas de la verdadera aplicación de sus preceptos en la práctica.
Igualmente, detallaba que su padre, el rey Felipe V, había establecido la Real Academia Militar de Matemáticas de Barcelona a cargo del Cuerpo de Ingenieros desde 1716, siendo rectificada por el Reglamento de 22 de julio de 1739, y estuvo dotada de profesores, fondos para su subsistencia, premios para los discípulos destacados y documentos para su enseñanza, como las Academias particulares que también estableció en Orán y Ceuta, de las que salieron sujetos muy destacados que al presente estaban incorporados en los Cuerpos de Ingenieros, de Artillería y en otros del Ejército. Con este Reglamento renovaba Fernando VI el de 1739,
“corrigiendo sobre las materias y Ynstrucciones de enseñanza lo que la experiencia ha dictado combenir, señalando mayor número de Maestros, con otras prebenciones y mejorando el establecimiento delas referidas escuelas particulares de Orán y Zeuta para aquellas Guarniciones...”.
Las normas de funcionamiento de éstas quedaron detalladas en el mismo desde el artículo 102 hasta el 114, fijando primero que todos los oficiales y cadetes que tuviesen inclinación hacia las Matemáticas pudiesen pasar a estudiarlas a la Academia de Barcelona, pero que ante la falta que harían en sus Cuerpos para el regular servicio, sucediendo esto especialmente en las plazas de Orán y Ceuta por sus numerosas guarniciones, era voluntad real que continuasen en una y otra las Academias particulares de dicha ciencia bajo el cargo de un ingeniero. Serían protectores de estas Academias los Comandantes Generales de dichas plazas y Subinspectores los Ingenieros principales de ellas, a través de los cuales harían sus recursos los Directores de cuanto precisasen al Ingeniero General, a cuya orden estarían, dando éste información al rey para que resolviese lo más adecuado.
Los alquileres de la sala destinada para cada una de estas academias, como también los instrumentos y otros gastos necesarios a la enseñanza, continuarían pagándose a través de las tesorerías de dichas plazas del fondo de obras de fortificación, y se asistiría de los mismos a cada Director con 200 escudos de vellón al año, dándose cumplida noticia a los Ministros de Hacienda para que librasen mensualmente sus respectivos sueldos. Si por muerte o enfermedad de algún Director se hubiese de suspender la enseñanza, cuidaría el Ingeniero Comandante de emplear a otro de la plaza para que continuase funcionando la Academia, adecuándose para ello a la orden que de antemano le habría dado para estos casos el Ingeniero General.
Se admitirían como académicos los oficiales y cadetes de la guarnición que se quisieran dedicar a este estudio, con permiso previo de sus Coroneles y la aprobación del Comandante General, quien debería dar la orden al Ingeniero Comandante para su recepción en la Academia. Aunque no quería el rey que se relevaran de sus guardias a oficiales y cadetes, mandaba sin embargo que se les facilitase las que estuviesen más cerca de la Academia y se permitiese a los cadetes tomar para las centinelas las guardias que no les impidiese la asistencia a las clases diarias. Como estos académicos deberían hacer además otros servicios inexcusables y esto les imposibilitaría dedicarse enteramente al estudio, ni tampoco el Ingeniero Profesor llevar a un tiempo las cuatro clases prescritas para la Academia, mandaba el rey que en estas academias particulares durase el curso cuatro años, dividido en dos clases de discípulos comenzándolo cada dos años. En éstas se darían las mismas materias que quedaron expresadas para la matriz de Barcelona, y se observaría en lo posible lo prevenido para ésta, explicándose en el primer y segundo año lo correspondiente a la primera y segunda clase, y en los dos siguientes lo perteneciente a las otras dos, respetándose siempre el mismo método, a cuyo fin remitiría el Ingeniero General a los Directores de estas academias particulares, por medio de los Ingenieros Comandantes, los cuadernos de la Academia de Barcelona para que se adaptasen a ellos.
Por la mañana, a las horas que pareciesen oportunas, enseñaría el Director a los alumnos de la primera clase, y por la tarde a los de la segunda, o bien al contrario, disponiéndolo todo con rigor y prudencia de acuerdo con el Ingeniero Comandante, y siguiendo las órdenes e instrucciones del Ingeniero General. A los oficiales y cadetes que estando en estas academias quisiesen pasar a la de Barcelona, los Directores o Inspectores de sus Cuerpos los tendrían presentes en el nombramiento que les hiciesen, tal y como prevenían los artículos veintisiete y veintiocho, y por el Director de la referida Academia se les admitiría y colocaría precediendo un examen del estado de su suficiencia en la clase correspondiente para acabar el resto del curso. Si alguno de los alumnos, cuyos Cuerpos saliesen de la plaza para otras guarniciones, quisiesen continuar sus estudios en estas academias, debería para ello solicitar una real licencia por medio de sus Jefes, al objeto de que no habiendo inconveniente, se le permitiese y que mediante Certificación de los correspondientes Directores, visada por los Subinspectores de las referidas Academias, se les tuviese presente en las revistas de sus regimientos y asistiese con sus sueldos.
El Ingeniero General o Comandante General del Cuerpo, como Inspector de todas estas academias, celaría sobre el más puntual cumplimiento de cuanto en esta Ordenanza se prevenía, cortando cualquier abuso a tiempo y representando al rey, a través del Secretario del Despacho de la Guerra, los medios que le pareciesen más oportunos para promover la enseñanza y conseguir el fruto que de estos centros de enseñanza se pretendía. En su último artículo formulaba el rey el deseo de que por todos los medios se asegurase el estudio de la importante ciencia de las Matemáticas y que se estimulara su aplicación entre sus vasallos, y para ello ordenaba a los Capitanes, Comandantes Generales de las Provincias, Directores, Inspectores de tropas, Ministros de la Real Hacienda, Ingeniero General, y demás personas a quienes compitiese la ejecución de cuanto se prevenía en esta Ordenanza, la diesen puntual cumplimiento en la parte que a cada uno le tocase, y que se observase en lugar del antiguo Reglamento de 22 de julio de 1739 para la Academia de Barcelona.
El Ingeniero Extraordinario Pedro de Brozas y Garay remitió una relación al Marqués de la Ensenada el 11 de febrero de 1752 con los oficiales y cadetes que cursaban el estudio de las Matemáticas en la Real y Militar Academia de Ceuta desde el 8 de noviembre del año próximo pasado, distinguiendo además su aprovechamiento, según el capítulo 96 del nuevo Reglamento aprobado por el rey y que había firmado en el Buen Retiro el 20 de diciembre del año anterior. Con nota de “sobresalientes” aparecían el teniente Joaquín de Guevara, y el cadete Luís Fernández, ambos del Regimiento Fijo de Ceuta y el cadete de la Compañía de Minadores Antonio Tortosa; con nota de “buenos” el cadete del Regimiento de Córdoba Francisco de la Raga, los cadetes del Regimiento Fijo Pedro Camúñez y José del Castillo, el subteniente y cadete del Regimiento de Navarra Melchor de la Concha y el Ingeniero Delineante Esteban Aymerich, respectivamente, así como el cadete de la Compañía de Minadores Tomás de Reina. Como “medianos” figuraban el cadete del Regimiento de Córdoba Gervasio Gutiérrez, el subteniente del Fijo Nicolás del Castillo, el cadete del Regimiento de Navarra Juan Plata, el cadete de la Compañía de Minadores Guillermo de Murga y el cadete de la Compañía de Mar Diego del Toro.
Tres meses más tarde, el Ingeniero Director, Jerónimo Amici, envió otra relación en la que aparecían los mismos oficiales y cadetes, con la inclusión de Juan Cortés, subteniente del Regimiento de Córdoba y los cadetes del Regimiento Fijo Juan Barzelar y Jacobo de Quintanilla, manteniéndose este número de académicos hasta el 13 de noviembre de 1752.
El gobernador de Ceuta, Marqués de Croix, recibió una carta a primeros de enero de 1753 en la que el Marqués de la Ensenada le notificaba que el rey había nombrado Maestro de Dibujo de la Academia de Guardia-Marinas a Tomás Canelas, que actualmente se encontraba en Ceuta agregado a la dirección de ingenieros, por lo que prevendría al Ingeniero Director Amici para que nombrase a otro que le sustituyese en dicho empleo y dispusiese que Canelas se marchase a Cádiz expidiéndole su orden y pasaporte. Por entonces, la casa que servía de Academia estaba arrendada en ocho pesos mensuales, y no encontrándose quien arrendase la que dejó el difunto José de Retamal, tesorero de la plaza, por estar embargada hasta que se liquidase su cuenta, se pidió a Ensenada que se trasladase la Academia a esta casa y se excusase a la Real Hacienda el pagar el alquiler de la otra, esperando su aprobación para ponerla en práctica desde primeros del próximo marzo, con el visto bueno de Amici.
En otra relación de 10 de febrero de 1754, firmada por Antonio Murga, con el visto bueno del nuevo Ingeniero Director Juan Bautista Gastón y French, se diferenciaba ya la primera clase que había comenzado sus actividades el 3 de noviembre de 1753, y la segunda clase que lo había hecho el 8 de noviembre de 1751. Figuraban en la primera clase con nota de “sobresalientes” los cadetes del Regimiento de Córdoba Gregorio de Luque y Juan Bravo y Arango; del Regimiento Fijo el capitán Joaquín de Guevara, el Ayudante Mayor Diego Alburquerque y el cadete Francisco Alburquerque. Con nota de “buenos”, el cadete del Regimiento Fijo Antonio Benitez, del Regimiento de Navarra el capitán Álvaro de la Serna y el cadete Diego del Toro, el cadete de la Compañía de Minadores Guillermo de Murga, y de la Compañía de Artilleros el subteniente Juan Díaz y el cadete Pedro Granados. Por último, y con nota de “medianos”, destacaban del Regimiento Fijo el subteniente Manuel Espínola y los cadetes José Siesude y Antonio del Toro, así como el cadete de la Compañía de Artilleros Manuel Ysuaso. En la segunda clase sacaron nota “sobresaliente” el subteniente del Regimiento Fijo, Luís Fernández, y el cadete de la Compañía de Minadores. Antonio Tortosa. Como “buenos” figuraban el cadete del Regimiento de Córdoba, Francisco de la Raga, y el cadete del Regimiento Fijo, Pedro Camúñez, y con nota de “mediano” el cadete del Regimiento Fijo, José del Castillo.
A primeros de noviembre de 1755, según la relación firmada por Antonio de Murga y el nuevo Ingeniero Director, Esteban Panón, el número de académicos ascendía ya a veintiséis, siendo su edad media de veintidós años y destacando especialmente por su elevado número los alumnos procedentes del Regimiento de Córdoba y del Fijo de Ceuta. Del primero figuraban los cadetes Manuel Borrás, Manuel Medina, Gregorio Luque, Francisco Luque, Antonio Montenegro, Roque Moreno, Diego Álvarez, Manuel Veguer y Manuel López Camacho. Del segundo, los cadetes Manuel de Guevara, Antonio Benítez, Tomás Girón, Pedro Medina, Antonio Medina, José Fernández, Juan Manjón y Francisco Cañete. Del Regimiento de Navarra procedían el subteniente Luís de Barrena y los cadetes José Aymerich y Gabriel Pérez, de la Compañía provincial de Artilleros los cadetes Manuel López Trujillo y Juan Trujillo; de la Compañía de Minadores Juan Félix Granados, Gaspar Lobo y Fernando Tortosa, y el particular José Ignacio de Ampudia, que en la siguiente relación de mediados de febrero de 1756 aparecía ya como cadete del Regimiento de Navarra, junto a José Aymerich. De todos ellos, seguían estudiando a primeros de febrero de 1757 los cadetes Gregorio Luque, Francisco Luque, Manuel López Trujillo, Juan Félix Granados, Antonio Montenegro, Tomás Girón, Pedro Medina, Manuel Veguer, Antonio Medina, José Fernández, José Ignacio de Ampudia, Pablo Juan Trujillo, y el subteniente Manuel de Guevara, con la novedad de que desde este momento se les enseñaba Fortificación.
Los problemas relativos a las instalaciones de la Academia se mantuvieron durante bastantes años, por no contar desde el principio con las adecuadas. Por ello no debe extrañarnos que el Conde de Aranda enviara una carta al Secretario de Guerra, Sebastián de Eslava, con fecha 20 de agosto, en la que le notificaba que el Ingeniero en Jefe, Esteban Panón, le había hecho saber que la Academia de Matemáticas había interrumpido sus actividades docentes por haber ocupado la casa en que estaba establecido el Coronel del Regimiento de la Corona, y exponía que se podría colocar en los bajos de la Casa del Ministro de Hacienda por ser muy amplia, estar reparadas sus estancias y contar con varios puntos de entrada. Estas habitaciones propuestas, cuando se construyó la citada casa, se destinaron a Contaduría, pero subsistiendo esta oficina en la Casa del Contador no se emplearon en ella, e instalada en ellos la Academia se ahorraría el alquiler que sería ineludible en cualquier otro sitio.
Intervino también en esta cuestión el Ministro provincial de Hacienda, Juan Lorenzo del Real, que el 23 de septiembre recibió la orden real, a través de Eslava, para que informase si coincidía con el Ingeniero Comandante Panón en que los cuartos bajos de su casa eran válidos para ubicar la Academia de Matemáticas. Este Ministro hizo constar que en éstos estuvo siempre la Contaduría y que ésta se sacó de allí para poder arreglarlos, esperando sólo para volver a su antiguo emplazamiento que se secasen las humedades y salitres de sus paredes. Además, desde el día 5 de septiembre tenía abierto el estudio en su propia casa el Ingeniero Director, Antonio de Murga, no suponiendo ningún inconveniente que continuase así mientras el Coronel del Regimiento de la Corona, Marqués de Navahermosa, desocupara la que habitaba, ya que estaba esperando un permiso real para trasladarse a la Península. Por este motivo y por haber estado desde su establecimiento, salvo quince meses que estuvo colocada en la que hoy existía con el Ingeniero Comandante, de donde se sacó por disposición del gobernador para el citado alojamiento a causa del aumento de tropa; lo podría pasar desde luego a ella por ser apropiada para dicho fin y no tener que gastar ningún alquiler la Real Hacienda.
Ramón Panón era cadete de la Compañía de Minadores que formaba parte de la primera clase que había empezado el 14 de noviembre de 1757 en la Academia, dejándola a primeros de febrero de 1762 tras figurar como tal durante cinco años y medio de servicio. Antonio Panón apareció en la relación de alumnos de agosto de 1758 como subteniente del Regimiento de Infantería de Aragón en la segunda clase, iniciada el 4 de noviembre de 1755. Este último, según certificó el 14 de agosto de 1758 Antonio de Murga como Ingeniero Extraordinario de los Reales Ejércitos y Director de la Academia de Ceuta, se hallaba con licencia real en esta plaza por espacio de cuatro meses, cursando la clase de Dibujo desde primeros de junio, y le había examinado también anteriormente, encontrándole suficiente en lo correspondiente a las clases anteriores que había cursado en la Academia de Orán, manifestando la aplicación y el talento necesarios para hacerle acreedor de un permiso real de prórroga de seis meses para concluir el curso en la Academia de Matemáticas de Ceuta.
Su padre, Esteban Panón, informó a Ricardo Wall, Secretario de Estado y Guerra, que el 15 de abril de 1762 había marchado de Ceuta el Director de la Academia de Matemáticas, Antonio de Murga, por tener que incorporarse a su nuevo destino en las costas de Granada, y ante su ausencia no sabía si se debía continuar o extinguir dicha Academia, por lo que dispuso, de acuerdo con el Ministro Provincial de Hacienda, que el Ingeniero Ordinario Alonso Ofray, el único que en estos momentos se encontraba en la plaza de los tres destinados en ella, se encargase de su dirección con el correspondiente inventario bajo llave de los materiales y utensilios existentes en dicho centro, hasta que Wall dispusiese lo conveniente, sabiendo que el alquiler de las instalaciones costaba cuatro pesos mensuales. Este secretario contestó al mes siguiente que así se arreglase, con la salvedad de que dicho ingeniero continuase asistiendo, dentro de lo posible, a las reales obras de la plaza, y que además Esteban Panón se mantuviese encargado de la dirección de las obras hasta que llegase a Ceuta el ingeniero Luís Huet. Panón le informó que hasta estos momentos no se sabía el paradero de Huet, ni del Ingeniero Extraordinario, Juan Bautista D’Estiers, y que los Ingenieros Ordinarios, Juan Bautista Derretz, destinado en Cataluña, y Antonio Hurtado, destinado en Andalucía, se mantenían aún en Ceuta por orden de su gobernador hasta que llegasen los citados ingenieros aquí destinados.
Por Real Disposición de 22 de junio, se encargó de la dirección de la Academia el ingeniero Ofray y firmaba el visto bueno Huet, reanudándose las clases el 7 de julio, y asistiendo durante el verano los cadetes del Cuerpo de Artillería Manuel del Toro, Juan Lobato, Francisco de Murga y Pedro de Rivas; el alférez del Regimiento Fijo Juan de Arrieta y los cadetes Francisco Carrasco, José Fernández, Alonso Lobato, Diego Sierra, Roque Tablada, Joaquín Durán, Andrés Álvarez, José Beltrán, Rafael Zúñiga, Pedro Martínez y Antonio Medina; el cadete del Regimiento de Soria Antonio Gómez de la Torre y el del Regimiento de Navarra Teodomiro del Toro. Todos ellos debieron, durante el mes de octubre, aplicarse al estudio del tratado de Aritmética, y en el mes de enero de 1763 al del tratado de Geometría Elemental.
El Coronel del Regimiento Fijo dio cuenta al gobernador local, Juan Vanmarcke, que se hallaba vacante el 8 de febrero la tenencia de la Compañía de Antonio Nicolás Ruíz por ascenso de Felipe Sierra a capitán, y que este empleo estaba destinado para premio de los subtenientes que se habían aplicado en el estudio de las Matemáticas. Con este motivo acudieron dos subtenientes del mismo Regimiento, José Blas Rivert de la Compañía de Diego Espín, y Manuel Calderón de la Compañía del Teniente Coronel; alegando ambos haber estudiado Matemáticas en Cádiz y Barcelona respectivamente, y presentaban sus correspondientes certificaciones. Vanmarcke dispuso que les mandase examinar el Comandante de Ingenieros y lo ejecutó el Director de la Academia, Alonso Ofray, resultando que el primero estaba más atrasado que el segundo, pero debido a su buena conducta, a su mayor antigüedad y al servicio prestado como ayudante para cuidar a los desterrados, fue elegido al final.
En la relación de primeros de julio, los cadetes Manuel del Toro, José Fernández, Antonio Medina, Diego Sierra, Pedro Martínez, Francisco Carrasco y Joaquín Durán, cursaban Matemáticas en los tratados de Aritmética, Geometría Especulativa, Geometría Práctica y Trigonometría. En la de primeros de abril se incluía además el estudio de los tratados de Fortificación, Artillería y Cosmografía. Al año siguiente, se relacionaron los cadetes que cursaban el estudio de Matemáticas, con noticias del aprovechamiento, tanto de los académicos antiguos como de los modernos, ya que los primeros, como Pedro Martínez y Francisco Carrasco, habían acabado el curso y habían iniciado el Dibujo, y los modernos, como José Biempica, Joaquín Soria, Juan Castro, José Carbonell, Andrés Álvarez, Rafael Zúñiga y Antonio Huet; habían finalizado los dos primeros tratados de Aritmética y Geometría Especulativa, y habían iniciado la Geometría Práctica. En la relación de 12 de enero de 1766, los cadetes antiguos antes mencionados habían acabado el curso de Ciencias y continuaban el Dibujo, mientras los cadetes modernos habían concluido los cuatro primeros tratados de Aritmética, Geometría Especulativa, Geometría Práctica y Fortificación, y ahora iniciaban el de Artillería.
Los estudios se fueron ampliando, y muestra de ello fue la relación de primero de mayo en la que aparecía en la segunda clase, con estudio de Dibujo, el cadete del Regimiento Fijo Francisco Carrasco y en la primera clase, con estudio de los tratados de Aritmética, Geometría Especulativa, Geometría Práctica, Trigonometría, Fortificación, Artillería y Estática, José Biempica, Joaquín Soria, Juan Castro, Antonio Huet y Rafael Zúñiga. Esta relación iba firmada por Ramón de Anguiano, Ingeniero Delineador y nuevo Director de la Academia de Matemáticas por fallecimiento del Ingeniero Ordinario Alonso Ofray. En la correspondiente al 20 de noviembre, los cadetes correspondientes a los dos regimientos existentes en Ceuta que se hallaban cursando el estudio de Matemáticas, se distribuían en la primera clase, iniciada el 1 de julio de 1766, con los tratados de Aritmética y Geometría Especulativa, con Mateo González Manrique, Mateo Arcos, Francisco Alburquerque, Andrés Álvarez y Tomás Álvarez; mientras que en la segunda clase, iniciada el 1 de julio de 1764, con los tratados de Aritmética, Geometría Especulativa, Geometría Práctica, Fortificación, Artillería, Estática, Maquinaria, Hidráulica, Hidrostática, Óptica, Arquitectura Civil y Cosmografía; tenían como alumnos a José Biempica, Joaquín Soria, Juan Castro, Rafael Zúñiga y al subteniente Antonio Huet.
Precisamente, el padre de este último, Luís Huet, remitió una carta y un plano a comienzos de enero de 1767 al Ingeniero General Juan Martín Cermeño, notificándole que se trataba de una casa que fue propiedad de Francisco González, vecino de esta plaza, y que se adjudicó al rey por quiebra que hizo el Nombrador de Tabacos, de quien era fiador dicho propietario. Esta casa que al presente estaba vacía y que con el tiempo se deterioraría hasta quedar inservible podría, según Huet, ser reparada y ponerse habitable para que pudiese servir para las aulas de la Academia de Matemáticas, para el despacho de su Director y el del Ingeniero Comandante. Esta proposición no se atrevió Huet a plantearla a la Junta de Reales Obras, ya que el gobernador local Francisco Tineo se inclinaba a apoyar una instancia del Teniente de Rey que la solicitaba para él. Huet presupuestó para su conclusión y puesta en condiciones de habitabilidad unos 30.000 reales, con lo que se ahorrarían 1080 reales que se pagaban anualmente por el alquiler de la casa que en estos momentos servía de Academia, y también las dos cuadras bajas podrían acondicionarse en caso necesario para almacenes de materiales diversos y víveres, alquilándose asimismo por cuenta real las tres estancias o asesorías marcadas en el plano de la planta baja, con lo que quedaría muy beneficiada la Real Hacienda (Fig. 154).
La relación que mostraba el mayor número de oficiales fue la del 7 de diciembre de 1768, que estudiaban el tratado de Aritmética y Geometría Especulativa. En la clase antigua figuraban el Ayudante Mayor del Regimiento Princesa, José Marichalar, los cadetes del Regimiento Fijo, Pedro Martínez y Francisco Ampudia, y el Teniente de las Milicias Urbanas de Ceuta, Simón de Dolarea. A la clase nueva asistían alumnos pertenecientes todos al Regimiento Princesa, como el Capitán de granaderos, Diego de Córdoba; el Capitán de infantería, José Fleming; los Tenientes, Domingo Clorduy, Nicolás de Porras y José Saborido; el Subteniente Miguel Moreno, y los cadetes, Felipe Álvarez, Antonio Vela, Pedro Ramírez, Antonio Larena, Luís Victoria, José Benítez de la Borda, Pedro Cebollino y Pablo Bremond; junto a los caballeros particulares, Francisco Polo y Bernardo Cebollino. Por otro lado, la relación con mayor número de oficiales y cadetes extranjeros asistentes a la clase nueva de la Academia fue la de 15 de noviembre de 1770, pertenecientes todos ellos a los Regimientos de Vitoria y Bruselas, como los Tenientes Terencio Macdonell, Reinaldo Macdonell, Pedro Lacy y Adalberto Boquislawsky; los Subtenientes, Juan Gautier, Melesio Bourck, Patricio Saxsfield, Joseph Fyrry y Ricardo María Curtin, y los cadetes Mauricio Fitzgerald, Dionisio Fitzgerald, Ignacio Gould, Nicolás Macragh, Thomás Lyshagt, Patricio Conrry, Miguel Lacy, Juan Bulter, Luís Galhault, Achille le Senne, Santiago Lepippre y Manuel Ossorno. En esta misma relación aparecía, entre otros, el artillero distinguido Anastasio del Hierro y el cadete del Regimiento Fijo de Ceuta Manuel de Anguiano, hermano del que era en estos momentos Director de la Academia, Ramón de Anguiano, que presentaba aprovechamiento de “sobresaliente” en Matemáticas y Dibujo. Este cadete, aunque había sido examinado en la Corte por real orden, continuaba su mérito en esta Academia de Ceuta trabajando en la reducción que del plano general de dicha plaza había mandado hacer el rey Carlos III.
Hemos de recordar que la Academia de Matemáticas de Barcelona comenzó a funcionar en 1720 bajo la dirección de Mateo Calabro, Ingeniero 2ª, y que en su tratado de Fortificación o Arquitectura Militar estudiaba las partes de las Matemáticas absolutamente necesarias a un buen arquitecto militar o ingeniero, como la Aritmética numérica y la literal o Álgebra, la Geometría Especulativa, que consistía en la Trigonometría y uso de los instrumentos geométricos, la Planimetría y la Estereometría; la Estática, la Maquinaria, la Hidrostática, la Artillería y la Arquitectura Civil. El aprendizaje de todas estas ciencias o artes permitirían al ingeniero formar o delinear la planta de la fortificación que se quisiese levantar, delinear el perfil de toda la obra en general y de cada parte en particular, formar el tanteo de su coste y dirigir la obra hasta su culminación. Esta Academia se reorganizó en 1736, siendo su nuevo Director el Ingeniero Extraordinario Pedro de Lucuce, bajo cuya inspiración se compuso por los profesores de dicha Academia “el Curso de Matemáticas para la instrucción de los militares”, formado por los mismos tratados que incluyó Calabro pero sustituyendo los de Estática, Maquinaria e Hidrostática por los de Fortificación, Geografía, Náutica, Mecánica y Óptica. En el caso de la Academia de Matemáticas de Ceuta, tan sólo echamos en falta respecto a los tratados impartidos en Barcelona, los de Mecánica y Náutica.
A propuesta del Conde de Aranda de 21 de Septiembre de 1756, resolvió el rey Fernando VI que desde noviembre de ese año se estableciese en la Corte una Real Sociedad de Matemáticas, de la que nombró como primer miembro al Ingeniero Director Pedro de Lucuce con la ayuda de cinco ingenieros y cinco artilleros. Las rivalidades entre unos y otros, así como el enfrentamiento entre el sucesor de Aranda, La Croix, y la Sociedad, llevaron a su disolución el 17 de noviembre de 1760.
Lucuce fue nombrado el 19 de septiembre de 1774 Director Comandante de las Academias Militares de Matemáticas de Barcelona, Orán y Ceuta. De 1781 databa su tratado “Nociones militares de Fortificación”, escrito para la instrucción de los cadetes del Regimiento de Dragones de Sagunto y, por extensión, a los asistentes a las demás Academias Militares, como la de Ceuta. En sus numerosos capítulos extractaba los principios matemáticos más importantes que debería saber cualquier oficial, destacando en Aritmética la numeración y cuatro primeras reglas, los quebrados o fracciones, la razón y la proporción con sus reglas; en Geometría Especulativa las líneas y ángulos, las superficies o figuras planas y los sólidos; en Geometría Práctica el modo de formar y dividir líneas y ángulos, el modo de nivelar cualquier distancia y medir las líneas, el modo de formar y transformar figuras planas, el modo de dividir figuras planas y de medir superficies y sólidos. Igualmente trató el modo de fortificarse en campaña con máximas generales para los fuertes y explicación de reductos, la preparación para su construcción, modo de trazarlos, colocación de estacadas, de pozos, árboles y obstáculos para la mejor defensa, el modo de fortificarse en casas, corrales y cementerios, etc, así como las precauciones contra las sorpresas dadas a dichos puestos, su defensa y sus ataques.
Aunque la Academia de Matemáticas de Ceuta fue trasladada, junto a la de Orán, a Cádiz y Zamora respectivamente, por real decreto de 1 de febrero de 1790, no debe extrañarnos que en los proyectos realizados por los ingenieros militares en la primera plaza se basaran en la aplicación de las Matemáticas del momento estudiadas en dicha Academia. Tal fue el proyecto realizado por Pablo Menacho a mediados de noviembre de 1790 de construir un varadero y un Muelle en la bahía de San Amaro (Fig. 155). En esta fábrica llegó a realizar cinco cálculos diferentes para sólidos o figuras geométricas, a base de paralelepípedos y prismas triangulares, con el fin de obtener, a través de comprobaciones aritméticas, sus correspondientes volúmenes expresados en varas cúbicas. Y para poder llevarlo a cabo, tomó Menacho como referencias la Matemática Algebraica y geométrica euclidiana, partiendo previamente, como era lógico en obras de Ingeniería Marítima, del estudio de las relaciones existentes entre la resistencia de los materiales empleados en su construcción, como piedras sillares, tierras y pizarras, y la acción del oleaje que se producía frecuentemente en dicha zona del litoral ceutí por los fuertes vientos del este y del sureste. En cada operación diseñó su correspondiente figura geométrica para hallar el cubicaje necesario, así como el posterior coste que resultaría.

