La arqueología, clave para el análisis de la protohistoria y la historia antigua de Ceuta
Escultura de Hércules con las columnas del Estrecho de Gibraltar, obra del artista Ginés Serrán Pagán.
Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez.
Los siglos de transición entre el Bronce Final y la presencia romana inicial en aguas del Fretum Gaditanum se caracterizan por la parquedad de datos, tanto epigráficos como arqueológicos, sea en la orilla africana o en las vecinas costas gaditanas. Y Ceuta no constituye una excepción en dicho panorama de las investigaciones.
La arqueología se convierte en un elemento clave para el análisis y la comprensión de los fenómenos de poblamiento y ocupación de las costas del Estrecho en esta época, pues de la mano de recientes hallazgos arqueológicos el panorama que actualmente conocemos de estas etapas de la historia de Ceuta es muy novedoso, y claramente renovador en la última década gracias a los trabajos de campo en la zona denominada interfosos, que será el entorno geográfico de Ceuta en el cual centraremos nuestra atención en este capítulo. Una rápida comparación entre los datos incluidos en este capítulo y los estados de la cuestión publicados a finales de los años ochenta (Posac, 1988) permite advertir los espectaculares avances conseguidos, como decimos de la mano de los descubrimientos arqueológicos de los últimos años.
Las tres novedades más significativas en esta última década han sido el descubrimiento de la Prehistoria de Ceuta, como se ha analizado en el capítulo precedente, a inicios del siglo XXI; la constatación, en el año 2004, por primera vez, de una intensa ocupación fenicia en el entorno de la catedral, fechada en los siglos VIII y VII a. C. (Villada, 2006), o la documentación arqueológica de una singular presencia bizantina (siglos VI y VII d. C.) en el entorno del Paseo de las Palmeras, confirmando los conocidos datos textuales de los autores de la corte justinianea (Bernal y Pérez, 1996).
Todo ello permite presentar en las páginas que siguen un panorama renovador de la historia de Ceuta y su entorno, si bien pone sobre la mesa la fragilidad de nuestros conocimientos. Muchas de las etapas de nuestra historia más antigua siguen siendo aún hoy desconocidas, como sucede con el denominado Bronce Final (siglos XII-IX a. C.), con la época púnica (siglos VI-IV a. C.) o con la fase romano/republicana –también denominada púnico/mau-ritana– (siglos III-I a. C.), que en tierras africanas se mantiene hasta la creación de la provincia romana de la Mauretania Tingitana en época de Claudio, a mediados del siglo I d. C. (López Pardo, 1987). Este panorama actualizado debe ser entendido, por tanto, en los términos en los que Heráclito concebía nuestro conocimiento de la realidad presente, un panorama cambiante que estamos seguros en pocos años se completará de la mano de nuevos hallazgos e investigaciones arqueológicas.
Este espectacular avance ha sido posible gracias a la normalización de la arqueología preventiva en Ceuta, es decir a la ejecución obligatoria de actividades arqueológicas –diagnósticos preliminares o excavaciones– previamente a la ejecución de obras/proyectos de urbanización (Rodríguez Temiño, 2005), especialmente desde finales de los años noventa (Villada, 2006), habiendo conseguido unas aspiraciones que, retrotrayendo sus orígenes a los conocidos trabajos de C. Posac en Ceuta en los años sesenta con las recuperaciones y rescates en las obras, han generado un movimiento social entre finales de los años ochenta e inicios de los noventa del siglo pasado, con la incorporación a la ciudad de nuevas generaciones de arqueólogos y con hallazgos tan singulares como el de la basílica tardorromana de Ceuta (una buena síntesis en Alcalá, 1998).
A continuación se realiza un viaje a lo largo del tiempo desde la época fenicio-púnica hasta finales de la Antigüedad Clásica a inicios del siglo VIII d. C., época tremendamente amplia de la cual se sintetizan, en orden cronológico, los principales hitos históricos y un resumen de las líneas de investigación vigentes en la actualidad. Todo ello tratando de presentar las evidencias empíricas de nuestros conocimientos, básicamente los hallazgos arqueológicos y en menor medida las fuentes literarias –especialmente por su carácter general y la ausencia de referencias explícitas a Ceuta–, así como las diferentes propuestas interpretativas planteadas por los diversos investigadores que se dedican a estos periodos históricos. Se utiliza una nomenclatura tradicional para la definición de los diferentes horizontes históricos (Protohistoria, Alto Imperio, Bajo Imperio y Antigüedad Tardía), con el objetivo de facilitar al lector la comprensión. No olvidemos que Ceuta en época romana se localiza en una de las provincias norteafricanas, denominada Mauretania Tingitana, cuya periodización diverge de la propia de la cercana Baetica, con la que mantuvo estrechos lazos socio-económicos desde los orígenes por su vocación marinera, que se plasmaron en su integración en una misma realidad jurídico-administrativa con la creación de la denominada Diocesis Hispaniarum a finales del siglo III d. C. por el emperador Diocleciano, que integraba las cinco provincias peninsulares más la Balearica y la Tingitana, santificando con ello unas inmemoriales relaciones. De ahí que para referirnos a esta región histórica hablemos del Círculo del Estrecho, término acuñado por Tarradell tras la constatación de la solera y de la intensa simbiosis de ambas zonas ribereñas del Fretum Gaditanum (Tarradell, 1960).
La península ceutí combina un enclave estratégico en el Mediterráneo con las inmensas posibilidades que, en las épocas protohistórica y clásica, confiere su estrecha vinculación a su entorno marítimo.
Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez.
CEUTA EN LOS ALBORES DE LA CIVILIZACIÓN. MITOS, LEYENDAS Y FÁBULAS
Desde siempre se ha tratado de prestigiar los orígenes de las localidades remontándolos al inicio de los tiempos, glorificando con ello su pasado. Es ésta una labor de erudición que encontramos por toda España –y en general, en todo el mundo occidental– hasta fechas muy cercanas a nosotros. Y Ceuta tampoco es una excepción a dicha regla, como han expuesto diversos autores (Marín y Villada, 1988).
En el capítulo segundo de su Historia de Ceuta, el historiador Jerónimo de Mascareñas decía a mediados del siglo XVII con gran espíritu crítico, que:
[...] de su origen y antigüedad no se halla memoria alguna en los escritores, como sucede a otras muchas ciudades de África, que siendo antiquísimas se nos ocultan las noticias de sus principios. No falta escritor africano que atribuya su fundación a un nieto de Noé, doscientos treinta años después del diluvio general, llamado Ceit, que en caldeo vale lo mismo que principio de hermosura, por ser la primera fundación de toda África. Hallóse en una zanja de sus cimientos esta letra: Io pobre de mi linaje esta ciudad: sus habitadores serán famosos; tiempo vendrá en que sobre su dominio se esparcirá mucha sangre de naciones diversas y hasta el último siglo permanecerá su nombre (Baeza, 1995, págs. 9-10).
Un siglo después, en torno a 1750, el presbítero e historiador Alejandro Correa de Franca dedicaba a la fundación de la ciudad el capítulo segundo de su Historia de la mui noble y fidelíssima ciudad de Ceuta, haciendo constar que:
[...] la antigüedad de esta memorable ciudad ocasionó variedad en los que la quisieron descubrir. Unos, citando a Belabés Africano, afirman que es fundación de un hijo de Noé, doscientos y treinta años después del universal naufragio. Otros, que por su nieto Elisa, de quien en vida heredó el nombre. Y hay quien diga que por Ceit, también nieto de Noé...los que no le quieren atribuir vejez tan decrépita, a lo menos no pueden negar que su establecimiento fue de romanos” (Del Camino, 1999, pág 70).
El Yebel Musa es un lugar con resonancias míticas y es conocido popularmente como la “Mujer muerta”. En época clásica se pensaba que era la tumba del gigante Anteo vencido por Hércules.
Fotografía: Proyecto Benzú.
Todo ello ha provocado numerosa literatura al respecto, generando atractivas leyendas entre las cuales la denominada “Mujer muerta”, imagen antropomorfa yacente identificable en Sierra Bullones, frente a la bahía de la Ballenera en Benzú, es uno de los tópicos literarios más frecuentemente citados, encarnando teóricamente a Anteo, quien tras las luchas contra Hércules fue enterrado en este lugar del Estrecho de Gibraltar; o Ceuta en las tradiciones derivadas de la Biblia, rememoradas con las citas anteriormente traídas a colación; o la identificación por V. Berard de la isla de Ogigia, citada en la Odisea de Homero, en la que la ninfa Calipso retuvo a Ulises, en el cercano islote de Perejil (una excelente síntesis de todo ello en Gozalbes, 1984).
Con estas referencias tratamos de expresar dos aspectos. De una parte la importancia geoestratégica del enclave geográfico para la navegación en el Estrecho, lo que ha provocado una frecuente recurrencia a su entorno como espacio antropizado, de lo que se derivan las numerosas leyendas, fábulas y relatos relativos a personajes heróicos que surcaron sus aguas y poblaron sus tierras. De lo que se infiere también su singular topografía, que como veremos más tarde será la cuna de su propio nombre en época romana. Y, por otro lado, el acercamiento tradicional que respecto al origen de la ocupación humana en Ceuta ha planteado la investigación hasta hace pocos años: un “oscuro” y mítico pasado al que se atribuían leyendas diversas, y del cual no quedaban más datos que los propios mitos y su tradición oral, así como diversas obras históricas de época moderna de dudosa veracidad, de las cuales las dos citadas constituyen los ejemplos más paradigmáticos.
La visión que tenemos actualmente de la historia de Ceuta en esta época se sustenta, básicamente, en los restos materiales sacados a la luz en actuaciones arqueológicas de diversa naturaleza o a través de hallazgos casuales, por lo que veremos a continuación cómo todas las cuestiones anteriormente aludidas se sitúan en la perspectiva humanística de la glorificación del pasado de las ciudades históricas, por lo que no pueden ser tomadas en consideración más que para ilustrar la manera de hacer historia en una época ya muy distante de la nuestra.
ANTES DE ROMA. DEL BRONCE FINAL AL MUNDO FENICIO- PÚNICO (SIGLOS XII-III a. C.). UN CAMINO AÚN POR TRANSITAR
[...] Por algunas informaciones recibidas, relativas a descubrimientos hechos hace años, parece que la Ceuta cartaginesa debió estar en las playas del sur de la Almina, pero hasta ahora no tenemos ningún dato concreto que lo confirme (Posac, 1962, pág. 24).
La privilegiada situación geográfica de la ciudad, punto de conexión por vía marítima entre el Mediterráneo y el Atlántico, y zona de paso entre el norte de África y la península Ibérica, ha llevado a postular a todos aquellos investigadores que se han planteado el origen de la ocupación humana en Ceuta una evidente relación con el mundo fenicio-púnico. Desde Tarradell en adelante, esta hipotética presencia fenicia y cartaginesa en el solar de Ceuta ha sido esgrimida utilizando como referentes indirectos la constatada presencia fenicia en toda la fachada atlántica, tanto peninsular (con Gadir al frente) como marroquí, hasta lugares tan distantes en la fachada atlántica como Lixus –Larache– o el propio islote de Mogador en Essaouira, que presuponían un paso evidente por aguas del Estrecho de estos navegantes orientales. Desgraciadamente, a pesar de las numerosas actividades arqueológicas desarrolladas en Ceuta durante los años sesenta y setenta, ningún resto de época fenicia o púnica pudo ser recuperado en la ciudad, ni en el solar del casco histórico actual ni en el monte Hacho o en el Campo Exterior, por lo que esta propuesta no ha podido trascender nunca del plano exclusivamente hipotético (Posac, 1962; 1988, pág 4).
Algunos autores incluso trataron de buscar evidencias materiales propias de la talasocracia fenicia en aguas ceutíes, planteando explícitamente que sus naves procedentes de la costa sirio-palestina debieron haber fondeado aquí previamente a realizar la travesía del Estrecho. El argumento esgrimido era el hallazgo de anclas pétreas con un único orificio para la fijación del cabo en diversos puntos de la geografía ceutí, caso de los resguardos de poniente o levante, o del denominado fondeadero de la bahía norte, muy similares tipológicamente a las fenicias (Bravo, 1988, pág 6, fig. 2, núms. I, II y IV).
Ancla de piedra recuperada en el litoral ceutí. Aunque este tipo de anclas fueron utilizadas durante bastantes siglos, estos hallazgos han sido frecuentemente relacionados con la etapa protohistórica o incluso con periodos anteriores.
Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez
Además, y siempre en la tendencia continuista de tratar de demostrar la existencia de un sólido poblamiento prerromano en Ceuta, han sido múltiples los materiales publicados a los cuales se les ha atribuido una filiación fenicio-púnica. Básicamente una amplia presencia de ánforas púnicas recuperadas en diversos lugares del litoral, que evidenciaban un intenso tráfico marítimo entre los siglos V-IV y II a. C., como durante décadas se encargó de demostrar J. Bravo (Bravo, 1975; recientemente Ramón, 2004), a las que debemos unir un conjunto de anforiscos –de reducido tamaño–, posiblemente utilizados como ofrendas votivas, de dudosa procedencia (Bernal y Daura, 1995). En la bahía de la Ballenera, la existencia de diversos ejemplares anfóricos completos que se ajustan a una tipología muy similar (ánforas evolucionadas de la Serie 12), así como la documentación fotográfica de alguna de las recuperaciones en la que se aprecia un “campo de ánforas” in situ, han planteado la existencia de un naufragio en aguas de la bahía de la Ballenera en Benzú en época púnica (siglos IV-III a. C.), como ha sido señalado recientemente (Bernal, 2004 a).
De los hallazgos arqueológicos terrestres de materiales fenicio-púnicos, todas las referencias publicadas se caracterizan por constituir bien errores de atribución (cerámicas a mano supuestamente fenicias que con posterioridad se han datado en otras épocas históricas), ejemplares de dudosa procedencia (como los citados anforiscos, posiblemente procedentes de Cádiz o algunos fragmentos de cerámica ibérica pintada aparentemente llegados a Ceuta de la mano púnica o tardopúnica), o hallazgos poco fiables (caso de las monedas púnicas de Gadir y Malaca de la colección Encina –Posac, 1962, pág. 23–). Es decir, ninguno de los restos fenicios o fenicio-púnicos considerados como tales efectivamente lo eran, o al menos no hay evidencias claras de su procedencia del solar ceutí, según demuestran recientes trabajos (Bernal, 1995 a). De ahí que no contásemos hasta hace poco más de un año de dato fiable alguno que permitiese afirmar la presencia fenicia o cartaginesa en Ceuta, limitándose los hallazgos seguros a valorar un intenso tráfico marítimo por las aguas ceutíes, como confirmaban las habituales recuperaciones subacuáticas de ánforas y el citado pecio púnico de la Ballenera. En este mismo sentido deben interpretarse las erróneas referencias de Mascarenhas en el siglo XVII o Correa da Franca en el siglo XVIII a la presencia cartaginesa en la ciudad, caso del supuesto saqueo de Ceuta por el jefe cartaginés Saphon, tras la represión de una rebelión mauritana (datos ampliamente tratados en Marín y Villada, 1988, pág. 1.185).
En este contexto, los espectaculares hallazgos arqueológicos, realizados en los años 2004 y 2005 en la plaza de la Catedral, han constituido un verdadero revulsivo para el conocimiento de la ocupación de Ceuta en época fenicia arcaica, en los siglos VIII y VII a. C. (Villada et al., 2005; Villada, 2006, págs. 273 y 274; Villada et al., en prensa), y especialmente han abierto nuevas y renovadoras expectativas sobre potenciales hallazgos similares en el futuro.
Plato de barniz rojo fenicio localizado en las excavaciones de la plaza de la Catedral.
Fotografía: José Manuel Hita Ruiz
Se trata de una actuación urbana preventiva, realizada en un sector de unos 200 m2 junto a la actual catedral de Ceuta, habiéndose detectado una compleja estratigrafía, que abarca varios periodos históricos entre la época fenicia y la actualidad, en apenas un metro de potencia estratigráfica. Su interés radica en haber permitido documentar, por primera vez en Ceuta, la existencia de un asentamiento fenicio arcaico en aguas aún mediterráneas, fechado entre los siglos VIII y VII a. C., que se complementa con los cercanos ejemplos gaditanos del Cerro del Prado o Gorham’s Cave en Gibraltar (Villada, 2006). La paleotopografía del lugar es mal conocida debido a la gran alteración del substrato, si bien se trataría de un ambiente prácticamente insular, establecido sobre un suave promontorio en la zona occidental del istmo ceutí a unos 10 m sobre el nivel del mar.
Especialmente interesantes son las conclusiones preliminares derivadas del estudio ceramológico, concretamente de las abundantes cerámicas a torno recuperadas, cuya similitud es manifiesta con las de la zona malagueña o granadina (ánforas T-10.1.2.1, pithoi, jarras tipo “Cruz del Negro”, platos, cuencos grises y de engobe rojo, cuencos trípodes, ampollas...), siendo mínimas las importaciones de Cartago o de la Grecia del este. Abundan cuantitativamente las cerámicas a mano de tipología típicamente tartésica, realizadas posiblemente con arcillas micáceas locales (lucernas mono y bilychnes; decoraciones incisas o con muñones/mamelones o apliques de herradura/semilunares). Además, son especialmente reseñables la multitud de biofactos aparecidos (carbones, fauna terrestre y marina...), cuya caracterización, en proceso actualmente, permitirá obtener múltiples datos sobre el paleoambiente y la explotación de recursos por parte de estas comunidades protohistóricas.
Actualmente, el yacimiento está en proceso de estudio, si bien, dada la trascendencia de los hallazgos, los excavadores han presentado algunos avances a la comunidad científica. De una parte, la existencia de tres horizontes de ocupación o fases. La primera de ellas fechada entre finales del siglo VIII y la primera mitad del siglo VII (Fase I), caracterizada por la presencia de suelos y desechos diversos de actividades domésticas sobre los niveles geológicos, cuyos estratos deposicionales quizá se relacionen con cabañas, debido a los huecos de postes existentes. A mediados del siglo VII a. C. (Fase II) se habría producido la urbanización de todo el sector, como se desprende de la erección de una amplia calle de 4,5 m de anchura (con orientación norte-sur), pavimentada con grava, a ambos lados de la cual se situaban sendos edificios, que encuentran multitud de analogías con la zona de tiendas y la calle comercial del yacimiento malacitano del Cerro del Villar. De ellos, la edificación oriental era notable, con más de 100 m2 de superficie y al menos cinco habitaciones parcialmente excavadas, cuyos paralelos más cercanos se sitúan en yacimientos fenicios de la costa malagueña, como el Morro de Mezquitilla, Chorreras, Toscanos, Málaga o Cerro del Villar, constituyendo posiblemente la residencia de importantes comerciantes o viviendas de tipo aristocrático (Villada et al., 2005). El edificio situado al oeste constituiría una vivienda, si bien su técnica edilicia es diversa, habiéndose detectado en todos los casos hogares para el procesado de alimentos, muros con zócalos realizados en guijarros trabados con barro y suelos de arcilla roja. Poco tiempo después el poblado pareció perder su función primigenia, ya que en momentos muy avanzados del siglo VII se documentan actividades industriales amortizando las estructuras anteriores (Fase III) –cubetas revestidas de barro y diversas piroestructuras–, constatándose incluso hogueras y deposición de residuos sobre la calle.
Según parece derivarse de las investigaciones preliminares, el yacimiento fenicio de la plaza de la Catedral de Ceuta sería algo posterior a la fundación de los asentamientos fenicios de la desembocadura del río Vélez (Toscanos y Cerro del Peñón) y de la bahía de Málaga. Si tenemos en cuenta la posible procedencia malacitana de las cerámicas aparecidas, nos encontraríamos ante un asentamiento norteafricano resultado de la fase de expansión de las primigenias colonias fenicias en otros territorios (Villada et al., 2005). Aparentemente no han sido recuperados restos que permitan plantear la continuidad del hábitat durante el siglo VI a. C., si bien se trata de una hipótesis de trabajo a verificar en futuras intervenciones arqueológicas en las inmediaciones.
Esta bipolaridad provocará un devenir jurídico-administrativo divergente para las tierras hispanas respecto a las mauritanas, que únicamente se homogeneizarán “oficialmente” con la creación de una nueva provincia, la Mauretania Tingitana, tras la muerte del hijo del rey Juba II, Ptolomeo, a manos de Calígula, en torno al año 40 d. C. (López Pardo, 1987). No obstante, como ya hemos reiterado y avanzaremos desde diferentes perspectivas a lo largo del presente capítulo, el devenir socio-económico de ambas regiones ribereñas del Estrecho –la llamada península Tingitana y el sur de la antigua Provincia Hispania Ulterior, posterior Baetica– fue muy similar, por lo que las divergencias parecen limitarse más a la historia política y a parámetros jurídico-administrativos que a la vida cotidiana de estas comunidades.
Estructura protohistórica de las excavaciones de la plaza de la Catedral.
Fotografía: José Suárez Padilla
ANTES DE ROMA. DEL BRONCE FINAL AL MUNDO FENICIO- PÚNICO (SIGLOS XII-III a. C.). UN CAMINO AÚN POR TRANSITAR
Durante décadas, los arqueólogos ceutíes han tratado de localizar evidencias de un poblamiento fenicio o púnico en su término municipal, sin resultado alguno. De ahí que se hayan escrito multitud de páginas alusivas a la posibilidad de que Ceuta hubiese sido una de las numerosas escalas en la navegación costera de estas comunidades en su tránsito hacia el Marruecos atlántico, zona en la que su presencia estaba perfectamente constatada en yacimientos de la importancia de Lixus o el islote de Mogador en Essaouira, todas ellas sin superar el plano de la hipótesis. En este contexto se sitúan los espectaculares hallazgos procedentes de una actuación arqueológica preventiva realizada en la plaza de la Catedral de Ceuta en el año 2004, en la cual se documentaron por primera vez evidencias de ocupación fenicia en la ciudad, fechadas entre los siglos VIII y VII a. C. y asociadas a una intensa y planificada urbanización, como denota la construcción de una calle y diversos edificios de notables dimensiones con estancias de gran entidad, actualmente en estudio por parte de un equipo coordinado por F. Villada, autor de los hallazgos.
Imagen de la fachada de la catedral en cuyos aledaños se localizaron los testimonios más primitivos del casco urbano ceutí.
Fotografías: José Juan Gutiérrez Álvarez.
Piezas recuperadas en la excavación de la plaza de la Catedral (siglo VII a. C.).
Fotografías: José Juan Gutiérrez Álvarez/José Manuel Hita Ruiz.
La primera cuestión que queremos destacar es la grata sorpresa y el notable estupor ante estos hallazgos, ya que en el mismo entorno habían sido realizadas recuperaciones por parte de C. Posac en los años sesenta del siglo XX y la excavación de diversos pozos modernos en el lateral occidental de dicha plaza por E. A. Fernández Sotelo a finales de los años ochenta, sin evidencia alguna en ellas relacionada con momentos prerromanos. Todo ello pone de manifiesto la imprevisibilidad del registro arqueológico y el carácter aleatorio de muchos hallazgos.
En segundo término, el hecho de que el yacimiento fenicio haya sido fruto de la arqueología urbana de Ceuta, es decir, de las actividades arqueológicas que con carácter preventivo se vienen desarrollando en la ciudad, con antelación a la ejecución de movimientos de tierra derivados de actuaciones urbanísticas, y de la activa planificación territorial de una ciudad con tan poco suelo urbano como Ceuta. Se ha demostrado en este caso –y en tantos otros ya la necesidad de un intenso control arqueológico en las parcelas urbanas o urbanizables previamente a la edificación, en lo que la Consejería de Educación y Cultura de la ciudad autónoma está dando pasos firmes de gran trascendencia para las generaciones venideras.
En tercer lugar, debido a la trascendencia de los hallazgos, se ha optado por su conservación in situ, habiendo pasado prácticamente un año entre su descubrimiento y su actual proyección social, ya que se ha optado por la exposición en un museo de las piezas más significativas del yacimiento para disfrute de la ciudadanía. Es éste un buen ejemplo para los ceutíes que estamos seguros se multiplicará en los próximos años debido a la importancia del patrimonio arqueológico de la ciudad autónoma.
Y en último lugar, ha permitido obtener los primeros datos fiables sobre una época de la historia de Ceuta –el Bronce Final– de la cual carecíamos de información alguna, extrapolándose datos de otras localidades o no superando el halo mítico. Asimismo, ha aportado interesantes líneas de investigación, ya que ahora pensamos que es probable que en el futuro se localicen restos de otras épocas históricas aún desconocidas en Ceuta, caso del periodo púnico o púnico-mauritano (siglos VI a. C.-I d. C.), por lo que los arqueólogos estarán muy pendientes de potenciales hallazgos en las inmediaciones. Y además, sabemos que esta zona neurálgica del istmo de Ceuta ha sufrido numerosas alteraciones en épocas pretéritas, lo que ha mutilado ostensiblemente el grado de conservación de los restos arqueológicos: de ahí que hasta la fecha no hubiesen aparecido restos de esta índole y que los mismos se hayan documentado en uno de los puntos más elevados de la zona ístmica de Ceuta, lo que da idea del elevado grado de destrucción del asentamiento prerromano.
El yacimiento protohistórico ha sido acondicionado para su visita pública, quedando integrado en una plaza ornamentada con vistosos paneles de azulejos pintados, obra de C. Navío.
Fotografías: José Juan Gutiérrez Álvarez.
Nos encontramos, por tanto, ante las primeras evidencias de un intenso poblamiento de época fenicia arcaica en la zona del istmo de Ceuta, fechado en los siglos VIII-VII a. C., si tenemos en cuenta la solidez y gran desarrollo de las evidencias de urbanismo detectadas, por lo que no son descartables contactos previos con la zona antes de la erección del asentamiento. Resulta evidente la vocación comercial del yacimiento, como se desprende de la riqueza y variedad del repertorio ceramológico aparecido y de la variedad de fauna procesada/consumida en estos espacios. Singular resulta la vinculación del entorno con la zona malacitana y no con el área de Gadir, abriendo interesantes líneas de trabajo para el futuro en relación a la delimitación de los espacios comerciales de la importante metrópolis semita de Cádiz.
Si ponemos en relación estos hallazgos con los ya citados restos subacuáticos en el litoral, fechados a partir del siglo V a. C. hasta el I a. C. (Ramón, 2004), contamos prácticamente con una secuencia de poblamiento ininterrumpida, por lo que es muy probable la potencial aparición de contextos arqueológicos de época púnica y tardopúnica en el futuro.
Estos hallazgos fenicios de la plaza de la Catedral de Ceuta han servido, asimismo, para retrotraer los orígenes del poblamiento humano en el istmo ceutí hasta dichas fechas, ya que con anterioridad únicamente contábamos en dicha zona con restos romanos fechados en el cambio de era aproximadamente, como luego veremos. En este sentido, y a pesar de la prudencia que se impone al tratar con argumentos indirectos, es muy interesante la ausencia hasta la fecha de evidencias prehistóricas en la zona interfosos de Ceuta, de lo que parece deducirse, asimismo, un significativo cambio en las estrategias de ocupación del territorio. De tal manera que hasta la Prehistoria Reciente las sociedades de cazadores- recolectores y las comunidades aldeanas habitarían en poblados en el Campo Exterior y en el monte Hacho, no siendo hasta inicios del primer milenio cuando los colonos fenicios iniciarían la ocupación de las arenas cuaternarias del istmo de Ceuta, que se convertirían a partir de dichas fechas en el lugar en el cual se desarrollaría la vida urbana durante la totalidad del mundo antiguo y época medieval y moderna.
No obstante, se trata de datos prácticamente inéditos y en curso de estudio en la actualidad, por lo que debemos esperar a contar con las conclusiones definitivas de los mismos para poder avanzar al respecto. Con todo y con eso, se trata de unos hallazgos arqueológicos de excepcional interés para la Historia de Ceuta, ya que permiten valorar una fase histórica –la Protohistoria– de la cual únicamente contábamos previamente con datos indirectos. Se abren múltiples líneas de investigación, como sucede con la detección del poblado indígena en la zona, similar posiblemente a los yacimientos de fondos de cabaña del Ringo Rango o de Montilla, en la bahía de Algeciras; o la potencial continuidad del hábitat en época púnica hasta la presencia romana, etcétera.
En las numerosas excavaciones realizadas en tierra firme en las últimas dos décadas no han sido documentados niveles arqueológicos fechables en época mauritana inicial, ni en la calle Gran Vía (Hita y Villada, 1994), ni en el entorno de la basílica tardorromana (Fernández Sotelo, 2000), ni en el Paseo de las Palmeras (Bernal y Pérez, 1999). Únicamente el hallazgo de algunos fragmentos de bordes de ánforas tardopúnicas y de vinarias grecoitálicas fuera de contexto, fechables en el siglo II a. C., en el Paseo de las Palmeras (Bernal y Pérez, 1999, págs. 20 y 21), constituyen los únicos testimonios indirectos de una ocupación del solar ceutí en estas fechas. De ahí que por el momento no contemos con datos fiables sobre las comunidades que habitaron Ceuta en el Mauritano Antiguo, planteando la posibilidad de que durante estas fechas se produjese una vinculación de la misma, y de su posible comunidad indígena, con los intereses de los itálicos asentados en Carteia.
Otro de los aspectos significativos evidenciados a través de los hallazgos fenicios de la plaza de la Catedral son las íntimas vinculaciones con la península Ibérica, como se desprende de la presencia de cerámicas fenicias de centros malagueños o con la tipología de las cerámicas a mano, propia de entornos tartésicos. Con ello se incide una vez más en las interrelaciones entre las dos orillas del Estrecho, que llevaron hace muchos años a la definición de toda esta zona como el Círculo del Estrecho, considerando como tal una región con similar devenir histórico que aunaba las orillas del norte de África y del sur peninsular en la Antigüedad (Tarradell, 1960).
El proceso de excavación del yacimiento de la plaza de la Catedral ha requerido un minucioso trabajo , con el objetivo de obtener la máxima información posible sobre los orígenes del asentamiento ceutí
Fotografía: José Suárez Padilla
ROMA Y EL MUNDO PÚNICO-MAURITANO (SIGLOS III-I a. C.) SUS REPERCUSIONES EN CEUTA
Las tropas romanas se desplazan a la península Ibérica con los escipiones a la cabeza en el año 218 a. C., con el fin de evitar el avance de las tropas cartaginesas de Aníbal hacia la península Itálica, lo que generará el conflicto militar conocido como la Segunda Guerra Púnica. A partir de estos momentos se considera que la antigua Iberia entra a formar parte, maximis itineribus, del mundo romano. Se inicia de tal manera la época romano- republicana hispana, que perdurará hasta la instauración de la Pax por Augusto tras las guerras cántabras en el año 19 a. C. (Blázquez, 2003).
Paralelamente, la Mauretania Occidental gozaba de notable autonomía, siendo las poblaciones autóctonas de raigambre púnica las que marcaban la pauta, detectándose focos de poder independientes como es el caso del conocido reino de Bogud (El Khayari y Alaoui, 1999).
El primer problema que se deriva de esta situación es cómo proceder a la periodización histórica de esta zona (Ceuta y los montes del Estrecho), conscientes de su interdependencia y mayor vinculación al sur de la Ulterior que a las tierras mauritanas del interior en las cuales se desarrollaban, en estas fechas, diversos reinos independientes de Roma. Es decir, bien denominar al periodo existente entre el siglo III e inicios de la época imperial época romano-republicana o tardo–púnica, que es como se denomina a dicho periodo histórico en la orilla andaluza, o bien aplicar la periodización de las fases mauritanas, que es la que tradicionalmente se utiliza para los horizontes ocupacionales de esta época en Marruecos, como ilustran las recientes excavaciones en Lixus (Aranegui, 2005, ed.): Mauritano Antiguo (175 a. C.-50 a. C.), Mauritano Medio (50 a. C.-10 d. C.) y Mauritano Reciente (10-50 d. C.).
Otro de los presupuestos teóricos a plantearse es cómo definir antropológicamente estas comunidades humanas, que podrían ser tildadas de mauritanas o tardopúnicas, y en fechas en las cuales la aculturación de Roma es más tangible como mauretorromanas; o hispanorromanas, si tenemos en cuenta las citadas vinculaciones culturales con la península Ibérica y su dependencia administrativa de la misma a partir del siglo III d. C.
Ánfora púnica dedicada al transporte de salazones de pescado del área gaditana.
Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez
Tras estas cuestiones aparentemente más teóricas y formales que efectivas se esconden fenómenos de largo alcance. Así lo podemos advertir en el hecho de que frente a la tradicional “independencia” y autonomía de estas comunidades mauritanas entre el siglo III a. C. y la fase de creación de la provincia romana, que es la tendencia que tradicionalmente se considera (López Pardo, 1987), algunas de las ciudades romano- republicanas debieron ejercer gran influencia en la zona. Así debió suceder con la Colonia Latina Libertinorum Carteia, cuya deductio –fundación– se retrotrae al año 171 a. C., y cuya zona de influencia debió abarcar buena parte del Círculo del Estrecho (Roldán et al., 2003).
De la orilla peninsular tenemos escasos datos sobre la ocupación republicana además de los citados de Carteia, que ilustran magistralmente tanto la erección de un templo republicano, fechado a finales del siglo II a. C. como la continuidad urbana del asentamiento tardopúnico, ya amortizado (Roldán et al., 2006). A ellos debemos asociar la fase republicana detectada en la ensenada de Bolonia, bajo la posterior Baelo Claudia, vinculada con actividades pesqueras y fuertemente influenciada por el factor itálico (Arévalo y Bernal ed., 2007. ). De las comunidades indígenas son escasos los Oppida y los lugares de hábitats conocidos, y ninguno ampliamente excavado en la región del Estrecho, entre los que destacan los datos del litoral de Tarifa, con evidencias tanto bajo el Castillo (Pérez Malumbres y Martín Ruiz, 1998) como en la zona de Los Algarbes (Martín Ruiz et al., 2006) o en la Silla del Papa (Sillières, 1995). En Marruecos la información es aún más escasa, notándose una significativa influencia púnica en los contextos de esta época, como en Emsá o en los niveles prerromanos bajo Tamuda (Ponsich, 1970; El Khayari, 2004; Alaoui, 2006).
En Ceuta, los datos existentes sobre el devenir histórico entre los siglos III y II a. C. son mínimos, y además todos ellos caracterizados hasta la fecha por su carácter indirecto. De una parte contamos con referencias muy puntuales en hallazgos monetales, tanto en la zona del pasaje Gironés –entorno de la Almina–, destacando dos emisiones de Gadir, cinco de Malaca, un semis de Cástulo, como un denario de la serie de L. Hostilius Saserna de mediados del siglo I a. C. y otro de mediados del siglo II a. C. de L. Sempronius Pitio aparecidos supuestamente en la calle Teniente Pacheco (Posac, 1958, pág. 117, figs. 1-8; 1989, 10 y 12, lám. I, núm. 4). No obstante, se trata de antiguas recuperaciones de dudosa procedencia, vinculadas a colecciones, o de referencias indirectas en publicaciones, por lo que su fiabilidad ha sido puesta en tela de juicio (Bernal, 1995 a, pág. 1.142). En un contexto similar se hallan diversos fragmentos de cerámica de barniz negro –la vajilla de mesa usada por púnicos y romanos en época helenística– conservados en el Museo de Ceuta, depósitos antiguos de compleja interpretación.
Muy significativa en este contexto es la circulación monetal que, con las debidas reservas al tratarse de hallazgos de los años cincuenta del siglo pasado integrados en colecciones particulares (Posac, 1989), permiten intuir una mayor vinculación de Ceuta en estos momentos a las tierras mediterráneas que a las atlánticas, como parecen indicar los hallazgos de más monedas de la ceca de Malaca que de la de Gadir; o la posterior presencia de moneda de Carteia frente a la ausencia de la de la metrópolis gaditana (Posac, 1962, págs. 33 y 34).
Denario republicano
Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez
Por el contrario, los hallazgos subacuáticos –especialmente ánforas de transporte– son muy significativos en el litoral, constituyendo un fiel reflejo del tráfico marítimo y de una activa dinámica comercial, especialmente intensa, aparentemente a lo largo de todo el siglo I a. C. hasta época de Augusto o Juba II, rey de Mauretania. Esta conclusión deriva de un análisis exhaustivo de la colección anfórica conservada en el Museo Municipal de Ceuta, en la cual se detecta un vacío cronológico entre las series púnicas y los envases tardorrepublicanos: es decir, faltan algunos tipos de ánforas característicos de los siglos III y II, siendo las grecoitálicas la ausencia más significativa. Por el contrario, destacan las ánforas de vino itálico campano-lacial posteriores (Dr. 1 A y C), las que portaban el aceite de Istria y el entorno noritálico (Lamboglia 2) y las series de envases salazoneros de tradición púnico–gaditana (Maña C2b o serie 7 de Ramón). Especialmente importante ha sido la localización de un cargamento de vino y defrutum o sapa (mostos reducidos térmicamente) –o de aceitunas u otros alimentos envasados en estos arropes– (AA.VV., 2003) en aguas de Benzú, fechado en los momentos iniciales del siglo I a. C., como se dedujo del hallazgo de casi una veintena de ánforas completas del tipo Haltern 70 y Sala I (Bernal, 2005 a).
En este mismo contexto se sitúa la ingente cantidad de materiales cerámicos recuperados por C. Posac en los años sesenta durante las obras del antiguo Parque de Artillería, sede actual del Parador de Turismo La Muralla y de la Comandancia General de Ceuta. Se trata, especialmente, de monedas y sigillatas itálicas fechadas en época augustea o algo más tarde, es decir, entre las últimas décadas del siglo I a. C. y los inicios de época de Tiberio (Posac, 1998), que permitieron plantear a este investigador dos aspectos: de una parte, el posible origen de la localidad de Septem Fratres en la zona más occidental del istmo, situada entre la plaza de África y el foso navegable; y, por otra, la importancia del poblamiento en la ciudad desde finales de la época mauritana en adelante (Posac, 1962; una síntesis en Bernal y Pérez, 1999, págs. 19-76).
En todas las actuaciones arqueológicas realizadas con posterioridad, esta hipótesis de trabajo ha podido ser confirmada, ya que a partir aproximadamente de la calle O’Donnell hacia el este, las estructuras y niveles de ocupación de época romana son siempre posteriores, del siglo II d. C. en adelante, por lo que se acepta que el asentamiento sufrió una ampliación a lo largo de la época medio imperial hacia Oriente, para definitivamente ocupar el sector entre los dos fosos (Villada e Hita, 1994; Bernal y Pérez, 1999). En todas ellas es frecuente recuperar algunos hallazgos muebles residuales, especialmente cerámicas, que confirman la existencia de un poblamiento precedente en el entorno. Recientes excavaciones en el interior del Parador de Turismo han permitido confirmar estas apreciaciones, al fecharse en momentos avanzados del siglo I d. C. los inicios de la cronosecuencia detectada, con una significativa ausencia de materiales de época precedente (Villada et al., 2007).
Vaso de terra sigillata sudgálica (tercer cuarto del siglo I d. C.)
Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez
Por todo lo comentado, el estado de la cuestión sobre la ocupación de Ceuta desde el siglo III al cambio de era se resume en la parquedad de datos arqueológicos existentes. Un inicio evidente de las actividades en época augustea/tiberiana parece la datación más fiable para los vestigios más antiguos de poblamiento romano, con la posibilidad de retrotraer dichas fechas varias décadas, coincidiendo con finales del Mauritano Antiguo o inicios del Mauritano Medio. Es poco probable la existencia de una ocupación anterior, al menos a tenor de los datos disponibles en la actualidad.
Se confirma que el núcleo de poblamiento primigenio se situó en el entorno del Parador de Turismo La Muralla, ampliándose con posterioridad la ocupación humana por toda la zona ístmica de Ceuta, ya en época imperial avanzada. Respecto al tipo de hábitat existente en la zona en el siglo I a. C. carecemos de dato alguno por el momento sobre estructuras inmuebles de cualquier naturaleza, cuestión derivada evidentemente de la ausencia de excavaciones arqueológicas regladas en la zona, limitándose los hallazgos a las citadas recuperaciones de Posac. Los hallazgos de mosaicos polícromos en dichas recuperaciones de los años sesenta, quizá hagan pensar en ambientes dedicados al urbanismo doméstico (viviendas).
La riqueza y variedad del registro cerámico –copas decoradas a molde de sigillata de talleres centroitálicos, vidrios, ánforas de diversas procedencias con contenidos variados, etc.– permiten plantear que posiblemente fuesen las actividades de tipo comercial las que hubiesen propiciado el establecimiento primigenio en la península ceutí de negotiatores itálicos (armadores y comerciantes). La ausencia en los hallazgos de abundantes materiales de tradición local –como las cerámicas pintadas, entre otros–, permite plantear una posible presencia foránea entre los habitantes de la ciudad en estos momentos, que quizá se estableciese en el istmo en época republicana avanzada, y que se trataría de un contingente de población itálica o hispanorromana, para cuya caracterización la única clave es la continuidad de los trabajos arqueológicos en el futuro, ya que en la actualidad no es posible superar el campo de la hipótesis. Se trataría de una ocupación costera eminentemente comercial –y quizá militar, de manera complementaria–, como se atestigua en multitud de ambientes del Marruecos atlántico que cuentan con cronosecuencias similares de gran influencia itálica anteriores a la anexión provincial. El siglo II a. C. constituye un momento de plena inserción en las corrientes mediterráneas romanas, como se deduce de la elevada frecuencia de ánforas itálicas, vajilla de barniz negro o cerámica ibérica pintada en los niveles del siglo II de Tamuda o Lixus, pasando a partir del siglo I a. C. a un mejor conocimiento gracias a las investigaciones en Zilil, Lixus, Sala, Banasa, Thamusida o Volubilis, que evidencian un crecimiento exponencial de las importaciones itálicas tanto anfóricas como de vajilla, mobiliario metálico o lucernas, al tiempo que asistimos a la aparición de cecas, siendo las de Lixus, Rusaddir, Tamuda, Tingi, Semesh o Zilil las más significativas (Gozalbes, 1998; El Khayari, 2004, págs. 158-164). Ceuta parece insertarse en estas corrientes comerciales plenamente mediterráneas, si bien por el momento los datos arqueológicos son mínimos pero muy prometedores.
El privilegiado emplazamiento de Ceuta para el aprovechamiento de los recursos marinos de su entorno es una de las razones fundamentales para explicar los momentos más antiguos de su historia. La imagen, tomada desde la costa europea, con la costa africana al fondo, permite apreciar la proximidad de ambos continentes.
Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez
EL LEGADO DE LA CEUTA ROMANA: EL NOMBRE Y EL ORIGEN DE UNA IMPONENTE CIUDAD
Frente a lo que sucedió con periodos históricos precedentes en otros lugares –como el mundo fenicio–, en Ceuta nunca se perdió la memoria de la importancia del enclave en época romana. Es por ello fácilmente rastreable la huella de Septem Fratres en épocas históricas posteriores.
De la Edad Media tenemos constancia de numerosas referencias de autores islámicos que valoran la importancia de la ciudad romana, siendo la más significativa de todas la aportada por Al-Bakri, que aunque data del siglo XI, recoge una descripción de la ciudad de Ceuta de mediados del siglo X d. C., citando que:
[...] Ceuta, ciudad muy antigua, encierra en su interior muchos monumentos, entre los que destacan algunas iglesias y baños. Un conducto que parte del río Awiat bordea la costa del mar meridional hasta la iglesia, que es actualmente la mezquita aljama, y lleva el agua a donde sea necesario en la ciudad; [...] era posible para sus habitantes el comunicar la bahía que se encuentra al norte, convirtiendo la península en una isla separada totalmente del continente. Los antiguos ya habían excavado en este lugar (foso) con una longitud de aproximadamente dos flechas.
Restos del acueducto de Arcos Quebrados
Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez
Es decir, como ha señalado E. Gozalbes (2002, págs. 30 y 31), al menos tenemos constancia de la existencia de un acueducto, de varias iglesias y de unas posibles termas, todo ello visible en el siglo X. Lo que nos interesa destacar en este contexto es que de la ciudad preislámica –romana o tardorromana en sentido amplio–quedaban muchos restos visibles en los primeros siglos del Medievo, lo que llevó a otros autores, como es el caso de Al-Himyari o el propio Ibn Jaldún, a considerar la ciudad como “de gran antigüedad”.
Una imagen similar la encontramos en la descripción que de la “gran ciudad de Ceuta” hace el conocido viajero granadino Juan León Africano a finales del siglo XV, cuando nos comenta “que los latinos llamaron Civitas [...]. Según noticias veraces la levantaron los romanos en la boca misma del Estrecho de las Columnas de Hércules y fue capital de la Mauretania toda, siendo los mismos romanos quienes la ennoblecieron y civilizaron, y contó con un gran número de habitantes...” (Fanjul, 2004, pág. 301). Esta exacerbada descripción deja al menos entrever lo que de ella se pensaba a finales de la Edad Media, atribuyendo a los romanos la grandeza de Ceuta. Similares descripciones menos verosímiles las encontramos en autores modernos, como es el caso de Correa da Franca, que cita la construcción en Ceuta del primer anfiteatro de todo el Imperio, mandado erigir por Calígula, junto a los restos de una muralla romana; frente a Mascarenhas, que decía explícitamente que no quedaba nada en su época de sus restos romanos (Marín y Villada, 1988, pág. 1.185).
Otro de los aspectos importantes de la Ceuta romana ha sido el legado de su nombre, que ha dado lugar, a través de un largo camino de modificaciones fonéticas, a su actual denominación ciudadana: de la Septem Fratres que citan Estrabón, Plinio o Pomponio Mela a inicios de la época imperial, a la Septem de Justiniano, y de ahí al arabizado Sabta, cuya derivación fonética terminó generando la actual Ceuta (Gozalbes, 1990; 2002, pág. 17). Se trata, además, de uno de los escasos topónimos de raigambre latina atestiguado en el área del Estrecho junto con Tánger (de Tingis), zona en la cual la mayor parte de ellos son de origen árabe o beréber (Gozalbes, 2002, pág. 17).
Por último, y antes de pasar al análisis pormenorizado de las evidencias conservadas del pasado romano de la ciudad, consideramos importante realizar un apunte metodológico. La situación geográfica de Ceuta, rodeada por los montes del Estrecho a Occidente y alejada por vía terrestre de otros núcleos de población importantes, que se sitúan a más de una veintena de millas romanas (caso de Tamuda, cerca de Tetuán), ha sido el principal catalizador de su estudio de manera aislada y autónoma, prácticamente sin correlación con el entorno geográfico que la rodeaba. Si además unimos a estos condicionantes geográficos las dificultades derivadas de la geopolítica actual, la simbiosis de datos con la península tingitana no ha sido ni fluida ni habitual, al menos hasta fechas muy cercanas a nosotros. Ésta es la premisa que justifica científicamente que se trate el asentamiento de manera aislada, contextualizándolo en su entorno geográfico pero sin una conexión directa con el retrotierra tingitano. Así se entiende por qué la bibliografía especializada sobre la ciudad trata únicamente aspectos de la misma. Un ejemplo reciente es la monografía que analiza los últimos siglos del devenir histórico de la Tingitana (Villaverde, 2001), en la cual los titánicos esfuerzos por su análisis combinado con la realidad provincial en la que se integra generan dificultades interpretativas, ya que su devenir histórico es independiente –o al menos autárquico– en relación a lo que sucede en otros puntos del norte de África Occidental (auge urbano a partir del siglo III frente al abandono de la mayor parte de los enclaves; importancia en los siglos VI y VII, con una vida rural manifiesta en casi toda la Tingitana...). De ahí que de las peculiaridades geográficas y de la estratégica localización de Ceuta se deriven tanto una historia singular como unas relaciones sobre todo marítimas con las cercanas ciudades del Círculo del Estrecho, caso de Carteia, Traducta, Baelo Claudia o Tingi.
Jarrito dedicado a la comercialización de salmueras expuesto en el Museo de la Basílica
Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez
SEPTEM FRATRES, CIUDAD MARINERA Y PESQUERO-CONSERVERA (SIGLOS I-III D. C.)
A continuación, vamos a tratar sintéticamente los aspectos más significativos de la Ceuta romana, procurando alejarnos del análisis inductivo de los diferentes yacimientos excavados (Mirador I y II, parcelas de la calle Gran Vía y del Paseo de las Palmeras...), para tratar de proporcionar una visión actualizada de nuestro conocimiento actual de su devenir histórico durante el Alto Imperio Romano, especialmente entre los siglos II y III d. C., momentos en los cuales contamos con más información. Tradicionalmente se han analizado los yacimientos ceutíes de época romana a título particular, siendo escasas las síntesis generales en fechas recientes y, como se verá a lo largo de estas páginas, con resultados divergentes (Villada e Hita, 1994; Bernal y Pérez, 1999; Villaverde, 2001). La explicación de ello es sencilla: la paulatina y progresiva aparición de nuevos hallazgos arqueológicos ha ido matizando las propuestas anteriores y aportando novedades al debate histórico-arqueológico. Y en ocasiones, el desconocimiento de dichas novedades ha provocado la recurrencia a viejas hipótesis, convirtiendo en muy compleja la discriminación de la veracidad de los datos al profano en la materia.
Vamos a tratar a continuación en cinco aspectos las principales cuestiones derivadas de la romanidad de Ceuta, que son su nombre en la Antigüedad Clásica (Septem Fratres y Septem con posterioridad), la cronología del asentamiento y la problemática de su consideración como municipium, es decir, ciudad romana en el sentido jurídico-administrativo del término. De ello se derivan adicionalmente tanto un análisis de su posible territorium –es decir, la zona rural dependiente de la ciudad en época romana–, como un detallado análisis de todas las evidencias arqueológicas conservadas de su fecundo pasado (factorías de salazones, necrópolis, termas, ambientes comerciales...). Por último, se incide específicamente en las importantes relaciones bidireccionales Baetica/Tingitana, en el ámbito del Estrecho.
Piletas de salazón del Paseo de las palmeras, actualmente en el Museo de la Basílica.
Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez
Respecto al origen del conocimiento arqueológico de la Ceuta romana, las referencias se remontan al año 1958, fecha en la cual se publican detalladamente las monedas y la escultura de Hércules de la colección Encina, y año en el cual se producen los primeros hallazgos frente a Plaza de la Catedral –y otros de menor envergadura en la calle Edrisis y Jaúdenes–; la consagración de todos ellos fue el hallazgo del famoso sarcófago romano marmóreo del siglo III d. C. en la plaza del General Galera (Posac, 1962, pág. 32). Por su parte, los primeros datos de las factorías salazoneras septenses datan de finales de los años sesenta (Bravo, 1968). Es decir, la arqueología romana en Ceuta goza de unos cincuenta años de tradición, lo que evidencia el estado de madurez de algunos de los asertos que presentamos en estas páginas.
SEPTEM FRATRES, EL NOMBRE ROMANO DE CEUTA
Ante la manifiesta ausencia de epigrafía lapidaria en la cual se cite expresamente el nombre de la ciudad o la origo de los personajes citados en dichas inscripciones, y al no tratarse de un asentamiento que emitiera moneda en la Antigüedad –ausencia de ceca–, son las fuentes literarias o itinerarias las únicas evidencias fiables para aproximarnos a la onomástica de este asentamiento del Estrecho en época romana (una buena síntesis de la metodología de investigación en el caso de la orilla gaditana en Sillières, 1988). El caso específico de Ceuta ha sido estudiado monográficamente, por lo que remitimos a dicho estudio para ampliar los datos que aquí sintetizamos (Gozalbes, 1990).
Encontramos en numerosos autores clásicos las referencias a un topónimo recurrente, que es Septem Fratres, los “Siete Hermanos”, en clara alusión a una serie de colinas de similares dimensiones que debían constituir el paisaje habitual que de Ceuta se tenía desde la costa, siendo por tanto esta peculiaridad geográfica la clave de su nombre. Antes de la extensión de la ciudad por el llamado Campo Exterior, especialmente a partir del siglo XIX (Gordillo, 1972, págs. 188-237, gráfico 24), estas singulares lomas eran perceptibles en la orografía de la ciudad, como documenta a la perfección el grabado de Dornellas en el siglo XVI.
Las obras escritas en griego, como la Geografía de Estrabón en torno al cambio de era o la obra homónima de Ptolomeo en el siglo II d. C., hablaban de los Hepta Adelphoi, que en latín se corresponden con los Septem Fratres reflejados en la Naturalis Historia de Plinio o en la Chorographia de Pomponio Mela, respectivamente en los siglos I y II de nuestra era.
Además, otros argumentos son los habitualmente esgrimidos para situar a los “Siete Hermanos” en Ceuta: no olvidemos que estos autores tratan normalmente la geografía desde una perspectiva marítima, por lo que contamos con otros referentes geográficos cercanos que nos ayudan a localizar los topónimos –orónimo en nuestro caso– por un efecto “sandwich”, al mencionarse entre otros de segura atribución. Nuestro caso no es tan sencillo, ya que las ciudades citadas se sitúan bastante lejos, caso de Tingi –Tánger– al oeste. Otros topónimos citados por las fuentes también se sitúan en el entorno, como Abyla, una de las míticas “Columnas de Hércules” que deberían ser localizadas en el monte Hacho, o en la “Mujer muerta” de Benzú, según otros autores (Gozalbes, 1990).
Por otro lado, contamos con la información de las fuentes itinerarias, una serie de documentos compilados en época medio imperial o tardorromana que describen los diferentes hitos o paradas de una serie de rutas tanto terrestres como marítimas. Los más significativos son los denominados genéricamente el Itinerario Antonino y el Anónimo de Rávena (Roldán, 1975), cuyas respectivas dataciones tradicionales (siglos III/IV y VII d. C.), siempre debatidas, deben ser tomadas con mucha cautela según evidencian recientes trabajos (Arnaud, 2004). El Itinerario Antonino ofrece dos rutas terrestres en las cuales los Septem Fratres no aparecen citados, ya que se trata de caminos que recorren el retrotierra de la fachada atlántica tingitana, uniendo respectivamente Tingi con Ad Mercurios –localidad al sur de Sala en Rabat–, y Tocolosida –al sur de Volubilis– con la Colonia Tingi. Por el contrario, el Itinerario Marítimo sí es muy expresivo, ya que cita expresamente las localidades costeras entre Tingi y el Flumen Malua, englobando tanto el trayecto propiamente dicho del Estrecho de Gibraltar (Tánger-Ceuta) como todos los asentamientos de la fachada mediterránea, tales como Taenia Longa, Cobucla, Parietina o Rusaddir. De todos los topónimos y nombres de localidades citados, debemos destacar dos aspectos. De una parte, la mención explícita a la distancia entre Tingi y Septem Fratres, cifrada en LX milia pasuum –millas–, es decir, unos noventa kilómetros aproximadamente. Y por otro, la referencia en toda la fachada mediterránea, Ceuta incluida, a una serie de localidades que se caracterizan por su alusión indirecta, como nos transmite el acusativo ad que antecede a su nombre. Así, de Tánger llegamos a Ad Septem Fratres, y de ahí a Ad Abilem (14 millas) y sucesivamente a Ad Aquilam Minorem (14 millas), a Ad Aquilam Maiorem (14 millas), al Promontorium Barbiti (12 millas), a Taenia Longa (24 millas), y así sucesivamente. Esta dicotomía de citar algunas localidades por su nombre directamente y otras por referencias indirectas (“Ad + nombre” = junto a...) ha sido interpretada como reflejo de que las primeras eran ciudades y las segundas hitos geográficos vinculados posiblemente a aglomeraciones poblacionales de menor entidad/rango (Roldán, 1966). Aunque luego volveremos sobre esta cuestión al valorar la situación jurídico-administrativa del asentamiento, es evidente que existía una aglomeración poblacional en Septem Fratres, situada al oeste de Tánger, siendo muy probable que la misma se correspondiese con la actual ciudad de Ceuta. Respecto a los orónimos cercanos, recientemente se ha propuesto que Ad Abilem fuese la ensenada de Benzú, Ad Aquilam Minorem, Sania y Torres; Ad Aquilam Maiorem, Sidi Abselam El-Behar; Ad promontorium Barbiti, la desembocadura del río Lau, y Taenia Longa Targa, con las oportunas reservas (Villaverde, 2001, págs. 67 y 68, figura 3).
El Anónimo de Rávena, fuente de problemática datación pero evidentemente más tardía que la anterior, ya sí cita a Septem Fratres entre las ciudades no tanto de la Mauretania Tingitana –valorando en tal caso la existencia de una localidad llamada Septemvenam– sino de la “Mauretania Gaditana –in qua plurimas fuisse civitates [...] ex quibus [...]Tremulas, Septem Fratres, Tamasida...–” (III, 11).
En época paleobizantina –siglo VI d. C.– contamos con evidencias de la perpetuación del nombre, como explicita claramente el Codex Iustinianus al referirse al Estrecho de Gibraltar, citando expresamente “in traiectu, qui est contra Hispaniam, quod Septem dicitur (I, 27,2,2)”. Además, contamos, como ya se ha indicado, con la reducción del término “Siete Hermanos” de época romana altoimperial a Septem –Siete– en la Antigüedad Tardía. Y de ahí, a través de un largo camino de más de mil quinientos años a través de la historiografía medieval, del Renacimiento, del Barroco, y de los eruditos e historiadores de los siglos XIX y XX al nombre actual (proceso ampliamente detallado en Gozalbes, 1990).
La tradición oral y topo-onomástica juega un papel clave, y en ese sentido en Ceuta quedan escasas dudas de su relación nominal con los Septem Fratres. Instituciones ciudadanas como el Centro de Educación Secundaria Siete Colinas de Ceuta fosilizan una tradición, para cuya verificación empírica deberemos esperar al hallazgo de alguna inscripción romana en la cual se mencione explícitamente este singular orónimo que es el embrión etimológico, concebido al menos desde el Alto Imperio, que consagró el nombre del asentamiento a lo largo de la historia.
Materiales cerámicos de los niveles flavios de la excavación de la puerta califal.
Dibujos: José Suárez Padilla
CRONOLOGÍA DE LA SEPTEM FRATRES ROMANA
Consideramos necesario realizar una serie de precisiones cronológicas antes de abordar la problemática específica de las evidencias materiales, de manera que el lector pueda contextualizar los hallazgos arqueológicos en un marco general del devenir ciudadano de la comunidad mauretorromana localizada en Ceuta.
Una vez constituida la provincia romana de la Mauretania Tingitana en época de Claudio, a mediados del siglo I d. C., tras la pacificación de la revuelta de Aedemón surgida como respuesta al asesinato del último rey mauritano, Ptolomeo, a manos de Calígula, se inicia una andadura paralela a la de otras provincias occidentales del Imperio, de manera que se consideran dos grandes periodos históricos, denominados respectivamente el Alto Imperio (siglos I y II d. C.) y el Bajo Imperio (siglos IV-V d. C.), separados por el problemático siglo III d. C., época de conflictos políticos, militares, y socio-económicos (Cepas, 1997). A partir de inicios del siglo V d. C., con el paso de los vándalos, empezamos a considerar estos últimos siglos como la denominada Antigüedad Tardía (siglos V-VII d. C.), si bien otros autores prefieren incluir dentro de este último periodo los cinco últimos siglos del Mundo Antiguo, desde época de la dinastía severiana en adelante. ¿Qué trascendencia tiene esta periodización para Ceuta? Veámoslo a continuación.
De una parte, además de los materiales muebles procedentes de rescates depositados en el Museo Municipal, las evidencias arqueológicas existentes entre época de Claudio y momentos antoninos son mínimas, limitadas a los recientes hallazgos del Parador de Turismo, fechados en época flavia –último tercio del siglo I d. C.– (Villada et al., 2007) o a un depósito anfórico altoimperial localizado en las inmediaciones, bajo el actual Revellín de San Ignacio (Nogueras, 2000), todos ellos aparentemente relacionados con la factoría de salazón según los excavadores. Es decir, prácticamente nada sabemos de los primeros momentos de vida en el asentamiento mauretorromano, más allá de su localización en el entorno de la plaza de África/Foso navegable.
Esta ausencia de testimonios provoca, como se verá a continuación, que las evidencias estratigráficas, los escasos edificios exhumados y los hallazgos casuales se fechen especialmente entre los siglos II y V d. C., que constituyen actualmente los dos momentos mejor conocidos de Septem Fratres. Ello es debido únicamente a la casuística de la ciencia arqueológica, ya que se han fechado en el siglo II d. C. los niveles asociados a la construcción de los inmuebles o la parte inferior de las secuencias estratigráficas excavadas (especialmente en la calle Gran Vía y en el Paseo de las Palmeras), al tiempo que en el siglo V o inicios del siglo VI como mucho, se fechan los estratos de abandono de las estructuras o la definitiva colmatación de los depósitos arqueológicos previamente a la ocupación bizantina. Es decir, resulta complejo hablar, en el estado actual de nuestros conocimientos, de periodos cronológicos más precisos, ya que en muchas ocasiones no somos capaces de afinar la datación de las estructuras más allá de su adscripción a la época medio imperial (siglos II-III d. C.) o bajoimperial (siglos IV-V d. C.). Haber podido detectar una evidente cesura productiva en el ámbito de la factoría de salazón excavada en el Paseo de las Palmeras números 16-24 a finales del siglo III d. C., con la consiguiente amortización de los edificios altoimperiales y la construcción de otros encima ajustados a parámetros urbanísticos diferenciados en el siglo IV d. C. (Bernal y Pérez, 1999), refuerza esta dicotomía, que es la que vamos a aplicar al tratamiento de la información en los siguientes apartados.
Pensamos que no será posible, hasta que contemos con más evidencias, realizar ulteriores precisiones, es decir, presentar de manera más detallada las diferentes fases de evolución histórica del asentamiento romano antes de la llegada de los vándalos de Genserico, que por ahora se limitan a los dos momentos citados, que denominamos genéricamente fase de expansión y consolidación urbana (siglos II-III d. C.) y fase de continuidad ocupacional bajoimperial (siglos IV-V d. C.).
Por último, queremos recordar que la datación de la fase de apogeo de Septem Fratres durante los siglos II y III d. C., como luego veremos, es mucho más tardía que lo acontecido en otros lugares de la Tingitana, caso del castellum de Tamuda (El Khayari, 1996) o de la mayor parte de ciudades del conventus gaditanus, que experimentan su mayor esplendor bien con Augusto o en época flavia, tras la concesión del ius Latii a las ciudades hispanas (León y Rodríguez Oliva, 1994).
SEPTEM FRATRES, MUNICIPIUM ROMANO
Esta pregunta es la que se han hecho cuantos investigadores han tratado de evaluar el pasado romano de la localidad, existiendo dos propuestas claramente divergentes: aquellos investigadores que defienden la existencia de una ciudad romana altoimperial en Ceuta, denominada Septem Fratres, con categoría jurídico-administrativa (Posac, 1962 y 1988; Bernal y Pérez, 1999; Gozalbes, 2002) y aquellos que consideran el lugar como una aglomeración secundaria en torno a una factoría de salazón en los siglos II/III d. C. (Gozalbes, 1990; Villaverde, 2001), no faltando autores que plantean la dificultad de abordar esta problemática por la escasez de datos (Villada e Hita, 1994, págs. 1.222- 1.224).
Lo que sí parece consensuado para todos estos historiadores es que en la Antigüedad Tardía Septem sí era una ciudad en sí misma, como parece deducirse de las citas anteriormente referidas a la misma en el Anónimo de Rávena o por las referencias de Procopio y otros autores del siglo VI d. C. Por tanto, en lo que deberá centrarse la investigación futura es en tratar de dirimir si Ceuta fue ciudad o no en época romana altoimperial.
El argumento de mayor peso en detrimento de la existencia de un municipium civium romanorum en Ceuta en los siglos II y III d. C. es la referencia ya citada en el Itinerario Antonino a una localidad “Ad Septem Fratres”, es decir un núcleo de población situado “junto a las Siete Colinas”, ya que en el caso de haber existido una ciudad, la misma debería haber sido mencionada por su propio nombre –sin la preposición–, como así sucede en otras tantas citadas en el itinerario marítimo como Tingi, Zilil, Lixus, Banasa, Thamusida o Sala, por citar las más significativas. Sobre estas cuestiones se han escrito no pocas páginas (Villaverde y López, 1995, págs. 468-471). Podría constituir un argumento a favor de esta propuesta el hecho de que Ceuta no emitiese moneda en la Antigüedad, frente a otras ciudades tingitanas cercanas como Tingi o Tamuda, o Carteia o Bailo en la Bética que sí lo hacen. No obstante, no todas las ciudades emiten moneda en el mundo antiguo, como es bien sabido (García-Bellido y Blázquez, 2001), por lo que no constituye ésta una conditio sine qua non para ser municipium (recordemos los ejemplos de las cercanas Mellaria o Barbesula, cuya municipalidad no está en entredicho y que nunca fueron ceca). Es decir, nos encontraríamos ante una aglomeración poblacional cerca de un hito geográfico que no alcanzaría el rango de ciudad hasta el Bajo Imperio.
Escena de pesca en un mosaico bajoimperial de Piazza Armerina.
Fotografía: Andrés Ayud Medina
SEPTEM FRATRES, CIUDAD MARINERA Y PESQUERO-CONSERVERA (SIGLOS I-III D. C.)
Hace unos cincuenta años, es decir, en torno a la década de los años cincuenta del siglo XX, se inician en Ceuta los estudios arqueológicos, de la mano de la publicación de diversos materiales, entre ellos monedas y la conocida estatuilla broncínea de Hércules. Inmediatamente después comienzan a producirse hallazgos arqueológicos en la ciudad de la entidad del sarcófago romano del siglo III d. C. localizado en la Plaza de la Constitución.
Algunos años más tarde se publica la primera monografía sobre estos temas, denominada Estudio arqueológico de Ceuta (Ceuta, 1962), la cual sería reimpresa veinte años más tarde sin modificación alguna (1981). En ella encontramos un trabajo pionero que recoge, sobre todo, una línea de trabajo plenamente vigente, como es la recurrencia a las evidencias arqueológicas para la reconstrucción de las sociedades del pasado, independientemente de la época de que se trate, tal y como hoy en día entendemos nuestra disciplina. El Estudio arqueológico de Ceuta fue también innovador en dicho sentido, ya que incluía el análisis de los restos de época medieval o moderna –portuguesa y posterior–, como evidencian los numerosos hallazgos de estos periodos incluidos en la obra. El fecundo pasado medieval de Ceuta o la importancia de la etapa portuguesa –con la acuñación de los conocidos ceitiles– proporcionaron numerosas evidencias muebles, algunas de las cuales se incluyen en este trabajo.
Fueron estos años, entre los cincuenta y mediados de los años ochenta, los de una arqueología de campo muy compleja, caracterizada por la pasión y el voluntarismo, y orientada a la recuperación de piezas arqueológicas, que además constituyeron el germen de la Sala Municipal de Arqueología, posterior Museo Municipal de Ceuta. Los especialistas definen estas fases de la investigación como la “época de los rescates”, ya que la labor de los arqueólogos se limitaba a la recuperación de objetos en las obras y a reunir elementos dispersos en colecciones particulares. Ceuta fue una ciudad pionera en esta línea, ya que el doctor C. Posac, delegado local de excavaciones arqueológicas, se encargó de desarrollar una intensa labor de recuperaciones, sembrando entre las autoridades locales la semilla de una necesaria protección del patrimonio histórico-arqueológico. Además, se sentaron las bases de los periodos álgidos de la historia de Ceuta, gracias al tipo de evidencias aparecidas, que han cambiado muy poco en las últimas décadas, a excepción de los ya comentados recientes hallazgos prehistóricos y fenicios.
Además de todo ello, Ceuta fue una ciudad conocida internacionalmente, pues este investigador se encargó de difundir los resultados de sus investigaciones en los principales canales de difusión, tanto nacionales como internacionales. Así pues, se publicaron hallazgos arqueológicos de Ceuta desde las prestigiosas páginas del Boletín Español de Arte y Arqueología o del Noticiario Arqueológico Hispánico a las de la revista Antiquités Africaines, de prestigio internacional. También en congresos la voz de Ceuta era recurrente, caso de los Congresos Nacionales de Arqueología. Sin temor a equivocarnos podemos decir que Ceuta fue una de las ciudades españolas más precoces en la investigación y difusión de su patrimonio arqueológico, contando con paralelos cercanos de gran entidad tales como el de la ciudad de Cádiz, internacionalmente conocida de la mano de don Pelayo Quintero Atauri.
Coincidiendo con la desintegración del Protectorado y la consolidación del reino de Marruecos, Ceuta estuvo, por la inercia de las décadas precedentes, plenamente integrada en los trabajos sobre el norte de África occidental, alimentándose de los resultados de otras investigaciones cercanas y proporcionando pautas y modelos de funcionamiento –especialmente en época romana y medieval– para otras localidades marroquíes. Actualmente esta tendencia está siendo retomada con las numerosas actividades de cooperación internacional que se están desarrollando en el ámbito del Círculo del Estrecho.
Haber dotado de solidez al conocimiento del pasado romano y medieval de Ceuta y, especialmente, haber inculcado a la ciudadanía y a las autoridades locales la necesidad de preservar el patrimonio de las épocas precedentes, son deudas que la ciudad nunca podrá saldar con este investigador. Durante todos estos años la fecunda labor editorial del Instituto de Estudios Ceutíes, a través de la revista Transfretana y de sus publicaciones monográficas fue el cauce de difusión “local” de buena parte de sus trabajos. Gracias a ellos podemos en la actualidad realizar propuestas de interpretación histórica basadas en hallazgos recuperados por Posac, por lo que su contribución a la historia de Ceuta es evidente.
También sembró la semilla en las generaciones venideras de arqueólogos, ya que existía una sólida historiografía que durante años sirvió de modelo especular. El actual Servicio Municipal de Arqueología y la activa arqueología preventiva de Ceuta son, sin lugar a dudas, deudoras de sus trabajos.
Carlos Posac está considerado el padre de la arqueología ceutí.
Sarcófago romano tallado en mármol en época de Galieno. Fue localizado por Carlos Posac en la actual Plaza de la Constitución, en las proximidades del foso seco de la Almina.
Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez.
Un hallazgo producido a mediados de los años noventa en el Paseo de las Palmeras permitió avanzar en torno a esta problemática: se trata de un fragmento marmóreo amortizado, documentado en un nivel fechado en el siglo VI d. C., en el cual la pieza estaba amortizada (Pérez, Hoyo y Bernal, 1999, págs. 840 y 841). La excepcionalidad de la inscripción es que el texto conservado, correspondiente con la parte final de un renglón, permite leer la palabra ORDO, cuya datación paleográfica –por el empleo de letras cercanas a las capitales rústicas, con tendencia a la libraria– ha permitido situarla a mediados del siglo II; además, se piensa que nos encontramos ante una inscripción de tipo honorario, con letras estilizadas y amplios espacios interlineales propios de inscripciones de buena factura: se trataría de una evidencia indiscutible de la existencia de un ordo decurionum –organismo gestor de la vida ciudadana en las ciudades romanas– en el asentamiento al menos desde mediados del siglo II d. C., por lo que se confirmaría la existencia de un municipio de Septem Fratres, desconocido hasta la fecha (Pérez, Hoyo y Bernal, 1999, 843 y 844). Conscientes de la política de Trajano en otros lugares del norte de África, centrada en el establecimiento de municipios en lugares estratégicos o poco romanizados (Gascou, 1972, cap. III), quizá tal pudo ser el caso del asentamiento de Septem Fratres, cuya promoción de civitas peregrina a municipium podría haber derivado de su floreciente actividad económica.
Con posterioridad, otros autores han desechado esta propuesta, considerando que la datación paleográfica es imprecisa, que en vez de ser honorífica podría ser un epitafio, que se trataría de la primera promoción municipal en la Tingitana en época de los Antoninos, y que son insuficientes los restos arqueológicos para suponer la existencia de una ciudad altoimperial en Ceuta, citando expresamente la escasez de “epígrafes, monedas, ánforas olearias y cerámicas del periodo”, además de recurrir a su cita en el Itinerario Antonino únicamente como estación geográfica. No obstante, este mismo autor sitúa como pronto en torno al siglo III d. C. la posibilidad de la promoción municipal del asentamiento, época de gran esplendor comercial en función de las cerámicas (Villaverde, 2001, 206), recurriendo a la propuesta de C. Posac de atribuir al calor de la Constitutio Antoniniana su municipalización (Posac, 1988, pág.10).
Como ya se ha comentado anteriormente y se verá en los siguientes apartados, Septem Fratres gozó de gran vitalidad durante los siglos II y III d. C., si bien el problema fundamental deriva del elevado gradiente de destrucción de los restos del asentamiento primigenio, lo que provoca graves dificultades de restitución de su urbanismo más antiguo. No olvidemos que la erección del parking de la calle Gran Vía en los años setenta seccionó el istmo en dos partes en dirección este-oeste y cómo hasta la normalización de las actuaciones arqueológicas preventivas hace menos de una década, los datos perdidos han sido innumerables, debido a la febril actividad constructiva en la zona ístmica de Ceuta, actual casco urbano y epicentro de la vida pública.
En el estado actual de la investigación ratificamos la propuesta esgrimida en su momento de que Septem Fratres constituyó un municipium civium Romanorum desde al menos mediados del siglo II d. C. (época de Trajano o Adriano). Nos basamos para ello en la citada inscripción honorífica con la referencia al órgano que tutelaba la vida municipal romana (ordo decurionum), del cual dependían los duoviros y los ediles, así como en la existencia de un urbanismo estable en la localidad desde al menos momentos avanzados del siglo II d. C.: además de la gran factoría de salazones, contamos con dos necrópolis, unas posibles termas, un posible sacellum dedicado a Isis, por tanto, algunos de los aditamentos básicos de toda ciudad romana. Nuestro conocimiento actual de al menos cinco epígrafes marmóreos fragmentarios de época medio imperial (honorífica de ORDO, exvoto a Isis, dos lápidas en la basílica y un fragmento de la factoría de la calle Queipo de Llano) constituye un buen ejemplo, si atendemos a su dispersión espacial, de cómo no se debe valorar con argumentos ex silentio –ausencia de evidencias– este tipo de cuestiones, debiendo atribuir más bien al elevado deterioro de los restos romanos la complejidad de adentrarnos en estos temas de investigación.
Fragmento de inscripción romana con la palabra ORDO.
Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez
Asimismo, otros elementos a favor de esta propuesta son el considerar que la mención a los Ad Septem Fratres en el Itinerario Antonino como hito geográfico no excluye que, además, en el lugar existiese una ciudad. Contamos además con las citadas inscripciones latinas que nos hablan de ciudadanos romanos, con sus tria nomina, que fueron enterrados en la localidad en los siglos II y III d. C. (Bernal y Hoyo, 2002). Son éstos, por el momento, los nombres más antiguos conocidos de ceutíes de época romana, limitados a una posible mujer de nombre Antonia y un probable liberto –esclavo manumitido– de Trajano, cuyo nomen y cognomen eran Ulpius Acutius/Acutianus, ambos fallecidos en Ceuta en la segunda mitad del siglo II d. C.
Por último, apelando a otros argumentos de corte tradicional, contamos tanto con el carácter urbano de las evidencias arqueológicas recuperadas en Septem Fratres, como con un nutrido panorama de importaciones, una fluida circulación monetal y un intenso comercio de todo tipo de bienes de consumo.
La siguiente cuestión a plantearse es si Septem Fratres era una ciudad pequeña o de medianas dimensiones, para cuyo análisis los mejores argumentos residen en la comparativa con otras civitates del entorno. Las gaditanas Baelo Claudia y Carteia constituyen los casos mejor conocidos, al estar dotadas de murallas conservadas y ser, por tanto, muy fiable su propuesta reconstructiva, frente a otros casos del norte de África tingitano como la propia Tingi en la cual estas cuestiones no superan un plano meramente hipotético (Siraj, 1994). Baelo, cuyas íntimas relaciones con el entorno tingitano son innegables, como nos transmitía Estrabón al considerarla el puerto comercial de Tingi, contaba con una extensión de unas 18 ha, ajustándose a una irregular topografía triangular de unos 300 por 600 m (Sillières, 1995, págs. 20 y 21). Por su parte, la gran colonia republicana de Carteia llegó a alcanzar, en los momentos de su mayor esplendor –inicios del Alto Imperio– unas 27 ha, según se deduce de la planimetría intramuraria realizada en los años sesenta por M. Pellicer (Roldán et al. 1998, pág. 171).
La principal zona de hallazgos romanos en Ceuta es la del istmo, reduciéndose éstos fuera de allí exclusivamente a restos de necrópolis:
Basílica
Factoría de salazones (Queipo de LLano)
Excavaciones arqueológicas de los años noventa en las que se localizaron niveles romanos
Excavaciones del Paseo de las Palmeras
Factoría de salazón (Hermanos Gómez Marcelo)
Excavación arqueológica del edificio Mirador
Factoría de salazones (frente del ayuntamiento)
Parador de Turismo La Muralla
Excavación arqueológica en el Ángulo de San Pablo
Necrópolis de las Puertas del Campo
Tumba romana en el Llano de las Damas
Recuperaciones de materiales romanos en la plaza de África y alrededores (catedral, Edrisis, etc.)
Sarcófago
La propuesta de extensión de la Ceuta romana se ha estimado en unas 22 ha por algunos autores, teniendo en cuenta la superficie delimitada entre la plaza de África y la calle Teniente Arrabal (un km este-oeste y una anchura norte-sur variable entre 100/150 m al este y 350 al oeste), que quedaría reducida a una superficie mínima de 15 ha (Gozalbes, 1990, págs. 137 y 138), aceptada por otros investigadores (Villada e Hita, 1994, pág. 1.219). Para otros tendría entre 8 o 9 ha (Villaverde, 2001, pág. 210). Efectivamente, siendo aún más prudentes, si cabe, y eliminando la superficie de las dos necrópolis, tanto la oriental, localizada en el entorno de la basílica tardorromana, como la occidental, desarrollada en el entorno de las Puertas del Campo, contamos con una longitud de unos 600 m entre el Museo de la basílica tardorromana al este y el Rebellín de San Ignacio al oeste, que constituye hoy por hoy el hallazgo más occidental. Y una anchura del istmo, incluyendo las estribaciones septentrionales que debieron conformar la antigua zona de embarcadero, de unos 200 m, lo que proporcionaría unas 12 ha, que deberíamos ampliar a 20 si incluimos las áreas cementeriales.
Es decir, la Septem Fratres romana constituiría un núcleo urbano de medianas dimensiones, muy similar en superficie a ciudades menores como la propia Baelo Claudia (12/15 frente a 18 ha), contando con unas dimensiones similares a la mitad de la extensión de Carteia, la gran ciudad del Estrecho.
En relación a la población estimada para la localidad, se ha propuesto un contingente de unos 3.800 mauretorromanos, teniendo en cuenta una moderada ratio de 250 habitantes por hectárea (Gozalbes, 1990, pág. 138), lo que da una idea de la entidad de Septem Fratres entre época flavia y el siglo III d. C.
¿UN TERRITORIUM DEPENDIENTE DE SEPTEM? ¿UN PATRÓN DE POBLAMIENTO CONCENTRADO?
Una constante desde los estudios de los años sesenta ha sido la detección de un poblamiento romano limitado a la zona ístmica de Ceuta: todos los hallazgos arqueológicos de época romana se concentraban entre la plaza de África y la plaza de la Constitución, con algunas atribuciones inciertas en otros lugares (Posac, 1962). Las excavaciones realizadas por E. A. Fernández Sotelo en los años ochenta en diversas parcelas de la Almina tales como las calles Salud Tejero, Sargento Mena, Almirante Lobo o Millán Astray se caracterizaron por la total ausencia de evidencias de época preislámica, una dinámica que han confirmado los trabajos de los últimos años, los cuales han permitido con precisión plantear el perímetro de hallazgos de época romana, limitados entre la plaza de la Constitución al este (como confirma la reciente excavación a inicios de la calle Real frente al edificio Trujillo, en el solar del antiguo Campanero, con una total esterilidad de restos preislámicos) y las Puertas del Campo al oeste, siendo ésta la zona peor delimitada actualmente ante la escasez de actuaciones en las inmediaciones. Es decir, un poblamiento centrado en la zona ístmica de la ciudad, sin proyección alguna hacia la Almina y el monte Hacho y con una tenue zona de expansión hacia el Campo Exterior.
Durante el año 2001 se realizó la Carta arqueológica terrestre de la Ciudad Autónoma de Ceuta, fruto de la cual fueron notabilísimos los hallazgos, cifrados en más de un centenar de nuevos yacimientos en el monte Hacho y especialmente en el Campo Exterior, si bien ninguno de ellos fechados en época romana (Bernal et al., 2001; Bernal, 2005 b). ¿Debemos interpretar esta ausencia de datos como evidencia de la presencia romana únicamente en el istmo ceutí? Pensamos que no, ya que la experiencia induce a ser cautos y posiblemente algún hallazgo en el futuro modificará sensiblemente este panorama.
No obstante, sí consideramos que es posible proponer, con ciertos visos de verosimilitud, que Ceuta no contó con un territorium densamente poblado en la Antigüedad Clásica, frente a otros lugares cercanos en los cuales la ocupación del territorio se articuló en torno a una elevada densidad de villae que jalonaban tanto el litoral como el retrotierra. La Bética es un claro paradigma en dicho sentido (Fornell, 2005), con ejemplos próximos como la villa del Ringo Rango en la bahía de Algeciras (Bernal y Lorenzo, 2002) o los numerosos asentamientos que jalonan el retrotierra de Tingi, como las almazaras de Jorf el Amra o la Granja Dubois, las conocidas factorías de Cotta o las termas de Gandori (Ponsich, 1970).
Algunos autores han propuesto la existencia de algunas factorías de salazón en puntos del actual término municipal de Ceuta, caso de la zona de la playa del Arenal o de los Baños en San Amaro, en la cual C. Posac plantea interpretar como piletas de salazón los “estanques que los antiguos portugueses llamaban Lavadoiro”, reinterpretando la palabras del presbítero Alejandro Correa da Franca en 1750 (Bernal y Pérez, 1999, pág. 11); o la posibilidad de la localización de una factoría en La Almadraba-Tramagüera, derivada de la cercanía del acueducto de Arcos Quebrados, algún hallazgo monetal bajoimperial y diversos restos anfóricos en el litoral (Villaverde, 2001, págs. 223-226). A estas sugerentes hipótesis, fundamentadas más en las óptimas condiciones geomorfológicas y la existencia de calas de abrigo que en hallazgos materiales –consideramos no confirmados los citados hallazgos de monedas–, debemos unir algunos restos también monetales del Museo de Ceuta que remiten a localizaciones del Campo Exterior un tanto “sospechosas”, al tratarse de hallazgos antiguos no verificados en recientes trabajos de campo.
En este contexto debemos situar los numerosos hallazgos subacuáticos, tanto de ánforas salsero-salazoneras de la serie de las Dr. 7/11 mayoritariamente como elementos plúmbeos de anclas (arganeos, zunchos y en mucha mayor abundancia cepos), recuperados tanto en la Ballenera como en la bahía sur –zona del Tarajal/Miramar–, así como en la llamada Ensenada Norte, frente al actual puerto de Ceuta (Bravo y Muñoz 1965; Bernal, 2004 a), todos ellos evidencias de un intenso tráfico comercial en la zona a lo largo de la totalidad de época imperial, argumentos para proponer un cercano avituallamiento de las naves onerarias de agua y víveres en sus travesías transmediterráneas, actividades no siempre realizadas desde el limen/portus principal de la ciudad de Septem Fratres.
Los yacimientos arqueológicos romanos más cercanos se localizan en tierras marroquíes, tratándose hacia el Mediterráneo de la conocida factoría de salazones de Sania y Torres, posiblemente en activo hasta momentos avanzados del Bajo Imperio (Ponsich, 1988, pág. 168); y hacia el Atlántico, aparte de exiguos hallazgos en Ras-Er- Remel y en Al-Marsa (Tarradell, 1966, pág. 435), contamos con las evidencias de la cetaria salazonera de Alcazarseguer (Ponsich, 1988, pág. 162-164) y las recientes excavaciones de un centro industrial de gran envergadura, dotado de fortificaciones, en Dar Aseqfan (Akerraz y El Khayari, 2005). Todo ello permite valorar la existencia de un enclave urbano de gran envergadura en el istmo de Ceuta, la Septem Fratres de las fuentes literarias e itinerarias, cuya vinculación con los yacimientos más próximos sería acometida por vía marítima: de ahí que al inicio de este capítulo hallamos dedicado unas líneas a valorar el por qué de la autonomía de las investigaciones arqueológicas realizadas en la ciudad en las últimas décadas.
Vista de la península ceutí.
Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez
Evidentemente, es probable que existiera algún poblado de pescadores dotado quizá con saladeros y otras estructuras en alguna de las calas de las bahías norte o sur, si bien no parece que el poblamiento del hinterland fuese intensivo, o al menos no se trató de un poblamiento “a la romana”, que habría antropizado el paisaje con la construcción de villae con sus partes urbanae et fructuariae. Las comunidades agrícolas y de pastores debieron existir con profusión, habiéndose tratado de un modelo de poblamiento que ha perdurado en la zona de los montes del Estrecho hasta prácticamente nuestros días. Un interesante dato en este sentido es el hallazgo de una moneda de Arcadio en la cercana cueva de Gar Cahal, detrás de la “Mujer muerta” (Tarradell, 1954, pág. 352), que nos pone sobre la pista de posibles comunidades pastoriles que utilizaran estas cavidades como refugio y redil, habiéndose propuesto recientemente que quizá constituya éste un indicio de una comunidad eremítica derivada del auge del cristianismo en dichas fechas de finales del siglo IV o inicios del V d. C. (Villaverde, 2001, pág. 202).
TOPOGRAFÍA URBANA DE SEPTEM. UNA PROPUESTA RECONSTRUCTIVA
Como ya hemos comentado anteriormente, la mayor parte de evidencias arqueológicas disponibles sobre edificios se fechan en los siglos II y III d. C., por lo que vamos a realizar a continuación una tentativa de conjunto para tratar de interpretar todas ellas en clave topográfica, algo no realizado con antelación, posiblemente debido a la escasa relevancia atribuida por los investigadores a estos tenues indicios.
Un hecho indiscutible es que el motor económico de la ciudad fue, desde época romana al menos, la producción de garum y salsamenta, en una dinámica generalizada a todas las ciudades costeras del Círculo del Estrecho, como se encargaron de demostrar en los años sesenta M. Ponsich y M. Tarradell (1965) y la investigación reciente reafirma (AA.VV., 2004). Es decir, Ceuta surge en época mauritana como respuesta a los intereses por parte de una oligarquía ciudadana dominante en las ciudades del Estrecho para ampliar la ya intensiva –y lucrativa– explotación de los recursos del mar.
Los numerosos hallazgos de piletas de salazón permitieron confirmar arqueológicamente dicha propuesta, tratándose de tanques cuadrangulares de varios metros cúbicos de capacidad en los que se maceraba el pescado para la obtención de salazones y salsas de diversa calidad tales como el liquamen, la muria, el allec o el internacionalmente conocido garum (Etienne y Mayet, 2002). Desde los pioneros hallazgos en los años sesenta durante la construcción del Parador de Turismo, documentados fotográficamente (Bravo, 1968), se han incorporado progresivamente otros yacimientos en la calle Gran Vía, en la calle Gómez Marcelo y en la antigua calle Queipo de Llano, lo que llevó a proponer la existencia de cuatro conjuntos industriales (Bravo et al., 1995; Villaverde y López, 1995), correspondientes respectivamente con las citadas localizaciones, a las que debemos unir las piletas tardorromanas del Paseo de las Palmeras (Bernal y Pérez, 1999).
Perímetro de la ciudad romana altoimperial de Septem Fratres delimitado entre la basílica tardorromana, el Revellín de San Ignacio, la calle Queipo de LLano y el Paseo de las Palmeras
No resulta sencillo actualmente interpretar todas ellas desde un punto de vista topográfico, ya que la información disponible es reducida, limitada en dos ocasiones a fotografías de los hallazgos (Parador y calle Gran Vía), y en otra a la recuperación de materiales de los perfiles (calle Gómez Marcelo), habiendo sido únicamente dos yacimientos excavados arqueológicamente (calle Queipo de Llano y Paseo de las Palmeras), ambos con secuencias de abandono tardorromanas. Da la impresión de que la explotación pesquero- conservera se inició en la zona occidental del istmo, ya que las cubetas salazoneras allí descubiertas se asocian a algunas ánforas completas (del tipo Beltrán II A), con una cronología del siglo I d. C.
Es posible realizar una propuesta de reconstrucción topográfica de un gran edificio dedicado a tareas pesquero-conserveras localizado en la zona ístmica, el cual habría iniciado su actividad en pleno siglo II, con un mantenimiento hasta momentos avanzados del siglo III, como han confirmaron las estratigrafías del Paseo de las Palmeras (Bernal y Pérez, 1999), ratificando la cronosecuencia inicial del asentamiento detectado en diversas parcelas excavadas en la calle Gran Vía (Hita y Villada, 1994; Villada e Hita, 1994).
Sus límites conocidos son los siguientes, genéricamente referenciados en otros trabajos (Bernal y Pérez, 1999). Su cierre por el norte está bien documentado, al haberse excavado un tramo de unos treinta metros de una unidad muraria de notables dimensiones, realizada en opus caementicium, que en dirección este-oeste recorría toda la zona excavada del Paseo de las Palmeras, a una decena de metros al sur del actual acerado de dicha arteria viaria. Hacia el este, se localizó parte de dicho muro de cierre de la gran factoría salazonera altoimperial bajo el tramo conservado de muralla califal, cerca de la basílica tardorromana (Pérez y Nogueras, 1998), siendo la conexión de ambas estructuras, a través de su proyección teórica (hacia el este y el norte respectivamente), la que permitiría contar con el vértice noreste de dicho edificio conservero. Hacia el sur, únicamente contamos con el citado tramo bajo la muralla califal, excavado por Fernández Sotelo (2004), dando la impresión de que su trazado no llegaría hasta la actual calle Jaúdenes, ante la ausencia de evidencias en algunas excavaciones realizadas en el entorno. Por último, el cierre occidental es el más hipotético, siendo dos las propuestas más viables por el momento, aunque hipotéticas. Que la misma llegase hasta antes de la calle Gómez Marcelo, si tenemos en cuenta la aparición de un gran muro romano, en dirección norte-sur, durante las tareas de rescate realizadas por E. A. Fernández Sotelo en el edificio conocido como Mirador I (Fernández Sotelo, 1994), el cual podría contar con una proyección ortogonal con estructuras de similar factura aparecidas a finales de los años ochenta en el solar conocido como Mirador II, actual sede del hotel Tryp. En dicha línea, las piletas de salazón localizadas algunos metros al oeste, en la ya mencionada calle Gómez Marcelo, erigidas en el siglo II según algunos materiales localizados en su fábrica constituirían el límite más occidental de la misma, con continuidad en su uso hasta el siglo V d. C. (Bravo et al, 2005). O bien que dicho edificio se prolongase hasta el Parador de Turismo, coincidiendo con los citados hallazgos de los años sesenta. De las dos, como veremos a continuación, parece más viable la primera, si tenemos en cuenta los paralelos existentes, que ya permiten considerar como de excepcional extensión las cetariae en la propuesta que ofrece unas dimensiones más reducidas.
Por todo ello, la factoría de salazón altoimperial habría creado un gran edificio rectangular, con unas dimensiones aproximadas de ochenta metros este-oeste y setenta metros norte-sur, con una superficie, por tanto, algo más de media hectárea (5.600 m2). Se trataría de una fábrica o conjunto de instalaciones de dimensiones muy notables, cuyo paralelo mediterráneo más cercano es el de Cotta en el territorium de Tingi, si bien en tal caso la fábrica sería más pequeña, prácticamente una cuarta parte de la superficie de la de Septem –contando con unos 2.240 m2, 56 por 40 m, según las estimaciones de M. Ponsich (1988, pág. 150)–. No obstante, contamos con otros ejemplos de edificios destinados a la transformación de los recursos del mar de dimensiones mucho mayores, caso de las fábricas de Troia, como ilustran los 1.106 m2 de la Usine I (39,9 por 28 m) o la Usine II con 240 m2 (16 por 15 m) (Etienne, Makaroun y Mayet, 1994, págs. 71 y 78), todas ellas unidas entre sí, generando en origen unas plantas industriales de varios kilómetros de longitud.
¿A qué modelo se ajusta, por tanto, el de la gran factoría salazonera septense? Contamos actualmente con muchos testimonios que evidencian la importancia de la industria conservera urbana en aguas del Estrecho, siendo los ejemplos mejor conocidos los de Baelo Claudia (Arévalo y Bernal ed., 2007) y Traducta (Bernal et al., 2003 b; Bernal ed., 2009) en la orilla gaditana y Lixus en la tingitana (Ponsich, 1988, págs. 103-136). Todos ellos se caracterizan por representar partes muy significativas a efectos cuantitativos del urbanismo de la ciudad, con casi dos hectáreas en Baelo, al menos una en Lixus –200 x 50 m aproximadamente la zona excavada– y unas 9/10 en Traducta (Algeciras), siendo esta última la más hipotética de todas. En su interior, todas se caracterizan por una compartimentación en pequeñas fábricas conserveras, denominadas habitualmente conjuntos industriales o cetariae, que definen edificios autónomos con entidad propia.
¿Cómo sería la articulación interna de la gran factoría septense? No resulta fácil proceder a realizar una reconstrucción de la fisonomía interna de esta gran cetaria ante la parquedad de las evidencias conservadas. Da la impresión de que los saladeros se situaron en la zona meridional de este gran edificio, atendiendo tanto a los hallazgos de piletas, que nunca rebasan la calle Gran Vía hacia el sur –a excepción de los del Paseo de las Palmeras, que consideramos tardíos, como ya se ha mencionado–, como a la detección de un complejo sistema destinado al abastecimiento hídrico en la zona más amplia excavada hasta la fecha, que son los diversos solares del Paseo de las Palmeras 16-28. En época bajoimperial el sistema cambia, dando la impresión de que asistimos en dichas fechas a la proliferación de unidades productivas de menores dimensiones, aisladas unas de otras.
Respecto al modelo al cual se adecuan estas fábricas salazoneras septenses, el único ejemplo disponible para realizar una autopsia convincente es el situado junto a la Muralla Califal, en la calle Queipo de Llano (Fernández Sotelo, 2004). Los saladeros, casi cuadrangulares, cuentan con unas dimensiones aproximadas de 1,5/1,7 m de lado, y una profundidad de unos 2 m, por lo que permitirían una volumetría mínima media de unos 5/6 m3, teniendo en cuenta que no se conservaban en ningún caso restos de los remates superiores de las cubetas: 1,6 x 1,6 en la P-1; 1,7 x 1,8 en la P-2; 1,45 x 1,5 en la P-3 y 1,76 x 1,35 y una profundidad de 2 m en la P-5- (Fernández Sotelo, 2004, págs. 30-34). En el caso de las piletas del Paseo de las Palmeras, sus dimensiones son algo más reducidas, en torno al metro de lado. Se trata de unas dimensiones intermedias, que cuentan con múltiples paralelos como los del Conjunto Industrial IV de la gaditana Baelo (Etienne y Mayet, 2002, pág. 101; Arévalo y Bernal ed., 2007).
Estas cubetas para la maceración del pescado dan una idea fidedigna de la notable capacidad productiva de estas fábricas, pues teniendo en cuenta que en cada saladero la cantidad de pescado requería entre la mitad y un tercio de sal –dependiendo del tipo de peces y del método de preparación utilizado (Curtis, 1991)–, en cada una de estas cubetas se procesarían, como mínimo, unos 2,5 m3 de pescado, es decir varios centenares de kilos de carne de escómbridos.
Junto a los saladeros, dotados de pocetas circulares en el suelo para la evacuación de residuos, existirían en estas fábricas pasillos revestidos de opus signinum, destinados a permitir la limpieza y el despiece del pescado, así como al almacenaje de enseres relacionados tanto con la pesca (redes, anzuelos...) como con las tareas de almacenaje de las conservas (ánforas, urcei...), de los cuales han aparecido múltiples ejemplos en las parcelas de la calle Gran Vía (Hita y Villada, 1994) y en el Paseo de las Palmeras (Bernal y Pérez, 1999). Los pozos permitirían el aprovisionamiento de agua desde el nivel freático, de los cuales contamos con un magnífico ejemplo en la fábrica de la Muralla Califal (Fernández Sotelo, 2004, pág. 68, fig. 9).
También contamos con un amplio sector de la factoría excavado en el Paseo de las Palmeras, en el cual se exhumaron una serie de habitaciones relacionadas con el suministro de agua, que se extraía de un gran aljibe cuadrangular mediante un sistema de dosificación consistente en bombas hidráulicas, siendo canalizada a partir de ahí a una gran cisterna, y evacuada a continuación a través de diversas habitaciones, en las que diversas esclusas, reguladas con puertas de madera, permitirían su regulación. El hallazgo en alguna de estas habitaciones de niveles de desechos de peces –escamas y espinas– permitió confirmar el uso de estas instalaciones para la limpieza y despiece de las capturas (Bernal y Pérez, 1999, págs. 39-43). Destaca asimismo el hallazgo de otras habitaciones rectangulares de grandes dimensiones, pavimentadas con lechadas de cal blanca, que permitían la regularización del firme geológico, de matriz arenosa, en las cuales se debieron acometer tareas de almacenaje de las ánforas, los dolios y otros envases cerámicos junto a la limpieza y el despiece del pescado y, quizá, el almacenaje de la preciada sal, como se propuso en su momento en la reconstrucción de estas instalaciones.
La factoría de salazones de Septem Fratres desarrolló una función clave para el devenir histórico de la ciudad posterior, pues determinó los ejes principales de la topografía urbana de la ciudad, que serían en época medieval y moderna fosilizados y ampliados con el viario. Se puede plantear esta propuesta si tenemos en cuenta especialmente los muros maestros de la parte de la factoría exhumada en el Paseo de las Palmeras (Bernal y Pérez, 1999, lám. VIII), que generaron unos ejes ortogonales en dirección este-oeste que constituyen las alineaciones sobre las cuales se articularían en paralelo, hacia el norte, las cintas murarias defensivas medievales y portuguesas; o la fosilización de la orientación de la muralla califal sobre el muro de cierre de la factoría de salazones, definiendo un eje perpendicular al anterior. Es decir, el urbanismo medieval y moderno de Ceuta –y evidentemente el actual– es deudor de la topografía urbana definida por la gran factoría de salazones romana instalada en el istmo ceutí desde al menos el siglo II d. C.
Respecto al tipo de productos fabricados en estas instalaciones salazoneras a lo largo de la época imperial, disponemos aún de escasos datos directos, ya que han sido pocos los estudios arqueozoológicos acometidos para caracterizar las especies utilizadas en estos enclaves, actualmente en proceso de estudio por parte de un equipo interdisciplinar de la Universidad de Cádiz. De una parte tenemos constancia de la identificación de un pez de San Pedro –con evidencias de termoalteración– y bonitos en las cubetas de la plaza de África, así como diversos espáridos (entre ellos varios pargos), estorninos también quemados, chicharros y un mero –termoalterado– en tres de las cubetas de la factoría de la calle Gómez Marcelo, lo que denota tanto la notable diversidad de taxones/especies como la distribución diversificada de las mismas por piletas (Roselló, 1992). Resulta singular, como evidenciaron los arqueozoólogos, la termoalteración de buena parte de los huesos de peces hallados, así como la abundancia de peces de carne blanca (meros, pargos, pez de San Pedro y espáridos en general), algo que difiere respecto a la ortodoxia, que tiende a situar a los escómbridos –atunes, caballas...– como los ingredientes habituales de estas salsas. A tenor de los datos cuantitativos, las especies más habituales en estas fábricas eran tanto los estorninos- Scomber japonicus- como los pargos –Pagrus pagrus– (Roselló, 1992, págs. 25 y 30, tabla 1), si bien pensamos que estos restos responden al tipo de peces consumidos en el ámbito de las fábricas más que a los utilizados para la salazón; recordemos que proceden de rellenos de las cubetas en posición secundaria, fechándose posiblemente en el siglo V d. C., al tiempo que están termoalterados. Recientes investigaciones en otras factorías del Estrecho como Baelo Claudia o Traducta confirman los datos de las fuentes literarias, que sitúan a los atunes como la especie más significativa, al tiempo que denotan que la diversidad de taxones es notable, con la pesca de especies tales como marrajos o incluso cetáceos, componiéndose las salsas realizadas en las cubetas sobre todo a base de clupeidos –sardinas y boquerones– (AA.VV., 2004). Los paleocontenidos de algunas ánforas completas aparecidos en los niveles del siglo II a. C. en el barrio meridional de Baelo denotan la complejidad de las salsas de pescado, ya que en tal caso se trataba de salsas de origen piscícola (tacos de carne de escómbridos) a las que se les había añadido mamíferos terrestres (cochinillo y ovicápridos) y caracoles (Bernal et al., 2003 a).
No sólo peces se consumían y procesaban en estos centros conserveros, ya que sabemos que el marisqueo y la ejecución de conservas con moluscos eran una constante en las factorías ceutíes. Tenemos datos de doce especies malacológicas en el Mirador I, caso de la Spondylus gaederopus (22 ejemplares), de la Ostrea edulis (22), Charonia lampas (7), Patella safiana (4), Acanthocardia tuberculata (4), Glycimeris glycimeris (3), Murex brandaris (2), Cassis undulata (2), Trunculariopsis trunculus (1), Patella aspera (1), Thais haemastoma (1), Pecten jacobeus (1), junto a referencias de otros yacimientos de época medieval (Chamorro, 1988, págs. 474-476). Su estudio diacrónico, entre la época romana y la medieval, ha permitido confirmar que además de una dieta basada en el consumo de vaca, cabra y oveja, se utilizaron multitud de especies de moluscos para complementarla, y especialmente que la recolección de moluscos romanos se realizaba en la franja intermareal, mientras que en otras épocas históricas aparecen especies cuya captura habría requerido dispositivos especializados que van más allá del marisqueo (Chamorro, 1988, págs. 491-493). En otros ambientes del Estrecho, como en las cercanas factorías de la calle San Nicolás de Algeciras se han evidenciado 33 taxones, siendo algunos de ellos capturados con redes de arrastre, al tiempo que se han evidenciado viveros de ostras –ostrearum vivaria– en pleno siglo VI d. C. (Bernal ed., 2009), lo que da una idea de la gran diversificación de estos centros y del estado embrionario de nuestro conocimiento sobre las actividades haliéuticas en ellos realizadas.
Como se advierte en la descripción precedente, hay en algunos casos evidencias de especies purpurígenas (Murex brandaris y Thais haemastoma), si bien no disponemos aún de argumentos arqueológicos fiables para proponer la manufactura de este preciado tinte en Septem Fratres, hipótesis muy probable si tenemos en cuenta la fama de la púrpura getúlica y la importancia de la manufactura de este producto en lugares tan lejanos del Atlántico como Mogador (Tejera y Chávez, 2004).
Ánforas de salazones documentadas en la factoría ceutí
Otros estudios denotan la importancia de los puercoespines (Hystrix cristata) en la Septem Fratres romana, como confirma su presencia en la factoría de salazones del Paseo de las Palmeras, con huellas de carnicería que apuntan a su aprovechamiento alimenticio (Riquelme y Morales, 1997). Desgraciadamente carecemos por el momento de estudios de contraste para determinar el tipo de fauna existente en el territorio de Ceuta en época romana, si bien su importancia para la dinamización de la economía de la ciudad está fuera de toda duda. Basta recordar los conocidos datos de los elefantes existentes en el entorno (Gozalbes, 1988), con la consecuente importancia de la explotación del marfil, así como la importancia de los recursos forestales –con la madera como prioridad– y, quizá, la minería de plomo (Gozalbes, 1990). Es decir, aunque la base de la economía del territorio ceutí en época romana fue la explotación de los recursos del mar, otras fuentes primarias debieron complementar la vida cotidiana de estas comunidades hispanorromanas.
Un aspecto de obligado análisis al tratar la factoría de salazón mauretorromana de Septem Fratres es el del tipo de envases utilizados para su transporte, de cuyo estudio se podrán deducir, adicionalmente, los mercados a los que estuvieron destinados el garum y los salsamenta producidos en sus instalaciones. Sabemos actualmente que además de otros envases como jarras, ollas y cazuelas en cerámica común o envases de vidrio, eran las ánforas los contenedores por excelencia en los cuales se comercializaban estos productos. La mayor dificultad de su estudio estriba en la gran similitud formal de las ánforas salazoneras utilizadas en todo el Círculo del Estrecho, tanto en época romano-republicana como durante el Alto Imperio y la Antigüedad Tardía: es decir, las diferentes cetariae asentadas en las costas de Marruecos, en Ceuta, o a lo largo de los litorales gaditano y malagueño, donde se utilizaron ánforas tipológicamente muy similares para el comercio de sus conservas, lo que dificulta notablemente, en los mercados de consumo, determinar la exacta procedencia de los mismos.
Durante la época mauritana avanzada y a inicios de la época imperial contamos tanto con ánforas de tradición púnica (tipo T-7.4.3.3 de Ramón o Maña C2b) como especialmente con las denominadas Dr. 7/11 y Beltrán II A, de las cuales tenemos numerosos ejemplares en Ceuta. Durante los siglos II y III d. C. abundan las denominadas Puerto Real I y II, de fondo cóncavo, que enlazan con envases de panza piriforme invertida durante los siglos IV y V d. C. (Keay XIX y Almagro 51 c). A pesar de conocer bien su tipología, resulta complejo, como decimos, rastrear su difusión, ya que las arcillas utilizadas para su manufactura son muy similares entre sí, y la habitual adición de agua de mar en los alfares provoca un aspecto visual blanco/amarillento muy similar a diversas zonas de la orilla gaditana o tingitana.
En Septem Fratres no han sido localizados hornos en los que se pudieran haber fabricado estos envases, a pesar de los numerosos esfuerzos realizados al respecto, que han recurrido a estudios analíticos comparativos entre las pastas de las ánforas romanas y las arcillas locales de alfares ceutíes de época medieval (Llano de las Damas) o moderna (Tejar de Ingenieros), con resultados poco concluyentes (Bernal, 1996). El estado de la cuestión es que al menos en determinados momentos (siglos II y III con seguridad) se utilizaron ánforas gaditanas –de la zona de Puente Melchor en Puerto Real– para el envasado y comercialización de las conservas locales, como se desprende del hallazgo de sellos de estos talleres en el Paseo de las Palmeras o el Mirador I; además de los estudios tipológicos y la caracterización arqueométrica de las pastas, estudio combinado de la composición mineralógica y físico-química de las arcillas de las ánforas de Ceuta y las de estos talleres gaditanos (Bernal y Pérez, 2001). En época tardorromana, la habitual presencia de ánforas de tipología y pastas malacitanas (Keay XIX, especialmente) induce a pensar en un cambio en las redes de aprovisionamiento de estos envases entre el Alto y el Bajo Imperio, del área de Gades a la de Malaca respectivamente (Bernal, 2006). Algo que a priori podría resultar poco rentable o incluso antieconómico, pero que integrado en las profundas relaciones entre las dos orillas del Estrecho en el mundo antiguo no sorprende: los domini y possessores de estos consorcios industriales tenían propiedades en las dos orillas, y los barcos gaditanos que venían a cargar las conservas locales debieron traer tanto la sal –pues como se sabe, Ceuta no cuenta con los condicionantes geomorfológicos necesarios para la producción del oro blanco a gran escala– como las ánforas, que serían rellenadas in situ. No olvidemos que la arquitectura de estos recipientes es muy compleja, ya que deben soportar notables tensiones, y soportar pesos de entre 30 y 90 kilos, siendo aprehendidos a través de pequeñas asas: no es fácil, por tanto, su ejecución. Esto no excluye que, en determinados momentos, se hubiesen manufacturado en Septem o en los alrededores tanto ánforas como otros elementos de vajilla de mesa o cocina romana, cuya existencia es plenamente complementaria a la propuesta anteriormente desglosada.
Por último, y a pesar de la dificultad en rastrear exactamente a dónde llegaron las salsamenta septenses a lo largo de la época imperial (algo que en varios años sí será posible cuando contemos con una completa caracterización arqueométrica de los talleres de manufactura que será la base comparativa para las ánforas aparecidas en centros de consumo), sabemos que estos productos fueron consumidos en todos los lugares del Imperio. Desde el aprovisionamiento a las tropas acantonadas en el limes o frontera del Imperio –lo que justifica el hallazgo de miles de ánforas béticas/tingitanas de aceite y salazones en los campamentos de Britannia a Iudaea– a las mesas más pudientes de la Casa Imperial. En cualquier ciudad romana del Imperio estuvieron presentes las salazones del Estrecho, entre las cuales las de Ceuta debieron jugar un papel clave. No hay aún constatación explícita de inscripciones pintadas en ánforas que citen explícitamente a esta ciudad, mientras que, por el contrario, así sucede con casos como Tingi o Lixus (Cerri, 2006), por lo que quizá las salazones fabricadas en Ceuta se comercializasen bajo una denominación más conocida, si bien debemos esperar a contar con más hallazgos epigráficos que permitan interpretar estas cuestiones con más contundencia.
Además de las factorías de salazones, contamos con evidencias arqueológicas muy significativas de la existencia de una necrópolis altoimperial en la zona oriental del istmo, cuyos límites precisos desconocemos pero que debemos localizar entre la plaza de la Constitución y el propio perímetro este de la factoría salazonera. En dicho sentido permiten decantarse en primer lugar el hallazgo del conocido sarcófago marmóreo en la plaza del General Galera, fechado en época de Galieno (años sesenta y setenta del siglo III d. C.) y procedente de un taller centroitálico, posiblemente de Roma (Villaverde, 1988). Esta necrópolis debió haber iniciado su andadura en el siglo II d. C., como confirman indirectamente los ya citados epitafios aparecidos reutilizados en tumbas de la basílica tardorromana, que se sitúan en estas fechas (Bernal y Hoyo, 2002), y algunos hallazgos residuales de sigillatas y monedas (Fernández Sotelo, 2004). Este ambiente funerario, como es lo habitual en el mundo antiguo, generaría un lugar sacro cuya vocación funeraria se perpetuó con posterioridad, estableciéndose en la zona un cercado funerario a partir de momentos muy avanzados del siglo III o ya en pleno siglo IV, germen de la posterior basílica tardorromana (Fernández Sotelo, 2000). Se trataría ésta de la única necrópolis activa en época alto y medio imperial, ya que la localizada en la zona de las Puertas del Campo parece datar del bajo imperio únicamente, sin precedentes anteriores (Bernal, 1994).
El tercer elemento conservado de urbanismo de Septem Fratres es un tramo de acueducto en el entorno del arroyo de las Bombas, citado con el topónimo de “Arcos Quebrados”, en una manifiesta alusión al deterioro de algunas de sus arquerías. Conocido desde antiguo, se ha tratado de identificar el mismo con el referido por el historiador Al-Bakri en el siglo XI, que remitía a una conducción de época precedente (Posac, 1962, pág. 30). Se trata de un conjunto de arquationes (arquerías) erigidas en mampostería trabada con argamasa, destinadas a salvar una vaguada, con varios arcos de descarga; además, según referencias recogidas por A. Espinosa de los Monteros, a inicios del siglo XX quedaban restos de obras hidráulicas en el entorno de “Villa Comandari”, actual barrio de La Almadraba (Posac, 1977). A ellos hay que unir algunos fragmentos del canal o specus documentados durante la ejecución de la Carta arqueológica en el año 2001, tanto hacia el oeste como especialmente en dirección a la ciudad, en el entorno de La Almadraba. Mucho se ha especulado sobre la cronología de esta obra de ingeniería, de incierta datación ante la ausencia de actuaciones arqueológicas regladas u otros argumentos, contando únicamente con la cronología ante quem si es que se corresponde con la citada conducción de aguas referida por Al-Bakri. De factura claramente romana, no es posible precisar una atribución altoimperial o tardorromana para la misma, si bien la hipótesis más viable es que se corresponda con los momentos de mayor auge urbano del asentamiento, que debemos situar en los siglos II y III d. C.: no olvidemos tampoco que en las ciudades cercanas, como Baelo Claudia, los tres acueductos conocidos datan del Alto Imperio (Sillières, 1995, págs. 145-150), fechas en las cuales debemos situar también otros ejemplos cercanos como la conducción de Arcila-Kouass (Ponsich, 1988, págs. 136-139, fig. 70). Respecto al trazado del acueducto, se planteó que el mismo llevase agua a la zona ístmica de Ceuta, propuesta basada en la referencia del geógrafo islámico citado que decía que la conducción desaguaba en la mezquita aljama tras bordear el mar meridional, lugar éste que coincide con la localización de la actual catedral (Posac, 1977, págs. 327, fig. 1). Otros autores atribuyen a la escasa capacidad hídrica del canal, a problemas de orografía y a la gran distancia que lo separa de Ceuta (unos 3 km), la imposibilidad de que se tratase del acueducto de Septem, interpretando el mismo como la fuente de suministro de una posible factoría salazonera localizada en la zona de La Almadraba-Miramar (Villaverde, 2001, págs. 223-226). A pesar de que este monumento requiere, a nuestro juicio, un estudio monográfico –destinado entre otras cuestiones a precisar la datación del mismo–, pensamos que la hipótesis más probable es considerar que se trata del acueducto de Septem Fratres. Tres kilómetros no constituyen una distancia notable para este tipo de ingenios hidráulicos, si tenemos en cuenta casos como el cercano acueducto de Gades que traía el suministro hídrico a la ciudad desde el Tempul, a 70 km de distancia (Roldán et al., 1999). Y tampoco se trata de una obra de ingeniería de escasa relevancia, si tenemos en cuenta que los acueductos altoimperiales de Baelo Claudia tienen specus de similares dimensiones, en torno a 40 cm de anchura en el caso del de Molino de Sierra Plata y 0,38 cm en el de Punta Paloma (Sillières, 1995, págs. 146-152). Por todo ello consideramos que es mucho más probable que se trate de una obra hidráulica destinada al abastecimiento urbano más que al suministro hídrico de una pequeña cetaria.
Fragmento de lápida votiva dedicada a Isis.
Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez
Legionario romano de época altoimperial. Sobre la cota de malla muestra diversas phalerae (condecoraciones).
Ilustración: José Montes Ramos.
En cuarto lugar contamos con evidencias relacionadas con el tipo de edificios de culto existentes en la Septem Fratres romana. El testimonio más claro por el momento es el epígrafe a Isis, fechado a finales del siglo II o inicios del siglo III d. C., por el tipo de letra utilizado en su ejecución, aparecido en el Paseo de las Palmeras, relacionado con una de las conocidas placas con las plantae pedum, exvotos –ofrendas– colocados en santuarios, empotrados sobre el suelo, para solicitar la intercesión de la divinidad o agradecer su ayuda para que los viajes, normalmente comerciales, fuesen de ida y vuelta, de ahí las dos plantas de pie representadas, normalmente invertidas (Bernal, Hoyo y Pérez, 1998). La inscripción, conservada parcialmente, permite la restitución del siguiente texto: “[...] ates / Isidi vo/ tum / d(ominae) i(sidi) di (miserunt)”, es decir “cumplieron el voto a Isis, a la señora Isis”, un colectivo indeterminado, ya que no es posible restituir la primera palabra en plural que podría ser vates (colegio sacerdotal), nates (conjunto de músicos) o incluso rates (náufragos que, agradecidos, habrían dedicado un exvoto a la divinidad protectora de la navegación). La inscripción, realizada en mármol importado, deja pocas dudas respecto a su colocación sobre el suelo, debido a su notable grosor (de más de cuatro centímetros) y a la ausencia de desbastado –pulido– en su cara opuesta. Esta constatación es de gran trascendencia, ya que tenemos constancia de su localización a la entrada de los iseos o templos dedicados a esta divinidad, como ilustran magistralmente en nuestra comarca los casos de Baelo Claudia o Italica (Sillières, 1995; Canto, 1984), estando atestiguado su culto por inscripciones en ciudades del interior de Tingitana como Banasa o la propia Volubilis (Euzennat y Marion, 1982, núms. 86 y 352).
Es, por tanto, una divinidad oriental romana objeto de un implantado culto en la zona del Círculo del Estrecho, traído de mano posiblemente de comerciantes, militares y ciudadanos procedentes del oriente mediterráneo, si tenemos en cuenta sus raíces egipcias. Adicionalmente, la localización de algunas lucernas con la representación de Isis o Isis/Serapis en diversos lugares de la ciudad, tales como el Mirador I (Fernández Sotelo, 1994, pág. 47, num. 27) o la calle Gran Vía (Hita y Villada, 1994, págs. 25-30; Bernal, 1995 b, núms. 35 y 61) constituyen un argumento indirecto más a favor de la existencia en Septem Fratres de un pequeño sacellum o aula de culto dedicado a esta divinidad oriental.
Otro dato de interés en relación a la vida religiosa de la comunidad septense de mauretorromanos es la ya citada estatuilla broncínea de Hércules. Constituye una pieza de reducidas dimensiones (menos de diez centímetros), que presenta a un personaje estante con la clava y posiblemente con una de las manzanas del mítico Jardín de las Hespérides en la otra, aparecida a principios del siglo XX en unas obras realizadas en la Almina, hoy parte de la colección Encina (Posac, 1962, págs. 21 y 22). Quizá se trate de una estatuilla asociada a uno de los habituales lararios domésticos situados en el atrio o peristilo de las casas romanas, o bien un elemento de culto procedente de un pequeño sacellum. En Hispania este tipo de piezas se asocian habitualmente a ámbitos religiosos, como demuestran tantísimos ejemplos similares (Oria, 1996). Una vez más encontramos una arraigada devoción a Hércules en el Círculo del Estrecho, como demuestra el conocido epígrafe de Quinto Cornelio Seneción Anniano, un sacerdos del culto a Hércules que recibió un homenaje en el municipio –Carteia– en el cual inició su carrera política, habiendo recibido este honor en época trajanea, en torno al 110 de nuestra era (Hoyo, 2003, pág. 350). Huelga comentario alguno respecto al gran templo de Hércules Gaditanus, situado sobre el islote de Sancti Petri en el entorno de la bahía de Cádiz, uno de los santuarios oraculares de mayor importancia en el mundo antiguo (García y Bellido, 1963), que constituye un claro reflejo de la importancia de Hércules en la vida religiosa de las comunidades del Estrecho en la Antigüedad Clásica. No resultaría por tanto anómalo, ni mucho menos, la existencia de un lugar de culto a este héroe divinizado, en un lugar tan mítico como las propias Columnas de Hércules.
En este sentido, a pesar del carácter tan parco de las evidencias epigráficas conservadas, todos los datos hacen pensar en una comunidad plenamente romanizada desde el siglo II d. C., cuyo registro material no deja entrever reminiscencia alguna, por el momento, de la religiosidad y las costumbres de la época mauritana, tratándose aparentemente de una sociedad plenamente romana.
Estatuilla de Hércules con clava procedente de la colección Encina. Fotografía: Juan Bravo Pérez.
Lucerna que muestra su disco decorado con un antílope a la carrera y marca incisa AVGENDI en la zona inferior (no visible en la imagen). Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez.
En el ya reiteradamente citado yacimiento conocido como Mirador I se localizaron centenares de objetos cerámicos completos, siendo destacable un conjunto superior al centenar de lucernas, varias decenas de vasos corintios decorados a molde y miles de restos de sigillatas, entre otros elementos óseos y metálicos de diversa naturaleza (Fernández Sotelo, 1988 y 1994). Se trata posiblemente de un lugar en el cual se encontraban almacenadas mercancías importadas de diversa naturaleza, exponentes del comercio de redistribución tan propio del mundo antiguo: no olvidemos la excepcionalidad de las cerámicas corintias (copas decoradas con relieves y lucernas), o la variedad de los productos africanos (sigillatas, lucernas, cerámicas de cocina), lo que permite interpretar estas habitaciones como posibles almacenes cercanos al puerto, en los cuales se encontrarían almacenadas estas mercancías previamente a su reexpedición por vía marítima. Estos horrea portuarios son muy frecuentes en ciudades con una intensa actividad mercantil, siendo suficiente recor al respecto los famosos almacenes ilustrados en la forma urbis marmorea, de época severiana, junto al curso del Tíber en Roma.
Por último, debemos mencionar un reciente error de atribución, que es la identificación de la cerca de época califal construida en época de Abderramán III en el siglo X, con la muralla romana de Ceuta. La complicada estratigrafía de esta excavación urbana llevó a los excavadores a plantear la erección de la factoría salazonera de la calle Queipo de Llano sobre la cinta muraria, lo que habría proporcionado una datación ante quem para la muralla aparecida (Fernández Sotelo, 2000). Conscientes de las citas de Procopio a la “refortificación” de Septem en época bizantina, era más que probable la existencia de murallas romanas, lo que aparentemente convertía esta propuesta en más fiable. Otros autores insisten, sin argumentos explícitos y objetivos, en atribuir a esta cerca defensiva un origen romano, datándola en el siglo III d. C. y en uso durante el Bajo Imperio, habiendo sido la misma reformada y remodelada hasta época califal (Villaverde, 2001, pág. 208, fig. 124). La característica técnica edilicia de la fortificación (sillería a soga y doble tizón) y el tipo de materia prima utilizada (calizas fosilíferas de origen posiblemente gaditano) dejan pocas dudas sobre su datación califal, como han puesto en evidencia ,exhaustivos estudios recientes sobre la poliorcética califal de la ciudad (Hita y Villada, 2004 a y b). Adicionalmente, el detallado proceso de excavación no permitió detectar estructuras defensivas romanas sobre las que se asentase la cerca califal, sino una erección de la misma sobre el muro perimetral de la factoría de salazones, como ya hemos indicado (Pérez y Nogueras, 1998).
Es muy probable que existiesen elementos defensivos en la Septem Fratres romana o tardorromana, si tenemos en cuenta especialmente las referencias de Procopio, si bien por el momento no ha sido localizada ninguna evidencia arqueológica de dicho programa defensivo, por lo que probablemente se encuentren enmascaradas bajo las fortificaciones medievales y modernas que rodean perimetralmente el istmo ceutí. Hay que desterrar, por tanto, la errónea atribución a una fase romana la cerca muraria aparecida en la calle Queipo de Llano.
Todos los datos comentados anteriormente permiten valorar la existencia de elementos de gran calado para proponer un hábitat urbano de notable entidad en el istmo de Ceuta. Desgraciadamente, la perpetuación del poblamiento en la misma zona a lo largo del tiempo así como la febril actividad constructiva entre los años setenta y la actualidad han mutilado ostensiblemente nuestro conocimiento sobre la Septem Fratres romana. De la zona pública no conocemos dato alguno y tampoco del sector destinado al urbanismo doméstico, donde se debieron instalar las domus de los pescadores y de la oligarquía enriquecida al amparo de las pesquerías. Posiblemente las instalaciones públicas deban situarse en el entorno de la Plaza de África, si tenemos en cuenta la perpetuación en el entorno de los edificios más representativos desde la época medieval hasta la actualidad. Son aún muchas las incógnitas por desvelar en el futuro, para lo cual la continuidad de las excavaciones arqueológicas, y especialmente una detallada autopsia de los restos exhumados en ellas, que sin lugar a dudas estarán alterados por edificaciones posteriores, constituirán en los próximos años la clave para avanzar al respecto. Al menos las bases del conocimiento de la topografía urbana de Septem Fratres ya están asentadas.
DE DIOCLECIANO A GENSERICO. UNA ÍNTIMA VINCULACIÓN HISPANA EN LOS ÚLTIMOS SIGLOS DE LA ANTIGÜEDAD CLÁSICA EN SEPTEM
A finales del siglo III d. C., con la reorganización provincial, Diocleciano crea la Diocesis Hispaniarum, una unidad administrativa de rango superior en la cual se integraban siete provincias: Baetica, Lusitania, Tarraconense, Carthaginiense, Gallaecia, Ballearica y la Tingitana (Arce, 1982). ¿Cómo debemos entender la inclusión del norte de África occidental bajo la administración hispana? Evidentemente, tal fórmula sanciona unas intensas y ancestrales relaciones socio-económicas entre las dos provincias más cercanas, la Baetica y la Tingitana, obligándonos a incidir más aún si cabe en la profunda vecindad de dos zonas geográficas unidas –que no separadas–, por el Estrecho de Gibraltar.
El registro arqueológico permite entrever con claridad dichos contactos desde la época augustea en adelante. Así lo determina la circulación monetal, con una elevada frecuencia de monedas hispanas en Marruecos y viceversa: en Septem, a pesar de los problemas de atribución de la colección numismática, procedente mayoritariamente de otras localidades tingitanas, contamos con emisiones de Obulco, Carmo, Carteia, Semes y Tingi (Abad, 1988, pág. 1.006), algo ya planteado por C. Posac al haber identificado emisiones de Carteia, Castulo, Caesaraugusta, Bilbilis, Carthago Nova, Emerita, Carmo e Ilipa en la Colección Encina (Posac, 1962, págs. 27, 33 y 34). También los conocidos traslados poblacionales de mauritanos a la zona del Campo de Gibraltar, reflejados en las fuentes literarias –como la deportación de zilitanos para la fundación de Iulia Ioza/Traducta– (recientemente analizado en Gozalbes, 1993). La cita estraboniana a las profundas relaciones entre Baelo Claudia y Tingi; o los diplomas militares o la epigrafía lapidaria, que aportan datos de gran interés sobre la presencia de tropas hispanas acantonadas en Tingitana o militares que se asentaron en la Baetica tras su licencia, y tránsitos de población entre ambas orillas (Euzennat y Marion, 1982). A partir del Bajo Imperio resulta más difícil rastrear arqueológicamente dichas interrelaciones en el registro material, ante la mayor parquedad epigráfica o la inexistencia de monedas emitidas por cecas locales: no obstante, la creación de la Diocesis Hispaniarum es la santificación de unas inmemoriales relaciones que sin lugar a dudas continuaron intensificándose durante los siglos IV y V d. C.
En primer lugar la evolución en el nombre de la localidad. No sabemos cuándo se produjo el cambio, si bien en un momento avanzado de la época imperial el asentamiento deja de ser denominado “Siete Colinas” para convertirse, únicamente, en Septem. Algo que encontramos ya fosilizado en el Anónimo de Rávena, compilado aparentemente en el siglo VII d. C., pero con información de época precedente (Arnaud, 2004). Quizá debamos atribuir dicha abreviación a la importancia de la ciudad y a la difusión de su nombre, lo que habría permitido acortarlo dada su arraigada fama; no parece que la modificación de las “Siete Colinas” esté tras dicho cambio, ya que el poblamiento de la zona en la cual se sitúan las mismas no se produce hasta época medieval muy avanzada.
En segundo término, sería conveniente plantear el estado de nuestros conocimientossobre la “crisis del siglo III”. Se trata éste de uno de los periodos más complejos del devenir histórico del Imperio romano, si tenemos en cuenta los problemas dinásticos, las revueltas en las fronteras con la presión de los barbari o las dificultades de índole económica, entre otras (una excelente síntesis en Arce, 1978), que habrían provocado claros reflejos en el registro material, tanto a nivel epigráfico como en general sobre las principales actividades económicas y comerciales (Cepas, 1997). En el ámbito del Fretum Gaditanum, la situación generó también notables repercusiones, apreciables en profundas remodelaciones urbanísticas con la destrucción de edificios, que en el caso de la cercana Baelo Claudia parecen responder adicionalmente a problemas de tipo sísmico (Sillières, 1995). El comercio se resintió notablemente, con un conocido abandono de la mayor parte de las instalaciones productivas, como reflejan los alfares, que posiblemente están enmascarando tras de sí fenómenos de concentración de la propiedad fundiaria (Lagóstena y Bernal, 2004), aspectos que también se reflejan en diversas localidades tingitanas (Villaverde, 1992).
Vaso corintio decorado a molde (siglo III d. C.). Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez.
ENTRE LA TIERRA Y EL MAR. JUAN BRAVO Y LA ARQUEOLOGÍA SUBACUÁTICA
Ceuta, ciudad portuaria desde sus más remotos orígenes, se ha caracterizado por unas intensas relaciones con el mar, que de manera polifacética han afectado a multitud de aspectos: pesca y explotación de los recursos marinos, navegación de recreo, biología marina y buceo deportivo, entre otras.
Y así surgió la por entonces llamada “arqueología submarina”, pues, en una de sus inmersiones, Juan Bravo y sus colaboradores del Centro de Actividades Subacuáticas (CAS) recuperaron algo más que peces y crustáceos: como ,nos comenta explícitamente este autor, la localización de algunas “vasijas” permitieron iniciar una fecunda línea de trabajo, plasmada en la recuperación de objetos antiguos.
Fueron también los años sesenta y setenta la época de mayor desarrollo de estas actividades, que fueron progresivamente incrementando el acervo cultural ceutí: cuellos de ánforas, elementos de ancla y cañones metálicos constituyeron los habituales compañeros de estos buceadores deportivos. Nació así, de manera paralela al desarrollo de la arqueología terrestre, una intensa actividad subacuática surgida, como en otros espacios del Mediterráneo, en el ámbito amateur: fue una generación de buceadores entusiastas del patrimonio y la cultura los que poco a poco fueron desarrollando la disciplina en la ciudad. También en esta ocasión la pronta difusión de estas investigaciones permitió situar a Ceuta en primera línea de la investigación nacional. Desde los artículos en las páginas de las revistas de divulgación científica Inmersión y Ciencia o C. R. I. S. a otros en foros de alta investigación, como la Rivista di Studi Luguri pasando por una monografía editada en 1965 por el Instituto de Estudios Africanos del CSIC sobre la Arqueología submarina en Ceuta, permitieron situar a Juan Bravo entre los más reputados arqueólogos subacuáticos españoles. Así lo consagra la correspondencia mantenida con otros arqueólogos subacuáticos, caso de F. Foerster o J. Mas en Cartagena, R. Pascual en Barcelona o incluso investigadores extranjeros como el propio G. Käpitan.
Una de las líneas de trabajo más innovadoras desarrolladas en Ceuta fue la denominada arqueología experimental, que trata de reproducir en la praxis cuestiones teóricas para probar la viabilidad de propuestas científicas. Es ésta una línea de trabajo habitualmente desarrollada en nuestros días en el mundo académico, que Juan Bravo desarrolló intuitivamente en la Ceuta de los años sesenta para el estudio de las anclas romanas. Es frecuente la recuperación de elementos de fondeo –anclas–, las cuales se pierden o abandonan con frecuencia fruto de las maniobras de atraque. Y en época romana se pudo reconstruir el modelo de ancla utilizada, que se componía de tres elementos de plomo: arganeo (para fijar el cabo, impidiendo la rotura su extremo superior), cepo (pieza situada en el astil que provoca que el ancla se clave en el suelo) y zuncho (que refuerza la unión de los dos brazos lígneos al vástago central), y además probar su viabilidad, realizando modelos a escala. Para verificar la existencia de cepos con alma de madera en época romana, como parecían indicar algunos hallazgos, se realizaron maquetas, fundiendo in situ el metal y verificando con posterioridad la utilidad del artefacto.
La destreza de este investigador, ebanista de profesión, le llevó a realizar numerosas maquetas y reproducciones, tanto de anclas como de ánforas o cañones a diferentes escalas, las cuales se han integrado en el Museo Municipal, habiendo cumplido durante años una función didáctica de gran importancia.
Otra de las facetas novedosas de las investigaciones realizadas por Bravo y su equipo fue la combinación de los datos arqueológicos obtenidos en tierra firme con los proporcionados por las investigaciones subacuáticas. Así lo demuestran algunos de sus trabajos sobre las factorías de salazones localizadas a finales de los años sesenta en el actual Parador de Turismo, lo que permitió interpretar con más claridad los restos de ánforas en el litoral, evidencias de un activo comercio entre la Baetica y la Tingitana.
Además, la arqueología subacuática en Ceuta no se limitó a los hallazgos de época romana, sino que también tuvo en cuenta otras épocas, como sucede con el conocido pecio del siglo XVII naufragado en los Isleos de Santa Catalina, ejemplo modélico de investigación archivística y arqueológica combinada.
Actualmente esta disciplina no está siendo desarrollada al mismo nivel que en épocas precedentes, ya que frente a lo que sucede en tierra, las nuevas generaciones no han retomado aún el relevo de tan importante línea de trabajo. La importancia de Bravo es que encarna una generación de buceadores deportivos, entusiastas de la cultura, que de manera amateur dedicaron parte de su vida a la arqueología subacuática, sembrando una semilla de la que Ceuta también es, sin lugar a dudas, deudora.
Sala del Museo de Ceuta dedicada a la arqueología submarina, donde se exhiben parte de las piezas recuperadas por Juan Bravo. Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez.
No obstante, contamos con argumentos arqueológicos que inducen a pensar que sí se produjeron cambios significativos que afectaron a Septem Fratres en el siglo III d. C. El más significativo de los actualmente disponibles es la constatación de la definitiva amortización de la gran factoría altoimperial en estas fechas, siendo abandonado el edificio en momentos avanzados de la centuria y nunca reocupado en su integridad: así se desprende de la secuencia de amortización excavada en el Paseo de las Palmeras números 16-24 y en el número 26 (Bernal y Pérez, 1999; Bernal et al., 2005), que refleja espléndidamente la reocupación que sufre la zona en el siglo IV d. C., momentos en los cuales se instala una pequeña factoría de salazón sobre el muro maestro de la factoría altoimperial, amortizada con anterioridad, no respetando –o reutilizando– los muros definidos por ella. Quizá en ese mismo contexto debamos situar los estratos con niveles de incendio fechados en el siglo III d. C. localizados por C. Posac en la calle Jáudenes (Posac, 1962, pág. 29), si bien la ausencia de contextos cerámicos no permite, en la actualidad, la confirmación de dichos datos.
Excavación del Paseo de las Palmeras. Fotografía: Darío Bernal Casasola.
Inhumaciones en la basílica de Ceuta. Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez.
Reconstrucción de una sepultura de tégulas en el Museo de Ceuta. Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez.
Vista parcial de la necrópolis de la basílica, donde se aprecia la diversidad de tipos de inhumaciones (con tégulas, ánforas y en mensaje), presentes en este cementerio. Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez.
Juan Bravo Pérez.
En Septem la situación es singular. De una parte, contamos con evidencias de un activo comercio en estas fechas, en momentos en los cuales otros enclaves son definitivamente abandonados. Indicadores de relevancia tales como la importación de piezas de gran calidad, caso del citado sarcófago marmóreo de época de Galieno, en torno al 260/275, o la elevada presencia cuantitativa de cerámicas africanas entre el 230 y el 250 d. C., incluso con productos excepcionales en Tingitana como algunas sigillatas africanas de la producción C o C/E, han llevado a algunos autores a plantear la vitalidad del asentamiento en estas fechas, en una dinámica inversamente proporcional a lo que sucedía en otras localidades del Estrecho (Villaverde, 2001, págs. 206-208). En este contexto se suma la excepcionalidad de las cerámicas corintias del siglo III d. C. aparecidas en grandes cantidades en el Mirador I (Fernández Sotelo, 1994), lo que aboga por su vinculación a un comercio de redistribución, es decir, productos no destinados únicamente para Ceuta, sino que desde aquí habrían sido comercializados a otras localidades de la Tingitana o del sur de la Baetica.
Pensamos que la propuesta más viable en la actualidad es mantener que durante el siglo III d. C. sí se produjeron transformaciones de gran entidad en la ciudad de Septem, posiblemente muy relevantes en el plano urbanístico, ya que el abandono de la gran planta conservera altoimperial debió generar una importante alteración en toda esta zona. No obstante, la ciudad se recuperó pronto de ello –y ésta es la gran diferencia respecto a otras localidades como Baelo o la propia Gades–, como permiten plantear los numerosos materiales importados aparecidos –cerámicos, especialmente– que reflejan la gran vitalidad del enclave, sobre todo en el último cuarto de siglo.
Durante los siglos IV y V d. C. se producen intensas remodelaciones urbanísticas en la ciudad, que evidencian, desde nuestro punto de vista, la prosperidad de la misma y la ampliación del número de mauretorromanos que vivieron bajo su amparo durante estas fechas. Un indicio evidente del crecimiento poblacional está claramente reflejado en las necrópolis bajoimperiales de Ceuta. Como veremos a continuación, se mantiene el cementerio oriental, incrementando su extensión, al tiempo que surge una necrópolis en la zona occidental del istmo, en el entorno de las Puertas del Campo.
Efectivamente, las actuaciones realizadas en los años sesenta por C. Posac permitieron documentar una serie de enterramientos en el entorno de las Puertas del Campo, en la conocida como avenida de España (Posac, 1967). Se trataba de un conjunto de sepulturas de inhumación, realizadas en cistas construidas con ladrillos, y cubiertas con tégulas, bien en disposición horizontal o a doble vertiente. Desgraciadamente, la parquedad de ajuares y la ausencia de otros testimonios no permitió en su momento una precisa datación para las ocho tumbas que pudieron ser excavadas, proponiéndose una cronología genérica dentro del siglo III d. C., que a tenor de nuevos datos publicados sobre la misma se ratificaba, introduciéndose quizá algo en el Bajo Imperio (Bernal, 1994, págs. 64-67). Años más tarde se detectó la existencia de tumbas romanas bajo tégulas en el cercano yacimiento del Llano de las Damas, un importante alfar bajomedieval que permitió la constatación de una fase romana vinculada a usos funerarios (Bernal y Pérez, 1999). Ambas localizaciones están separadas entre sí por un centenar de metros, si bien la similitud en la tipología de las tumbas –con cubierta de tégulas– y la ausencia de otro tipo de evidencias de poblamiento en el entorno, induce a considerarlas como parte de un mismo cementerio bajoimperial, cuya mayor singularidad reside en su amplitud, si tenemos en cuenta la representación cartográfica de los hallazgos, que definen una superficie mínima de al menos media hectárea.
Por otra parte, contamos con la necrópolis existente en el entorno de la basílica tardorromana de Ceuta, en la zona ístmica (Fernández Sotelo, 2000). La gran complejidad de este edificio ha sido puesta de manifiesto por su excavador, existiendo varias fases funerarias, caracterizándose la inferior por las inhumaciones en tumbas de tégulas o bajo ánforas: parece asociarse a estos primeros momentos una fase constructiva de la basílica caracterizada por la existencia de un edificio rectangular, en torno al cual se colocaron los enterramientos, tratándose posiblemente de un cercado funerario, que para algunos investigadores dataría de la segunda mitad del siglo IV por la tipología de las ánforas reutilizadas y por los hallazgos numismáticos y de toreútica (Villaverde, 2001, pág. 210). Desde nuestro punto de vista, y sin entrar en detalles, la mayor importancia del yacimiento estriba en el hecho de que se trata de un área cementerial bien planificada, que con posterioridad será ampliada para adquirir una función litúrgica, como veremos a continuación. Pensamos que lo más probable es que la necrópolis de la basílica tardorromana no debió contar con hiato alguno entre los siglos III y el VII, fechas proporcionadas por los elementos de cultura
material aparecidos en su interior, tanto sigillatas (Serrano, 1995), ánforas sudhispánicas y africanas (Vázquez, 1995) como monedas, vidrios y elementos metálicos (Fernández Sotelo, 2000). Otros autores valoran que el edificio estuvo en uso únicamente hasta el siglo V, interpretando los materiales de época posterior como evidencias de la transformación del entorno, como zona de vertedero y acumulación de desperdicios de las cercanas zonas industriales (Villaverde, 2001, pág. 212), si bien lo más lógico es pensar que dichos elementos de mobiliario evidencien indirectamente la continuidad de las actividades en la basílica tardorromana, al no haberse documentado niveles de relleno generalizados que indujeran a plantear un claro abandono de estas instalaciones religiosas.
La localización de ambas necrópolis permite, con claridad, contar en estos momentos bajoimperiales con una idea bien precisa del perímetro de la ciudad, encontrándose Septem abrazada, por el este y el oeste, por sendos cementerios periurbanos: de ahí que la extensión del asentamiento durante los siglos IV y V d. C. debió tener en dirección este-oeste unas dimensiones cercanas a los doscientos metros lineales, entre la calle Queipo de Llano y el inicio de la avenida de España. Y como decimos, la existencia de un segundo cementerio, aparentemente sin facies precedente, estaría evidenciando posiblemente un crecimiento poblacional, y no un aumento significativo de la superficie ocupada por el perímetro urbano que, grosso modo, coincide con la superficie de época precedente.
Otro elemento indirecto derivado del estudio de la necrópolis de las Puertas del Campo (avenida de España-Llano de las Damas) es el hallazgo de una serie de ladrillos reutilizados en la construcción de las tumbas que proceden, posiblemente, de un recinto termal (Bernal, 1994). Se trata de materiales constructivos latericios muy característicos, con acanaladuras laterales, escotaduras o pequeños salientes en los ángulos, que fueron fragmentados para adaptarlos a las paredes de las sepulturas, lo que indicaba su reaprovechamiento de una edificación precedente (Posac, 1967, pág. 332, fig. 1). Estos ladrillos se utilizan para crear bóvedas huecas de grandes dimensiones y especialmente cámaras dobles en los edificios termales, para permitir incrementar la temperatura del pavimento y de las paredes de las estancias calefactadas –caldaria– de los complejos balnearios (Adam, 1989, págs. 287-294). Ello permitió en su momento proponer la existencia de unas termas romanas en Septem Fratres, parte de cuyos ladrillos utilizados en las salas calientes de los baños para crear las concamerationes habrían sido reutilizados en la ejecución de las tumbas de las necrópolis de las Puertas del Campo (Bernal, 1994, pág. 69). Además, permitían confirmar la cita de Al-Bakri, ya reproducida con anterioridad, según la cual entre otras ruinas de la Septem preislámica, existían restos de iglesias y de baños.
Ningún dato directo tenemos respecto a la localización de estas termas, ni de su periodo de funcionamiento, aunque sí es posible realizar una serie de inferencias. De una parte, estos baños romanos no debieron estar muy lejos de la Avenida de España, ya que la experiencia nos indica que, salvo en casos excepcionales, se suelen reutilizar como elementos constructivos materiales de acarreo de construcciones cercanas. De ahí que tendamos a localizarlas en el entorno, entre las Murallas Reales y las Puertas del Campo. Respecto a su carácter público o privado, tendemos a pensar más bien en un edificio público, ya que nos encontramos dentro del pomerium urbano, en el que no debió existir mucho espacio para ámbitos residenciales particulares dotados de grandes aditamentos destinados al baño y al aseo personal, si bien esta cuestión es totalmente hipotética ante la ausencia de datos al respecto. Y por último, respecto a su datación, sabemos de la reutilización de los ladrillos en unas tumbas de los siglos III-IV d. C., por lo que una datación en los momentos de mayor esplendor de la ciudad (siglos II-III d. C.) es la propuesta más viable en la actualidad. Citar, por último, el hallazgo de algunas tégulas reutilizadas con las marcas “V.A.”, en cartela rectangular, que denotan la importante actividad edilicia en la zona, procedentes de alfares –figlinae– desconocidos, bien situados en las inmediaciones, bien procedentes por vía marítima del entorno de Tingi o de fábricas latericias de la Baetica, tratándose de una marca no conocida en otros lugares y que no presenta relación alguna con los sellos imperiales de Gandori, frente a lo que ha sido propuesto (Villaverde, 2001, pág. 212), y que además son del siglo II d. C. como demuestran recientes trabajos (Arévalo y Bernal, 2006), y no fechados entre el reinado de Diocleciano y finales del siglo IV, como se defiende en otros trabajos.
Otros elementos de gran calado sobre el urbanismo bajoimperial de la ciudad lo aportan las factorías de salazones de pescado. De ellas debemos comenzar indicando que contamos, posiblemente, con una doble perspectiva. De una parte, cetariae que se construyeron en el siglo II d. C., habiéndose mantenido en funcionamiento hasta momentos avanzados del siglo V d. C., como ejemplifica magistralmente el caso de la documentada en la calle Gómez Marcelo (Bravo et al., 1995). Por el contrario, otras se construyen durante el siglo IV d. C., como demuestran las ya citadas piletas del Paseo de las Palmeras, erigidas sobre las ruinas de la factoría de época medioimperial (Bernal y Pérez, 1999). De las demás –Parador, calle Gran Vía y calle Queipo de Llano– carecemos de la secuencia completa de construcción y abandono, por lo que los datos resultan del todo hipotéticos.
Ello permite plantear notables cambios en la fisonomía de la ciudad bajoimperial, ya que algunos lugares donde antes no existían saladeros –como en el Paseo de las Palmeras– se instalan piletas, mientras que en otras zonas la maceración del pescado se produjo en el mismo lugar donde se hacía en los siglos II-III d. C. (calle Gómez Marcelo y posiblemente calle Queipo de Llano, al adosarse las piletas al muro de cierre de la factoría, no amortizándolo).
Una hipótesis de trabajo, a verificar en el futuro, es el potencial paso de una gran planta conservera medio imperial a las cetariae autónomas tardorromanas. En Septem contamos con dos datos a favor de dicha propuesta, como son la amortización de la gran fábrica en el siglo III y la erección de plantas, aparentemente más pequeñas, sobre ella, siempre en el entorno del Paseo de las Palmeras. No obstante, es posible que el abandono de la fábrica fuese parcial, como induciría a pensar el mantenimiento de las cubetas de la calle Gómez Marcelo entre los siglos II y V d. C., como hemos comentado anteriormente. Sobre todo ello habrá que profundizar en el futuro.
Por último, en relación a las fábricas salazoneras, es importante valorar su mantenimiento durante el Bajo Imperio en todo el Círculo del Estrecho, como denotaron una serie de investigaciones en excavaciones ceutíes a inicios de los años noventa (Bravo et al., 1995; Villaverde y López, 1995), disponiendo actualmente de un panorama mucho más amplio, como ilustran las fábricas de Traducta (Bernal ed., 2006). Actualmente se propone no un cese generalizado de las actividades productivas, sino un paulatino abandono de las actividades conserveras, que en Septem se produjo a lo largo del siglo V d. C., siendo las plantas definitivamente abandonadas en las primeras décadas del siglo VI d. C. (Bernal, 2007). Para el abandono de la fábrica de la calle Gómez Marcelo se propuso un momento “tardío” impreciso, al haberse documentado materiales del siglo V y otros residuales de los siglos VI/VII (Villaverde y López, 1995, págs. 460-466), situándose para otros investigadores, con reservas, en el siglo V (Bravo et al. 1995, págs. 447-449). Las dos piletas excavadas en el Paseo de las Palmeras, actualmente exhibidas en el interior del museo de la basílica tardorromana, proporcionaron un contexto de finales del siglo V o inicios del VI d. C. (Bernal y Pérez, 1999, págs. 48 y 51), como ilustran algunas formas de sigillatas y ánforas africanas y una lucerna de la Mauretania Cesariense (Bernal, 2007). Por último, los contextos de relleno de las piletas de la cetaria de la calle Queipo de Llano aportaron monedas de Graciano, platos de sigillatas foceas (LR C) y multitud de formas de sigillatas africanas (Fernández Sotelo, 2004, págs. 33-44): como se advierte en la planimetría de este edificio, se detectan al menos dos fases constructivas en esta fábrica, comenzando con el relleno y abandono de algunas cubetas en torno a mediados del siglo V y la definitiva amortización de la fábrica a inicios del siglo VI d. C. (Bernal, 2007).
Lo que sí sabemos es que en las primeras décadas del siglo VI d. C., justo antes de que llegasen los bizantinos al Extremo Occidente, las fábricas de salazón septenses, al menos aquellas que se ajustan al modelo romano tradicional con piletas salazoneras, dejaron de funcionar. Ello no significa, ni mucho menos, la interrupción de la explotación de los recursos del mar, que siempre han constituido la base económica de las comunidades humanas aquí asentadas, sino bien la adaptación de los modos de producción a otras fórmulas que dejan menos evidencias físicas, o bien una explotación no enfocada ya a los mercados transmediterráneos, de ahí la inexistencia de fábricas conserveras de gran entidad como en momentos precedentes. Respecto a los edificios que pudieron existir en la ciudad bajoimperial, contamos con escasos datos al respecto, si bien determinados indicios permiten plantear su existencia entre las fábricas: contamos con algunas estructuras como las exhumadas en el Mirador II, bajo el actual hotel Tryp, o el ángulo de un inmueble, posiblemente, del siglo V d. C. construido en el número 26 del Paseo de las Palmeras (Bernal et al., 2005), de funcionalidad indeterminada.
Sin lugar a dudas, los restos de mayor envergadura de Septem en los siglos IV y V –y de época bizantina–, se corresponden con la denominada basílica tardorromana. Se trata de un edificio de notables dimensiones, surgido en una zona que contaba con anterioridad con un marcado carácter funerario, que sufre un proceso de reforma, materializado en la ampliación de su perímetro hacia el este y hacia el sur: en estos momentos se instala un ábside semicircular en la parte meridional del inmueble, que es lo que ha permitido plantear que se trate de una basílica (Fernández Sotelo, 2000). Un primer elemento fuera de toda duda es la consolidación de la comunidad septense a lo largo de la Antigüedad Tardía, lo que provocó la ampliación de las instalaciones dedicadas a uso funerario y a finalidades litúrgicas, como trataremos de defender en estas páginas. Es ésta una prueba evidente de la vitalidad de la comunidad tardorromana en la Ceuta de los siglos IV a los siglos VI/VII d. C.
Una siguiente cuestión es valorar la propuesta de los excavadores de que nos encontramos ante un edificio inacabado, guiados básicamente por la ausencia de mobiliario litúrgico o de los elementos de sustentación de la techumbre, tanto columnas como los elementos cerámicos de cubrimiento del edificio, tales como tégulas e ímbrices; adicionalmente se planteó también en dicho sentido la inexistencia de baptisterio, si bien con posterioridad se identificó una pequeña estructura localizada extramuros como el posible lugar donde se oficiaban este tipo de actos (Fernández Sotelo, 2000; 2004). Como se ha hecho en otras ocasiones, recurrir a argumentos ex silentio –ausencia de hallazgos– para apuntalar determinadas hipótesis no suele producir resultados satisfactorios, pues cuestiones derivadas de un intenso expolio –para el mobiliario metálico o pétreo (mesas
Museo de la basílica tardorromana. Vista de la necrópolis. Al fondo, frente al ábside, tumba de la mártir. Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez.
EL CRISTIANISMO EN SEPTEM.EMILIO A. FERNÁNDEZ SOTELO Y LA BASÍLICA TARDORROMANA
Proyectos de urbanización acometidos a mediados de los años ochenta en la calle Gran Vía proporcionaron hallazgos arqueológicos de entidad, entre los que destacaban numerosas tumbas de época tardorromana (siglos III-VII d. C.). Su importancia provocó intensas excavaciones arqueológicas durante más de cinco años que permitieron poner al descubierto la existencia de un edificio de planta basilical, dotado de ábside semicircular, identificado como una basílica por su excavador, Emilio A. Fernández Sotelo.
Medievalista de formación, este investigador se dio cuenta inmediatamente de la importancia del monumento, dedicando buena parte de sus esfuerzos intelectuales durante años a su estudio. Su importancia provocó una sesión monográfica durante el II Congreso Internacional El Estrecho de Gibraltar (Ceuta, 1990), habiendo intervenido en su correcta caracterización arqueólogos de gran renombre como M. Sotomayor o M. Bendala, y habiendo sido muy prolífica la literatura que sobre ella se ha generado. Y gracias a él se pudo conservar el único edificio que testimonia la importancia de la ciudad de Septem en la Antigüedad Tardía, actualmente convertido en el Museo de la basílica tardorromana, tras un lento y complicado proceso que ha durado exactamente dos décadas, ya que el monumento se ha integrado urbanísticamente entre varias edificaciones, reproduciendo internamente el volumen de estas basílicas litúrgicas y permitiendo un ameno recorrido por la historia de Ceuta.
La excepcionalidad de la basílica es evidente. En primer lugar porque constituye uno de los escasos edificios de planta basilical de toda la Mauretania Tingitana, contando con paralelos únicamente en Zilil (Dchar Jdid, cerca de Arcila) y en Tingi (Tánger) –además de otras dudosas propuestas en Lixus y Volubilis–, y el único que cuenta con una amplia cronosecuencia que incluye prácticamente quinientos años de vigencia. En la vecina orilla de la Baetica, únicamente contamos con el cercano ejemplo de Vega del Mar –Marbella– y con los dos edificios litúrgicos de Carteia, además de diversas menciones indirectas a basílicas en inscripciones y en documentos o excavaciones antiguas. Es, por tanto, junto a Vega del Mar, la basílica más importante de las conservadas en todo el Círculo del Estrecho.
Cerámica africana estampada con motivo cristiano. Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez.
Es, además, una de las escasas evidencias del cristianismo en la Tingitana, pues como sabemos estas comunidades se caracterizan por sus escasas representaciones iconográficas, a pesar de que a finales del siglo IV se trata de la religión oficial del Imperio. Únicamente algunas lucernas y algunas fuentes en sigillata africana con representaciones de cruces enjoyadas, crismones o escenas de simbología cristiana constituyen evidencias de este cristianismo primitivo en la zona, de ahí la excepcionalidad de la conservación del monumento.
La dilatada vida del edificio provocó su transformación, de una necrópolis en época medioimperial, a un ámbito edificado de planta rectangular, que con posterioridad sería ampliado y dotado de ábside semicircular. La sepultura privilegiada es de una mujer, posiblemente santa o mártir, de la cual carecemos por el momento de dato onomástico alguno. En torno a ella se enterraron numerosos personajes, siguiendo la práctica que nace en el Bajo Imperio romano de inhumarse cerca de las sepulturas de los miembros importantes de la comunidad (la llamada tumulatio ad sanctos). Y en algunas de las tumbas se realizaron ágapes funerarios –comidas en honor de los difuntos–, lo que provocó que la propia tipología de las sepulturas se adaptase a estas costumbres, creando las mensae, o inhumaciones rectangulares sobreelevadas sobre las cuales se realizaban estos ritos citados, entre otros, por San Agustín.
Se tuvo la previsión de no excavar la totalidad de las tumbas de la basílica, por lo que restan para el futuro muchas investigaciones arqueológicas por desarrollar, de ahí que no se trate, ni mucho menos, de un yacimiento agotado científicamente.
Previamente a su descubrimiento no se sabía casi nada de los últimos siglos del devenir histórico de la ciudad, antes de la llegada del Islam. Su hallazgo fue un auténtico revulsivo, y diversas tesis doctorales han tratado esta cuestión de manera nuclear o más o menos directa. Su preservación para disfrute de las generaciones venideras es un buen ejemplo de la perfecta compatibilidad de la progresión urbanística con un adecuado respeto a los restos arqueológicos de entidad como el que aquí nos ocupa. Y a Emilio A. Fernández Sotelo le debemos el poder disfrutar hoy en día de este singular testimonio de nuestros predecesores.
Inhumaciones en la Basílica.
Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez
de altar o canceles)– o el recurrente uso de materias perecederas en la edificación, caso de la madera, permitirían justificar tales ausencias. Si este edificio de planta basilical no hubiese sido finalizado, no entenderíamos el porqué de la intensa ocupación interior de su espacio con sepulturas, las cuales además respetan escrupulosamente los muros perimetrales de la estructura, es decir, se enterraron cuando el edificio contaba con sus paramentos totalmente alzados, al tiempo que la orientación de las mismas, como se advierte en el plano, es muy ordenada, definiendo con claridad tres naves longitudinales que son aquéllas de las que debió disponer el edificio en origen.
La zona de acceso al edificio por el norte ha sido casi totalmente mutilada por actuaciones edilicias de época medieval y moderna, de manera que no es posible la restitución total del nartex, en cuyo entorno pudo haberse situado el baptisterio, que en esta época suelen ser subterráneos y con escaleras de ascenso y descenso (gradus ascensionis et descensionis), ya que el bautismo se realizaba por inmersión, como ilustra el cercano ejemplo de Vega del Mar, que constituye uno de los paralelos más cercanos.
Respecto a la cronología de uso del edificio, los materiales muebles aparecidos aportan una amplísima cronosecuencia, que denota la ocupación del entorno de manera ininterrumpida entre el siglo IV y el VII d. C. De primera época contamos con los datos aportados por la tipología de las ánforas del nivel inferior, que son mayoritariamente del tipo Keay XIX, así como algunas ánforas africanas y orientales (Vázquez, 1995; Fernández Sotelo, 2000), que aportan un intervalo entre el siglo IV y la segunda mitad del siglo V. Las monedas recuperadas incluyen desde un sestercio de Faustina II (años 161-176) a emisiones de Gordiano (año 240), Claudio II (año 270), varios nummi del siglo IV y diversas maiorinas de Teodosio (año 383), Arcadio y Honorio (años 393-395), es decir, un intervalo entre mediados del siglo II y finales del siglo IV d. C. (Abad, 1995). Y, por último, las sigillatas africanas estudiadas, procedentes de dos sondeos realizados a ambos lados del ábside del edificio aportan un contexto homogéneo del siglo VI y de la primera mitad del siglo VII, mientras que por el contrario los hallazgos dispersos procedentes del interior del edificio se sitúan entre finales del siglo IV y la segunda mitad del siglo V (Serrano, 1995, págs. 554-556). ¿Cómo interpretamos todas estas evidencias? La moneda en época tardorromana se caracteriza por su circulación residual, es decir, por su perduración durante incluso siglos después de su fecha de emisión, y los restantes materiales confirman el dilatado uso del edificio entre momentos avanzados del siglo III o iniciales del IV, hasta el siglo VII d. C., sin hiatus alguno perceptible. Significativa resulta la tardía datación de los sondeos a ambos lados del ábside (siglos VI-VII d. C.), que posiblemente debamos interpretar como resultado de la fecha en la que se produce la ampliación del inmueble (¿siglo VI?), y la progresiva acumulación de sedimento en el entorno.
Quizás el aspecto de mayor relevancia de la basílica tardorromana es el carácter tan arraigado y la importancia del cristianismo en la orilla tingitana del Estrecho, lo que habría llevado a la comunidad septense a la erección de una basílica de uso litúrgico. Los excavadores detectaron rápidamente la existencia de una tumba privilegiada (Fernández Sotelo, 1995), construida modestamente, pero centrada respecto al primer recinto cementerial, en un espacio privilegiado, ya que las sepulturas se superponen unas a otras por toda la zona menos por el sector inmediato a la citada tumba, hecho que ha sido interpretado como resultado de su importancia, en torno a la que se habría producido una tumulatio ad sanctos, costumbre muy arraigada en el mundo tardorromano, según la cual los miembros de la comunidad cristiana se enterraban cerca de mártires, santos o personajes notables de la jerarquía eclesiástica, como los obispos (Sotomayor, 1995). El estudio antropológico de la inhumación en cuestión, permitió determinar que dicha tumba era de un personaje femenino que, además, tenía una dieta muy cuidada, de lo que se deduce una relación directamente proporcional entre consumo de proteínas y posición privilegiada en el área del enterramiento: es decir, los miembros cuya dieta conllevaba mayor aporte cárnico eran enterrados más cerca del ábside (Pérez-Pérez y Lalueza, 1991). ¿Quién era esta mujer, enterrada en la basílica tardorromana? Desconocemos datos de la misma, si bien es muy probable que se tratase de una santa o una mártir, para cuya filiación debemos esperar a poder contar con más datos en los próximos años. Tampoco debemos olvidar que dentro del ábside, con posterioridad, se enterraron otros individuos privilegiados, cuyas tumbas se aislaron de las de los demás miembros de la comunidad; de sus nombres o cargos (¿obispos?) tampoco contamos con datos empíricos, ante la escasa generosidad de la evidencia arqueológica.
De la cristianización en Septem, en estas fechas, pocos datos nos restan, a pesar de que se han tratado de localizar desde hace décadas: las representaciones figuradas de cruces, corderos, peces o inclusos obispos o diáconos tanto en lucernas como en las fuentes de vajilla de mesa cerámica, han sido uno de los argumentos esgrimidos, al contar con algunas evidencias ceutíes, siempre de los siglos VI y VII d. C., como la cruz entre corderos de la calle Jáudenes (Posac, 1962, pág. 35, lámina VIII) o algunas lucernas (Gozalbes, 1986; Bernal, 1995 b). No es fácil rastrear arqueológicamente la huella de estas comunidades, ya que a pesar de que la conversión de Teodosio al cristianismo provocó el inicio de un “arte oficial”, en el cual crismones y escenas con simbología religiosa aparecen a partir de ahora por doquier, son escasas las evidencias, especialmente en el Extremo Occidente, y Ceuta no es una excepción a esta regla. Contamos también con la referencia a un Cresces Sestensis presbyter en la Notitia provinciarum et civitatum Africae de finales del siglo IV, que quizá pudo haber sido un obispo de Ceuta (García Moreno, 1988, pág. 1.103), si bien la atribución no es segura. Por el contrario, la prueba más contundente de la importancia de la comunidad cristiana en Septem a partir del siglo IV y hasta el siglo VII la constituye la basílica tardorromana, un edificio con finalidad funeraria y con un uso litúrgico paralelo. Su importancia se magnifica, si cabe, al ser mínimos los edificios de estas características en el entorno cercano del Círculo del Estrecho, que se limitan a Vega del Mar y a las basílicas de Carteia en la orilla bética, y a cuatro ejemplos en la totalidad de Tingitana según las últimas investigaciones (Villaverde, 2001, págs. 329-336), de las cuales dos son de dudosa atribución –Volubilis y la posible basílica bajo la mezquita de Lixus–, uno –las dos posibles basílicas de Tingi– hipotético, y en cualquier caso con escasas evidencias arqueológicas, de manera que únicamente es de irrefutable atribución la basílica de Zilil (Lenoir, 2005). Se encuentra en curso de desarrollo una tesis doctoral sobre todas estas cuestiones, que permitirá, a medio plazo, la correcta hermeneútica de toda la evidencia arqueológica.
Otra de las cuestiones de importancia es tratar de valorar la repercusión del paso de los vándalos por las tierras del Estrecho. Genserico en el año 429, con unas 80.000 almas, según nos informa Víctor de Vita, pasó de Traducta al norte de África (según refleja Gregorio de Tours) y posiblemente a Septem, por cuestiones de cercanía, para la creación del reino vándalo norteafricano (Sayas, 1988; Gil, 1998). Durante décadas se ha interpretado esta cuestión como un episodio violento, que habría generado graves problemas de tipo socio-económico en su itinerario hacia Cartago, en el cual Septem juega un papel claro. Y de ahí que para muchos, el “paso de los vándalos” generaba el final del mundo antiguo y los inicios de la Antigüedad Tardía, una época de grandes convulsiones que se desarrolló hasta las primeras presencias islámicas a inicios del siglo VIII. Actualmente contamos con una visión diferente de esta problemática, derivada de la información aportada por el registro arqueológico, que de una parte informa de
Lámpara africana tardorromana decorada con una cruz. Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez.
abandonos en algunas localidades de la Baetica y la Tingitana, incluso asociados a episodios violentos; y de otra, una tendencia continua en las estratigrafías que parece evidenciar escasas alteraciones entre inicios del siglo V y el siglo VI, época del reinado de Trasamundo. Veamos algunos ejemplos en Ceuta y en su entorno.
Trasamundo. Veamos algunos ejemplos en Ceuta y en su entorno. Por una parte, es habitual la referencia a hallazgos arqueológicos asociados a niveles de incendio en las excavaciones realizadas en Ceuta desde la época de C. Posac, habiendo sido detectada dicha situación en algunas parcelas de la Gran Vía excavadas en los años ochenta, en las cuales además la ausencia de poblamiento entre inicios del siglo V y la época califal fue interpretada como resultado del abandono de la localidad tras el paso de los vándalos (Villada e Hita, 1994, págs. 1.231-1.323). Un abandono violento, asociado a saqueos, destrucciones e incendios, parece haber afectado a la ciudad tingitana de Zilil, cuyos edificios son abandonados a partir de inicios de esta centuria, localizándose de manera generalizada techumbres derruidas violentamente con la viguería quemada y cerámicas calcinadas por el fuego (Lenoir, 2005, pág. 71). También en la bahía de Algeciras, en lugares como la villa del Ringo Rango, se ha detectado un abandono fechado a inicios del siglo V, sin evidencias de actividades violentas, fechas a partir de las cuales, este centro de producción agropecuaria nunca llegó a restablecerse, tras cinco siglos de andadura precedente (Bernal y Lorenzo, 2002). Es decir, da la impresión de que algunos yacimientos sí debieron haber sufrido el paso de los vándalos –Zilil, manifiestamente, y quizá Septem en parte–, si bien ello no generó desolaciones ni abandonos definitivos de las localidades existentes a ambos lados del Estrecho. Ello es lo que justifica que las pesquerías septenses continúen a pleno rendimiento y con un elevado volumen productivo hasta al menos inicios del siglo VI, como ya se ha comentado en el caso de la de la calle Queipo de Llano o del Paseo de las Palmeras. O que en la basílica tardorromana, con una secuencia ininterrumpida entre el siglo IV y el siglo VII d. C., no haya huella alguna de manifiesta destrucción o de actos vandálicos de cualquier naturaleza en los estratos del siglo V d. C. Y también en dicho sentido contamos con las estratigrafías excavadas en el Paseo de las Palmeras, en las cuales existe una continuidad manifiesta entre los estratos de los siglos V y VI d. C., sin hiato de poblamiento alguno (Bernal y Pérez, 1999). Para algunos investigadores, las sigillatas norteafricanas importadas denotan un cierto decaimiento en estas fechas (Villaverde, 2001, págs. 214-215), si bien otros indicadores, como las ánforas, reflejan una continuidad manifiesta de las actividades comerciales a través del puerto de Septem, con una regular presencia de envases africanos, orientales y del sur de la península Ibérica, entre los que cabe recordar la existencia de un posible pecio de inicios del siglo V en aguas de la bahía de Benzú, con un cargamento de ánforas salazoneras malacitanas (Bernal, 1996; Bernal et al., 2002).
De todo lo comentado se deduce una gran vitalidad en el asentamiento urbano de Septem durante los siglos IV y V d. C., de manera que el paso de los vándalos no debió generar grandes repercusiones en la vida cotidiana de la ciudad, que por el contrario sí fue objeto de profundas remodelaciones en época bizantina, siendo ésta la última época histórica antes de la presencia islámica.
JUSTINIANO Y LA SEPTEM BIZANTINA Y VISIGODA. UN GLORIOSO FINAL DEL MUNDO ANTIGUO
A inicios del siglo VI d. C., Justiniano, monarca bizantino de la corte de Constantinopla, decide iniciar un ambicioso programa de unificación del Mediterráneo, que, santificado por la fórmula de la renovatio imperii, permitiría reunificar todos los territorios que en algún momento habían formado parte del Imperio Romano en su época de mayor esplendor.
Septem adquiere ahora un papel de capital importancia, al convertirse en la cabeza de puente de todo el operativo estratégico y militar que despliega la corte justinianea para conseguir dichos fines. Conjuntamente con las Baleares, van a constituir los dos baluartes más importantes de la presencia bizantina en el Extremo Occidente. La importancia geoestratégica del entorno de las Columnas de Hércules provocó la anexión de las mismas por Justiniano al inicio de esta empresa de conquista transmediterránea.
En cuarto lugar contamos con evidencias relacionadas con el tipo de edificios de culto existentes en la Septem Fratres romana. El testimonio más claro por el momento es el epígrafe a Isis, fechado a finales del siglo II o inicios del siglo III d. C., por el tipo de letra utilizado en su ejecución, aparecido en el Paseo de las Palmeras, relacionado con una de las conocidas placas con las plantae pedum, exvotos –ofrendas– colocados en santuarios, empotrados sobre el suelo, para solicitar la intercesión de la divinidad o agradecer su ayuda para que los viajes, normalmente comerciales, fuesen de ida y vuelta, de ahí las dos plantas de pie representadas, normalmente invertidas (Bernal, Hoyo y Pérez, 1998). La inscripción, conservada parcialmente, permite la restitución del siguiente texto: “[...] ates / Isidi vo/ tum / d(ominae) i(sidi) di (miserunt)”, es decir “cumplieron el voto a Isis, a la señora Isis”, un colectivo indeterminado, ya que no es posible restituir la primera palabra en plural que podría ser vates (colegio sacerdotal), nates (conjunto de músicos) o incluso rates (náufragos que, agradecidos, habrían dedicado un exvoto a la divinidad protectora de la navegación). La inscripción, realizada en mármol importado, deja pocas dudas respecto a su colocación sobre el suelo, debido a su notable grosor (de más de cuatro centímetros) y a la ausencia de desbastado –pulido– en su cara opuesta. Esta constatación es de gran trascendencia, ya que tenemos constancia de su localización a la entrada de los iseos o templos dedicados a esta divinidad, como ilustran magistralmente en nuestra comarca los casos de Baelo Claudia o Italica (Sillières, 1995; Canto, 1984), estando atestiguado su culto por inscripciones en ciudades del interior de Tingitana como Banasa o la propia Volubilis (Euzennat y Marion, 1982, núms. 86 y 352).
Todos los datos comentados anteriormente permiten valorar la existencia de elementos de gran calado para proponer un hábitat urbano de notable entidad en el istmo de Ceuta. Desgraciadamente, la perpetuación del poblamiento en la misma zona a lo largo del tiempo así como la febril actividad constructiva entre los años setenta y la actualidad han mutilado ostensiblemente nuestro conocimiento sobre la Septem Fratres romana. De la zona pública no conocemos dato alguno y tampoco del sector destinado al urbanismo doméstico, donde se debieron instalar las domus de los pescadores y de la oligarquía enriquecida al amparo de las pesquerías. Posiblemente las instalaciones públicas deban situarse en el entorno de la Plaza de África, si tenemos en cuenta la perpetuación en el entorno de los edificios más representativos desde la época medieval hasta la actualidad. Son aún muchas las incógnitas por desvelar en el futuro, para lo cual la continuidad de las excavaciones arqueológicas, y especialmente una detallada autopsia de los restos exhumados en ellas, que sin lugar a dudas estarán alterados por edificaciones posteriores, constituirán en los próximos años la clave para avanzar al respecto. Al menos las bases del conocimiento de la topografía urbana de Septem Fratres ya están asentadas.
DE DIOCLECIANO A GENSERICO. UNA ÍNTIMA VINCULACIÓN HISPANA EN LOS ÚLTIMOS SIGLOS DE LA ANTIGÜEDAD CLÁSICA EN SEPTEM
A finales del siglo III d. C., con la reorganización provincial, Diocleciano crea la Diocesis Hispaniarum, una unidad administrativa de rango superior en la cual se integraban siete provincias: Baetica, Lusitania, Tarraconense, Carthaginiense, Gallaecia, Ballearica y la Tingitana (Arce, 1982). ¿Cómo debemos entender la inclusión del norte de África occidental bajo la administración hispana? Evidentemente, tal fórmula sanciona unas intensas y ancestrales relaciones socio- económicas entre las dos provincias más cercanas, la Baetica y la Tingitana, obligándonos a incidir más aún si cabe en la profunda vecindad de dos zonas geográficas unidas –que no separadas–, por el Estrecho de Gibraltar.
Es, por tanto, una divinidad oriental romana objeto de un implantado culto en la zona del Círculo del Estrecho, traído de mano posiblemente de comerciantes, militares y ciudananos procedentes del oriente mediterráneo, si tenemos en cuenta sus raíces egipcias. Adicionalmente, la localización de algunas lucernas con la representación de Isis o Isis/Serapis en diversos lugares de la ciudad, tales como el Mirador I (Fernández Sotelo, 1994, pág. 47, num. 27) o la calle Gran Vía (Hita y Villada, 1994, págs. 25-30; Bernal, 1995 b, núms. 35 y 61) constituyen un argumento indirecto más a favor de la existencia en Septem Fratres de un pequeño sacellum o aula de culto dedicado a esta divinidad oriental.
Es muy probable que existiesen elementos defensivos en la Septem Fratres romana o tardorromana, si tenemos en cuenta especialmente las referencias de Procopio, si bien por el momento no ha sido localizada ninguna evidencia arqueológica de dicho programa defensivo, por lo que probablemente se encuentren enmascaradas bajo las fortificaciones medievales y modernas que rodean perimetralmente el istmo ceutí. Hay que desterrar, por tanto, la errónea atribución a una fase romana la cerca muraria aparecida en la calle Queipo de Llano.
LA SEPTEM BIZANTINA. UN CRUCIAL BALUARTE GEOESTRATÉGICO
CEUTA: UN NOMBRE DE ORIGEN ROMANO.
BIBLIOGRAFÍA
Justiniano I. Fragmento del mosaico Justiniano y su séquito, ca. 547. Iglesia de San Vitale de Rávena. The York Project, CNU Free Documentation Lisence.
Estas circunstancias provocaron que Ceuta fuese citada de manera privilegiada, directa o indirectamente, en la legislación y en las obras que al amparo de la corte de Justiniano I relataron sus gestas: todo ello provoca un conjunto de informaciones de gran interés. La fuente fundamental es el De Aedificiis –“Sobre las Construcciones”– de Procopio, así como otras serie de documentos magistralmente sintetizados en los últimos años (Vallejo, 1993), que se refieren, específicamente, a varias cuestiones. De una parte, a la cita explícita a Septem por parte de Belisario, general de Justiniano, al referenciar su interés por la conquista de determinados lugares estratégicos, así como la fecha precisa de la conquista de la plaza por los imperiales, entre el año 533/534, y la asignación de un tribuno al mando de la misma (Vallejo, 1993, págs. 59 y 63). Y como menciona explícitamente Procopio se procede a la restauración de las fortificaciones del asentamiento, a la instalación de una guarnición permanente, a la existencia de una flota con dromones y, especialmente, a la erección de un templo consagrado a la Madre de Dios (De Aedificiis 7, 14-16). Con posterioridad, el confinamiento en Septem del conde Filagrio, un mandatario del fisco imperial a mediados del siglo VII o las referencias en documentos de la segunda mitad del siglo VII, como la Iusio II (Vallejo, 1993, págs. 315 y 316), permiten proponer un control de Septem por los bizantinos hasta momentos muy avanzados del siglo VII d. C.
Todas estas referencias literarias permitían entrever un glorioso pasado –de ahí el título del epígrafe– para la Septem bizantina, lo que ya despertó, hace ya muchas décadas, un interés manifiesto por parte de diversos historiadores por valorizar el pasado de la Ceuta bizantina (Gozalbes, 1986). Sin embargo las evidencias arqueológicas eran mínimas, limitadas a un ponderal de bronce –exagium– aparecido en las obras del Parque de Artillería, y relacionado con actividades fiscales o mercantiles (Gozalbes, 1986, pág. 21). Numerosas han sido las propuestas para la localización del supuesto castellum que debieron haber erigido los bizantinos, así como sobre la ubicación de la iglesia a la Madre de Dios (¿bajo la catedral o en el entorno de la iglesia de África?): veremos sucintamente a continuación un estado de la cuestión del tema basado en las evidencias arqueológicas de los últimos años.
Debido a la ausencia de una cronosecuencia continua en las excavaciones realizadas en la calle Gran Vía y ante la escasa atención prestada a la datación de los materiales de época bizantina aparecidos en el entorno de la basílica, no fue hasta mediados de los años noventa cuando se empezó a disponer de evidencia arqueológica contextualizada, además de algunas cerámicas de los siglos VI o VII depositadas previamente en el Museo Municipal de Ceuta.
Las excavaciones realizadas en el Paseo de las Palmeras permitieron documentar una serie de estratos fechados entre el año 533/550, asociados a estructuras de mampostería de escasa entidad y a ámbitos con hogares, con multitud de fauna terrestre y marina procesada y con evidencia de actividad metalúrgica, tratándose de las primeras evidencias arqueológicas de época bizantina aparecidas en Ceuta (Bernal y Pérez, 1996). Desgraciadamente, la reducida extensión de la zona intervenida no permitió confirmar si se trataba de un ámbito de tipo doméstico –parte de viviendas– o si por el contrario constituía la zona de cocina y almacenes de los enseres del castellum bizantino. Algunos años más tarde, la excavación de un solar tras la basílica tardorromana –parcela 21 de la calle Gran Vía– permitió detectar estratos de la segunda mitad del siglo VI y de inicios del siglo VII d. C. (Bernal y Pérez, 2000). Estos hallazgos documentaron la presencia de estratos “de la conquista” y de “plena época bizantina”, habiendo confirmado arqueológicamente la importancia del poblamiento de Septem por parte de los imperiales constantinopolitanos.
Pero ¿qué evidencias son las que nos permiten saber que nos encontramos ante restos propiamente bizantinos? Los materiales localizados son en su práctica totalidad de importación, tanto platos, copas y fuentes –en cerámica para la comida y bebida–, lucernas y ánforas procedentes del norte de África, como cerámicas a mano/torno lento del Mediterráneo central, junto a una amplia variedad de productos orientales, de las costas de Cilicia, Chipre o de las islas del Egeo: es decir, mercancías de la zona controlada por los bizantinos. Pero más importante aún si cabe es la gran homogeneidad formal de los hallazgos en la gran koiné mediterránea generada por los bizantinos, lo que provoca muchas similitudes entre las cerámicas halladas en Septem ahora y las que aparecen en Cartago, Italia o en la propia Constantinopla. Los criterios de atribución no son sencillos, siendo la epigrafía lapidaria y las monedas los más clarividentes, al reflejar respectivamente la lengua griega propia de la zona oriental del Mediterráneo y el característico sistema metrológico y de valores de las series bizantinas (Bernal, 2004 b).
Ponderal en bronce. Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez.
Una intervención realizada en el año 2000 en el Paseo de las Palmeras permitió exhumar el único testimonio existente, por el momento, del urbanismo ceutí de época bizantina, tratándose de una pequeña calle, de trazado irregular, y que además no presentaba una dirección ortogonal con cargo a los ejes maestros del urbanismo precedente (norte-sur y este- oeste), presentando una trayectoria descendente del suroeste al noreste: la excavación de diversos estratos horizontalizados y muy compactados, con escasos materiales cerámicos muy fragmentados, abogan por un dilatado uso de esta arteria viaria hasta momentos avanzados del siglo VII, fechas en las cuales la calle quedó totalmente amortizada (Bernal et al., 2005). Los demás elementos de urbanismo no pasan de propuestas muy razonables pero totalmente hipotéticas, basadas normalmente en la aplicación retrospectiva del trazado de la zona de la ciudad en función de la cartografía histórica conservada (Villaverde, 2001, págs. 216-220).
Un aspecto que ha preocupado de siempre a cuantos investigadores leían la cita de Procopio, relativa a la refortificación de la ciudad, era tratar de localizar los restos físicos de dicho programa poliorcético. Sin ser exhaustivos, por falta de espacio, se ha pensado en un origen romano para la fortaleza del Hacho, sin ningún argumento arqueológico concluyente; y también se ha postulado que la supuesta muralla romana de la calle Queipo de Llano –que ya sabemos se erigió en época califal–, debió haber sufrido reformas tardorromanas, propuesta que como decimos no es sostenible en la actualidad. En dicho sentido, Ceuta encuentra un similar paralelo historiográfico en Cartagena, que constituye el otro único lugar peninsular en el cual gracias a la conocida inscripción de Comenciolo sabemos de su importante programa defensivo: también allí, motivados por dicha alusión, los investigadores trataron de localizar, maximis itineribus, las fortifizaciones bizantinas de la plaza, habiéndose propuesto durante años la identificación de las mismas con unas estructuras que la investigación posterior ha relacionado con las substrucciones del importante teatro de época romana altoimperial (Ramallo y Vizcaíno, 2002).
¿Dónde están, por tanto, las fortificaciones reparadas en época bizantina? La hipótesis más lógica, pensamos, es que se localicen enmascaradas bajo las actuales defensas portuguesas y de época moderna del frente septentrional del istmo, así como bajo las estructuras de la plaza de África y de los edificios públicos colindantes. No obstante, se impone la prudencia, y será labor de los arqueólogos de los próximos años tratar de avanzar en su caracterización arqueológica.
Principales hallazgos bizantinos en Ceuta.
LA SEPTEM BIZANTINA. UN CRUCIAL BALUARTE GEOESTRATÉGICO DE JUSTINIANO EN SU RENOVATIO IMPERII
El segundo elemento de gran singularidad sobre el cual pivota el carácter bizantino de Septem es la importancia del citado edificio procopiano dedicado a la Theotokos o Madre de Dios. Existen tres propuestas de identificación, que son la localización de la misma, según la tradición local “en la iglesia de Nuestra Señora de África” (Posac, 1962, pág. 38); la localización de este templo bajo la actual catedral de Ceuta, siendo ésta una hipótesis de E. Gozalbes que se cimenta en la cita de Al-Bakri en el siglo XI que sitúa bajo la mezquita aljama –donde se construiría el templo diocesano–, “antiguas iglesias y baños” (Gozalbes, 1986, pág. 21), siendo dicha propuesta mantenida por otros investigadores (Villaverde, 2001, págs. 216 y 217). Y la que tiende a identificar la iglesia bizantina con la basílica tardorromana, basándonos en tal caso en la plena actividad de ésta última en época completamente bizantina, y en el hecho de que Septem se trataría de una localidad muy pequeña para albergar dos templos de tal magnitud en los siglos VI y VII d. C. (Bernal y Pérez, 1996; Bernal y Pérez, 1999). Para avanzar al respecto es necesario acometer intervenciones arqueológicas en el interior de la catedral para verificar la potencial existencia de un templo cristiano tardorromano. Conscientes de que la basílica tardorromana se encuentra a pleno rendimiento durante los siglos VI y VII d. C., como demuestran especialmente los contextos cerámicos (Serrano, 1995), la duda es si Septem tuvo uno o dos templos, todo ello dependiente de novedades arqueológicas en el entorno de la catedral de Ceuta.
Algunos investigadores han propuesto la identificación de la iglesia dedicada a la Virgen Theotokos con los restos de la basílica descubierta en Ceuta. En la imagen, la basílica durante el proceso de excavación. Fotografía: Javier Arnaiz Seco.
Vistas aéreas de las excavaciones realizadas en el Paseo de las Palmeras a finales de los años noventa, que permitieron la exhumación de una importante fase de ocupación bizantina. Fotografía: Darío Bernal Casasola.
Los últimos siglos de vida de Ceuta en la Antigüedad Tardía (siglos VI y VII d. C.) fueron de especial relevancia para esta ciudad de la orilla africana del Estrecho. Mientras que otros asentamientos del Fretum Gaditanum, de la vecina Hispania o de la propia Tingitana fueron abandonados con el paso de los vándalos a inicios del siglo V d. C., replegándose su poblamiento a las zonas de altura y generándose aldeas rurales con escasos contactos exteriores, Ceuta vive una fase de gran esplendor.
Ello es debido a su importancia geoestratégica para el control del tráfico marítimo en el Estrecho de Gibraltar, al tiempo que su cercanía a la península Ibérica la convierten en una potencial base militar de gran importancia. Así lo determinaron en Constantinopla cuando Justiniano, el gran emperador bizantino del siglo VI d. C. se planteó la “reconquista” del Occidente mediterráneo en su interés por la restauración de lo que, en siglos precedentes, había sido la vasta extensión territorial del Imperio romano. Belisario, su general en jefe, decide conquistar la plaza en el año 533/534, enviando barcos –dromones– con tropas y refortificando la plaza, según nos relata Procopio en su libro De Aedificiis. También sabemos por esta obra que se ordenó la consagración de una iglesia a la Madre de Dios, posiblemente la basílica tardorromana, aunque también es posible que se tratase de otra iglesia bajo la actual catedral de Ceuta.
Durante décadas se han utilizado estos datos sin disponer de otras evidencias arqueológicas que confirmasen el glorioso pasado bizantino de la ciudad, únicamente confirmado por el hallazgo casual de un ponderal o peso cuadrangular de bronce, adaptado al sistema métrico bizantino. Excavaciones en los años noventa en el Paseo de las Palmeras confirmaron la existencia de niveles arqueológicos de esta época, caracterizados por estancias en las cuales se realizaron actividades culinarias –documentadas por hogares con combustiones y multitud de fauna procesada– e industriales o talleres metalúrgicos. Desconocemos, ante la escasa zona conservada, si formaban parte del interior del gran castellum que debió existir en Septem o bien si se trata de ambientes de tipo doméstico o de otra naturaleza. La localización de similares evidencias en la propia basílica tardorromana y en su entorno, fechadas entre la segunda mitad del siglo VI y a lo largo de todo el siglo VII confirman la amplitud del poblamiento en la zona ístmica de Ceuta.
Los hallazgos cerámicos son tremendamente similares a los de otros yacimientos bizantinos mediterráneos, como Cartago, Castrum Perti en Liguria o la propia Cartago
En Septem la situación es singular. De una parte, contamos con evidencias de un activo comercio en estas fechas, en momentos en los cuales otros enclaves son definitivamente abandonados. Indicadores de relevancia tales como la importación de piezas de gran calidad, caso del citado sarcófago marmóreo de época de Galieno, en torno al 260/275, o la elevada presencia cuantitativa de cerámicas africanas entre el 230 y el 250 d. C., incluso con productos excepcionales en Tingitana como algunas sigillatas africanas de la producción C o C/E, han llevado a algunos autores a plantear la vitalidad del asentamiento en estas fechas, en una dinámica inversamente proporcional a lo que sucedía en otras localidades del Estrecho (Villaverde, 2001, págs. 206-208). En este contexto se suma la excepcionalidad de las cerámicas corintias del siglo III d. C. aparecidas en grandes cantidades en el Mirador I (Fernández Sotelo, 1994), lo que aboga por su vinculación a un comercio de redistribución, es decir, productos no destinados únicamente para Ceuta, sino que desde aquí habrían sido comercializados a otras localidades de la Tingitana o del sur de la Baetica.
No obstante, contamos con argumentos arqueológicos que inducen a pensar que sí se produjeron cambios significativos que afectaron a Septem Fratres en el siglo III d. C. El más significativo de los actualmente disponibles es la constatación de la definitiva amortización de la gran factoría altoimperial en estas fechas, siendo abandonado el edificio en momentos avanzados de la centuria y nunca reocupado en su integridad: así se desprende de la secuencia de amortización excavada en el Paseo de las Palmeras números 16-24 y en el número 26 (Bernal y Pérez, 1999; Bernal et al., 2005), que refleja espléndidamente la reocupación que sufre la zona en el siglo IV d. C., momentos en los cuales se instala una pequeña factoría de salazón sobre el muro maestro de la factoría altoimperial, amortizada con anterioridad, no respetando –o reutilizando– los muros definidos por ella. Quizá en ese mismo contexto debamos situar los estratos con niveles de incendio fechados en el siglo III d. C. localizados por C. Posac en la calle Jáudenes (Posac, 1962, pág. 29), si bien la ausencia de contextos cerámicos no permite, en la actualidad, la confirmación de dichos datos.
Pensamos que la propuesta más viable en la actualidad es mantener que durante el siglo III d. C. sí se produjeron transformaciones de gran entidad en la ciudad de Septem, posiblemente muy relevantes en el plano urbanístico, ya que el abandono de la gran planta conservera altoimperial debió generar una importante alteración en toda esta zona. No obstante, la ciudad se recuperó pronto de ello –y ésta es la gran diferencia respecto a otras localidades como Baelo o la propia Gades–, como permiten plantear los numerosos materiales importados aparecidos –cerámicos, especialmente– que reflejan la gran vitalidad del enclave, sobre todo en el último cuarto de siglo.
Durante los siglos IV y V d. C. se producen intensas remodelaciones urbanísticas en la ciudad, que evidencian, desde nuestro punto de vista, la prosperidad de la misma y lam ampliación del número de mauretorromanos que vivieron bajo su amparo durante estas fechas. Un indicio evidente del crecimiento poblacional está claramente reflejado en las necrópolis bajoimperiales de Ceuta. Como veremos a continuación, se mantiene el cementerio oriental, incrementando su extensión, al tiempo que surge una necrópolis en la zona occidental del istmo, en el entorno de las Puertas del Campo.
Efectivamente, las actuaciones realizadas en los años sesenta por C. Posac permitieron documentar una serie de enterramientos en el entorno de las Puertas del Campo, en la conocida como avenida de España (Posac, 1967). Se trataba de un conjunto de sepulturas de inhumación, realizadas en cistas construidas con ladrillos, y cubiertas con tégulas, bien en disposición horizontal o a doble vertiente. Desgraciadamente, la parquedad de ajuares y la ausencia de otros testimonios no permitió en su momento una precisa datación para las ocho tumbas que pudieron ser excavadas, proponiéndose una cronología genérica dentro del siglo III d. C., que a tenor de nuevos datos publicados sobre la misma se ratificaba, introduciéndose quizá algo en el Bajo Imperio (Bernal, 1994, págs. 64-67). Años más tarde se detectó la existencia de tumbas romanas bajo tégulas en el cercano yacimiento del Llano de las Damas, un importante alfar bajomedieval que permitió la constatación de una fase romana vinculada a usos funerarios (Bernal y Pérez, 1999). Ambas localizaciones están separadas entre sí por un centenar de metros, si bien la similitud en la tipología de las tumbas –con cubierta de tégulas– y la ausencia de otro tipo de evidencias de poblamiento en el entorno, induce a considerarlas como parte de un mismo cementerio bajoimperial, cuya mayor singularidad reside en su amplitud, si tenemos en cuenta la representación cartográfica de los hallazgos, que definen una superficie mínima de al menos media hectárea.
Por otra parte, contamos con la necrópolis existente en el entorno de la basílica tardorromana de Ceuta, en la zona ístmica (Fernández Sotelo, 2000). La gran complejidad de este edificio ha sido puesta de manifiesto por su excavador, existiendo varias fases funerarias, caracterizándose la inferior por las inhumaciones en tumbas de tégulas o bajo ánforas: parece asociarse a estos primeros momentos una fase constructiva de la basílica caracterizada por la existencia de un edificio rectangular, en torno al cual se colocaron los enterramientos, tratándose posiblemente de un cercado funerario, que para algunos investigadores dataría de la segunda mitad del siglo IV por la tipología de las ánforas reutilizadas y por los hallazgos numismáticos y de toreútica (Villaverde, 2001, pág. 210). Desde nuestro punto de vista, y sin entrar en detalles, la mayor importancia del yacimiento estriba en el hecho de que se trata de un área cementerial bien planificada, que con posterioridad será ampliada para adquirir una función litúrgica, como veremos a continuación. Pensamos que lo más probable es que la necrópolis de la basílica tardorromana no debió contar con hiato alguno entre los siglos III y el VII, fechas proporcionadas por los elementos de cultura material aparecidos en su interior, tanto sigillatas (Serrano, 1995), ánforas sudhispánicas y africanas (Vázquez, 1995) como monedas, vidrios y elementos metálicos (Fernández Sotelo, 2000). Otros autores valoran que el edificio estuvo en uso únicamente hasta el siglo V, interpretando los materiales de época posterior como evidencias de la transformación del entorno, como zona de vertedero y acumulación de desperdicios de las cercanas zonas industriales (Villaverde, 2001, pág. 212), si bien lo más lógico es pensar que dichos elementos de mobiliario evidencien indirectamente la continuidad de las actividades en la basílica tardorromana, al no haberse documentado niveles de relleno generalizados que indujeran a plantear un claro abandono de estas instalaciones religiosas.
Cuello y asa de jarro con decoracióna peine (550-650 d. C.). Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez.
Ánfora oriental procedente de la basílica de Ceuta. Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez.
Vista de la necrópolis en la basilica tardorromana de Ceuta.
Fotografía: José Juan
Gutiérrez Álvarez.
Spartaria –Cartagena– con multitud de cerámicas africanas y orientales (tanto vajilla como ánforas de transporte) y cerámicas a mano o torno lento del Mediterráneo central. Quizá estas similitudes evidencien el sistema de aprovisionamiento estatal, la llamada annona, a las tropas acantonadas en estos puestos militares.
Se ha avanzado bastante en la caracterización arqueológica de la Ceuta bizantina, si bien restan muchas incógnitas por desvelar, como es el caso de la localización de las fortificaciones que debió tener la ciudad y la posibilidad de la excavación en extensión de restos de esta fase en algún solar de la zona ístmica de Ceuta, que es ,donde sabemos con seguridad que se concentró el poblamiento en esta época.
Son escasos los yacimientos paleobizantinos conocidos en el Extremo Occidente, limitados por el momento a Carthago Spartaria, Malaca, Traducta y la propia Septem, lo que magnifica estos exiguos hallazgos. Se trata de una época histórica que con seguridad deparará interesantes novedades en el futuro, de ahí la necesidad de la continuidad de los trabajos arqueológicos. Por último, recordar que Ceuta estuvo en manos bizantinas hasta avanzada la segunda mitad del siglo VII d. C., por lo que la presencia visigoda en la ciudad debió ser testimonial.
Respecto al perímetro urbano de la ciudad en época bizantina, únicamente contamos con tres datos fiables, que son la presencia constatada de actividad en la basílica tardorromana, en el Paseo de las Palmeras y en el Parque de Artillería –hallazgo del ponderal–, además de la citada inexistencia de estratos bizantinos en las excavaciones realizadas en las parcelas 12 y 13 de la calle Gran Vía o del aparente abandono de la necrópolis oriental. Por eso, proponemos un perímetro para la ciudad en los siglos VI y VII d. C. limitado entre el Parador de Turismo y la plaza de la Constitución, quizá centrado más en la zona septentrional del istmo, siendo la única necrópolis activa en estas fechas la oriental. Se trataría de un perímetro similar al de época bajoimperial, si bien la ausencia de restos en algunas zonas –como las citadas excavaciones en la calle Gran Vía– esconderían tras de sí lugares vacantes de ocupación o de estructuras en dicha época, por lo que tal vez la densidad poblacional decreció en los últimos siglos de la Antigüedad Tardía.
Ceuta se sitúa en un marco privilegiado, ya que son mínimas las evidencias arqueológicas hispanas relacionadas con la ocupación bizantina, limitadas por el momento a hallazgos en Carthago Spartaria -la posible capital de la Hispaniabizantina–, a Malaca, Traducta y las Baleares (Ramallo y Vizcaíno, 2002; Bernal, 2004 b), al tratarse de prácticamente algo más de un siglo y ser escasos los indicadores conservados. Parece que del registro se desprende más una visión comercial que militar de la población aquí asentada, ya que son múltiples los objetos de comercio localizados: ánforas, cerámicas importadas..., si bien es probable, como apuntan algunos autores, que la gran similitud del registro material deba ser interpretado como resultado de los sistemas de aprovisionamiento annonario a las tropas acantonadas en estas bases militares.
Respecto al poblamiento de la ciudad por parte de los visigodos, el estado de la cuestión es el siguiente. De una parte, existen bastantes posibilidades de que la ciudad fuese ocupada por Teudis, como parecen informar las fuentes literarias (Fita, 1916). La famosa cita de San Isidoro de Sevilla en su Historia Gothorum, 42, relativa a la expulsión de la guarnición visigoda cuando los imperiales tomaron Septem ha sido otra de las referencias recurrentes por cuantos autores han tratado el tema (García Moreno, 1988; Sayas, 1988). También es probable que los conflictos que comenzaron a tener los bizantinos con los persas en Oriente a inicios del siglo VII fuesen aprovechados por los visigodos para tomar algunas plazas tingitanas, las cuales habrían quedado desasistidas, entre ellas Septem (Villaverde, 2001, págs. 362-365). No olvidemos que otras ciudades bizantinas como Malaca son conquistadas en la segunda década del siglo VII por los godos.
No obstante, la cultura material es poco significativa en relación a una intensa ocupación visigoda de la plaza ceutí: ya a inicios de los años sesenta Posac citaba la dificultad de distinguir la cerámica romana de la bizantina y de la visigoda (1962, pág. 38), limitándose los hallazgos de filiación hispana a tres hebillas de cinturón, asociadas posiblemente a militares (Bernal y Pérez, 1999), y a algunas monedas que aunque son tenidas en cuenta por algunos investigadores (Posac, 1989; Villaverde, 2001, págs. 220), su dudosa procedencia induce a extremar la cautela. Lo que sí parece evidente es que la presencia visigoda en la ciudad debió ser efímera, ya que no se han conservado estructuras de entidad asociadas a estos contingentes poblacionales.
Lámpara cristiana con motivo decorativo de Crismón.
Fotografía: José Juan
Gutiérrez Álvarez.
Un personaje de gran trascendencia para la región del Estrecho es el enigmático comes Iulianus. Patricio para unos, noble para otros o incluso rey es el Julián de las fuentes árabes, tradicionalmente considerado el gobernador bizantino de Ceuta, durante cuyo ejercicio se produjo la conquista de la península Ibérica por los árabes y con ella el fin del estado visigodo (García Moreno, 1988). Para otros, se trataría del gobernador visigodo del Estrecho, señor de Septem, Traducta y Tingi, que mantuvo intensas relaciones con Witiza y su reinado, cayendo por ello en desgracia con el último monarca hispanovisigodo (Villaverde, 2001, págs. 367-370).
En cualquier caso, a él se le atribuye historiográficamente el pacto con los jerarcas árabes como consecuencia de un episodio personal –la deshonra de su hija por el rey Rodrigo–, que desembocó en la trascendental conquista islámica del mundo hispano entre el año 709 y el año 711. En este contexto, Septem jugó un papel geopolítico clave, fruto de su geoestratégica situación, que como ha podido ser observado a lo largo de las páginas de este capítulo ha condicionado desde siempre su historia política y socioeconómica.
Para terminar, únicamente nos resta incidir en la necesidad de investigar en el futuro en dos aspectos. De una parte, la posibilidad de que Septem fuese sede episcopal desde el Bajo Imperio en adelante, como desde la época de Mascarenhas –pág. 10– al menos se plantea (Marín y Villada, 1988, pág. 1.180), hipótesis en la cual han insistido varios investigadores (Gozalbes, 1990) y que encuentra un fiel reflejo en la importancia de la comunidad de fieles que debieron congregarse en torno a la imponente basílica tardorromana. Y por otra, la necesidad de continuar con celo y rigurosidad las excavaciones preventivas en la zona interfosos de Ceuta, cuna y origen del pasado histórico más remoto de nuestra historia, en la que restan pocos solares aún con el registro sedimentario virgen, cuya excavación en extensión se plantea como vital para profundizar en las hipótesis vertidas en estas páginas sobre la Ceuta romana y tardoantigua.
Detalle de un cepo de ancla de época romana, decorado con un motivo de delfín. Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez.
CEUTA: UN NOMBRE DE ORIGEN ROMANO
El nombre de Ceuta, ya establecido como tal desde el siglo XVI, corresponde a la denominación portuguesa, que introdujo la “u”, desde el árabe medieval Sabta. Este portuguesismo en el nombre de la ciudad es indudable puesto que los textos castellanos medievales, en época de Alfonso X y Alfonso XI, la conocían como Çepta: “allén la mar oteando vio Çepta commo yazía las torres bien blanqueando” (Poema de Alfonso XI). O también en las Cantigas: “et demas conquerra Espanna e Marocos, et Ceta et Arcilla” (Cantiga 169).
Ahora bien, el propio nombre árabe de Sabta, ya presente como tal en los siglos VIII y IX, corresponde a la arabización de un topónimo clásico que es de origen puramente latino. Hasta el siglo XI el nombre fue el de la ciudad pero también era aplicado al Estrecho, puesto que cuando los árabes ofrecían un topónimo concreto al Estrecho (“Al-Zuqqaq”) lo conocían como “Al-Sabti”, es decir “el estrecho de Ceuta”. Este hecho derivaba de la época bizantina, cuando el Estrecho (fretum) fue nombrado en muchas ocasiones como Septemgaditanus (de Ceuta y Cádiz). Fue después cuando el Estrecho se identificó con el nombre de Gibraltar, desplazando así a Cádiz y a Ceuta de esa identificación.
El origen del nombre de Ceuta es bien conocido, y procede del numeral Septem latino, un topónimo reiteradamente mencionado en la costa africana del Estrecho por parte de los textos de la Antigüedad clásica. La inexistencia de la letra “e” en el alfabeto árabe condujo de forma directa al nombre Sabta. En la toponimia de la zona Ceuta es caso único de una ciudad cuyo nombre tiene origen puramente latino, y también uno de los escasos con procedencia de la Antigüedad. En la orilla hispana, los nombres árabes se imponen (Almuñécar, Algeciras, Tarifa), al igual que en la africana(Tetuán, Arcila, Larache o Alcazarquivir y Xauen). Málaga procede de un nombre púnico, al igual que Cádiz (Gadir), y Tánger (Tingi) de uno indígena líbico, si bien todos ellos naturalmente se han transmitido a través del intermedio romano.
Por el contrario Ceuta es un topónimo latino, el referido a los montes que los romanos llamaron Septem Fratres. Los “Siete Hermanos” del Estrecho, en la línea costera, tenían especial morfología y los navegantes consideraban que se hallaban en hilera, como diseñados, al oeste de Benzú Es probable que el numeral 7, número primo sagrado en muchas culturas, presente también en las siete colinas romanas, o en la granadina Torre de los Siete Picos, pudiera responder a algún mito de carácter púnico que desconocemos.
Este origen toponímico es el que hace que hablemos de la Ceuta romana como la Septem Fratres romana. Con ello hacemos una aproximación muy justificada, pero no es menos cierto que con mayor precisión la Ceuta romana en realidad tuvo otro nombre muy distinto: Abila. Basta con releer las fuentes clásicas para observar que Septem Fratres se hallaba al oeste de Abila; si más dudoso al respecto es el testimonio de Pomponio Mela, y las mismas expresiones de Plinio no dejan de resultar ambiguas y permiten distintas interpretaciones, mucho más claro aparece este orden en la relación de Estrabón, y sobre todo en Claudio Ptolomeo, y en el Itinerario Antonino, que ubica Septem Fratres 14 millas al oeste de Abila.
Abila es un nombre de origen púnico que hacía referencia a la altura que el Hacho representaba para los navegantes (como indica el poeta Rufo Festo Avieno). En efecto, los marinos cuando pasaban por la zona vacilaban en la identificación de Abila, monte y topónimo mucho más famoso pues correspondía a la Columna africana de Hércules, y muchos creían que esa altura no era el Hacho sino el Yebel Musa. No obstante, sabemos por Estrabón que los naturales del territorio no creían que Abila fuera columna alguna de Hércules y afirmaban con rotundidad que éstas no se hallaban allí sino en Cádiz. En textos de época romana se produce la propia derivación del nombre que en ocasiones aparece como “Abina”.
Si esto es así, ¿cuándo el enclave habitado de Ceuta tomó el nombre de Septem? El traslado se produjo en la Antigüedad Tardía. Algunos textos medievales, que copian otros más antiguos, mencionan el nombre Septemvenam, muy probable unión de Septem y Abina. Como una mera hipótesis, el traslado del topónimo podría haberse producido en el siglo IV, todavía en época romana y cuando el territorio pertenecía a la Diocesis Hispaniarum, una unión de ambos núcleos en Ceuta, quedando el nombre de Septem trasladado al lugar. Como posibilidad alternativa, y a nuestro juicio algo más verosímil, habrían sido los bizantinos de Justiniano los que habrían establecido el topónimo en el istmo ceutí. El rescripto imperial que ordenaba la ocupación consideraba que Septem era “una travesía que se encuentra frente a Hispania”, por tanto no una población concreta, ni siquiera un lugar concreto. Habría sido el general bizantino Joannes quien, al desembarcar en el istmo ceutí, y establecer allí la fortaleza y la base marítima de dromones, así como la iglesia dedicada a la Virgen, habría realmente decidido el nombre que a partir de ese momento iba a tener Ceuta.
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Taza de vidrio romana.
Fotografía: José Juan
Gutiérrez Álvarez.
Moneda de Juba. En el anverso, busto de rey; en el reverso, cocodrilo y leyenda en griego Cleopatra basílisa (reina). Fotografía: José Juan
Gutiérrez Álvarez.
Restos de malacofauna recuperados en niveles romanos de Ceuta. Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez.
Detalle del sarcófago romano de Ceuta.
Fotografía: José Juan
Gutiérrez Álvarez.
El monte Abyla o Hacho, visto desde el mar. Fotografía: Simón Chamorro Moreno.
Hércules, obra de Ginés Serrán
Pagán. Fotografía: José Juan
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DARÍO BERNAL CASASOLA
Profesor titular de Arqueología de la Universidad de Cádiz. Académico correspondiente de la Real Academia de la Historia. Miembro Correspondiente del Instituto de Estudios Ceutíes. En su extensa actividad investigadora, y en referencia a Ceuta, cabe destacar la codirección de las excavaciones del abrigo y cueva de Benzú y de un gran número de excavaciones arqueológicas urbanas. Entre su extensa producción científica destacan en relación con Ceuta los títulos Novedades sobre la Prehistoria de Ceuta: resultados científicos de la Carta arqueológica, Investigaciones arqueológicas en la Gran Vía de Ceuta: pasado, presente y futuro, La factoría de salazones romana de Septem Fratres: novedades de las excavaciones arqueológicas en el Paseo de las Palmeras, núms. 16-24, Juan Bravo y la arqueología subacuática en Ceuta: un homenaje a la perseverancia, El abrigo y cueva de Benzú en la Prehistoria de Ceuta y Un viaje diacrónico por la historia de Ceuta.
El registro arqueológico permite entrever con claridad dichos contactos desde la época augustea en adelante. Así lo determina la circulación monetal, con una elevada frecuencia de monedas hispanas en Marruecos y viceversa: en Septem, a pesar de los problemas de atribución de la colección numismática, procedente mayoritariamente de otras localidades tingitanas, contamos con emisiones de Obulco, Carmo, Carteia, Semes y Tingi (Abad, 1988, pág. 1.006), algo ya planteado por C. Posac al haber identificado emisiones de Carteia, Castulo, Caesaraugusta, Bilbilis, Carthago Nova, Emerita, Carmo e Ilipa en la Colección Encina (Posac, 1962, págs. 27, 33 y 34). También los conocidos traslados poblacionales de mauritanos a la zona del Campo de Gibraltar, reflejados en las fuentes literarias –como la deportación de zilitanos para la fundación de Iulia Ioza/Traducta– (recientemente analizado en Gozalbes, 1993). La cita estraboniana a las profundas relaciones entre Baelo Claudia y Tingi; o los diplomas militares o la epigrafía lapidaria, que aportan datos de gran interés sobre la presencia de tropas hispanas acantonadas en Tingitana o militares que se asentaron en la Baetica tras su licencia, y tránsitos de población entre ambas orillas (Euzennat y Marion, 1982). A partir del Bajo Imperio resulta más difícil rastrear arqueológicamente dichas interrelaciones en el registro material, ante la mayor parquedad epigráfica o la inexistencia de monedas emitidas por cecas locales: no obstante, la creación de la Diocesis Hispaniarum es la santificación de unas inmemoriales relaciones que sin lugar a dudas continuaron intensificándose durante los siglos IV y V d. C.
Vamos a analizar a continuación los principales cambios advertidos en la fisonomía de la ciudad entre finales del siglo III e inicios del siglo V d. C. En primer lugar la evolución en el nombre de la localidad. No sabemos cuándo se produjo el cambio, si bien en un momento avanzado de la época imperial el asentamiento deja de ser denominado “Siete Colinas” para convertirse, únicamente, en Septem. Algo que encontramos ya fosilizado en el Anónimo de Rávena, compilado aparentemente en el siglo VII d. C., pero con información de época precedente (Arnaud, 2004). Quizá debamos atribuir dicha abreviación a la importancia de la ciudad y a la difusión de su nombre, lo que habría permitido acortarlo dada su arraigada fama; no parece que la modificación de las “Siete Colinas” esté tras dicho cambio, ya que el poblamiento de la zona en la cual se sitúan las mismas no se produce hasta época medieval muy avanzada.
En segundo término, sería conveniente plantear el estado de nuestros conocimientos sobre la “crisis del siglo III”. Se trata éste de uno de los periodos más complejos del devenir
histórico del Imperio romano, si tenemos en cuenta los problemas dinásticos, las revueltas en las fronteras con la presión de los barbari o las dificultades de índole económica, entre otras (una excelente síntesis en Arce, 1978), que habrían provocado claros reflejos en el registro material, tanto a nivel epigráfico como en general sobre las principales actividades económicas y comerciales (Cepas, 1997). En el ámbito del Fretum Gaditanum, la situación generó también notables repercusiones, apreciables en profundas remodelaciones urbanísticas con la destrucción de edificios, que en el caso de la cercana Baelo Claudia parecen responder adicionalmente a problemas de tipo sísmico (Sillières, 1995). El comercio se resintió notablemente, con un conocido abandono de la mayor parte de las instalaciones productivas, como reflejan los alfares, que posiblemente están enmascarando tras de sí fenómenos de concentración de la propiedad fundiaria (Lagóstena y Bernal, 2004), aspectos que también se reflejan en diversas localidades tingitanas (Villaverde, 1992).

