Fortificaciones Militares de Ceuta: siglos XVI al XVIII
CAPITULO III
3 PARTE: FORTIFICACIONES MILITARES DE CEUTA EN EL SIGLO XVIII
IV.- Arquitectura hidráulica militar de Ceuta
El agua ha sido en todos los tiempos el bien más valioso, el alma de pueblos y ciudades, llegando a ser la razón más profunda y permanente del ser humano. La continuidad entre la ciudad islámica y la ciudad gótica, renacentista y barroca se manifestó a través de la estructura vital del abastecimiento del agua, ya que de él dependió la libertad de la ciudad, con su uso la vida del entorno natural actuó intramuros, y en su evolución podemos seguir el crecimiento y fases del devenir urbano. Tanto su suministro, como su regulación, supusieron un gran problema en la actividad política de pueblos y ciudades, confiándose a arquitectos durante el Antiguo Régimen y a ingenieros militares durante la Ilustración.
Casi isla rodeada de relieves montuosos, como Yebel Zemzem, Sierra del Haus, Hafa Quebdana, Sierra de Anyera, Hafa el Huesta, Yebel Fahies, Yebel Musa y Yebel Shinder del lado continental, y el Monte Hacho del lado peninsular; Ceuta no poseyó ningún río importante desde épocas remotas, pero sí contó desde el siglo XI con una mina de agua provista de 80 pozos de ventilación (Gozalbes Cravioto, 1989). El modesto Awayat o Awiat (Tarajal) se aprovechó siempre con escasa rentabilidad y el manantial perenne de Yebel al-Mina, según el geógrafo al-Idrisi, no era abundante como para hacer frente a las necesidades de una ciudad islámica en plena expansión. Por su situación y su territorio, Ceuta debió buscar siempre soluciones al abastecimiento hídrico, y al respecto el historiador al-Bakri nos recordaba que los antiguos excavaron un canal en este lugar, con una longitud de alrededor de dos tiros de flecha. Este antiguo canal, que partía desde el río Awayat, bordeaba tres millas el Mar Meridional o de Tetuán y alimentaba a la antigua Mezquita Aljama, y todo hace indicar que continuó funcionando durante el siglo XII. Al-Manzur estuvo tentado en 1184 de transportar el agua desde Balyunis al modo antiguo, como se hacía en Cartago y en otros lugares de África, pero en 1191 se paralizaron sus trabajos.
Si el agua ha sido siempre un signo de vida, para un musulmán aún lo fue más, y ello justificó que levantaran un sinfín de construcciones hidráulicas como cisternas, canales, puentes, depósitos, aljibes, albercas, pozos y fuentes, para proporcionar agua a sus correligionarios, caminantes, peregrinos y santones, ya que además del valor doméstico y sanitario se atribuía el valor de bien común caritativo, expiatorio y curativo. La técnica que emplearon se remonta a la que tomaron los romanos para sus cisternas o aljibes de agua de lluvia, o a las canalizaciones que servían para abastecer de agua a las ciudades y campamentos. El espacio subterráneo era de planta rectangular, cubierto con bóveda de cañón, tomando como base el ladrillo, el sillarejo y la argamasa, y a las paredes se las cubría también con almagra, una especie de barniz impermeabilizante. Solían contar además con respiraderos cuadrados abiertos en la bóveda, con idea de que el agua se airease y no se pudriese. Con todo ello, las tradiciones grecolatinas y los conocimientos persas fueron transmitidos y enriquecidos por los agrónomos islámicos, como Ibn al Awwán, Ibn Wafid, Abú Abdalá al Juwarizmí, Ibn Luyún, al Karají e Ibn Bassal (Cruz, 1996).
En el curso del siglo XIII, Ceuta puso a punto una serie de soluciones para paliar la penuria de agua. Sus necesidades fueron en continuo aumento con la construcción de salas de abluciones, mezquitas, fuentes y baños diversos, a los que se añadían las industrias que empleaba abundante agua, como curtidurías, tintorerías, sobaderos para cueros y tratamientos de telas. Testimonial fue la pretensión de al- Ansari de que cada casa de Ceuta contase de baño y sala de ablución, como la de al- Bakri al afirmar que los baños eran abastecidos por sawani, barcos o ruedas hidráulicas que traían el agua del mar. Autores posteriores confirmaron que la ciudad tenía baños abastecidos con agua traída desde el mar a tierra firme a través de las ruedas antes mencionadas, trayéndose además el agua potable desde el poblado cercano de Balyunis y de capas freáticas que en dicha zona eran poco profundas. La perforación de pozos era una de la soluciones más corrientes en las ciudades del momento, pero en Ceuta se encontró con la organización original de que pozos y cisternas numerosas y bien construidas eran obras de arte mantenidas gracias a un servicio público.
Si los antiguos acueductos, como el de Arcos Quebrados31, fueron restaurados durante el siglo XII, el aumento de las necesidades ciudadanas provocó una política hidráulica sistematizada, edificando al-Azafi baños en el Arrabal de la Almina que fueron destinados a servir de fuentes y abrevaderos. Al ser consideradas auténticas obras de arte, estas construcciones fueron señaladas con el mismo tratamiento que los demás monumentos de la ciudad, destacando sobre todas las demás la gigantesca cisterna situada en el mismo paraje, que fue descrita como abovedada, contenía más de 300 pilares de piedra, era tan grande como una aldea de 500 habitantes y su interior estaba todo él recubierto de azulejos y ladrillos vidriados. Todos los navíos que venían a Ceuta y que querían tomar agua, debían pagar cierta cantidad para su mantenimiento (Fernández, 1938). Esta cisterna era un caso único, estaba situada fuera de las murallas, pero próxima a los fondaques cristianos, y recogía el agua que bajaba de lo alto de las colinas del Monte Hacho, que jugaba por entonces el papel de “castillo de agua”. Se adjudica a al-Manzur la restauración de los muros del Hacho, la Fuente de los Caños o de las Balsas, así como el Puente de Alcántara o de los tres ojos. La Península de la Almina con media legua de circunferencia, coronada por el Monte Hacho de 204 metros, presentaba una declinación de sur a norte, por lo que sus cañadas y arroyadas caían hacia la Bahía Norte. Siempre contó con una red hídrica a base de arroyos de caudal intermitente que encontraban limitados sus cursos a las estaciones húmedas. Dada la proximidad de la costa, se generaba una red de drenaje que en los puntos de mayor pendiente alcanzaba el grado de escarpe, y las cabezas de curso no superaban la curva de nivel de los 150 metros, descendiendo por barrancos de disposición radial a la Montaña del Hacho y desembocaban en el mar. Las fuertes pendientes y la proximidad del Hacho supusieron una escorrentía superficial grande, con la consiguiente disminución de la infiltración por su carácter impermeable y por dominar en la zona materiales metamórficos con bajo grado de porosidad.
Las aguas recogidas eran utilizadas para el uso doméstico, para la agricultura, para el ganado y para consumo en las alcazabas y fortificaciones. La abundancia de agua en el Monte Hacho y la prodigalidad con la que se utilizaba, nos permite afirmar que Ceuta, a pesar de su insularidad, no sufrió durante el dominio islámico carencia de agua. Sin embargo, la abundancia era relativa, ya que las ordenanzas de la gestión del agua de la Mezquita Mayor fijaban que los responsables deberían vigilar adecuadamente su uso, controlando los dos pozos que deberían cerrarse con llave y reservarlos sólo a los creyentes musulmanes. Esta rigurosidad en la aplicación de las normas benefició al vecindario, al contrario que en el puerto de Safi, en pleno siglo XIV, donde los pozos de su mezquita fueron puestos a disposición del pueblo para tomar allí el agua libremente y llegó a carecer de ella a los pocos años.
Durante el medievo, el método más sencillo para disponer de agua era recoger la procedente de lluvia en una balsa (Jiménez Esteban, 1989), por lo general cuadrada y de poca profundidad y de aquí pasaba al aljibe para que no cayesen impurezas traídas por el viento, la arena y la hojarasca. Dentro del aljibe se conservaba sin apenas evaporarse, puesto que la bóveda la protegía del sol y se conservaba potable al estar ventilada mediante respiraderos u orificios abiertos en la bóveda.
Debemos tener también presente en este sentido que los tratadistas romanos Sexto Julio Frontino y Marco Vitruvio Polión ejercieron una enorme influencia en los ingenieros renacentistas. Este último dedicó el octavo de sus diez libros de Arquitectura, en sus capítulos uno, dos y siete a la búsqueda y captación del agua. Durante el Renacimiento cobró especial interés el abastecimiento de agua en las ciudades al renovarse abundantemente su uso por razones higiénicas, de adecentamiento y para mejorar su defensa, como en el caso del proyecto colegiado de Benedito de Rávena y Miguel de Arruda de 1541, en el que se enumeraban al final unas consideraciones muy explícitas sobre la salvaguarda de los veneros locales ceutíes por ser muy valiosos para la ciudadanía,
“...cuando se derriven las casas que están en el Albacar y los otros pedazos de muros, según lo he ordenado, se tendrá el modo de no derribar las que resguardan el pozo que ahí está, y también algunas cisternas que están en las casas, que no se han tapado y pueden aprovecharse sus aguas...”
Por otro lado, el ingeniero al servicio de la corona española, Giovanni Francesco Sitoni, afirmaba en el siglo XVI que los eruditos coincidían en que el agua de manantial o cualquiera que manase a través de la arena o roca era la mejor, que la exposición al sol y al viento también la mantenía sutil y ligera, mientras que el aire claro y los lugares altos garantizaban que estuviera libre de suciedad y malos olores que la pudiesen corromper (García Diego et al., 1990). El agua de lluvia también era buena, pero no si estaba demasiado tiempo depositada en un sitio, incluso si procedía de nieve o hielo. Algunas veces habría que usar agua de cisterna, aunque no era la ideal, y en cualquier caso sólo se debería beber cuando aquélla se hubiese alimentado de la escorrentía de los tejados y no del suelo. Algunos eruditos consideraban también que el agua para beber debería estar a la sombra para que se mantuviese más fina y clara, pues como decían los expertos se podría filtrar el agua que hubiese corrido por conducciones abiertas a través de depósitos de sedimentación de arena o grava fina, en las que se depositasen sus basuras. Las sanguijuelas e insectos se podrían evitar con cal viva, o poniendo peces y anguilas en el depósito para que se las comiesen. Esto último se hacía regularmente en España, poniendo peces en manantiales y pozos para mantenerlos libres de gusanos y de cualquier mal sabor u olor.
En el siglo XVII, Vauban, arquitecto militar y urbanista, tocó el tema del agua y la fortificación en estudios y proyectos de acueductos, canales, esclusas, fuentes, fosos inundados, puentes y riegos, así como de las aguas y fuentes de la tierra. Asumía las experiencias en ciudades portuarias realizadas por ingenieros y arquitectos holandeses, sobre todo en la construcción de dársenas, diques, esclusas y canales (Parent, 1982). Sería, sin embargo, el teórico francés Bernard Forest de Belidor, quien más estudiase la Ingeniería Hidráulica durante el siglo XVIII, siendo el punto de partida para muchos de los ingenieros españoles. Recordemos que, desde 1712, Francia contó con el Cuerpo de Ingenieros Civiles de Puentes y Canales, controlado por un Intendente de Finanzas y compuesto por ingenieros o arquitectos expertos. España siguió el camino francés a base de Ordenanzas, como la de 1718, en la que se intentaba mejorar la infraestructura viaria e hidráulica, pero al no contar aún con un Cuerpo disciplinado y jerarquizado, se hubo de recurrir a los ingenieros militares, sobrepasándose sus correspondientes funciones.
La relación existente entre Arquitectura e Ingeniería Hidráulica se dio ya desde el siglo XVI, según el investigador García Tapia (1990: 201), continuándose en los siglos posteriores: una de las condiciones más importantes a las que estaba sometido el lugar que iba a ocupar un edificio o un conjunto urbano lo constituía la disponibilidad de agua en sus proximidades; además, el agua debía reunir ciertas condiciones para que pudiese ser aprovechada.
Partiendo de las premisas anteriores, no debe extrañarnos que ya durante el siglo XVIII, y basándonos en la tratadística de Jhon Muller de 1767, las cisternas fuesen consideradas estancias subterráneas donde se recogía, conservaba y purificaba el agua llovediza. Su capacidad se proporcionaba con la cantidad de agua necesaria para el consumo de la plaza, o al menos durante un posible sitio que se le impusiese, ya que en esos momentos de asedio era cuando más se necesitaba. Su disposición consistía en una o más bóvedas cilíndricas, construidas a prueba de bomba, y comunicables entre sí. Inmediato a ellas se hacía un expurgador, es decir, otra bóveda pequeña que, recibiendo primero el agua de lluvia y deteniendo las tierras que solía acarrear, la fluía limpia a la cisterna por un conducto situado a menor profundidad que el suelo de dicho expurgador, y guarnecido con una o dos rejillas gruesas para que no se introdujesen pajas ni broza alguna. Para usar y sacar el agua de la cisterna se construía un pozo seco al lado, al que se le daba todos los días el agua precisa para el consumo de la guarnición por medio de un conducto que, comunicando el fondo de la cisterna con el pozo, se abría y cerraba con un grifo de bronce. Esta precaución era muy importante para conservar limpia el agua, especialmente en tiempo de sitio, ya que la introducción de una bomba en el aljibe inutilizaría toda su agua. De igual modo, convenía hacer una escalera para bajar a reconocer, limpiar y reparar la cisterna en caso necesario, y siempre que lo permitiese su situación se dejaría una atarjea o canal por donde se difundirían las aguas a otro paraje más bajo. Hechas las excavaciones, se debía cubrir toda la superficie de la cisterna con un macizo de mampostería de tres pies de grueso, bien trabado y unido para que sirviese no sólo de cimiento a los muros principales y de división, sino también para base y firmeza de su pavimento, el cual convenía hacerlo de tres solerías de ladrillo, asentado en mezcla fina.
Concluido el suelo, se elevaban sus muros principales y de división hasta el arranque de las bóvedas, dándoles el grosor que correspondiese al peso que debían sostener, construyéndolos de piedra o ladrillo con gran cuidado, sirviéndose de mortero de cal y arena. Los muros principales debían labrarse sin agujeros para andamios para evitar fugas de agua, y sería muy provechoso cubrir los paramentos interiores de los muros con dos alicatados de ladrillos, bien trabados y pegados con mezcla fina. Las bóvedas se construían y cubrían con las mismas precauciones. El suelo de las cisternas y paramentos de muros principales, hasta el mayor nivel que alcanzase el agua, se debían jaharrar, es decir, cubrir con una capa de yeso o mortero, y enlucir después con algún betún o argamasa. Al levantar cisternas en terrenos húmedos o de abundantes manantiales, era bueno aplicarles entre muros y tierras una capa de greda amasada y apisonada, para impedir que las aguas exteriores aflorasen en el muro, pues con el tiempo podrían filtrarse dentro de las cisternas y comunicar a sus aguas algunas impurezas (Forest de Belidor, 1742).
Además de las cisternas, se solían construir en las fortalezas unas balsas o estanques descubiertos donde se acopiaban las aguas que no cabían en aquéllas, o que teniendo sus derrames hacia otra parte se podían aprovechar para otros usos diferentes al de beber, como fue el caso de una balsa utilísima que se ejecutó en el castillo de Montjuich de Barcelona. Estas balsas se construían con una bajada o pendiente suave, por un lado al menos, para facilitar el servicio del agua que contenían, la cual normalmente se destinaba para lavar la ropa, y en todo lo restante se observaban las mismas reglas para fabricar los suelos y muros de las cisternas (Forest de Belidor, 1737).
El primer documento que hemos registrado relativo a una gran cisterna construida en la plaza de Ceuta corresponde a un plano que no presentaba ni autor ni fecha de realización, pero que por analogía con otros lo hemos datado hacia 1721 (Fig. 156). Y el primer documento escrito relativo a esta obra fue una carta del gobernador de Ceuta, Francisco Fernández de Ribadeo, que con fecha 17 de septiembre de 1722 envió al Marqués de Castelar, haciéndole saber que el rey Felipe V le había mostrado su preocupación por alguna escasez de agua en Ceuta debido al gran consumo originado por el crecimiento demográfico y por los destrozos ocasionados por los vecinos a las antiguas cisternas situadas en la Almina, para aprovechar sus cantillos de piedra y hacerse con ellos sus propias casas. Por todo ello, el monarca le pedía la reedificación y el aumento de dichas cisternas. Por su parte, Ribadeo le expuso que...
“mas diré a V.S. que, precaviendo desde el principio que entré en esta plaza, carecería de agua este pueblo, y que convenía aplicarse a conservar y reedificar todas las cisternas que se encontrassen de provecho, las quales han servido mucho en la última expedición para poner en ellas el agua que se embiava de España para el Exército, siendo notorio que ninguno de mis predecesores ha tenido este cuydado, o no se les ha ocurrido por no haver havido entonces la carestía de agua que yo he experimentado, de que en diferentes ocassiones he informado a la Corte...”
La justificación que dio Ribadeo al rey fue que las cisternas se caían de viejas, que habían sido destruidas por la caída de edificios antiguos contiguos, y que estaban muy dañadas por los continuos estruendos de la artillería y las voladuras de minas habidas en la plaza durante el sitio ismailita. Según el gobernador, en dicha fecha sólo habían treinta y cinco cisternas en la ciudad y siete en la Almina, conteniendo todas ellas un total de 50.000 arrobas de agua, y en años anteriores la ciudad debió tener falta de agua, sabiendo que en toda la Almina existían 493 pozos y treinta y nueve norias. En el año 1718 contabilizó en Ceuta un vecindario de 660 familias, comprendidos los desterrados y sin contar la guarnición extraordinaria, de modo que para cada familia se podía decir que había un pozo, y este problema se agudizaba si se contaba lo poco que había llovido años atrás. En la Almina había una cisterna antigua que estaba destruida en parte, situada en un paraje a propósito para recibir las aguas de los barrancos del Monte Hacho, de 1780 toesas de superficie y diecisiete pies de alto, capaz de contener un total de 2.913.212 arrobas de agua. Quedaba en pie más de las dos terceras partes, faltando sólo una tercera parte por reedificar. Habría que limpiarla de tierra, pues tenía más de toesa y media hasta llegar al suelo firme, y reedificándola esta plaza no necesitaría de socorro de agua de la Península, costando su transporte mensual más de lo que costaría el ponerla en buen estado.
El gobernador entendía que la reedificación era una obra grande, si se quería además cubrirla, como estaba antaño, de bóvedas de ladrillo, por lo que proponía dejarla descubierta en forma de estanque, por lo que si se quisiera, dada su situación, sería fácil el sacar el agua hasta el mar por medio de una esclusa. En tanto el rey meditaba lo propuesto por el gobernador, se aceptó el proyecto del Ingeniero 2ª Andrés de los Cobos, en el que cortaba algunos barrancos que había a la altura de la Almina para probar si se mantenían en ellos algunas balsas de agua. Este ingeniero remitió una carta al Ingeniero General Jorge Próspero Verboom, a la que acompañaba un plano de una parte del barranco llamado “del medio”, desde lo que servía para la presa o retención de agua, ya casi acabada, hasta su desagüe al mar. Además de esta obra, proyectó otra a veintiuna toesas de distancia, no para construirla en ese momento, sino sólo para que, con permiso de Verboom, pasasen los pedreros al terreno intermedio entre las dos obras y únicamente con sacar la piedra precisa, que en este lugar era de la mejor calidad, podría hacerse para el mes de mayo de 1723 otra con la misma capacidad que la ya levantada, proponiendo el coste de mano de obra y cal, igual que la ejecutada, por casi 100 doblones.
Tenemos que reseñar que los ingenieros empleados en Flandes combinaban las características de la construcción en seco y las hidráulicas, siendo hábiles profesionales en trabajos de fortificación donde el agua representaba un importante papel. Aquí fue donde Verboom empezó a destacar y a alcanzar grandes experiencias en este campo del arte militar, proyectando en el Flandes marítimo y Mons tanto parapetos, caminos cubiertos, rebellines y hornaveque, como esclusas, canales y sistemas de abastecimiento de agua potable a fortificaciones y ciudades. Asimismo, estuvo en 1722 trabajando en las obras de fortificación y muelles de Málaga, elaborando incluso un proyecto para el abastecimiento de agua a dicha ciudad. En Ceuta realizó el plano y perfiles de un aljibe o cisterna antigua que se hallaba detrás de la plaza, en terrenos de la Almina, que recibía las aguas llovedizas que bajaban del Hacho, con el proyecto de restablecerla con bóvedas de ladrillos sobre pilares, y con capacidad para 1.303.102 arrobas de agua (Figs. 157 y 158).
Dicha documentación gráfica formó parte del expediente que remitió Verboom, junto a una instrucción muy completa, al Marqués de Castelar a primeros de noviembre de 1722, y en el mismo señalaba que la recomposición del aljibe antiguo de la Almina, aumentaría su coste por haberse proyectado su cubrimiento con bóvedas del espesor de ladrillo y medio, conforme reconocían los arquitectos antiguos, para que el agua no se corrompiese con el ardor del sol en verano, no se ensuciara de polvo y para que, dada la inmediatez de la ciudad, no pudiesen algunos malintencionados ensuciar el agua y apestarla, dejándola inservible. Para que el agua se introdujera clara en el aljibe, Verboom preveía unas balsas o receptáculos para que aquélla, antes de entrar en él, depositase en ellos la mayor cantidad de arena y fango que trajese consigo. Incluso subdividía el aljibe principal en otros secundarios para evitar su limpieza diaria y, cuando se tuviese que limpiar, dispuso un conducto en uno de sus ángulos para sacar el agua que hubiese en el aljibe y dejarla correr al mar, dejando otro conducto mayor macizado con cal y canto, pudiéndose abrir para sacar de él todo el fango o barro del fondo, lo que concluido se volvería a macizar para dejar entrar agua nueva. Encima de las bóvedas formó un terrado enladrillado, con una pendiente hacia uno de los ángulos, donde habría un agujero por donde se introducir a en el aljibe el agua de lluvia que cayese encima del referido terrado. En su superficie se situarían cinco aberturas de tres pies de diámetro con sus brocales a modo de pozos, cuatro para poder sacar el agua con cubos y el quinto para alzar las compuertas que estaban en la muralla que dividía el aljibe en dos partes. Todos estos brocales tendrían sus puertas de tablas con sus cerrojos, para que se sacase el agua según conviniese.
Fue preciso reforzar la muralla antigua de dicho aljibe que miraba hacia el barranco, ya que tenía minado y comido su pie por la acción de las aguas llovedizas que pasaron por dicho barranco. Junto a esta zona había árboles y huertos que crecían satisfactoriamente por estar situados en terrenos muy fértiles, siendo hasta una altura de nueve pies todo de tarquín y tierra de la más fina y grasa que había en la montaña del Hacho. El coste de la obra era alto, según Verboom, pero si se pensaba en la gran escasez de agua que tenía la plaza y lo que costaría si se tuviese que traer de la Península, entonces sí compensaba, habida cuenta de que sólo el gasto de las botas que sirvieron para transporte en la última expedición, importó más del doble de lo que suponía su proyecto. El aljibe contendría, hasta el arranque de las bóvedas sobre quince pies de altura, un total de 1.303.102 arrobas de agua, que equivalían a 8.144.362 y media raciones de agua de azumbre cada una, cantidad suficiente para remediar cualquier necesidad.
Además de estos argumentos, Verboom detalló el tanteo del coste que supondría la referida recomposición. Se sacarían casi 1296 toesas de tierra de escombro del aljibe principal para dejarlo como estaba antaño, cuarenta y seis para excavar el sitio donde irían ubicados los pilares y la muralla de división del aljibe, 361 en la excavación de la primera balsa, 103 en la de la segunda, 212 para poner el radier o empedrado y 108 para excavar la cimentación de la muralla para recalzar la del aljibe por la parte del barranco; y el valor de esta partida de excavación de tierras ascendería a 47.868 reales de vellón. La mampostería necesaria para cimentar los pilares y la muralla de división del aljibe principal sería de casi veintitrés toesas, de 69 la precisa para la muralla y suelo de la primera balsa, de treinta y seis la de la muralla y suelo de la segunda balsa, 52 para el radier y 160 para reforzar el aljibe del lado del barranco; todo ello por valor de 100.086 reales de vellón. El gasto de albañilería se descomponía en 92 toesas para pilares y muralla de división del aljibe principal, 322 para las bóvedas y treinta y ocho para el parapeto superior del aljibe. Para enladrillar el suelo del aljibe se contaría con treinta toesas, 60 para el terrado, cuatro para la primera y dos para la segunda balsa. El total presupuestado para gastos de albañilería sería de 315.432 reales de vellón, teniendo en cuenta que los ladrillos que se emplearían en esta obra deberían estar hechos a propósito, es decir, de diez pulgadas de largo, cinco de ancho y dos y media de grosor.
Se emplearían también 244 toesas cúbicas para cubrir de hormigón las bóvedas que formaban el terrado, que supondrían 97.600 reales de vellón. Verboom consideró suficiente construir tres naves de ocho bóvedas cada una, que incluiría, junto a la madera, clavazón, transporte y mano de obra, un total de 75.821 reales de vellón. El último capítulo fue el coste de las compuertas, calculando el ingeniero que los ganchos, la mano de obra y el clavazón supondrían 2034 reales de vellón. Así pues, el valor total de la obra sería de 750.000 reales de vellón, es decir, 50.000 pesos, metiendo en ese montante los andamios, puentes, el desperdicio de ladrillos, la composición y revoque de paredes antiguas y nuevas, así como también los gastos imprevistos.
Verboom pasó de Málaga a Ceuta en marzo de 1723 para dirigir personalmente las obras del restablecimiento del aljibe, permaneciendo en la plaza ceutí todo ese año. A finales de abril notificó a Castelar que como había llovido insistentemente en esos días, se llenaron algunas cisternas y otras habían transpirado en diferentes pozos, pero siendo pocas y pequeñas las primeras, no podían abastecer en demasía, y habiendo hecho la diligencia de hacer medir el agua de todos los pozos, encontró que los más próximos a la costa habían aumentado su capacidad, unos una vara y otros vara y media, mientras que otros sólo dos cuartas y muy poco los de la Almina. A los pocos días cesaron las lluvias, y las que cayeron produjeron muy poco efecto por la gran aridez de la tierra. Verboom reiteró en estos momentos la importancia para la ciudad de que comenzasen ya las obras de la gran cisterna o aljibe, para cuyo fín necesitaba la cantidad referida de ladrillos gruesos y medianos de Málaga. Como entendía que su fábrica emplearía mucho tiempo para su conclusión, informaba el ingeniero a Castelar que se podría recoger en ella una gran porción de agua en su mitad, mientras se hacía la otra mitad de su suelo y paredes y se practicaba una muralla de separación para recibir el agua que cupiese en esa mitad, al tiempo que se cambiaba el resto y se construían las bóvedas de la otra mitad. De esta forma, no se dejaría de tener una buena provisión de agua para disminuir el gasto del aprovisionamiento de agua desde la Península, que sería grande si continuaba la falta de pozos.
En abril del año siguiente pasó a Cádiz para trabajar en sus fortificaciones. En la leyenda de un plano de 8 de noviembre de 1724 (Fig. 159) se confirmaba su partida de Ceuta, así como la situación al presente de la gran cisterna y las balsas, confirmando que una de las balsas se llenaba de agua para el ganado y otra había alcanzado el tope de su capacidad.
En el año 1723 estuvo también trabajando en la reedificación de la gran cisterna y balsas el Capitán Ingeniero 2ª Pedro Daubeterre, con proyectos donde se especificaban dos balsas hechas con paredes de cal y canto, empezadas a fabricar en 1722, y que ahora se habían ensanchado y profundizado, y necesitaban para su conclusión el alzamiento de paredes. Dichas balsas estaban llenas de agua y se señalaban también otras dos que tenían paredes de piedra seca y malecones de tierra que no habían recibido agua todavía, habiéndose ejecutado en el otoño (Figs. 160, 161, 162, 163 y 164). Daubeterre advertía que la peña en que estaban construidas estas balsas era muy porosa y llena de vetas, por lo que no conservaba su agua sino que sucesivamente transpiraba de una a otra hasta salir de la última. Si no llovía pronto se agotaría, lo que no sucedería hasta dentro de un año o más por el acopio de agua que se podría recoger en ellas. Las cisternas y pozos de la plaza descansaban, mientras la guarnición, los vecinos y los ganados se servían del agua que manaba de la última balsa, para lo cual había suficiente todavía. En definitiva, su proyecto presentaba pocas novedades a lo aportado por Verboom, tan sólo las murallas y revestimientos nuevos en las cisternas. Durante todo el año 1724 estuvo Daubeterre reedificando la gran cisterna, como mostraba un plano con lo ya finalizado y lo que faltaba por hacer (Figs.165 y 166).
Una carta del Marqués de Lede, General en Jefe del Ejército, dirigida al Marqués de Castelar y fechada a finales de agosto de 1724, narraba las vicisitudes por las que atravesaba la plaza de Ceuta, y en especial el problema del suministro de agua a la ciudad, con lo cual transcribía casi literalmente lo que le había relatado Daubeterre días antes desde dicha plaza. Se censuraba en dicho documento que lo que atrasaba las obras era la falta de caudales para pagar a los obreros, siendo indispensable que el rey Felipe V los remitiese, al tiempo que aumentase el número de obreros para que por lo menos se procurase poner en estado de defensa las obras más avanzadas de la plaza. En cuanto a la cisterna, Daubeterre le indicaba que dicha obra quedaba suspendida, así como las reparaciones necesarias, teniéndose que ejecutar primero la bovedilla que debía cubrir el desagüe principal de la cisterna que salía por debajo del Camino Real hasta el mar, ya que había permanecido abierto hasta ahora y le parecía indispensable hacerlo para no embarazar dicho paso, y en segundo lugar hacía falta tapar la boca del pozo para impedir que se cegase. La tercera reparación consistiría en enfajinar el terreno sobre el que estaba fundada la casa destinada para la guardia de la cisterna, así como terminar de enladrillarla. Al ser dichas reparaciones de poco coste, el Marqués de Lede no encontró ningún inconveniente para su ejecución y tramitó dichas peticiones al Rey para que resolviese convenientemente.
Durante los siguientes veintiséis años no hubo novedades dignas de mención en estas obras hidráulicas. Ya en 1750, el gobernador y presidente de la Junta de Reales Obras de Ceuta, José de Orcasitas y Oleaga, se dirigió al Marqués de la Ensenada a finales de julio para detallarle la situación en que se encontraban las balsas, formándole el plano y perfil y advirtiéndole que, debido al nuevo camino que entonces se estaba haciendo en el Hacho, llegarían más aguas a dichos receptáculos. Orcasitas esperaba que pasase el Ministro a Fernando VI el acuerdo de dicha Junta de poder ampliar los muros para que no se experimentase como hasta el presente escasez de aguas (Fig. 167).
El Ingeniero 2ª Carlos Luján notificó al Marqués de la Ensenada a finales de mayo de 1751 que a los grandes aljibes se les iba todo el agua por sus cimientos, cuya reparación debió hacerse el año anterior antes de recibir el agua, pero que por su carencia y estando de acuerdo con el gobernador se aprobó que entrase el agua para cubrir cualquier emergencia que se pudiese dar. Para remediar este inconveniente se necesitaba, según Luján, hacer en sus suelos un plano de mampostería de un pie de alto con un hormigón de ocho pulgadas, y debido a que estos aljibes aún contaban con nueve pies de agua para abastecer a la guarnición y al pueblo, él no se atrevía a recomponerlos. También informaba que había suficiente agua en las Balsas de San Amaro y en los pozos de la Plaza de Armas para hacer frente a una eventual sequía. Luján trazó igualmente un plano a principios de junio, con el perfil y vista de un cuartel nuevo capaz para un regimiento de infantería y desterrados, situándolo a la izquierda de las Balsas y mirando de frente a la Marina Norte, y en su leyenda citaba la Gran Cisterna, el Pozo del Rayo y las Balsas de San Amaro (Fig. 168).
Jerónimo Amici fue nombrado Ingeniero Director de la plaza de Ceuta en 1752 y se le relevó de dicho cargo al año siguiente, siendo sustituido por Juan Bautista Gastón y French. Durante ese tiempo trabajo en el gran cuartel que había proyectado Luján, llegando a completarlo en planimetría con capacidad para un regimiento, 1200 desterrados y disponer de pabellones suficientes para oficiales. En dicho documento aparecían a su izquierda las Balsas Viejas de San Amaro, con las murallas de piedra seca para detener sus aguas, y a su derecha las Balsas Nuevas o del Pozo del Rayo, bien comunicadas por caminos que iban al Monte Hacho y Calle Real de la Almina y bien protegidas por el Cuartel nuevo y las Murallas de la Marina Norte (Fig. 169).
Para dotar a Ceuta de suficientes recursos hídricos trabajó también el Ingeniero Ordinario Martín Gabriel, que hizo una relación de la plaza de Ceuta a mediados de septiembre de 1775, siendo gobernador Domingo Joaquín de Salcedo, y en él reseñaba que...
“subsistiendo en el presente año las balsas en el mejor estado, son la alaxa más apreciable y de mayor importancia de la plaza, pues suministran casi toda el agua a la población y Guarnición de la que se recoge en ellas de las faldas vecinas del monte Acho. En el interior de estas balsas nuevas, aprovechándose de su pared de recinto, se construyeron últimamente tres espaciosas quadras para aloxamiento de la tropa de Cazadores o Miqueletes, que en esta situación podrán acudir con facilidad a quanto ocurra de nuebo en todo el recinto de el Acho...”.
En 1792, el Teniente Coronel e ingeniero, Carlos Masdeu, servía en Ceuta a las órdenes del Coronel e Ingeniero Extraordinario Francisco de Orta y Arcos, y redactó a finales de febrero un nuevo proyecto para la defensa de la plaza, en el que llegó a decir que...
“el hacer una balsa en la cañada de Baldeaguas combiene, si no es suficiente de la mitad que se ha propuesto, en atención a que las siete existentes se puede a poca costa lebantar 2 pies más a cada una...”
Este documento se completó con otro de Orta fechado a mediados de junio de 1795, que llegaba a describir que había 2500 varas desde Santa Catalina al Sauciño, Pineo Gordo, Torremocha, San Amaro, hasta las Balsas, donde concluían en los escarpados, conforme el rey lo tenía aprobado. Lo detallado hacía referencia a la parte de la Almina que miraba a la Bahía Norte, en la que estaban situadas las Balsas, y en la que Orta proyectó, como Masdeu, una gran balsa o pantano, que permitiría aumentar el potencial hídrico de la ciudad y evitaría en parte el suministro de agua desde la Península. La situó en la Cañada de Valdeaguas, ya que ésta disponía de una tierra muy apta para plantar un excelente pinar y quedaría a la izquierda de las Balsas Viejas de San Amaro, en un paraje de fácil comunicación y bien protegido de posibles incursiones enemigas por estar flanqueado por la Fortaleza del Hacho, el Castillo de Santa Catalina, el Puesto de guardia del Sauciño, la Batería a barbeta de Pineo Gordo y la de Torremocha, el Castillo de San Amaro y el Cuartel nuevo (Fig. 170).
En 1900, de las cuatro balsas que quedaban en funcionamiento, sólo permanecían activas la primera, conocida como Fuente del Hierro, y la de la Reina, que fue construida por el gobernador José Urrutia de las Casas el 1 de julio de 1794, como aparecía inscrito en uno de sus arcos. La Fuente del Hierro fue restaurada en 1892, creándose plaza fija para el guarda y constituyéndose en un vivero que abastecía de plantas a los jardines de la ciudad, y en 1912 se derribó el rastrillo que separaba la contigua Maestranza de Ingenieros de la zona de las Balsas y del Pozo del Rayo (Figs. 171 y 172).
V.- Representación, disposición e imagen de la plaza de Ceuta durante el siglo XVIII
El desarrollo urbanístico de las ciudades españolas del siglo XVIII partió desde la monarquía borbónica siguiendo las ideas propugnadas del centralismo y búsqueda de un orden autoritario. A comienzos de la centuria, Ceuta seguía considerándose como una ciudad-cuartel, manteniendo unas estructuras de defensa que configuraban el esqueleto externo de la plaza, mientras que el interno permanecía con pocos cambios con respecto a las típicas ciudades barrocas de la época, es decir, con una Plaza de África con capacidad para formar en ella hasta 3000 soldados, que se continuaba hasta la Plaza de los Cuarteles, junto a Plazuelas como la de San Juan de Dios y la de San Blas, calles principales como la Calle Real Baja, la de Misericordia, la Derecha, la de la Brecha, la del Espíritu Santo y la del Almacén de la Pólvora o de Armas, y Puertas como la Primera, la de la Ribera, la de Santa María y la de la Almina. Sin embargo, poco a poco la plaza comenzó a superar las rígidas vinculaciones impuestas por el estamento castrense, y aunque el nuevo sistema borbónico se mantuvo inserto en estructuras preexistentes, las posteriores iniciativas reformadoras de los ingenieros ilustrados, sobre todo a partir de la segunda mitad de siglo, se plasmaron en realizaciones constructivas y urbanísticas de un superior calibre, tanto en cantidad como en calidad, siguiendo siempre el modelo galo.
El primer plano que hemos localizado de este siglo fue confeccionado en los primeros años, como aporte gráfico de la situación de las fortificaciones de la plaza y del asedio que desde 1694 sufría por parte de los marroquíes, que, mandados por el gobernador de Tetuán, Alí ben Abdalá, pretendían apoderarse de ella en nombre del sultán Muley Ismail. Distinguía tres partes, la fortificación del Frente y recinto de la Ciudad, con el Medio Bastión de Santiago, el Ángulo de San Pablo, los Reductos de África, de Alcántara y de San Francisco Javier, los Bastiones de San Pedro y de Santa Ana, el Revellín de San Ignacio, el Tenallón, los Baluartes del Torreón y de la Coraza alta, la Batería del Mirador, los Bastiones de San Juan de Dios, de la Pólvora y de San Francisco, y el Puente de la Almina. En un segundo conjunto o parte situaba los edificios de la ciudad, como el Santuario de Nuestra Señora de África, el Convento real de la Trinidad, la Iglesia Mayor (arruinada), la Casa de la Misericordia, el Palacio Viejo de los Gobernadores, la Puerta de la Almina, el Almacén de provisiones del Sillero, los Cuarteles de la Guarnición, la Capilla de San Antonio, la Maestranza, las Puertas de Santa María y de la Ribera. Por último, aparecían las partes más señaladas de la Almina, con el Convento de San Francisco, el Hospital real, la Veeduría, la Iglesia de Nuestra Señora de los Remedios, la Casa del Obispo, el almacén de provisiones de San Pedro, la Capilla de Nuestra Señora del Valle, la Cisterna y la Pedrera o cantera. Aparecían perfiladas las casas y calles, la vieja muralla modernizada al fortificarse por el sistema de Vauban, el Frente del Campo Exterior que daba al enemigo, la Península de la Almina en donde se iniciaba la ciudad nueva con el Palacio, los Cuarteles de Caballería, la Casa del Obispo, el Hospital, el Convento de San Francisco, el extenso campo atrincherado de los magrebíes, el recinto exterior de Ceuta la Vieja, las baterías enemigas, el Cuartel de los Alcaides, la casa de las concubinas, etc (Fig. 173).
Los detalles de la vida diaria de esos momentos quedaron reflejados fielmente, como la instrucción que hacía un regimiento situado en la Plaza de los Cuarteles, las tareas de arar los huertos de la Almina, el tránsito de recuas por los caminos, la ocupación de las trincheras y el cuidado de las baterías por parte de los sitiadores, las evoluciones de un escuadrón de caballería en un campo cercano, la llegada de tropas enemigas por el camino de los Castillejos, el desembarco de barriles de víveres en Cala Benítez, grupos de personas que hablaban, que cuidaban el ganado que pastaba, que cazaban ciervos y liebres a caballo. En el mar aparecían fondeados gran número de bajeles, y sobre las peñas de la costa musulmanes y cristianos pescaban plácidamente con caña.
En otro plano del mismo año quedaban situados, entre el Mar del Sur o de Tetuán y el del Norte o de España, en el Campo Exterior el puesto y la punta de la Tramaquera, el Camino a Tetuán desde Castillejos, el Cuartel de los Alcaides, el Campamento de los moros, los Terrones, Ceuta la Vieja, Puerto Benítez, Torre del Vicario y las Baterías de la Marina, la nueva y la vieja, la del Chafariz, la del Morro y la del Chorrillo. En la ciudad, los Espigones del Albacar, el Bastión de los Mallorquines y la Playa de la Ribera; y en la Almina la Piedra de Don Gaspar, San Simón, el Molino de viento, Playa Hermosa, el Valle, la Cisterna o ribero, el Fuerte de San Amaro, la Fuente de la Teja, San Antonio, los Barrancos o riberos de Valdeaguas, del Codicino, de Santa Catalina y de la Teja; los Islotes de Santa Catalina, Punta Almina, el Barranco y Fuerte del Desnarigado y el Hacho (Fig. 174).
Un plano de 1720, cuyo autor fue un delineante de la Real Escuela de Javeques de Cartagena, situaba muy pocos accidentes geográficos y puestos fortificados, como Punta Almina, el Hacho, el Fuerte de San Antonio, el Barrio Nuevo, la Ciudad, el Foso, las fortificaciones avanzadas, las galeras o escuchas, el Serrallo, Ceuta la Vieja, Sierra Bullones, Cabo Blanco, el sitio donde acampó la Marina y el navío Tigre haciendo fuego; todo ello en clara alusión a la expedición realizada por el Marqués de Lede en dicha fecha. Curiosamente, frente al Foso semiseco de la Almina delimitó las brazas de profundidad para que los bajeles pudiesen estar informados a la hora de acercarse y fondear (Fig. 175).
En otro plano anónimo del mismo año, se ampliaba el hinterland ceutí hasta el río Castillejos y Tánger, distinguiéndose el campo fortificado y cómo el Marqués de Lede dispuso su Ejército el 9 de diciembre, fecha en que 35.000 marroquíes iniciaron el ataque sobre la plaza de Ceuta, y también iban señalados los campos ocupados por el enemigo antes de dicha jornada. En su leyenda quedaron situadas la Ciudad, la Almina, el Hacho, el Morro de la Viña, el Topo, Ceuta la Vieja, la Casa del Alcaide, las chozas moras, Cala Benitez, la parte derecha de la línea ocupada por una brigada local auxiliada por la caballería, el paraje ocupado por la Brigada de Granada, el paraje sostenido por el Batallón de Palencia, el cementerio ocupado por los granaderos, las baterías de la derecha, de la izquierda, de Granada y de Guardias Españoles; el montecillo, las Compañías de Dragones de Sagunto, de Dublín y de Pavía y las de Caballería del Príncipe, de Rosellón y de Montesa; y de igual modo, se alineaban las marchas enemigas de caballería e infantería (Fig. 176).
Las primeras normas urbanísticas halladas en esta primera mitad de siglo correspondieron a un documento anónimo fechado en 1722, en el que se afirmaba que poco a poco había ido creciendo el número de vecinos de la plaza, que éstos se vieron obligados a hacer casas fuera del recinto ciudad a causa del sitio ismailita, en las faldas del Monte Hacho, en el paraje que se llamó antaño Arrabal de la Almina, en donde estaban situadas las Casas Reales del Capitán General y del Veedor. En la actualidad dicho arrabal estaba muy poblado, particularmente después de la expedición del año pasado, con tenderos, vivanderos y otros artesanos que allí se quedaron, contándose en la plaza 436 personas de comunión y 1916 en la Almina, sin incluir las tropas de la guarnición ni los presidiarios; con lo que se contaba con un total de 2352 personas, de las que 700 eran mujeres, y este número resultaba muy crecido ...
“para un presidio que se deve mirar como una atalaya y no como una plaza de comerzio, según se dixo en otra ocasión, siendo parte de dicho vezindario mantenido con pensiones de Su Magestad y se devería (a fin de evitar tan crecido gasto a la Real Hacienda y de aliviar la guarnición, como por otras conveniencias que se seguirían a la plaza) defender absolutamente que se estableziesen más familias, mandando salir las que últimamente, después de 1.721, sean connaturalizados, prohiviendo el que se construian nuebas casas, pues del establecimiento de éstas se sigue el que se tenga más terreno que defender...”.
Según dicha relación, además de dicho vecindario, había en la plaza el estado eclesiástico, por ser sede obispal, manteniéndose en ella el Obispo, que tenía su Casa en la Almina y extendía su diócesis a los presidios de Melilla, Alhucemas y Peñón de Vélez. El cabildo se componía de siete canónigos, cuatro dignidades y doce sacerdotes, con la Catedral sita en la Plaza de África, al otro lado de la Iglesia de Nuestra Señora, el Convento de la Trinidad Descalza, la Real Casa y Hospital de Huérfanos y Religiosas de la Misericordia y la Ermita de San Juan de Dios; y en la Almina estaban la Parroquia de Santa María de los Remedios, el Convento de Descalzos Franciscanos y el Hospital Real.
El último plano que hemos seleccionado de esta primera mitad de siglo es una vista frontal tomada desde la Bahía Norte, entre la Casa del Gobernador y Punta Almina, en el que se destacaban espacios militares, religiosos y civiles, como la Casa del Obispo, el Hospital Real, el Convento de San Francisco, la Casa del Gobernador, la explanada del Rebellín, el Puente de la Almina, el Convento de Trinitarios Descalzos, la Catedral, la Iglesia de Nuestra Señora, la Torre del Reloj, la Coracha, la Puerta Principal, la Muralla Real, el Torreón, el Espigón, la Puerta de la Sangre, las Fortificaciones Exteriores, Ceuta la Vieja, el Morro de la Viña y el Campo de los moros. Por entonces, y como consecuencia del sitio, se encontraba demolido el Medio Bastión de Santiago y se construían la Contraguardia y Caballero de Santiago, las Lunetas de la Reina, de San Luís y de San Felipe, la Contraguardia de San Javier, los Reductos de San Pablo y de San Jorge, el Rebellín de San Ignacio, las Lenguas de Sierpe y los Cuarteles a prueba de bomba arriados a la Muralla Real (Fig. 177). Tras la epidemia de peste bubónica sufrida por Ceuta en 1744, interesaba la reparación de algunos edificios por haber sido pasto de las llamas, como las Iglesias de San Antonio, del Valle y de San Amaro; el Hospital chico de San Amaro, el Hospital Real; los Cuerpos de Guardia del Pozo del Rayo, de las Balsas y de San Felipe, y las casas particulares de Juan Aguado, de María de Ledesma, de José de Linares, de Gregorio Parra y de Tomás Pinto; por un coste de 344.936 maravedíes, según la Junta Real de Obras.
Con el devenir de los años el panorama de la ciudad fue mejorando, puesto que las realizaciones poliorcéticas se extendieron hasta alcanzar casi las eminencias del Campo Exterior por el oeste y las estribaciones del Monte Hacho en la Península de la Almina por el este. En proyectos avanzados se seguía buscando la adaptación del diseño urbano a la realidad topográfica, produciendo adaptaciones en el trazado ya existente, y aunque la ciudad se siguió concibiendo en estas primeras décadas como ciudad cerrada, limitada por el entorno geográfico y encorsetada entre sus defensas, la verdad fue que, remontada la primera mitad, iría dando una imagen de ciudad más en consonancia con los presupuestos ilustrados, es decir, una ciudad militar más moderna. En esta apertura tuvieron mucho que ver la nueva extensión de los límites de la ciudad, los ensanches interiores, la ampliación de varios puertos comerciales, la continuación en ambas bandas costeras de murallas y baterías, la dotación de cuarteles exentos y almacenes nuevos en la Almina, el poblamiento civil y militar del anterior paraje rural, la revalorización de la Ciudadela del Monte Hacho, la construcción de otro hospital, de la Casa Consistorial, de balsas y cisternas, de cementerios, de cárceles, la roturación de nuevas parcelas en el Campo Exterior y la Almina, la aplicación de nuevos cultivos y la delimitación urbana de alamedas, fuentes, paseos, plazas, parques y avenidas, como también se proyectaban a propuesta de Carlos III en ciudades como Málaga, Córdoba, Barcelona, Sevilla, Granada, Cádiz y Burgos (Sica, 1982).
En torno a 1750 surgió una voluntad nueva para conocer la realidad de la ciudad, entendiéndola como productora de riqueza, y sólo cuando el interés económico se sobrepuso al militar empezaron a realizarse estudios sobre el territorio, partiendo del estudio de los bosques y montes, las calidades de las tierras, los ríos y arroyos, los caminos, los puentes, los parajes madereros, los nuevos puertos fluviales y marítimos y las atarazanas. En este sentido, los ingenieros militares fueron los auténticos artífices del cambio ilustrado sobre el territorio (Sambricio, 1991). También, la evolución socioeconómica producida durante los siglos XVII y XVIII transformó las concepciones económicas, ya que el mercantilismo, vigente desde el siglo XVI, dejó paso primero al fisiocratismo y luego al liberalismo económico. Frente al primero, que defendía el proteccionismo, el intervencionismo estatal y los monopolios; desde mediados del siglo XVIII los fisiócratas se basaban en el orden natural, la libertad económica y de trabajo, el librecambio, el individualismo, la no intervención estatal en la economía y fundamentaban la riqueza del país en la prosperidad y en el desarrollo agrícola.
En este sentido, un notable economista perteneciente al Ejército fue Alvaro de Navia Osorio y Vigil de Quiñones, Marqués de Santa Cruz de Marcenado, que desde los dieciocho años fue Maestre de Campo, interviniendo en la Guerra de Sucesión y después en Galicia, Ciudad Rodrigo y Cataluña, siendo nombrado en 1731 gobernador de Ceuta y muriendo al año siguiente en el cerco de Orán como Teniente General. Actuando como embajador en Turín en 1720, escribió la obra “Rapsodia económico-política monárquica”, en la que resumía su pensamiento postmercantilista o preliberal al afirmar que la riqueza de un país procedía de sus fábricas, la navegación, el libre comercio, las pesquerías, la agricultura, la ganadería y la población. Como representante de una primera generación de ilustrados españoles, que enlazaba con los novatores de finales del siglo XVII, expuso una serie de proyectos y reformas que en su mayor parte serían materializadas por ministros ilustrados de la segunda mitad del siglo XVIII, como la promoción de las industrias del azúcar y de los paños finos, la atracción de capitales extranjeros y la colonización de tierras con campesinos europeos. La preocupación por la salud pública, tan característica del siglo de las luces, estaba presente en su proyecto de ordenación territorial de las industrias y plantaciones, pues las fábricas y cultivos que pudiesen representar peligro para la salud, como el azúcar, el cáñamo y el arroz; deberían trasladarse fuera de las ciudades. Para evitar la deforestación en España propuso un plan de repoblación forestal en el que por cada árbol talado se plantaría otro nuevo, y si las características del terreno y del clima lo permitiese, se plantarían tres árboles por cada dos cortados.
Del mismo modo, tenemos que citar a Enrique Ramos, que alcanzó el grado de capitán en la Guardia Real española, participó en la expedición de Argel de 1775 y cinco años más tarde en la de Gibraltar, terminando su carrera militar como Mariscal de Campo. En sus estudios económicos, se adscribió a la doctrina fisiocrática, tanto por su defensa de la libertad de comercio, como por su análisis del producto neto de la tierra. En su libro de 1764, titulado “El trigo considerado como género comerciable” criticó las medidas mercantilistas de Colbert y defendió que el bienestar político y económico dependían de la agricultura, defendiendo por tanto el sistema inglés.
Mientras los ingenieros españoles se imbuían de estas teorías económicas, se siguieron levantando planos a modo de plantillas de las fortificaciones ceutíes, en las que se echaban en falta la definición de la trama urbana y la ocupación real de las manzanas, mientras que en otros a lo más que se llegaba era a distribuir de forma reticular los distintos trazados viarios, las calles, las plazas y los edificios militares, civiles y eclesiásticos. Tal fue el caso del plano de Ceuta realizado en 1751 por el Ingeniero Delineante Alejandro Anglés, en el que distinguía cinco partes o núcleos en el territorio ceutí, como el Frente de Tierra o Plaza de Armas, el Campo del Moro, el recinto de la Ciudad, la Almina y el Monte Hacho (Fig. 178). Por otro lado, el capitán e ingeniero Gonzalo Díez de Pardo firmó en ese mismo año un croquis o dibujo bastante simple que no detallaba apenas las fortificaciones del Campo del Moro y se centraba en el recinto de la Ciudad, la Almina y el Monte Hacho. En el primer núcleo señaló la Primera Puerta, la Sala de Armas, la Plazuela de San Juan de Dios, San Francisco, el Torreón de la Brecha, las espaldas de la Catedral, el Albacar y el Espigón de África. En el segundo recinto situó las Baterías de San Sebastián y de San Pedro el Bajo, los Abastos, la Cortadura del Valle, la Escuela Práctica de Artillería, la Batería Nueva, la del Molino de Viento, de San Jerónimo, de Fuente Caballos, de los Baluartes de San José y de San Carlos, y la del Agujero de la Sardina. En el recinto del Hacho emplazó la Ciudadela, con el almacén de pólvora, el cuartel, los pabellones y la casa vigía del hachero; las Baterías de San Amaro, de Torremocha, de Pineo Gordo, de Santa Catalina, de Punta Almina, del Desnarigado, de la Torrecilla del Desnarigado, de la Palmera, del Quemadero y del Sarchal, el Cuartel de Nueva Planta, las Balsas, Fuente Nueva, Fuente de la Teja, los Almacenes de pólvora de Valdeaguas y de Santa Catalina, las balsas de agua potable, el lavadero, las minas para su explotación, el Fortín de Santa Catalina y la Ermita de San Antonio (Fig. 179).
En representación de la ciudad de Ceuta dirigió una instancia el gobernador Juan Vanmarch al Marqués de Esquilache con fecha 22 de agosto de 1760, haciéndole saber que se había empezado su Casa Ayuntamiento en 1742, que se suspendió su construcción en 1743 por el contagio o epidemia de peste que afligió a la plaza, a cuya urgencia fue preciso acudir con el caudal de su fondo prevenido de los arbitrios, que gozaba por real concesión, establecidos en los abastos públicos para socorrer las necesidades y cuarentenas de sus moradores. Habiéndose depositado dicho fondo por real disposición de 7 de junio de 1750 en las reales arcas de tesorería, y hallándose suficiente cantidad, según constaba por certificación del Contador Real, se podría continuar la Casa hasta ponerla en el estado que sirviese a las funciones de la ciudad; pero hasta el momento la situación de las obras no permitía aún la plena actividad del Consistorio, por lo que se tuvo que usar para tal menester la cercana Catedral, sin poder echar mano tampoco del propio Archivo. Por todo ello, suplicaba la ciudad que el propio rey Carlos III librase de su propio caudal los 50.000 reales de vellón que habían calculado los Maestros de Obras que costaría la obra que se debería hacer. La ciudad esperaba que el monarca expidiese la orden conveniente ...
“...que por aora se juzga bastante ala fábrica de este edificio público, tan propio del decoro de la ciudad como preciso para sus Juntas y actos que hasta aquí se han ejecutado sin esta formalidad...”.
El 23 de marzo de 1761 se dio la orden real conveniente al Ministro de Hacienda, Sebastián Gómez de la Torre, para que librase la expresada suma y se concluyese la Casa Ayuntamiento de Ceuta, que en esos momentos debió colindar con el actual Palacio Municipal y asomar a la Avenida de las Palmeras.
Además de esta importante obra civil, hemos de tener en cuenta que ya desde 1753 se produjeron en Ceuta modificaciones del espacio urbano relativas a la introducción de la naturaleza en la ciudad, gracias a la labor del gobernador local, Carlos Francisco de Croix, que hizo plantar en todo el Rebellín, Baluarte de San Sebastián y Marina Norte unas alamedas, que desde el campo y el mar parecían un espeso bosque que no sólo causaba una vista deliciosa, sino que al mismo tiempo confundía a las observaciones de los enemigos, de modo que nada se podía distinguir con claridad y acierto. Al poco tiempo las esterilizaron, después las quitaron y, según el gobernador ...
“...hicieron este atentado con poca reflexión y con menos práctica que los modos de guerrear que tienen estos fronterizos”.
En el mismo sentido, el Ingeniero Director de las obras de la plaza, Juan Bautista Gastón y French, detalló a primeros de junio de ese mismo año las actividades desarrolladas en las Reales Obras, y en especial citaba las correspondientes al embellecimiento urbano por medio de los paseos arbolados con alamedas,
“...de los 1.175 Desterrados empleados en las reales obras de la ciudad, 18 trabajan en la Casa del Ministro Principal de Contaduría y Hacienda, 4 en el Palacio del Gobernador, 2 en las reparaciones del Convento de San Francisco, 75 en la Maestranza, 3 en la obra del nuevo Matadero, 23 en el taller nuevo de carpintería, 4 levantando tapias en el Camposanto, 46 excavando los cimientos del gran Cuartel, 5 regando los álamos y 3 limpiando los pozos de la Alameda”.
Sobre este particular, tenemos que reseñar que el arbolado se asoció desde antiguo a las vías de comunicación buscando sombra, abrigo y estética. Los romanos difundieron las hileras de olmos, en la Edad Media se prefirió el chopo lombardo, aunque se descuidó en general la red viaria, y en el siglo XVIII, con la Ilustración, cobró nuevo auge la plantación lineal junto a los caminos, buscando suavizar el paisaje. En España fueron los Borbones los que potenciaron esta práctica, fruto de la preocupación tardobarroca por realizar obras de acondicionamiento en los espacios abiertos y por embellecer las plazas por medio de obras de utilidad pública, en especial los reyes Fernando VI y Carlos III, sin olvidar el corto mandato de José Bonaparte. Jardines públicos que anteriormente habían sido tratados con indiferencia, ahora fueron asimilados por su funcionalidad (Bonet Correa, 1978). En el XIX se extendió el uso del plátano de sombra, e incluso en algunos tratados de Fortificación (De la Llave y García, 1898) de esta época se decía que los árboles de cierto espesor podían servir de abrigo a los tiradores, y si tenían espeso follaje ocultaban de las vistas del enemigo los atrincheramientos construidos detrás de ellos y dificultaban los reconocimientos. Igualmente, siempre serían útiles para construir con ellos talas o para proporcionar madera para los blindajes. Los setos, zarzas, espinos y pitas, que servían algunas veces de vallados, se podrían utilizar también para formar el revestimiento del parapeto o para ocultar las trincheras y disposiciones que se adoptasen por detrás.
En la primera mitad del siglo XVIII habían proliferado ya de hecho alamedas y jardines alrededor de algunas fuentes urbanas (Bernales, 1987), convirtiéndose éstas en centros de recreo, añadiendo al valor funcional el de ornato y diversión públicos. De hecho, la creación de plantíos se convirtió en auténtica obsesión para políticos y economistas ilustrados, por ver en ellos una importante fuente de recursos económicos, a lo que se añadía el cambio de concepción de los grandes espacios urbanos, con un sentido diferente a la estética celebrativa y ritual barroca en favor de un esparcimiento laico de tipo burgués. Las reales órdenes de época ilustrada eran proclives a remediar los males del país por medio de tímidas reformas en el campo de la agricultura y conservación de montes, y en consecuencia la imagen dieciochesca de la ciudad vino configurada por la mejora general de la calidad de vida del vecindario y la transformación progresiva de espacios urbanos preexistentes en lugares dominados por los conceptos nuevos de ocio y ornato públicos. Sin duda, mayor importancia tuvieron estos edificios de agua por su capacidad para animar los nuevos espacios de recreo tan en boga durante este siglo, como la Fuente de San Amaro de Ceuta, que fue mandada construir por Carlos III al gobernador de la plaza Miguel Porcel, Conde las Lomas, en el año 1788. De este modo, se valoró más este lugar dedicado a ocio en un ámbito semicampestre de la Península de la Almina, que como elemento inserto en el mismo límite urbano, y ello porque la progresiva secularización de la cultura impuesta por el regalismo ilustrado tendió a minimizar las exaltaciones pietistas de carácter popular, así como el predominio de lo sagrado sobre el espacio urbano, a pesar de que estas medidas dieran frutos tardíos y no siempre fueran bien aceptados por las autoridades locales. En este sentido, las fuentes públicas conservaron cierto protagonismo en la evolución urbana de las ciudades, modificando espacios y llegando a ser auténticos elementos propagandísticos del poder monárquico.
En correspondencia con todo lo anterior, Esteban Panón proyectó a mediados de diciembre de 1761 el plano, perfiles y elevación de un cuartel de infantería con capacidad para dos batallones, situándolo en la Almina de Ceuta en las proximidades del Mercado, entre la Puerta de la ciudad y la Casa del Gobernador. A la gran comodidad que tendría la tropa para acudir prontamente a lo que se le solicitase, se uniría que dispondría de una hermosa vista hacia el Estrecho. En el plano se delimitaban también nuevos espacios urbanos de especial relevancia, como el terreno ocupado por el plantío de árboles que se había hecho en 1751, las antiguas cocheras que se deberían quitar para formar aquella calle recta y servirse de la actual, la balconada de hierro de las cuadras altas y bajas para simetría de su fachada, así como una alusión directa a las medidas sanitarias al quedar trazada una rampa para comunicar al mar cobertizos para la pescadería. (Figs. 180 y 181).
Otro edificio que precisaba reparaciones era el Colegio de Trinitarios Descalzos de Ceuta. Fue necesario que su Ministro remitiera un memorial el 13 de julio de 1763 para representar cómo con las últimas lluvias había quedado dicho colegio muy deteriorado por tratarse de una obra antigua, sin que pudiese contar su comunidad con sitio donde alojarse, ni con medios económicos para su reconstrucción. Acompañaba una certificación de los Maestros de albañilería y carpintería de las Reales Obras de Ceuta, Juan Guerrero y Juan Sánchez, y adjuntaba también, para su supervisión por el Auditor de Guerra, la copia de la real cédula de 20 de marzo de 1680, que indicaba que dicho colegio era de Real Patronato y que su mantenimiento corría a cargo de la Real Hacienda con 800 pesos y 240 fanegas de trigo al año para dieciséis religiosos. Por todo ello, solicitaba un total de 40.000 reales de vellón para la fábrica nueva y que se encargase del gobierno y economía de ella al Obispo de Ceuta, Antonio Gómez de la Torre.
Además de este capítulo de reformas de obras religiosas, se generalizaron otras más en consonancia si cabe con el espíritu progresista ilustrado, como fue el novedoso proyecto de ampliación del Hospital Real realizado por el ingeniero Luís Huet, el 27 de marzo de 1765. Se proponía construir una sala destinada a la asistencia y curación de tísicos, enfermos de escorbuto y de contagios, ya que antes se ubicaban en cuartos subterráneos contaminados y sin ventilación, y otra sala para prácticas forenses; todo ello por un valor de 13.899 reales de vellón. Estas propuestas coincidían perfectamente con las llevadas a cabo en estos momentos en los Hospitales de la Coruña y de Tuy (De Riera, 1975). Este mismo ingeniero informó al Inspector General de Fortificaciones, Juan Martín Cermeño, que a primeros de noviembre de 1768 había tomado una serie de providencias para la defensa del Monte Hacho, debido a su dilatada circunvalación, a la ausencia de protección que mantenían sus puestos entre sí, a la imposibilidad de escarpar y hacer inaccesible la subida del terreno o monte intermedio de uno a otro puesto, a la poca consistencia del terreno por ser pizarroso en su mayor parte y de piedra veteada y fácil de desgajarse en el resto, el mucho coste de reedificar sobre los restos romanos una muralla que rodease todo el monte, y finalmente lo fácil que resultaría cualquier desembarco enemigo. Por estos motivos, Huet vio conveniente y muy útil plantar cuatro líneas de tunas y pitas desde Fuente Caballos hasta el Fuerte del Desnarigado, todas ellas en redientes y con plazas de armas de distancia en distancia, para que entrelazándose, guiándolas y creciendo en poco tiempo, se lograse tener en tres o cuatro años una línea de difícil acceso por su mutua defensa e impenetrabilidad. El mismo sistema aplicaría, dado lo escarpado del terreno y la mayor consistencia de las peñas, desde dicho fuerte hasta el de Santa Catalina.
Aludía también el ingeniero a que, según se fijaron los límites fronterizos en el último Tratado de Paz firmado con Marruecos, su emperador no permitiría la franquicia en lo sucesivo para conseguir los pastos de su campo. Por ello, reconoció con otros peritos todo el terreno que componía el Monte Hacho, y anotó que se debería haber desmontado hacía tiempo la jara que allí poblaba, para luego haberlo puesto en cultivo. Lo hizo presente en Junta de Reales Obras, y en ella se leyó una real orden de 7 de marzo de 1752 en la que el rey mandaba que se procurase cultivar dicho monte plantando en él aquellos árboles que se pudiesen adaptar mejor. De este modo, la Junta acordó dar el permiso correspondiente al ingeniero para que procediese al desmonte del jaral de las cañadas de Valdeaguas y el resto del Monte Hacho en sus vertientes septentrional, de poniente y de levante, empleando para ello a 50 desterrados que, ayudados por las últimas lluvias, llegaron a sembrar 148 encinas y alcornoques en diferentes faldas de levante y poniente, 500 castaños en otros parajes de la zona y una fanega de piñones en la Cañada de Valdeaguas porque contenía una tierra muy apta para criar un excelente pinar. Desde entonces ahora, se disponía ya de un pinar de seis pulgadas de altura y encinas, castaños y alcornoques de más de un pie; por lo que ante experiencia tan positiva Huet quiso también plantar granos de trigo y cebada, otras veinte fanegas de piñones, 50 de alcornoques, diez de robles, diez de encinas y otras tantas de castaños. Resultaría indudable que a los cinco años podrían pastar los ganados, estaría repoblado y cultivado el Monte Hacho y empezaría a producir la bellota necesaria para poner en montanera los cerdos que consumiese el abasto, con el beneficio para la guarnición y el vecindario, así como la madera y sarmientos necesarios para las fajinas,
“...sin estar expuesta la plaza ha hallarse sin este recurso en ocasión urgente, y que no da lugar por su possición ultramarina de proveerse tan pronto de nuestro continente como lo requiere un caso imprevisto, por no poderse tener en ella repuesto de este género”.
A los diez años se podrían entresacar también troncos y ramas menores para varios usos de marina y reales obras, y a los veinte se sacarían todas las demás que debieran consumirse en las obras.
El ingeniero Francisco Gózar planteó también, a mediados de abril de 1772, la defensa del Monte Hacho, en el sentido de que la obra para cubrir la Puerta de la Almina era bastante basta y tosca, requiriendo primero bastante tiempo en el desmonte y transporte de tierras, a lo que se añadía el tener que arruinar parte de su población, por lo menos hasta lindar con el recinto del Convento de San Francisco y quitar los restos de edificios demolidos para que no facilitasen al enemigo ningún abrigo inmediato a la fortificación, ya que guarneciéndose en las citadas ruinas le sería mucho más fácil aproximarse a ella y desde dicho convento podrían batir en brecha con los mismos cañones que sacarían de las Baterías de San Amaro, Torremocha, Santa Catalina, Punta Almina, Desnarigado y Torrecilla del Desnarigado. Del mismo modo, lamentaba el desmonte que se había ejecutado en el jaral existente en el Monte Hacho, puesto que perjudicaba su falta y suponía un gasto adicional a la Real Hacienda, al usarse para fajinas, cestones y leñas en caso necesario y la cantidad que se podía sacar de los árboles plantados en la Almina era bastante corta. De gran significación fueron sus meditaciones urbanísticas, al detallar que la Almina sin duda era la mejor y más importante para subsistir en este presidio, por lo que convendría que no se reedificasen edificios civiles en la ciudad y, si se construyesen en las faldas de las siete alturas de la Almina, en caso necesario deberían dejar libres y desahogadas sus cumbres para fortificarse y asegurarse en ellas. El ingeniero apostaba por el establecimiento del vecindario en la Almina, con la mitad de su guarnición bien acuartelada y algunos almacenes de víveres, municiones y pertrechos, pero enfatizaba que el acopio de casas débiles, y la suma estrechez de calles que tenía la plaza ocasionarían mucha pérdida de defensores en el preciso tránsito y comunicación por ellas durante un sitio formal.
La visión de la ciudad dada por economistas e ingenieros se vio ampliada por la de geógrafos como Tomás López, que ya en 1762 había trazado el mapa topográfico de los países y costas que formaban el Estrecho de Gibraltar y Ceuta, con las tablas para saber por los días de la Luna las horas y los minutos de las mareas, así como su flujo y reflujo (Fig. 182). López destacó como geógrafo erudito que trabajaba en su gabinete siguiendo las informaciones facilitadas por personalidades de cada territorio y sin realizar las observaciones precisas para cualquier levantamiento topográfico, y por ello no llegaba a ofrecer en sus planos ni tan siquiera la escala. Partía de comprender la realidad del espacio para intentar dar un sentido a la imagen general de la ciudad en cuestión, encajando así con las preocupaciones ilustradas del momento. En 1780 elaboró otro plano general de Ceuta, en el que figuraban los enclaves topográficos del Campo Exterior, como Ceuta la Vieja, la altura del Morro de la Viña, el Chorrillo, la Talanquera, el Cañaveral, el Arroyo del Puerco, el Otero de Nuestra Señora y el Través de los Bueyes. Las fortificaciones exteriores más destacadas fueron las lunetas con sus Galeras correspondientes de San Antonio, la de San Francisco, la de la Reina, la de San Luís y la de San Jorge; la Contraguardia y Rebellín de Santiago, el Rebellín de San Ignacio, el Tenallón de la Valenciana, el Hornaveque con los Baluartes de San Pedro y Santa Ana, y el Espigón del Albacar. En el recinto de la ciudad situó la Puerta Principal con su puente levadizo sobre el Foso navegable, la Muralla Real, los Baluartes del Torreón y de la Coraza, el Espigón del Sur, la Plataforma de la Brecha, los Torreones de San Francisco y de San Juan de Dios, la Puerta de la Almina con su Foso delantero semiseco, las Plazas de los Cuarteles y la de África, la Catedral, la Iglesia de Nuestra Señora, el Convento de los Trinitarios Descalzos y la Real Casa de Misericordia.
El terreno y población de la Almina contaba con los Baluartes de San José y San Carlos, Fuente Caballos, la batería de San Sebastián, el Almacén de pólvora, el Cuerpo de Guardia del Molino, el Rastrillo nuevo, la Batería del Molino, el Rastrillo del Pozo del Rayo, el Rastrillo de las Balsas, la Batería de San Pedro, el Baluarte de San Sebastián, el Hospital Real, el Convento de San Francisco, las Casa del Gobernador General y del Obispo, la Alameda baja y su borne o límite, así como las Balsas Altas. Por último señaló el recinto del Monte Hacho, con la ciudadela antigua, su puerta principal y la casa del vigía; la Ermita de San Antonio, las Guardias de Fuentecubierta, de la Palmera y de la Torrecilla; las Baterías del Desnarigado, de Santa Catalina, de las Cuevas y de Torremocha; el Pineo Gordo, el Fuerte y Batería de San Amaro, los almacenes de pólvora, las Fuentes de la Teja y de María Aguda, las huertas de la Cañada del Desnarigado, la Fuente del Sarchal y su batería y Punta Almina (Fig. 183).
De 1791 data otro plano general de Ceuta, de autor desconocido, que añadía a todo lo enumerado en el plano anterior el Campamento del Monte Hacho, los pabellones del interior de su fortificación, el Cuartel Nuevo, así como el Muelle y Varadero de San Amaro. Del mismo modo, señalaba en el recinto de la Almina y de la Ciudad el Muelle de San Pedro, los Cuarteles, los fondeaderos de las lanchas cañoneras, los de los buques mayores y el del Sarchal, así como el Espigón de África. La visión que daba del Campo del Moro fue mucho más amplia, incluyendo la artillería enemiga, como la Batería de la Tramaquera de tres cañones, la del Morro de la Viña de cuatro, el Espaldón de la Talanquera de tres morteros, el Espaldón del Mirador de cuatro, la Batería de Terrones con dos cañones y dos morteros, la Batería de la Puntilla con dos cañones y un espaldón para morteros, la Batería de Benítez de tres cañones y un espaldón con un mortero, los ataques terrestres y costeros, sus caminos, la mezquita, el Arroyo del Infierno, el Ribero del Puente y el Llano de la Dama (Fig. 184).
Al año siguiente, el ingeniero Francisco de Orta y Arcos trazó un plano de Ceuta con las fortificaciones del Frente de Tierra y las Exteriores, pero lo que más le interesó fue ampliar la imagen del Campo del Moro, con todos sus arroyos, isleos y torrentes, al tiempo que marcaba los límites de la ciudad que seguían una línea sinuosa que iba de una banda costera a la otra, desde el Arroyo de Benítez hasta el de la Tramaquera,
“...entre los arruinados muros de Ceuta la Vieja había un barranco de Mar a Mar que servía de límites en la Paz”
Esta delimitación fue el resultado de los acuerdos firmados entre el Conde de Floridablanca y Muhammad ben-Otomán, a finales de mayo de 1780, que se completó con el anexo de 1782 y luego sería ratificado en 1799, resultando muy limitada para las aspiraciones ceutíes de dominar más las defensas de dicho campo, ampliar la extensión de sus pastos e intentar así un parcial autobastecimiento (Fig. 185).
Ya hemos detallado cómo el proceso de urbanización hacia el Monte Hacho se produjo desde la Puerta de la Almina, partiendo de la infraestructura necesaria de vías y edificios, tanto civiles como militares. Desde finales de septiembre de 1792 este proceso alcanzó un gran desarrollo, contribuyendo en este sentido la decisiva actuación del Comandante General Miguel Álvarez de Sotomayor y Flores, Conde de Santa Clara, que apoyó al Coronel de Ingenieros Francisco de Orta para que, a finales de mayo de 1794, inaugurase la Plaza de los Reyes, nombrada así por estar bellamente presidida por la estatua del rey Carlos IV y las de San Hermenegildo y San Fernando.
Sin lugar a dudas, la visita a Ceuta del confidente de Godoy y miembro del Consejo de Castilla, Francisco de Zamora, realizada como visita de inspección el 20 de mayo de 1797 durante el mandato del gobernador José Vasallo, tenía como objetivo examinar sus defensas, puesto que se temía un ataque británico sobre la plaza, dada la concentración de tropas en el Peñón, pero de las reflexiones manifestadas en su “Diario” hemos extraído también una serie de consideraciones políticas, económicas y urbanísticas que reflejaban su mentalidad de hombre ilustrado. Durante el tiempo que duró la travesía, llegó a decir que el Peñón de Gibraltar y el Monte Hacho de Ceuta permitirían cerrar el paso a todo el mundo, y al observar los frondosos bosques que cubrían el hinterland ceutí, argumentó que servirían para establecer un acuerdo con el Emperador de Marruecos que permitiera la explotación de toda aquella riqueza forestal transformándola en carbón, y con el producto obtenido se permitiría el abastecimiento a las ciudades españolas ribereñas del Mediterráneo. Igualmente, las casas de la plaza eran de piedra y barro, revestidas de cal, aunque otras estaban hechas sólo de adobe encalado, por lo que sufrían desperfectos durante el invierno. La carencia de materiales de construcción era notable, disponiéndose de piedra picona y arena del mar, debiéndose importar de la Península tejas, ladrillos y cal. Las calles eran estrechas, tortuosas y con pendientes, y algunas de ellas estaban empedradas y ensoladas. La mejor de ellas era la que se llamaba la Almina, por su longitud, buen piso y regulares edificios, aunque estrecha y poco recta.
Zamora, como buen ilustrado, pretendió dar solución a estos problemas al afirmar que las tierras del Monte Hacho y las próximas al campo enemigo resultaban aptas para la fabricación de tejas y ladrillos. También intentó potenciar la economía de la plaza sugiriendo que se confeccionasen en la misma los uniformes de la tropa y presidiarios, en lugar de hacerse en Sevilla; al igual que sería factible potenciar las almadrabas y la captura del coral rojo, que según Ibn Hawqal en el siglo X y al-Idrisi en el siglo XII se localizaba en los fondos de Benzú e Isla del Perejil, e incluso pensó en la habilitación de Ceuta cara a América y el comercio con el Levante español. Estaba convencido de que se debería reconocer Ceuta como puerto franco y liberalizar su comercio, suprimiendo la Junta de Abastos, y proceder a la venta de tierras en el Monte Hacho para cultivarlas en forma de bancales. Sobre este particular afirmaba que el uso de estas tierras dependió de cada gobernador, unos las cultivaron, otros las consideraron improductivas y sólo de pasto para el ganado, y otros las repoblaron de pinares. El gobernador Urrutia las dedicó a cultivos de granos, hortalizas, viñas y árboles aislados, pero no a bosque, para que estuviese despejada. En 1799 estas tierras se repartieron a los que las pidieron, plantándolas con viñas, higueras, verduras y trigo, debiendo por ello pagar un impuesto y sin poder alegar nunca propiedad de ellas, pues Carlos IV podía disponer de ellas para lo que necesitase. Con las balsas de agua llovediza se regaban los huertos de hortalizas existentes en el Monte Hacho y los bancales de sus faldas, así como también valían de depósitos de agua en tiempo de sitio.
El fisiocratismo imperante aparecía palpable en Zamora, sobre todo cuando afirmaba que si a esta montaña la hubiesen cogido gentes de talento, sería uno de los parajes más hermosos de la ciudad. Si se hubiese abancalado, no se deslizaría la tierra erosionada, disponiendo los terrenos con vallados y paredes. Dada en propiedad, el vecindario labrador se acomodaría espaciosamente, dada su extensión, y el rey sacaría importantes rentas de su venta, y el vecindario ganaría su subsistencia y acomodo. A esta zona se debería añadir la del Campo Exterior, aclarando previamente con Marruecos los límites y fijar la propiedad de las tierras del campo ceutí, dividiendo éste en tres hojas y así poder mantener más ganado y obtener mucho trigo. La Península de la Almina, con la Ciudadela del Hacho, se debería completar con un hermoso paseo con vistas al Atlántico a lo largo de la Marina Norte, pues al ser llano, largo y despejado al mar, estaría adornado y frondoso con las fuentes y balsas ya existentes. Zamora meditó también el proyecto de un muelle en la punta de las rocas de Santa Catalina, con una potente linterna que guiase a los bajeles hacia los puntos locales de atraque.
Por último, dicho Consejero estimó por entonces una población en Ceuta de 9000 personas aproximadamente, que comprendía regimientos, cuerpos militares, desterrados y paisanos: 124 vecinos de la ciudad, dieciocho trinitarios, 604 vecinos de la Almina, veinticuatro franciscanos, 1672 soldados del Regimiento Fijo, 1148 del Regimiento de Infantería de Córdoba, 1016 del Regimiento de Infantería de Burgos, 226 artilleros, cuatro ingenieros, 268 soldados de la Compañía de Migueletes y 1903 desterrados.
Sus reflexiones, en cuanto a la reestructuración socioeconómica del campo, partían de la doctrina fisiocrática defendida por los militares ilustrados Enrique Ramos y Vicente Alcalá Galiano (1793), que proponían primero cambiar el sistema de arrendamientos para que el colono, gracias a un arrendamiento duradero, adquiriese una propiedad de hecho que le animase a invertir en la mejora de la tierra. Defendían luego que se permitiese a los propietarios cercar sus campos, mediante una normativa similar a la de los “enclosure acts” o leyes inglesas de cercamiento del campo, medida que implicaba la libertad de cultivos, la posibilidad de experimentar nuevos sistemas y limitar los privilegios de la Mesta, con lo que se aseguraba un desarrollo espectacular de la agricultura, ganadería y comercio españoles. En relación con las propuestas anteriores, el ingeniero Juan Bautista de Jáuregui trazó un plano del Monte Hacho, a mediados de noviembre de 1801, en el que se manifestaban los terrenos o parcelas ocupadas por vecinos de la plaza, que iban señaladas con línea de color fuerte para percibir a primera vista y con más facilidad sus extensiones. Los colonos eran Dionisio Loizaga, Pedro Pacheco, José Ildefonso Alvarado, José González, Pedro Manuel Dueñas, Francisco Juárez, Alfonso Ramiro, Domingo Durán, Alejandro Pastedo, Ramón Lís, Ramón Morilla, Manuel Pacheco, Pedro Díaz, Rafael de Luna, Sebastián López, Melchor Taboada y Salvador de Flores. En color verde claro situaba el resto del monte con pocos pinares, y en color tierra los eriales que no producían más que jaras. Todos los terrenos ocupados estaban cerrados o cercados, como propugnaban los ilustrados fisiócratas, unos con paredes de piedra y barro en línea encarnada, otros de piedra en seco en línea negra, y los que iban con puntos estaban con tunas (Fig. 186).
VI.- El estilo de los ingenieros militares
En este capítulo no he pretendido plantear si la arquitectura militar exigía un tipo de trazado gráfico determinado, y si éste necesariamente llevaba al estilo arquitectónico de referencia. En términos generales, cualquier estilo arquitectónico se podía representar gráficamente de muchos modos, pero la única relación cierta entre estilo gráfico y estilo arquitectónico ha de ser la de su contemporaneidad. Independientemente de su época de construcción, los edificios presentaban valores espaciales y volumétricos que llegaban a admitir representaciones diferenciadas en función del tema que se quisiera resaltar, en este caso el militar, y por esto a lo largo de nuestro trabajo de investigación hemos anotado ejemplos de edificios religiosos y civiles que fueron construidos según el estilo del momento, y otros modelos relativos a sistemas poliorcéticos que se apartaron de su enmarque cronológico-estilístico, para entrar en lo que denomino “lo singular castrense”, como marco o estilo propio del estamento militar que se valoraba por su temática y por estar dirigido a la salvaguarda de cada plaza militar. De aquí las continuas referencias que he indicado en planos que mostraban la ciudad vista tan sólo por y para militares, olvidando, y a veces eludiendo, la reseña de aspectos tan fundamentales como viviendas civiles, edificios eclesiásticos y vías urbanas y rurales.
Desde el mismo siglo XVI nos introducimos en una ciudad profundamente militarizada, donde la rigidez estamental quedó suavizada por la necesidad de la defensa común, interfiriéndose muchas veces las jurisdicciones civil, eclesiástica y militar, y donde el desarrollo económico, demográfico y urbanístico estuvieron supeditados a la posición de Ceuta como frontera marítima adelantada de lo hispánico, y como frontera terrestre de los territorios de Berbería. Los ingenieros españoles, partiendo de esquemas de defensa fijados por los monarcas, y aprendidos al principio autónomamente y después en estudios reglados en las Academias, planificaron unas imágenes urbanas que se concretaron en proyectos de obras y planos austeros y sencillos, en los que primó desde el principio lo racional, lo esquemático y lo pragmático, antes que lo bello y estético. Este lenguaje artístico evolucionó temporalmente, aunque en el siglo XVI se mantuvo una mentalidad medieval en la que aún privaba una concepción militar idealizada, en la que los diseños de las fortalezas aparecían desarrollados sucintamente, con pocas explicaciones técnicas de construcción y de urbanismo, e incluso pesaba el convencionalismo de no admitir ni reflejar gráficamente los cambios estructurales arquitectónicos impuestos por la artillería.
El binomio existente en este siglo de arquitecto-ingeniero militar, hacía que el primero gozase de más libertad de creación y elucubración teórica, mientras que el segundo estaba más sometido a reglas y modelos constructivos que se experimentaban en los campos de batalla. Sin embargo, las competencias de uno y otro no estuvieron desde el comienzo tan claramente delimitadas, como fue el caso de Cristóbal de Rojas, que a la belleza arquitectónica sumó la utilidad militar, puesto que el buen arquitecto debía saber la una y no carecer de la otra, aunque se cambiasen algunos términos o vocablos (Andrade, 1695). La arquitectura militar moderna o renacentista, emparejada a la técnica pirobalística, fue esencialmente funcional, desdeñando los valores estéticos y coloristas que marcaron las pautas en la arquitectura medieval “a lo antiguo”. El estilo que desde entonces se reflejó en las fortificaciones españolas fue la respuesta a los consiguientes escenarios bélicos de las costas atlántico-mediterráneas y las fronteras francesa, portuguesa y norteafricana, que como centros de continuo control nacional suponían un sobreesfuerzo extraordinario para los monarcas españoles.
El siglo XVII mantuvo todavía estos tópicos, siendo realmente pocos ingenieros los que señalaron detalles del entramado callejero por considerarlos de valor secundario, pues debería contar sólo lo que se proyectaba y, aislándolo del conjunto total de la plaza, ampliarlo minuciosamente. La preparación académica resultó esencial para fijar el estilo, y no fue sino hasta que los Borbones ocuparon el trono español, cuando los ingenieros llegaron a desmarcarse profesionalmente de los arquitectos y artilleros, resultando a mitad del siglo XVIII que los primeros fueron superiores científicamente a los arquitectos civiles (Rodríguez Ruíz, 1984), como relataba en el prólogo de su “Tratado de Arquitectura” el ingeniero y arquitecto civil José de Hermosilla; llegándose al cénit con un estilo más racional y orgánico desde entonces en la aplicación de plantas, perfiles, gamas de color, perspectivas, pureza de líneas y diseños de pirobalística.
En los dos siglos y medio estudiados de la arquitectura militar de Ceuta, también fue variando el nombre de la ciencia-arte objeto de estudio y trabajo de los ingenieros y teóricos, denominándola “de re militari”, “ars militari”, “arte general de la guerra”, “arte de la milicia”, “arte de fortificar”, “arquitectura según arte militar”, “poliorcética”, “arquitectura militar”, “arquitectura de los ingenieros militares”, “arte de los ingenieros militares”, “arte de construir edificios militares y civiles”, “ciencia de los militares”, “arte de disponer regular defensa”, “disponer según arte”, “ciencia de los puestos militares”, “la gran defensa”, y “defensa activa y pasiva de las plazas de guerra”.
El paso de estos profesionales produjo grandes cambios en la plaza de Ceuta, sobre todo en lo tendente a organizar una infraestructura de control estratégico, político, económico-social y administrativo del territorio y de su población. La aplicación de las máximas del arte militar buscó siempre el grado más alto de proporcionalidad, junto a los principios fijados en los tratados, creando nuevas composiciones, a socaire con los nuevos sistemas artillados, de modelos abaluartados y atenazados durante los siglos XVII y XVIII, disponiendo bóvedas a prueba de bombas y cuarteles para el mejor alojamiento de la tropa, con lo que se remarcaba el sentido barroco ilustrado del bienestar, así como almacenes de pólvora y granos, balsas y cisternas, maestranzas, parques de artillería, patios de armas amplios para facilitar los movimientos de la guarnición, baterías costeras, revellines, lunetas, espigones, reductos, minas, etc. Al propio tiempo, se buscó la regulación del tránsito castrense y del vecindario, puesto que la idea de proyección urbana ilustrada conllevó un programa poliorcético basado en la racionalidad, la firmeza y la comodidad, guiadas siempre por el academicismo imperante. El entramado defensivo de superficie y subterráneo fijó la idea barroca del escenario o teatro bélico, de bastante complicación y se fijó en programas ingenieriles donde, a fuerza de querer buscar la seguridad del territorio por mar y tierra, incorporaron elementos harto complejos a modo de esquemas aracniformes. La sintonía con el lenguaje barroco la apreciamos a veces en aspectos puntuales de recargamiento defensivo, multiplicando los puestos con aparente escaso valor estratégico, pero el arte militar fue corrigiendo, a través de normas y máximas generales, los posibles excesos personalistas de algunos ingenieros, de modo que el academicismo neoclásico retomó lo que siempre fue el arte o estilo militar, buscando la eficacia a costa de la sencillez, la regularidad y la simetría, y en la que la severidad nunca separó el concepto de estética.
Las plantas poliorcéticas iban acompañadas de perfiles que ampliaban el marco compositivo y el estilo artístico de los edificios militares. En dichas representaciones, las garitas eran centinelas del frente costero y de las obras que se levantaban, los fuertes y puertas estaban dotados de elementos de ornato del más puro orden toscano, como apuntaba Medrano, los edificios se construían uniformes en altura y fachada y con capas de greda para evitar filtraciones en cuarteles, capillas, aljibes y almacenes de pólvora; las baterías a barbeta requerían la máxima regularidad, mientras que las baterías costeras normales presentaban fábrica irregular cuando se tenían que adaptar al medio geofísico, y lo mismo ocurrió con las obras avanzadas como rebellines, hornaveques, tenazas, lenguas de sierpe y dientes, puesto que su trazado irregular se debió a las irregularidades y desniveles orográficos que presentaba el terreno, a base de subidas y bajadas, arroyos, barrancos, colinas, cerros y oteros. Y en el caso de las obras interiores, la mayor preocupación fue buscar firmeza, comodidad, regularidad, utilidad y situación ventajosa.
A la hora de valorar este arte militar o estilo castrense, plasmado sobre todo en las fortificaciones realizadas en la plaza ceutí durante estos dos siglos, me he basado en los procedimientos heurísticos relativos a tratados, expedientes, representaciones, memoriales, consultas, proyectos e informes, así como en la documentación gráfica que los acompañaba. Todos estos registros llevan a plantear la idea de que fueron sin duda los Borbones quienes instrumentalizaron sus territorios a medida que desarrollaron en España el empleo de una estética o estilo militar más evolucionado, con el fin de transmitir su propia ideología a nivel popular, asentando el valor de la sociedad jerárquica militar a través de una serie de valores espaciales que tuvieron un fiel reflejo en el urbanismo y en la arquitectura como modelos específicos del poder castrense. La poliorcética se convirtió con ellos en lenguaje artístico, en estilo, en forma de expresión estética y en forma de comportamiento social en el que los tipos programáticos clásicos por racionales evitaban el boato y lo superfluo decorativo. Los ingenieros tenían una visión racional de las formas y funcional de los espacios, siendo innecesaria la decoración, en tanto que no fuese útil. Su ideal de belleza formal partía de la lógica constructiva que ya el veneciano Lodoli marcó en sus teorías, ante la necesidad de simplificar las formas, como la utilización en la fachada principal y patios interiores de los edificios de vanos de arco escarzano, moldurados con orejeras en su parte superior.
Los edificios militares neoclásicos del siglo XVIII, como los cuarteles antiguos y de Nueva Planta, mostraban un recio estilo militar con techumbre a dos y cuatro aguas, cornisas en cincha, vanos de dintel recto (raíz racionalista que eliminaba los elementos móviles, incluso las orejeras de las jambas de las puertas) y dinteles escarzanos para el vano de la entrada principal que estaba generalmente coronada con frontón. La organización en planta solía hacerse alrededor de un patio central cuadrado con arcos de medio punto y carpaneles, además de la entrada con habitaciones para el oficial, cuerpo de guardia, prisión, escaleras de acceso a plantas superiores, cocinas, fregaderos, zonas comunes, habitaciones, corredores con bóvedas de cañón, letrinas y cuadras. En general, predominaban los volúmenes y vanos rectos, siendo los materiales preferidos la pizarra y el granito, con paramentos revocados, encalados y con yeserías; los pavimentos de losas de pizarra y tablas, rejas de hierro y basamentos, pilastras, fajas y cornisas labradas de cantería.
Desde el principio, el arte militar evitó el recargamiento barroco, buscando la simplificación de las formas, e incluso esto mismo se fijó a la hora de ubicar los edificios, como los cuarteles proyectados para la plaza ceutí desde mediados de siglo por Miguel Sánchez Taramas y Jerónimo Amici, que se situaron exentos en el recinto ciudad, acomodándose al espacio circundante respetando la alineación de caminos reales y calles, así como la configuración de otras construcciones, y sin la necesidad perentoria de levantarse cerca o adosados a edificios fortificados; como el Cuartel de Nueva Planta próximo al Sarchal y el situado junto a las Balsas, en contraposición al adaptado a las bóvedas de prueba de bomba de la Muralla Real. Todos ellos siguieron el ideal del arte militar de severidad y solidez, utilizando ladrillo y mampostería, y reduciendo los motivos decorativos a frisos, que a modo de cornisas servían para separar las plantas, zócalos en las plantas alta y baja, así como bandas que enmarcaban ventanas y puertas; mientras que sobre la puerta principal se disponía un frontón curvo y roto para albergar heráldica.
La configuración del entramado callejero debería respetar siempre la regularidad de los proyectos, atendiendo a asegurar cuanto fuese posible la uniformidad y la conveniencia estatal. El tono general que dieron los ingenieros a sus programas tendió a dar una visión clasicista de la arquitectura y de las medidas urbanísticas, sobre todo cuando se apartaban de las fortificaciones, aplicándoles, además de las características ya enumeradas, las propias aportadas por los ilustrados, como comodidad, limpieza, amplitud de espacios abiertos calles y avenidas rectas, plazas centralizadoras de las arterias principales, contacto directo con la naturaleza, edificios para el recreo y el ocio, y rechazando la complejidad, la debilidad, la superposición de estructuras y el abigarramiento. Las nuevas Ordenanzas y Reglamentos militares de mediados del siglo XVIII dieron un nuevo sentido a las infraestructuras de la ciudad, al tiempo que regulaban las alineaciones de las calles, fijando la relación de las alturas de las viviendas con el ancho de las calles, al tiempo que establecían dónde se debían situar los equipamientos más importantes. Esta reorganización ilustrada de la ciudad buscaba la plasmación del orden geométrico en la consecución del equilibrio territorial y la simetría, no sólo del trazado urbano, sino también en los propios individuos que constituían la ciudad. Lo esencial ahora era que todos los accesos fuesen fáciles, de ahí la dotación de medios que se dieron por ejemplo en la infraestructura portuaria del Foso semiseco de la Almina y de San Amaro, y para ello debía contar más el plano organizativo que el formal de la ciudad, sobre todo ahora que se apreciaba un notable crecimiento demográfico.
Las normas aportadas por teóricos franceses, como Belidor (1739: 59-60) y Patte (1769:337-338), se centraban en que la ciudad sería bella si sus calles conducían a sus puertas, que fuesen perpendiculares entre sí cuando fuese posible, que sus principales calles tuviesen seis u ocho toesas de anchura y cuatro las calles secundarias, además de que en las confluencias de éstas deberían abrirse plazas decoradas de manera que garantizasen la uniformidad de las fachadas de los edificios más importantes, así como las casas que conformaban dichas plazas.
En el caso español, como defendía Lucuze, se partía de la idea base de que en toda fortaleza eran indispensables los edificios militares, que se reducían a obras sencillas y a prueba de bomba. En las primeras se observaban las tres reglas inherentes a la buena arquitectura, como firmeza para conseguir duración ante las inclemencias del tiempo, comodidad en la distribución de las piezas según el fin a que se destinaba el edificio, y simetría que proporcionase las partes y perfeccionase el todo. También se debía tener en cuenta que las pequeñas plazas, que sólo incluían la guarnición, tenían a prueba de bomba todos los edificios, y que cuando se tratase de la construcción de una fortaleza, se elegía en su centro un gran espacio cuadrado o rectangular para plaza de armas, capaz de formar las tropas ordinarias. En el contorno de esta gran plaza se situaba el cuerpo de guardia principal, el Palacio del Gobernador, el del Teniente de Rey, el del Intendente Mayor, de los Ministros de la Guerra y Hacienda, la Casa de la Villa o Consistorio, la cárcel y la iglesia; con el objetivo de que todos ellos gozasen de la misma comodidad. Las calles se dirigían desde la plaza a las puertas principales o a la mitad de las cortinas, y a las golas de los baluartes. A las principales vías se les daba regularmente catorce varas de ancho para que pudiesen pasar tres carros de frente, y diez varas para las menores. Cerca de las puertas principales se construían también pequeñas plazas para comodidad de los registros y para que las guardias de las puertas no fuesen sorprendidas con facilidad.
NOTAS:
25 En el currículum de Juan Francisco de Bette y Croysure, Tercer Marqués de Lede, se detalla que fue partidario, junto a Jorge Próspero Verboom de no derribar en 1715 las murallas urbanas de Barcelona. El rey Felipe V le eligió, siendo ya Teniente General, para el empleo de Comandante General de Mallorca e Ibiza en ese mismo año. En 1720 era General en Jefe del Ejército, Real Director de la infantería española y extranjera, Capitán General del Mar Océano y costas de Andalucía. En 1745 sería promovido, por decisión real, al empleo de Brigadier de infantería.
26 Para los puestos más importantes del interior de la plaza hacían falta doce piezas de bronce del calibre veinticuatro, ocho piezas de bronce del calibre dieciséis, y cuatro piezas de bronce del calibre cuatro. La artillería de hierro podría servir en las obras exteriores y en la Marina para guardar el puerto, y para parte de la Muralla Real y puestos de la Almina. Se necesitaba también un total de 53.000 balas, 1000 quintales de pólvora, 200 balas para fusil, mosquete y pistola; 50 quintales de cuerda mecha, 4000 baquetas de fusil, y 200 carabinas y fusiles de Vizcaya con sus correspondientes bayonetas. Se veía necesario jubilar por la edad al capitán y subteniente de la compañía de artilleros de la plaza, así como dotar de un capitán al destacamento del Regimiento Real de Artillería.
27 Formó parte de los Consejos de Castilla e Indias. Fue secretario de la Junta de Comercio en 1727, ministro de la Junta de Comercio y Moneda en 1730, visitador de las manufacturas reales de Guadalajara, y censor de libros de Economía. Fue el principal inspirador de la política económica de Felipe V. Su obra “Teórica y práctica de comercio y de marina”, editada en Madrid en 1724, articuló por vez primera en España un sistema económico que introducía la industria en las ciudades, haciendo de él uno de los máximos representantes del mercantilismo.
28 El atrincheramiento de campaña constaba de una masa cubridora que preservaba a los defensores de los tiros enemigos, y de un obstáculo que dificultaba que el asaltante llegase a plantear el combate cuerpo a cuerpo con el defensor. El primer elemento se llamaba parapeto, y el segundo estaba constituido por un foso. En este tipo de fortificación posicional, el parapeto estaba hecho de tierras, su parte superior estaba inclinada de dentro a fuera para facilitar el tiro, y adosada al parapeto había una banqueta o asiento, encima de la cual se colocaban los tiradores para disparar. El perfil empleado desde la época de Vauban no tenía trinchera interior, y el resguardo de los fuegos lo daba sólo el parapeto con su altura.
29 Luís Díaz o Díez Navarro participó en 1727 en el sitio de Gibraltar, y en 1732 llegó a Nueva España. Trabajó, como discípulo de Sala, en las obras de los puertos de Cádiz, la Carraca, Barcelona y presidios africanos. Alonso González de Villamar y Quirós fue examinado en 1734 para ingreso en el Cuerpo de Ingenieros por el Ingeniero Director, Sala. En este año, como ingeniero voluntario levantó planos del recinto de la ciudad de Ceuta, de su Almina y Hacho; sondeó el puerto que se había proyectado y, durante casi seis años, participó en diferentes obras, como el Espigón de África, la Batería de San Antonio, lenguas de sierpe, etc.
30 Ramón Panón trabajó primero como cadete de artillería en 1746, y en 1751 ascendió a ingeniero voluntario, actuando ya en la plaza de Ceuta. Debemos recordar que desde 1749 se admitieron también subalternos de infantería como ingenieros voluntarios, cobrando además de su sueldo un total de 240 reales de vellón mensuales.
31 Según al-Bakri, en el río Awiat existió, en el momento de la conquista islámica de Ceuta, el acueducto de Arcos Quebrados; y gracias a él consiguió el Conde Julián conducir agua a la ciudad.

