2 PARTE: FORTIFICACIONES MILITARES DE CEUTA EN EL SIGLO XVII
I.- Significación histórico-militar de la plaza de Ceuta bajo el dominio de los Austrias en el siglo XVII
Para los Austrias, Ceuta y su defensa eran puntos de honra, por ser dicha plaza el vigía de entrada del Mediterráneo occidental. Sin embargo, al analizar sus despensas globales de manutención y abastecimiento, así como las de Tánger y Mazagán, observamos que la corona filipina primaba a estas dos últimas plazas antes que a Ceuta (Díaz Fariña, 1970). Si estas plazas norteafricanas se mantenían, aunque con pocos recursos, el resto del país no iba a la zaga. A duras penas se llevaban a cabo proyectos de defensa y de infraestructura poliorcética como la construcción de un puerto en Gibraltar en 1608, fundamental para la política filipina, habida cuenta que sería la puerta y llave del Estrecho de Gibraltar y paso de los mares Océano, Mediterráneo y Adriático. Con dicho puerto, las plazas de Gibraltar, Cádiz, Ceuta y Málaga podrían disponer de mayores ventajas ante las continuas acometidas de piratas y corsarios berberiscos.
Durante el reinado de Felipe III se aprovecharon las luchas dinásticas para elegir nuevo rey de Marruecos, y se puso España de parte de uno de sus pretendientes, Muley esh-Shiej, el cual solicitó ayuda española y firmó un convenio en Madrid el 9 de noviembre de 1609, por el que se cedía Larache a España, sin quedarse a cambio Marruecos con Mazagán. Tengamos en cuenta que la primera plaza era fundamental para España, habida cuenta que desde ella se podrían rechazar los ataques de los piratas de la república de Salé, así como las acometidas de piratas holandeses, franceses e ingleses. En otro punto de dicho acuerdo, se reconocía como rey marroquí a Shiej, debiéndosele prestar ayuda económica y militar. Por otro lado, se reconocía la soberanía de España sobre los presidios de África, y se garantizaba la seguridad económica de su frontera.
Conforme fue tomando para la Corona mayor significación y valía la plaza de Ceuta en su programa de política exterior, su plan de actuaciones se fue intensificando a lo largo de este siglo, interviniendo a nivel personal y material numerosos organismos reales que actuaban sobre la situación de la guarnición, estado de las fortificaciones, dotación de ingenieros militares y gobernadores, bastimentos y artillería2 1 : Junta de Portugal, Junta de Presidios, Junta de Disposiciones de Campaña, Junta de Obras, Junta de Matemáticos y Junta de Tenientes Generales.
La situación en las plazas africanas se mantenía de forma alternativa: la amenaza constante de su conquista se compaginaba con acuerdos entre los monarcas español y marroquí, poco claros. Valgan como ejemplos que Muley esh-Shiej cumplió el convenio de 1609, y que Juan de Mendoza, Marqués de san Germán tomó posesión pacífica de la plaza de Larache en 1610. En el año 1613, ya con otro rey marroquí, Muley Zizan, se asistió al proyecto de expulsar a España del norte de África, e incluso de pasar a la península para su conquista. Se partía de la ayuda que aportarían los moriscos que aún permanecían en España, pero la realidad fue otra, ya que los ataques sobre la plaza de Larache fracasaron, Marruecos perdió la Mámora en 1614 y Ceuta empezó a contar con un puerto nuevo desde 1624.
Por entonces, Muley Zizan había dado patentes de corso a sus correligionarios e ingleses que le habían ayudado a alcanzar el poder, incentivando la piratería en el área del Estrecho y presionando al Peñón de Gibraltar y a Ceuta. Todos estos peligros obligaron al Duque de Medina Sidonia a solicitar continuas ayudas a las milicias jienenses desde 1625, así como a realizar numerosas embajadas de paz en 1637. La autoridad del monarca marroquí se mantuvo sólo en su territorio sometido, mientras que la mayoría del país era rebelde. La zona de Ceuta y Tánger fluctuó entre territorio sometido y rebelde, mientras que la de los Peñones y Melilla fueron siempre territorios rebeldes.
En 1640, teniendo Felipe IV a las coronas de Castilla y Portugal, se hizo aclamar como rey de esta última el Duque de Braganza, y habiendo llegado esta noticia a la plaza de Ceuta para que se declarase la misma a favor del duque, los naturales ceutíes no quisieron separarse de su legítimo soberano, y para acreditarlo llamaron al corregidor de Gibraltar, Antonio Felices Doreta, para que les tomase juramento de fidelidad a la corona de Castilla. Viendo esta resolución el gobernador local, Francisco de Almeida, se marchó a Portugal, alcanzando Ceuta por este acto de fidelidad los mayores privilegios que le pudo conceder el rey, recibiendo los títulos de fidelísima, siempre noble y leal. Recordemos que entre las gracias que el rey Felipe II otorgó en Aimerin el 20 de marzo de 1580, luego confirmadas en Lisboa el 15 de noviembre de 1582, figuraba la de que las guarniciones de las plazas de Ceuta, Tánger y Mazagán fuesen portuguesas. Estas plazas se hallaban en manos de generales portugueses cuando estalló el movimiento separatista de Portugal, el 1 de diciembre de 1640, y el gobierno español, en lugar de apresurarse a relevarles, les confirmó en sus cargos, decantándose las dos últimas plazas por Portugal y dejando por ello de pertenecer a España, mientras Ceuta se mantuvo fiel al rey Felipe IV. La decisión de los ceutíes en 1640 de permanecer bajo la soberanía de la Casa de Austria, aunque sin dejar de ser portugueses, impondría un viraje total en el rumbo futuro de la historia de la ciudad. Se rompieron los vínculos que la unían con la metrópoli portuguesa y ello produjo dolorosos ,traumas en todos los estratos sociales locales, al igual que muchas pérdidas económicas para la Hacienda española, ya de por sí bastante arruinada. Durante varios años, Ceuta dependió de la Junta de Portugal instalada en Madrid, que intentaba mantener el ritmo de vida local sin introducir muchos cambios significativos. Tanto la lengua, como las operaciones comerciales, se seguían practicando en portugués. En numerosas ocasiones, los ceutíes solicitaron la concesión de los mismos derechos que los naturales de Castilla, pero ello no se logró sino hasta el 20 de febrero de 1668 con el Tratado de paz de Lisboa, en el que la plaza permanecía como territorio de facto de Carlos II, no incorporándose al mismo por derecho de conquista, puesto que era ya castellana y el Tratado no hizo sino ratificarlo en este sentido.
Hasta este momento, la Hacienda de Castilla, por no desabastecer a la ciudad, se encargó de su control y apoyo material, frente a los posibles ataques de los piratas berberiscos. De todas formas, Felipe IV, creyéndose auténtico soberano portugués, procuró por todos los medios que los Capitanes Generales-Gobernadores locales fuesen portugueses.
Incidiendo más en esta idea, el Conde de Asentar remitió carta al rey el 8 de noviembre de 1643, dándole cuenta del estado en que se encontraba la plaza de Ceuta, de las demostraciones de fidelidad por parte de sus moradores, así como de su defensa, pidiéndole 300 o 400 soldados castellanos, puesto que
“... para asegurar al pueblo en cualquier alboroto son necesarios y se les debe dar satisfacción suya”.
Todos estos cambios políticos afectaron necesariamente a las relaciones diplomáticas luso-españolas en su acción sobre las plazas norteafricanas. Valga también como muestra la opinión de Juan Fernández de Córdoba, Marqués de Miranda, primer gobernador de Ceuta de la corona de España desde el 5 de febrero de 1641, que desde esa fecha dio cuenta que el obispo de Tánger era partidario, en caso de rebelión, del Duque de Braganza, y que igual parecer tenía de su secretario, Ignacio de Acosta, y que por todo ello manifestaba la necesidad de expulsarlos de dicha plaza. La expulsión debía extenderse a tres frailes portugueses de la plaza de Ceuta, pues tenían frecuentes comunicaciones con los rebeldes de Tánger. Todos estos datos acreditaban la firme voluntad del pueblo de Ceuta de permanecer al lado de la corona española, intentando eliminar cuantos escollos se lo impidieran.
También reiteraba el gobernador la necesidad de remitir a la ciudad soldados y dinero para su socorro, debiéndole corresponder a cada soldado tres cuartillos de plata, ya que la ciudad no tenía forma de pagarles ante la falta de rentas del alfóndiga, por los excesos cometidos por los almojarifes. Daba cuenta también de que el Duque de Ciudad Real le remitió 5368 escudos de los 6000 que el rey le mandó para repartir en la ciudad, y el resto debió haberse gastado en portes desde Cádiz a Gibraltar donde se entregaron con orden suya. Además de esta cantidad, demandaba los 4000 escudos que solía mandarle por asignación real. Ceuta se encontraba con una gran falta de moneda, pues no pasaban a ella los reales de a ocho que salían para España o Berbería. Según el gobernador ceutí, el remedio sería que el rey le diera un tipo de moneda provincial que tuviera la mitad menos de valor intrínseco para que sólo corriese en la ciudad como lo hacían otras monedas. Pedía que de los 4000 escudos asignados, se librasen 2000, quedando el resto para la Real Hacienda y que el rey mandase poner alguna señal en la que constara siempre su lealtad.
Era pretensión de este gobernador unir los ánimos de portugueses y castellanos a través del casamiento en la localidad, tanto de los soldados como de los capitanes, y que el rey mandase distribuir cada año hasta 1000 ducados, en lotes de a 500 reales, a las mujeres. Así, en pocos años, toda la ciudad estaría poblada por castellanos, con particular contento de los portugueses. Por último, en dicha correspondencia aparecía un comentario en el sentido de que un judío, llamado Jefe Mejía, muy inteligente y con autoridad entre los marroquíes, proponía a la máxima autoridad ceutí la posibilidad, si el rey español así lo dispusiera, de poner sitio a Tánger, haciendo valer sus influencias con los fronterizos y teniendo segura la campaña contra ellos, ayudando incluso al ejército español a realizar el sitio.
A estos requerimientos del Marqués de Miranda y del Conde de Asentar la Junta de Guerra de España dio cumplida respuesta el 16 de noviembre de 1643, notificándoles que, efectivamente, Tánger estaba dispuesta a la rebelión, siendo poco importante el auxilio que le prestó Portugal. De igual modo, se debería impedir que entrasen allí más suministros, teniendo que estrecharse más el cerco impuesto. También, los marroquíes circunvecinos no querrían ni podrían asistirles para su sustento, durante tiempo considerable y que una vez que se tomasen las embarcaciones venidas de Portugal, se hallarían con grandes problemas, siendo más fácil entonces las negociaciones. El rey daba órdenes para que se ganase tiempo en las fortificaciones que eran necesarias para la mejor conservación de la plaza de Ceuta, y con ello siempre se hallaría prevenida como convenía para lo que pudiesen intentar contra ella las armadas que llegaran a su vista. Se daba aviso a los gobernadores para que entrase en la plaza de Ceuta la gente castellana anunciada, principalmente de Málaga y Gibraltar, debiendo enviar 500 hombres más el Vizconde de Casapalma.
Deberían librarse los escudos en moneda provincial, como se requería para esta plaza, con el blasón que declarase su fidelidad, como así lo deseaban sus naturales. Se aprobaba la medida del Conde de Asentar de procurar unir en matrimonio a los naturales ceutíes con castellanos, y que de las obras pías, que estaban a distribución del Real Patrimonio y Consejos de Cámara y Justicia, se aplicaran 1000 ducados cada año para dar dotes de 500 reales a las mujeres ceutíes. En cuanto a las municiones, el monarca respondió que se mandara asistir a esta plaza con todas las necesarias, y en cuanto a poner sitio a Tánger dijo que era un tema de gran dificultad e incertidumbre, puesto que no se podía confiar en la inconstancia y poca fe de los marroquíes, instando a los gobernadores a continuar las negociaciones con Tánger por cualquier vía que fuese válida.
El 18 de septiembre de 1646 redactó Francisco de Mello un informe sobre las plazas de Ceuta y Tánger. Su padre, Juan Soares de Alarcón y Mello, fue nombrado Capitán General de Ceuta y Tánger y de la Junta de Inteligencias de Portugal en 1647. Obtuvo el cargo en 1640, pero tuvo que reintegrarse a Castilla por la sublevación portuguesa, siendo llamado para gobernar Tánger en 1643, cargo que no llegaría a ocupar por declararse esta plaza a favor del rey Juan IV. En 1646 recibió el título de Capitán General de Ceuta, ostentándolo hasta 1653.
En el citado informe, Francisco de Mello pedía al rey que aceptase como máxima que la plaza de Ceuta era tan conveniente a la corona de Castilla y defensa de sus reinos como la más importante de ella, y que sin dilación mandase ordenar a la Junta de Presidios la proveyese con el mismo asiento en cantidad, calidad y seguridad que ese momento, para que los ánimos se calmasen, ya que de faltar el sustento entraría esta plaza en el mismo riesgo que Tánger. Pedía que se notificara esto a la Junta de Portugal, donde se trataban los asuntos de Ceuta, y se consultase todos los medios necesarios para la mayor seguridad y conservación de Ceuta, con el fin de que la Junta de Presidios y su presidente, el Duque de Villahermosa, pudiese opinar con conocimiento de causa. Esto es lógico si tenemos en cuenta que el triunfo de Inglaterra sobre Holanda en 1653 iba a significar un peligro para la España de Felipe IV, pues la armada inglesa y Cromwell no dudaron en reconocer y luego atacar las fortificaciones de Cádiz y Málaga, temiéndose que sus ataques se diesen también al otro lado del Estrecho.
Desde 1656 a 1658 la costa mediterránea sufrió ataques ininterrumpidos de la marina inglesa, no habiéndose comprobado desembarcos reales ni efectividad ofensiva en tales acciones bélicas. Por otro lado, la actividad diplomática desplegada por Inglaterra en la costa norteafricana perseguía la colaboración de Marruecos para conquistar Ceuta, Argel y Orán, y fruto de ello fue el bloqueo de la Mámora en 1657. Ante esta situación, Felipe IV tomó como medidas más urgentes el aumentar en los puertos mediterráneos y atlánticos el número de soldados, pertrechos y artillería suficientes ante tal amenaza, así como organizar una poderosa flota que desbloqueara Cádiz y que acudiese luego en ayuda de aquellas plazas dotadas de peores defensas. Es de destacar que tan sólo Cádiz, Ceuta y Gibraltar estuvieron en condiciones de hacer frente al acoso inglés, debiéndose hacer la salvedad que más que la falta de buques el mayor problema radicaba en el desfase tecnológico de la flota española. Aunque la monarquía de los Habsburgo declinaba, sobre todo en su capacidad naval, todavía mostraba respeto a sus enemigos en cuanto a su capacidad defensiva, de aquí que la política inglesa derivara a ganarse amigos al otro lado del Estrecho, con varios objetivos claramente delimitados, como en primer lugar expulsar a los españoles de Ceuta y Orán y, en segundo lugar, sustituir a España y Holanda en el sur mediterráneo, en lo tocante al ámbito político, militar y mercantil.
Desde 1661, Inglaterra jugó una baza muy importante con la cesión que Portugal hizo de Tánger al rey Carlos II, como dote de la infanta Catalina de Braganza, hermana del monarca francés Luís XIV. Las condiciones exigidas por los portugueses eran tentadoras, ofreciendo como dote las plazas de Tánger y Bombay, el libre comercio con las Indias orientales y Brasil y 500.000 libras, a cambio de lo cual Inglaterra se comprometía a ayudar a los rebeldes portugueses contra su soberano legítimo, con un ejército de 3000 infantes y 1000 caballos y una flota de diez buques de guerra, hasta que lograsen su independencia, y la isla de Ceilán, cuando consiguiesen recuperarla de manos de Holanda. El materialismo del codicioso rey Carlos II se veía así cumplido y también el maquiavelismo del rey francés, pues no sólo conseguía el quebranto de España en su lucha con Portugal, sino que le creaba una causa de debilidad con el ascenso de Inglaterra en Tánger, y en el caso de que esto y la condición de Ceilán diera lugar a enfrentamientos navales entre Inglaterra y Holanda, ambas potencias se debilitarían en provecho de Francia, cuyo poder naval estaba resucitando Colbert. La aceptación del proyecto matrimonial por Inglaterra no satisfizo más que a medias a los portugueses. España, durante la unión de las dos coronas, había mantenido al frente de las colonias lusas a gobernadores de dicha naturaleza, y así al producirse el levantamiento,de Portugal sus colonias le imitaron, excepto Ceuta, donde el pueblo destituyó al gobernador portugués y se inclinó por España, y Tánger, que se decidió por Portugal tres años después que la metrópoli, sin que España nada hubiera hecho por impedirlo. En Bombay, al conocer el acuerdo, se sublevaron y negaron a entregarse a Inglaterra, y en Tánger su gobernador, Fernando de Meneses, que era a la sazón el decimocuarto de su gloriosa casa en ocupar el cargo, renunció a éste y al marquesado que los Braganza le ofrecían a cambio de entregar la plaza, teniendo que ser reemplazado por Luís Almeyda, a quien se le ofreció el Condado de Avintes y gobierno de Brasil por dicho servicio.
De todas las posesiones que España había ocupado en el litoral africano, sólo conservaba ya Melilla, Ceuta, Vélez de la Gomera, Larache y La Mámora. La vecindad de la segunda con Tánger, su comunidad de población y relaciones íntimas durante tantos años, hizo que al conocerse en aquélla su pase a Inglaterra como potencia protestante, y la posibilidad de poder pasar al dominio por España, en caso de dejar el de Portugal, hizo que frecuentemente su gobernador, el Marqués de los Arcos, tratase de sondear el estado de los ánimos en Tánger a través de sus servicios de información.
La actitud de Portugal supuso un enorme malestar en España, cuestionándose el dominio del Estrecho, el monopolio del comercio americano y la seguridad de las plazas africanas y de la costa andaluza, puesto que el puerto tangerino se convertía en refugio de contrabandistas y pasillo para realizar incursiones a las plazas españolas. Las instrucciones dadas al Conde Peterburgh le confiaban la misión de establecerse en la ciudad de Tánger y en los territorios y dominios adyacentes de la costa de Berbería o cerca de ella, o de los reinos de Fez, Marruecos o el Sus, para levantar ejércitos con voluntarios o indígenas y dirigirlos contra aquellas ciudades y fortalezas que se opusieran a Inglaterra y pusieran en peligro la paz o seguridad de la ciudad de Tánger o territorios citados. Se daba a dicho conde el título de vicealmirante para mandar las fuerzas navales que se asignasen a Tánger y la costa de África, y gobernador no sólo de dicha plaza, sino de todas las ciudades, villas, castillos, países e islas que en los reinos citados pudiera conquistar en lo sucesivo. Como se ve, eran instrucciones muy amplias que encerraban enorme trascendencia, tomando a Tánger como base de penetración en todo el imperio marroquí para su explotación y para dominar el comercio marítimo del Mediterráneo.
Se corresponde la época del desembarco de los ingleses en Tánger con una de las de mayor perturbación política en el Imperio de Marruecos, en las postrimerías de la dinastía de los shérifes hassaniíes o saadiíes, con casi todo el Garb y la región de Tetuán declarada independiente, y dominando en ella el Rais el Jadir Sidi Abd-Allah Gailán, de la cabila de Beni Gorfet, en las proximidades de Alcazarseguer, por ser hijo de un santón de Arzila y estar casado con hijas de los principales de Alcazarseguer, Anyera, Beni-Gorfet y Tetuán; siendo sostenido en ésta por la familia de Nicacices y teniendo su residencia en Arzila. Se titulaba rey de Tetuán, hasta que el sultán Muley Errashid sometió a esta ciudad, y fue amigo y se ofreció a las autoridades de Ceuta como tributario del rey de España con 10.000 infantes y 2000 caballos, conservando fidelidad a Felipe IV.
En este contexto, la corona española planificó una eficaz defensa conjuntada marítimo-terrestre, enviando dobles dotaciones a las plazas de Ceuta, Tarifa y Gibraltar. Del mismo modo, se diseñó un plan de actuación sobre la propia Tánger, con el ánimo de su vuelta a la jurisdicción española y no a la inglesa, difundiéndose pasquines que animaban a la sedición y la revuelta, y suministrándose material bélico al Marqués de los Arcos, gobernador de Ceuta, para un ataque sorpresivo con apoyo naval desde la Península y apoyo terrestre por parte de Ben Alí Gailán, que como hemos visto dominaba el hinterland ceutí-tangerino.
Fruto de esta coyuntura fue la remisión, por parte de dicho gobernador ceutí, de una carta al Consejo de Guerra el 9 de febrero de 1661, explicando lo tratado con Gailán sobre la plaza de Tánger, e indicando que los compromisos iban desde conquistar Tetuán con su ayuda; no impediría que se levantasen vallados o talanqueras en el campo a voluntad de cualquier general; no daría ayuda ni favor alguno en ningún tiempo por su parte a la Duquesa de Braganza, ni a ningún hijo suyo o persona allegada; no rompería la paz con España si se mantenía el mismo comercio que había antes con Tetuán; sus emisarios irían a Ceuta a pagar al gobernador los derechos que eran costumbre; si por algún contratiempo se rompiese el tratado de paz, la condición aceptada era que el soldado de a caballo prisionero o cautivo pagase por su liberación 160 pesos de plata doble, y el de a pie 120 pesos; necesitaba trigo y caballos, porque su enemigo Ben Bucar se los había destruido; si el rey español quería sitiar Tánger, él ayudaría por tierra aportando treinta quintales de pólvora y no abandonaría su empeño hasta que se rindiese, dando todos los bastimentos que necesitara la armada.
El Consejo de Guerra agradeció al gobernador su actuación, pero decidió, y el rey lo rubricó por decreto, que no convenía a España que Gailán se hiciese tan poderoso, pues siendo Señor de Arcila, y teniendo jurisdicción sobre los territorios próximos a Ceuta y Tánger hasta 200 leguas tierra adentro, podían existir sobrados recelos de que atacase las plazas españolas, y por tanto se debía prevenir ante posibles enemigos. Se le podrían facilitar los treinta quintales de pólvora solicitados, pues no era cantidad suficiente para dañar estas plazas y así se le tendría contento en sus demandas. Estos planes fracasaron por la debilidad naval, por la dudosa amistad de Gailán y por la nula capacidad de maniobra de los propios diplomáticos ante las autoridades inglesas. España buscó desde entonces la fórmula de bloquear el puerto tangerino, prohibiendo el suministro de pertrechos y víveres a todo navío con destino al mismo. De este modo, se desgastaron todavía más, si cabe, las relaciones entre los dos países. Por entonces no había cambiado la situación de la mayoría de las plazas mediterráneas y norteafricanas, como Málaga, Ibiza, Alicante, Gibraltar, Ceuta..., que necesitaban todo tipo de recursos y no podrían resistir el menor ataque enemigo.
Después del ataque protagonizado por Gailán sobre Tánger en 1663, en el que llegó hasta las mismas murallas del recinto, siguió un período de relativa calma, en el cual los ingleses, informados por sus agentes, sospechaban de conspiraciones entre España y Gailán para su conquista. España empleaba el recurso de mantener buenas relaciones con dicho magrebí a partir de que las plazas de Ceuta, Larache y la Mámora estaban completamente desguarnecidas. Dicha situación se mantuvo hasta el 1 de marzo de 1666, en que la nueva amistad de Gailán con Inglaterra y su rompimiento con España, se tradujo en el repentino ataque a Larache, donde trató traidoramente de apoderarse de dicha plaza, siendo rechazado a pesar de su reducida guarnición. Las tropas que acompañaron a Gailán en esta acción sumaron un total de 3750 jinetes y 13.750 infantes.
En el tratado de paz celebrado el 2 de abril de ese mismo año, entre el gobernador tangerino, lord Belasyse, conde de Berlaby, y Gailán, que ya no fue temporal sino definitivo, se acordaba la asistencia del último a la guarnición si ésta era atacada por los franceses, en guerra a la sazón con Inglaterra, pero el propio Gailán estaba bastante apurado en su lucha con el sultán Muley Errashid, que le tenía sitiado en Arcila. Los ingleses que esperaban ahora, igual que antes con Salé, que en último extremo se les entregaría esta plaza, le dieron asilo con sus tesoros y mujeres, facilitándole después su viaje a Argel.
A pesar de que Gailán había huido de Arcila a Tánger y de aquí a Argel, cuando tuvo noticia de que Muley Errashid había muerto, apareció nuevamente en el Garb y estuvo pronto al frente de numerosas fuerzas, pero el nuevo sultán Muley Ismail, hermano del anterior, tan pronto afirmó su autoridad en el sur, llegó al norte en 1673 y alcanzando al ejército de Gailán cerca de Alcazarseguer, le derrotó, muriendo tras batirse denodadamente. Su muerte recrudeció la situación de tiempos pretéritos no muy lejanos, ya que ahora, junto al sultán de Marruecos, se aunaban los esfuerzos de los piratas de Salé, Argel y Trípoli, llegando a amenazar hasta el mismo Tánger británico. Seguía pesando en el ánimo de los gobernantes el temor a que Inglaterra se convirtiera en el único árbitro real del comercio mediterráneo y de las flotas indianas. La realidad fue una España nada proclive a enfrentamientos directos y mucho menos con Inglaterra, que poseía una potentísima flota. En estos momentos, el monarca español quedó a la expectativa de los acontecimientos, mientras que desde 1681 el sultán de Marruecos, Muley Ismail, acosaba Tánger y conquistaba las plazas de Alhucemas y la Mámora, ayudado por el alcaide de Alcazarseguer, Omar Ben Hadden, mientras que el Peñón de la Gomera y Ceuta, a pesar de los bloqueos de 1680, se mantuvieron fuertes.
Con la muerte del soberano inglés, Carlos II Estuardo, la situación de la plaza de Tánger no se pudo mantener. Por ello, desde el 31 de octubre de 1683 se tuvieron noticias en Ceuta de la demolición de aquélla, por parte de los ingleses. Efectivamente, decidido elabandono de la plaza, se comisionó a su gobernador, lord Dartmouth, para que no pudiese ser utilizada por ningún Estado rival o monarquía. La destrucción de las casas del pueblo fue ejecutada fácilmente, pero la de su muelle necesitó la explosión de 1500 minas. Preparadas éstas en fuertes y murallas, y retirada la artillería, salió la guarnición al Campo Exterior para contener a los marroquíes, siendo aquéllas voladas, y quedando en pie algunas cortinas de las primitivas portuguesas hechas de sillería y cimentadas en roca. Al propio tiempo, se embarcó la mujer del citado gobernador, con todas sus pertenencias. Estos acontecimientos eran observados por el gobernador de Tetuán, Alí Ben Abdalá, para ocupar la plaza y hacerse dueño del Estrecho, impidiendo el paso a socorros que se enviasen a Ceuta, y al propio tiempo intentaría hacer correrías en las fronteras del sur peninsular español. El Consejo de Guerra ponderaba los graves daños que este suceso podría ocasionar y apostaba por la ocupación de Tánger por parte de España, antes de que la abandonasen los ingleses, puesto que los enemigos fronterizos la fortificarían en poco tiempo y se harían dueños del Estrecho. La valoración estratégica de la plaza subía
“... porque ninguna es tan útil y a propósito para asegurar las de África y España, como la de Tánger”.
En esta consulta que el Consejo hizo al rey, se consideraba también la falta de municiones, armas y pertrechos en las plazas de la costa de Andalucía y África, así como la necesidad de que se diera providencia para la defensa y seguridad de todas ellas.
El desprestigio en Marruecos, no sólo de Inglaterra sino de los cristianos, fue grande y repercutió enseguida sobre las posesiones españolas. Pasados cinco años, en 1689, Muley Ismail, aliado con el rey de Francia, Luís XIV, envió al gobernador tetuaní Alí Ben Abdalá a sitiar la plaza de Larache con 16.000 hombres y cinco fragatas. Ésta resistió durante cinco meses, gracias a los socorros recibidos, pero al final capituló, dándose por perdida y haciendo esclava a su guarnición, compuesta de 1600 hombres. Esta pérdida y los consiguientes éxitos de Muley Ismail dieron en Ceuta anuncios evidentes de que sus soldados no quedarían satisfechos si no probaban fortuna sobre esta plaza.
Según el historiador Quatrefages (1978), el reinado de Carlos II vino a reafirmar una decadencia militar que tuvo solamente como acción brillante la campaña contra los turcos en 1683. Hoy se pone en entredicho esta tesis, abogando otros autores (Domínguez Ortiz et al., 1976) porque el cambio originado en el siguiente siglo se había iniciado en las últimas décadas del XVII, y no se debió sólo a la llegada de la nueva dinastía francesa. No fueron los reyes y ministros francófilos los únicos que sacaron a la monarquía española del XVII del estado calamitoso en que habían caído los Austrias menores, puesto que por esas fechas hubo cambios de tendencia en las curvas de natalidad, e iniciándose la actividad de instituciones dedicadas a fomentar la riqueza, la cultura y el poder militar.
Era palpable, sin embargo, la impotencia militar de España, sobre todo en la primera mitad de siglo, que nacía de la falta de recursos materiales y humanos, así como el descrédito de la profesión militar, que ya no producía honra ni provecho a esa nobleza que había hecho la carrera militar desde el medievo. Valga como referencia el apunte de que desde inicios del siglo XVII la propia caballería estaba perdiendo su papel decisivo en las batallas, ante el empuje artillero, cuestionándose desde entonces la preeminencia social que había tenido hasta ese momento.
Todos estos acontecimientos se tradujeron en que, pasada la primera mitad del siglo XVII, la actividad militar general se intensificara notablemente en la plaza de Ceuta, sobre todo desde 1690, con los prolegómenos del empuje impuesto por Muley Ismail, con un sitio que se extendió hasta 1727. Este sultán pertenecía a la dinastía sherifiana, manteniéndose como monarca durante 55 años, de 1672 a 1727, y desplegando siempre una energía extraordinaria con la que consiguió dejar a su muerte todo Marruecos sometido y pacificado hasta finales del siglo XIX. Su éxito se debió a una reorganización del ejército con guarniciones negras que llegaron a totalizar más de 15.000 soldados y con las que ocupó todo Marruecos, repartiéndolas en una serie de alcazabas que iban desde el Muluya hasta el río Nun, situándolas en puestos estratégicos. Ismail murió en Mequínez a la edad de 80 años.
Perdidas las plazas de Tánger, Mazagán, la Mámora y Larache, el sitio de Ceuta sería una realidad desde el 22 de octubre de 1694. El ejército ismailita, comandado por Alí Ben Abdalá, avanzó a través del río Negrón y los Castillejos, a tres leguas de la plaza de Ceuta, para en sucesivos días iniciar bombardeos y salidas nocturnas, a base de tropas de infantería y caballería. Desde 1692 gobernaba dicha plaza el Marqués de Valparaíso, quien puso desde entonces a su guarnición en disposición apropiada ante la acometida enemiga.
II.- Herencia poliorcética portuguesa y nuevas propuestas de defensa estática y dinámica
- Actuación de ingenieros militares en la plaza.
A la infraestructura poliorcética portuguesa existente en la plaza de Ceuta desde la centuria anterior, se fueron incorporando en ésta nuevos elementos tácticos de defensa, tanto en el recinto urbano como en el Campo Exterior, a través de obras adelantadas más sofisticadas, conjuntamente con el correspondiente plan de dotación artillera. Sin duda, a estos nuevos frentes terrestres de actuación ingenieril, se unió la necesidad de que la plaza pudiese disponer de una estructura portuaria acorde con los tiempos, ya que el Estrecho, como hemos visto, se convirtió en un canal de tremenda significación internacional, en el que las naciones de mejor poderío naval impusieron su marco de influencia, y debido a esto España no debía ir a la zaga posibilitando la construcción, y a veces la ampliación, de puertos apropiados, como fue el caso de Ceuta, Gibraltar, Cádiz y Málaga.
Ya vimos la actividad desarrollada por Cristóbal de Rojas en Ceuta en 1597 para dotarla de regular defensa. Pasarán pocos años antes de verle actuar a este otro lado del Estrecho, siendo desarrollado previamente su trabajo en la plaza de Cádiz y Gibraltar. Posterior a la intervención de Vandelvira y De Rojas en 1608, el Duque de Medina Sidonia envió a la Corte una nueva planta del muelle de Gibraltar, el cual se pretendía hacer nuevo, junto con una relación de lo que se había construido, que realizó el ingeniero Agustín Franco, el cual servía por entonces como ingeniero de África en Ceuta. Convenía, según éste, reparar el muelle viejo para que, entretanto que se terminaba el nuevo iniciado, pudiesen tener allí protección las galeras. La traza del muelle nuevo costaría, según Franco, unos 100.000 ducados. Esta preocupación de la corona por dotar a ambas orillas del Estrecho de dotaciones apropiadas de regular defensa fue muy paulatina, si nos atenemos a las palabras de Franco:
“... para la qual fábrica, de qualquiera manera que S.M. la aprovare por la comodidad que ay del cotidiano y ordinario pasaje de Ceuta, donde reside en el mismo servicio y profession, aunque aora poco ocupado; podré ser de provecho, siendo S.M. servido encargarme della”.
La réplica del puerto de Gibraltar se dio en Ceuta desde 1618. Ya vimos cómo desde época islámica y luego portuguesa, la zona portuaria era incipiente, aunque los gobernantes intentaron llevar a cabo los proyectos de defensa costera. Será en las primeras décadas de este siglo cuando se acometerá la defensa ante los ataques navales persistentes, registrándose las primeras noticias sobre las obras de construcción de un muelle y su fortificación cuando el corregidor de Gibraltar, Juan de Pedroso, envió una carta el 18 de agosto de 1618 sobre el muelle que se intentaba construir en la plaza. Esta obra se debía hacer con oficiales pedreros que arrancaran y sacaran la piedra y peones para los demás servicios. Este personal debía partir de Gibraltar, junto con otros materiales y alimentos, puesto que:
“... en Ceuta no hay cosa ninguna de que nos poder ayudar, por que no hay más gente que la de la guarnición, y en todo aquello hay más que piedras y arena”.
El corregidor argumentó que, empezando el muelle de Ceuta, se impediría y atrasaría el que se construía por entonces en Gibraltar, pero que apoyaba la actuación de los ingenieros en localizar el lugar más a propósito para el muelle ceutí y levantar asimismo sus plantas. Todo ello se inició el viernes 10 de marzo de 1624. En los días 9 y 10 de mayo de dicho año, reconoció el secretario, Pedro de Arce, la bahía de Ceuta y la Almina en compañía del capitán Jerónimo Fernández de Soto, Juan de Oviedo, Agustín Tranqui y Andrea Castoria, todos ellos ingenieros, y de Diego Avendaño y su hermano Juan, pilotos y vecinos de Gibraltar, junto a Antonio Vacerrado y Francisco Agudo, también pilotos y vecinos de Ceuta.
Al ingeniero Juan de Oviedo le vimos actuar en 1604 en Sevilla, junto a Jerónimo de Soto. Como maestro mayor de obras, trazó una nueva planta de las fortificaciones de Cádiz en 1617, y cuatro años más tarde realizó también un plano de la ciudad de Almería. Su buen hacer le llevó a formar parte, en 1624, del equipo que acometió la construcción del puerto ceutí. Para ello, se exploró toda la bahía que miraba al Estrecho y la Almina, tanto por mar como por tierra, así como la playa que miraba a Tetuán, observando atentamente todos los desembarcaderos y surgideros existentes. Se consideró que el lugar más a propósito tuviese que cumplir el que fuese limpio el surgidero, que estuviese lo más a mano posible para poder salir al Estrecho, que quedase resguardado del máximo de vientos, que tuviese comodidades en cuanto al aprovisionamiento de piedra y agua; y que una vez realizado el muelle, quedase anchura suficiente para poder entrar y salir los navíos.
Sopesados los pros y los contras, pareció a todos que el sitio más apropiado era el denominado como Punta del Jacram, que se correspondía con la parte de la bahía que miraba al Estrecho, enfilando Gibraltar, justo al pie de la parte de la Almina que caía sobre la misma bahía. En tal paraje, sólo era necesario resguardarse de tres vientos, el norte, el menos dañino; el oeste o de poniente y el este o de levante, sin duda el más peligroso. En dicho lugar se pusieron las agujas y los demás instrumentos de medida que se precisaban, acordando los ingenieros que el muelle se debía construir cuatro grados al oeste, y así por este rumbo se puso en tierra una cuerda y se llevó con un barco a 100 brazas mar adentro, que fondeó y dio resguardo. Con otra barca, en la que iban Pedro de Arce y los pilotos, se fue sondeando el sitio durante la bajamar, dividiendo las 100 brazas en ocho sondas. Este sondaje lo hizo Pedro de Arce por dos veces, y en las dos salieron ajustadamente las medidas.
Finalizadas las 100 brazas, iba la parte derecha del muelle, y trayendo una punta que se llamaba Tanque de Juan Loro, hasta el muelle, habían 1383 brazas castellanas de a seis pies cada braza, que fue lo que quedaba para entrada y salida de navíos. Desde la punta del muelle hasta el Baluarte de San Pedro de la ciudad, que era con quien se debía dar la mano, habían 6500 pies castellanos, equivalentes a 1083 brazas. Desde la punta del muelle hasta el otro Baluarte del Campo habían 7700 pies, que hacían 1258 brazas. Tenía de circuito la ensenada, desde donde se hacía el muelle hasta el Baluarte del Campo y paraje que llamaban Espigón-Puerto del Albacar, 10.000 pies, que hacían 1833 brazas o dos tercios de legua. Desde el muelle hasta mitad del Estrecho habían dos leguas, sin que hubiese punta ni cosa alguna que impidiese la salida de los navíos. El método seguido aquí fue el mismo que había aplicado ya Cristóbal de Rojas en Málaga, Cádiz y Gibraltar (Fig. 18), y que consistía, como bien ha estudiado De Mariátegui (1985), en procurar explanar el terreno debajo del agua, arando y rasgando la tierra donde estuviese más alta, conociéndose esto por las sondas. Se irían después hincando una hilera de estacas del grueso de medio pie en cuadro, a dos pies una de otra, y otra hilera a cada lado, de modo que estuviese rodeado todo el lugar que debía ocupar el cimiento de la torre, y luego se irían poniendo piedras agujereadas, de modo que fueran bajando por la estaca y encima de cada una de ellas iría de pie el buzo para que cada piedra no se detuviese. Cuajado de estacas todo el suelo de la torre y de piedras labradas por hiladas, como quien hacía el suelo de un patio, se echaría otra hilada de piedras en sentido contrario a las primeras, de modo que trabasen y cruzasen a las de debajo, y así sucesivamente hasta alcanzar el nivel del agua, donde se colocarían las hiladas de piedras labradas al haz de afuera, metiendo en medio ripio y cal, como en las obras ordinarias, hasta que se llegase a la altura determinada por los ingenieros.
Como ya había trazado De Rojas en el muelle de Cádiz en 1607 (Fig. 19), cada extremo o punta de los espigones que conformaban el muelle iría rematado de torres de planta cuadrada, sobre una plataforma de diez pies de altura sobre el nivel del mar y cuarenta pies de anchura. La torre debía ser maciza de veinte pies de grueso por veinte de altura, y contendría dos sacres de a ocho libras de bala, mientras veinte mosqueteros cubrirían y guardarían la plataforma. En la base de la torre se situaría también artillería a tierra rasa, protegida por un tejado y un cobertizo. De Rojas, en su visita a Ceuta, observó cómo la torre existente en el cabezal del espigón-muelle de la ensenada norte no reunía condiciones de seguridad, puesto que con las cuatro piezas que estaban dentro de aquélla sólo se podría tirar bien con ellas un tiro, debido a que no se podía ver ni hacer puntería por el mucho humo que daba la pólvora y, aunque disponía de respiraderos en su bóveda para que saliese, no bastaba, ya que duraba más de media hora en salir y ahogaba a la gente. De Rojas opinaba que se debía tener muy en cuenta que la mayor parte del humo procedía de la dirección del navío hacia el que se disparaba, a causa del viento, y que se embocaba toda la humareda producida a través de las troneras; lo que creaba un clima de inseguridad y desánimo en los guardianes de dicha torre.
El tanteo de lo que costarían las 100 brazas del muelle de Ceuta fue dado el 10 de mayo de 1624 por parte de Martín Sáenz de Cabredo, pagador y tenedor de bastimentos, pertrechos y materiales de la obra y fábricas de los muelles de la bahía de Gibraltar y ensenada de Ceuta, valiendo cada braza 3000 ducados, conforme a los sondajes realizados. El Fuerte de Guzmán, que se debería fabricar en tierra para la defensa del muelle, costaría 30.000 ducados. Así pues, el coste total ascendía a 272.000 ducados.
Dos días más tarde, remitió el secretario Pedro de Arce una carta al rey Felipe IV desde Gibraltar, detallando el estado que presentaba la plaza de Ceuta, junto a una traza realizada por los ingenieros, ya citados, que habían trabajado en el proyecto del muelle y tanteo de su coste. El mencionado secretario refería que había reconocido las murallas de Ceuta en compañía de De Soto, Oviedo, Castoria y Tranqui, dentro de la ciudad y en sus tramos litorales, que se ajustaron las plantas que el primer ingeniero trajo de la ciudad y que se confeccionaron dos relaciones que envió al rey, detallando en una de ellas sus fortificaciones, y en la otra el número de piezas artilleras existente y su género.
Se informaba más pormenorizadamente al rey que, siendo tan importante esta plaza, debían hacerse algunos reparos forzosos. temiéndose que las dos cortinas costeras norte y sur se podían venir abajo, siendo la primera la que presentaba mayor peligro, pues estaba su mayor parte trasminada y entraba agua por debajo y podría entrar el mar en la ciudad. Esto y la proximidad de Tetuán, podría incitar a los enemigos fronterizos a intentar hacer algún daño. La mayor fuerza que presentaba la plaza era el socorro con que se podría acudir en no menos de doce a quince días. En cuanto a su dotación artillera, de 75 piezas de bronce, treinta y cinco eran esmeriles inservibles con cámaras de hierro encabalgadas en banquillos, y otras dos piezas estaban reventadas. De las treinta y ocho restantes, ocho o diez estaban deterioradas, con el temor de que si se cargaban completamente con su pólvora correspondiente, reventarían.
Resultaba, pues, necesario que ...
“...Vuestra Magestad mande bolber sus reales ojos a esta plaza y que por vía que toca se acuda al remedio, y la necesidad ha llegado al estado que no requiere olvido sin dilación”.
En este capítulo de buenas intenciones debemos incluir la orden real, fechada en 1627, al gobernador de Ceuta, Jorge de Mendoza Pesaña, para que sin faltar a cosas precisas, se valiese de 1000 cruzados para fundir la artillería que no se hallase de servicio. Se remitieron otros 1000 cruzados para reparos de murallas y para que se fundiera la artillería existente, por provisión del rey Juan III de 1550, en otra de diversos modelos y calibres, reservando sólo de esta última los pedreros y cuatro piezas.
El peligro de que se pudiese producir algún ataque enemigo por alguna de las cortinas costeras fue una realidad en 1639, durante el gobierno de Francisco de Almeida, en que los enemigos entraron por la Muralla Sur, por Fuente Caballos, y llegaron hasta la Ermita de , la Veracruz, situada en lo que fue la Farmacia Militar del centro de la ciudad. Otra actuación importante, fue la del gobernador Juan Soares de Alarcón y Melo, primer Marqués de Trocifal y Conde de Torres Vedras, que en 1640 mandó construir un reducto delante del Pozo del Chafariz para que en caso de surtida quedase aquí colocada una compañía de infantería. Se correspondía con el paraje natural denominado de la Talanquera, Tranquería o Franqueira, que servía como lugar elevado de defensa y estaba situado en el Campo Exterior de la ciudad, entre Puertas del Campo y Residencia Otero. Al año siguiente, Juan Fernández de Córdoba, Marqués de Miranda, primer gobernador de Ceuta de la corona de España, detalló también el mal estado de la artillería ante la proximidad a la ciudad de la armada francesa, enemiga de España por entonces,
“... una tan sola piesa no pudiera tener dos tiros, oy están reparadas algunas, y para las demás he embiado por madera, hierro y carbón a Gibraltar...” .
El gobernador dejó constancia también del estado de las fortificaciones, diciendo que en los baluartes no había explanada alguna, y como los reparos estaban puestos en la tierra, no podían hacer puntería y se pudrían. Por ello, su consejo era que se remediara este daño con losas y, en caso de no haberlas, hacerlo de hormigón. En la muralla existente en la parte de la Almina habían dos caballeros capaces para hacer en ellos unas garitas, con idea de guardar artillería y de que hubiese fácil retirada en caso de motín, y desde allí se pudiera ofender a la ciudad con las piezas de artillería, sin poder ser atacados. La fortificación de la ciudad era casi toda ella hecha a lo antiguo, irregular y sin defensa, excepto una cortina situada en la bahía sur, que estaba fuerte y buena, pero las demás amenazaban ruina si no se reparaban en breve, siendo necesario para esto algún dinero.
La ciudad contaba en la península de la Almina con el Padrastro de San Simón, a tiro de mosquete. Recordemos que, en estos momentos, con el mosquete pesado se podían atravesar armaduras a 200 o 240 pasos. Dicho enclave la dominaba de tal forma que, si se pusiera en él artillería, podría cubrir el espacio de muchas de sus murallas. Contaba además la Almina con dos desembarcaderos a tiro de cañón de la ciudad, por la parte septentrional o de Gibraltar, que llamaban Puerto de Rey y de la Cisterna, posibles puntos de desembarco enemigo. Se necesitaba mucha gente para su defensa y eran de vital importancia, pues dominándolos el enemigo, se haría dueño y señor del padrastro, que al ser la espalda defensiva de la ciudad, podría ésta llegar a perderse.
La solicitud que hacía el gobernador al rey encarecía que se mandase hacer una fortificación en el padrastro, porque desde allí se aseguraban los puestos y desembarcaderos que pudiese tomar el enemigo, sería una ciudadela de gran fuerza y de segura retirada en caso de rebelión y porque tenía puestos para recibir socorros en cualquier momento. Convenía no dilatar un solo día dicha fortificación, para lo que sería necesario que la corona mandase venir un ingeniero y personas prácticas en fortificación, que dispusieran algún reducto con artillería y que los soldados castellanos se alojasen en él. Había también falta de artilleros, pues no había nadie que supiese apuntar una pieza. Por ello, se pedía a la Corte que mandase un condestable con algunos artilleros expertos. Tampoco había suficiente pólvora en la ciudad, solicitándose más envíos al no existir más que 150 quintales de respeto en tiempo de guerra, y ello no era significativo en estos momentos. Estas carencias, fundamentalmente artilleras, se generalizaban para todo el territorio patrio, sirviendo de poco la reforma ordenada de la artillería, por parte del rey Felipe IV, el 21 de junio de 1633. Tanto en tierra, como en el mar, desde mediado el siglo XVII habían grandes lagunas y deficiencias (Vigón, 1947), por lo que el Consejo de Estado llegó a decir que
“... los artilleros que había no eran, como convenía, oficiales de lima y compás, sino sastres, zapateros y de otros oficios por el estilo, sin experiencia alguna, y pedía se pusiera remedio a este abuso...”.
Difícilmente se conservaba en estado de servicio el material de pertrechos, municiones y armamento. Este proceso de decadencia entendemos que se debió a varias causas, la penuria económica, la desidia, y por cuestiones de competencia, en las que se perdía el tiempo con reparos y prolijidades, que motivaban la ociosidad, la desidia y la deserción.
En 1662 llegó a la plaza de Ceuta el ingeniero y catedrático de Matemáticas, fray Genaro María de Aflito. Era lector de Artes y Teología de la orden dominica de predicadores. Desde el 30 de noviembre de 1650, hasta el 6 de noviembre de 1653, fue capellán mayor e ingeniero del Tercio Napolitano de Infantería del Ministro de Campo, el Marqués de Crecha, interviniendo en la expugnación de Portolongon y los sitios de Barcelona y Gerona. Con fecha 26 de junio de 1658, Felipe IV le otorgó el título de catedrático de Matemáticas, Artillería y Fortificación en la Corte. El 23 de mayo de 1662, el Consejo de Guerra ordenó al Duque de Medinaceli para que, una vez delineada la fortificación de Cádiz y de Gibraltar, dejase en esta última al ingeniero Octaviano Meni para su ejecución, y pasase Aflito a Ceuta a reconocer sus fortificaciones, delineando las necesarias para regular defensa. Cuatro días más tarde ya se encontraba en Ceuta, y habiendo reconocido todos sus puestos escribió que la plaza tenía malas fortificaciones, tanto por la parte de la Almina como por la parte continental del Campo Exterior. Lo bueno que encontraba era que tenía los dos costados mayores asegurados por el mar, necesitándose aquí pocos reparos y entendiendo todo lo restante como gasto superfluo.
Del lado del Campo Exterior y Pozo del Chafariz, se precisaban grandes mejoras, pero ante las protestas que pudiera formular el moro Ghailán, sólo dejaría trazados los fuertes en el papel y una instrucción a los gobernadores, de modo que se pudiesen construir cuando dicho aliado faltase. Con todo esto, la Muralla de la Cortina y los Baluartes del Caballero y de San Sebastián se debían cubrir con parapetos de tapia y recoger más aguas en el foso, que fácilmente se haría con una pared y catienta que en Flandes llamaban dama, quedando la plaza asegurada por esta parte. En la Almina, antes de cualquier cosa, se debían asegurar los desembarcaderos que lo iba fortificando el Conde de Castelmendo, y entendía Aflito que sería preciso hacerlo para que si en el caso de que el enemigo desembarcara, no tuviera forma de bajar por allí su artillería en los meses de verano y de calma, ya que en el resto del año obraba la corriente y los aires recios. Desde la muralla de la ciudad hacia la Almina no se podía hacer muchos reparos por no contar con traveses, pero la primera autoridad local le había sacado una estrada encubierta franqueada con una estacada, bastante robusta, a la que quería añadir una media luna muy necesaria, siéndole obligado sacarle dos baluartes y una cortina que fuese de un mar a otro. Igualmente, para que el alto de la Almina dominara más, sería forzoso levantar un fuerte de cuatro baluartes en la Ermita de San Simón, y así sería dueño de todos los puestos que pudiese ocupar el enemigo después que hubiese desembarcado. Aflito presupuestó las obras en 50.000 escudos y suplicó al Consejo la necesidad que viniese pronto ese dinero, ya que
“... ésta era una plaza de tantas consecuencias y a quien se amparan Reyes de África mucho merece, y así arto se le puede dar este poco y quitarlo de lo mucho que se emplea en cosas de menos consecuencia...”.
Estos papeles y plantas fueron estudiadas por los distintos miembros del Consejo de Guerra, entre otros, el Marqués de Trocifal, Diego Sarmiento y Antonio de Ysasi, por ser expertos en la fortificación de plazas marítimas, como Ceuta. Su dictamen, ratificado por decreto real en 2 de julio de 1662, decía que en los dos costados de la plaza no había que hacer más que los reparos necesarios en la muralla, ya que el mar batía ambos tramos costeros y no podía ser invadida por ellos. Por la parte del Campo o zona continental contaba la plaza con foso de agua, estrada encubierta y una buena muralla con dos baluartes, por lo que estas fortificaciones precisaban tan sólo su conservación, cubriendo más los baluartes con parapetos y recoger más agua en el Foso inundado, siendo ésta una obra de poco coste. Sería aventurado hacer fortificaciones en el Campo Exterior, ante el temor de que Gailán se enemistase y por ser imprescindible para ello disponer de un ejército formado hasta ponerlas en regular defensa. Opinaba el Consejo que en la parte de la península de la Almina convenía poner en la mejor forma posible las calas y desembarcaderos, especialmente el de San Amaro, donde únicamente podía desembarcar el enemigo, pues los demás eran malos y cortos, y en unos embarazaban las corrientes el desembarco, y en otros, como era el caso del desembarcadero del Mar de Tetuán, no se podían quedar los navíos sin riesgo de perderse. También se debería perfeccionar la Estrada Encubierta y la obra iniciada por el gobernador para la defensa de la Muralla de la Almina, pues no contaba con traveses por aquel lado. De este modo, quedaría la zona protegida por el frente que miraba a la Almina, impidiendo al propio tiempo que se pudiera arrimar el enemigo a los costados de los dos mares.
El Consejo no aceptó que se fabricara el fuerte de cuatro baluartes propuesto por Aflito en la Eminencia de San Simón, pues quedaba lejos para la comunicación y no se conseguía desde allí descubrir los desembarcaderos, y su coste de 50.000 escudos era muy elevado, creciendo con ello el gasto de la dotación de la plaza. Asimismo, declaró que al perfeccionarse las obras iniciadas por el gobernador, quedaría la plaza libre de un abordaje y de que se le pudiera arrimar el enemigo. Con los nuevos sistemas defensivos, la ciudad tendría posibilidad de soportar un sitio durante quince días, haciéndola inexpugnable los dos mares de España y Tetuán, porque en el primero los navíos debían estar muy alejados de tierra por el riesgo de los vientos norte y nordeste, y por ser toda aquella bahía muy sucia y llena de ratones. En la bahía de Tetuán, ni podían protegerse ni encerrarse los navíos, por el viento de levante, quedando siempre desembarazada para los socorros de gente y bastimentos que se enviasen desde Málaga y demás puertos del Levante español. Soplando viento de poniente en la bahía norte, cualquier armada enemiga tendría problemas de intentar inquietar a los barcos que trajeran socorro desde Cádiz, Tarifa y Gibraltar. Teniendo esta plaza seguros los socorros, siendo el Estrecho un canal de grandes corrientes que impedían el mantener una armada muchos días en paraje fijo, junto al perfeccionamiento de sus fortificaciones; todo ello hacía pensar en que Ceuta era una plaza fuerte donde cabían pocas sorpresas y abordajes. Por último, indicó el Consejo que para el coste de estas obras defensivas, el rey mandase al Consejo de Portugal las órdenes necesarias para que el gobernador local pudiera valerse de los derechos de aduana que no se hubiesen ya aplicado, avisando lo que costarían todas las obras proyectadas, y qué cantidad quedaría libre de dichos derechos aduaneros, para que lo que faltase se mandase provisión por el Consejo de Hacienda para su asignación total.
Pasará más de un año, como se puso de manifiesto en la consulta del Consejo de Guerra de 12 de octubre de 1663, que declaraba su intención de añadir dos medias lunas a las fortificaciones ceutíes; antes de poder apreciar el interés de los gobernantes españoles hacia esta plaza. Tal hecho notorio quedó ratificado al analizar la carta enviada por el Conde de Castelmendo al Consejo de Guerra, donde afirmaba lo necesario que era fortificar aquella plaza por la parte de Berbería, y que su sentir era que se hicieran dos medias lunas de cal y canto, situándolas debajo del baluarte de la parte de Gibraltar y en el Mar de Tetuán. También solicitaba la edificación de una estrada encubierta nueva, pues la existente no podía ya defender nada, y cifraba el coste de todo en 2000 pesos.
En esta ocasión, el Consejo de Guerra pidió informe al padre Aflito, que por entonces desempeñaba en la corte la cátedra de Matemáticas, Artillería y Fortificación, ya que al establecerse la Escuela de Matemáticas para ingenieros por real decreto de 14 de febrero de 1664; había sido nombrado en dicho cargo. Su parecer corroboró lo ya dicho el año anterior en el reconocimiento, estudio y confección de plantas de la plaza de Ceuta. Ratificaba que los baluartes necesitaban dos medias lunas y también otra en medio de la cortina, que el gasto de todo llegaría a 3000 reales de a ocho, por tener que deshacer unos puestos en la campaña, y que si las fortificaciones propuestas eran asumidas por una persona práctica competente, quedaría la plaza de modo que sus enemigos no se atreverían a atacarla fácilmente. Se temía, en este sentido, las posibles represalias del gobernador de Tetuán, Muhammad Ben-Ysa Nacays, dado que los soldados de la guarnición ceutí robaban sus ganados que pastaban en el Negrón, a tres leguas de Ceuta. Estudiado este informe deAflito por parte del Consejo de Guerra, además de la petición solicitada por el gobernador local, Felipe IV decretó que el gobernador del Consejo de Hacienda dispusiera la entrega de 2000 pesos, sin dilación, para dichas obras.
La actividad profesional de Aflito fue muy destacada, contándose en su labor el reconocimiento realizado, por real decreto de 24 de marzo de 1664, de las minas de Almadén, acompañado de otros dos ingenieros. Ya el 10 de septiembre del mismo año, remitió un memorial a Felipe IV, pidiendo licencia para retirarse y dejando así libre la cátedra de Matemáticas. El Consejo no se lo permitió,
“... pues había hecho mucho en la lectura de Fortificación de la Escuela de Matemáticas, y se perdería todo lo que se había trabajado en la preparación de futuros ingenieros”.
El nuevo gobernador de la plaza de Ceuta, Marqués de Asentar, seguía manteniendo lo delineado por Aflito, comprobándose en carta dirigida al Consejo de Guerra el 5 de julio de 1668. Éste contestó dieciocho días más tarde, notificándole que había puesto dicha misiva y otras en manos del rey, porque comprendía que era muy necesario poner bien de todas las maneras a Ceuta, y para ello se debían ejecutar todas las fortificaciones que mirasen a su mayor seguridad. Con este objetivo, el monarca proveyó 5000 reales de a ocho, aunque sólo se remitieron 2000 de plata al gobernador para que fuese trabajando en lo más perentorio, pero advirtiéndole que el estado de la Real Hacienda no permitía acudir a gastos grandes, por lo que debía reducir aquellas obras a lo que fuere inexcusable para la defensa. Sobre este presupuesto avisaría lo que era más urgente de hacer y lo que costaría, pasando su control a Diego Baz Coello, almojarife y pagador de la plaza.
Si las fortificaciones delineadas por Aflito obligaran a tener más gente, debería informar sobre este parecer, pues las dificultades de acudir con los medios necesarios eran cada vez mayores, debiéndose llevar para ello la precisa guarnición. En este sentido, el Consejo de Guerra representó al rey una consulta a finales de julio de 1668, detallando la necesidad de gente que faltaba en la plaza para completar su dotación, tanto de compañías castellanas como de compañías naturales. Solicitó la orden real para que el Duque de Medinaceli hiciese embarcar del Tercio de Sevilla, sin la menor dilación, a 200 hombres efectivos con su sargento mayor, quienes se podrían quedar en la plaza todo el mes de septiembre, hasta saber el designio de las armadas.
Aún así, las estrecheces por las que atravesaba Hacienda se aprecian claramente en las numerosas consultas realizadas por el gobernador local, con el fin de poder aumentar las dotaciones presupuestarias de sus fortificaciones, siendo por lo general siempre recortadas. En sus peticiones al Consejo, registramos con frecuencia la reiteración de que siempre se ajustase el costo de las obras sólo a lo necesario. Una vez conseguido el beneplácito del Consejo de Guerra para la ejecución de las obras delineadas por Aflito, el rey debió ordenar al Presidente de Hacienda, ante posibles despilfarros, de que fuese remitiendo la cantidad poco a poco para que se pudiese comenzar y proseguir las obras sin interpolación de tiempo, por lo mucho que importaba concluir con ella la seguridad de la plaza.
Ha sido imposible registrar la fecha exacta de la llegada del ingeniero milanés Octaviano Meni a la plaza de Ceuta. Por la documentación manejada del Archivo General de Simancas y del Servicio Histórico Militar, sabemos que el 23 de septiembre de 1661 era capitán de infantería napolitana e ingeniero militar, sirviendo como tal en Milán durante nueve años y destacando por entonces por sus conocimientos de Geometría y Arquitectura Militar. Llegó a España con los últimos contingentes de tropas para los ejércitos de Portugal.
El 12 de diciembre del mismo año fue a servir a las fronteras de Castilla, a petición del Duque de Osuna, por no haber allí ningún ingeniero. Tres años más tarde, el Duque de Medinaceli le recomendó al rey por su buen hacer. Asistía como ingeniero por entonces en las fortificaciones de Gibraltar, y pretendía que el monarca aprobase una compañía de caballos para la guarnición de dicha plaza. El 16 de agosto de 1666, una orden real mandó al Duque de Medinaceli que este ingeniero asistiese a la frontera de Ayamonte, visitando de cuando en cuando las fortificaciones que tenía a su cargo en Gibraltar. Consiguió el reconocimiento a sus méritos el 30 de diciembre de 1667, al firmar el Consejo de Guerra su graduación como Teniente de Maestro de Campo General “ad honorem”.
Por la hoja de servicios de Aflito, sabemos que a la marcha de éste a Gibraltar, Meni permaneció en la plaza de Ceuta para ejecutar lo que él había delineado; pero hasta el año 1670 no hemos encontrado documento alguno que lo ratifique. Se trata de una relación fechada el 10 de octubre de ese año, y realizada por dicho ingeniero y el maestro de obras de la plaza, Pablo Franco Cabral, de lo que costaría la reedificación de la muralla caída, con las demás obras trabajadas como inexcusables, para alejar la ruina que amenazaba algunas partes de la ciudad, así como prevenir a sus habitantes de cualquier invasión y hostilidades de los fronterizos. Esta muralla miraba a Berbería o Mar de Tetuán, entre el Boquete de la Sardina y el Torreón de San Miguel, acceso actual a la Playa de la Ribera. Se había caído el 20 de febrero de 1670, en un total de 150 pasos de cortina, de donde derivó el topónimo de la Brecha, siendo las causas su antigüedad, la acción continuada de las lluvias y la abrasión marina. No se llegó a reparar totalmente hasta 1683, por mano del gobernador Francisco de Velasco y Tobar.
Hecho el primer tanteo, se calculó que la reedificación de esta muralla, con la nueva plataforma añadida para estribo y defensa de la otra antigua, costaría unos 6200 pesos. Estos cálculos se realizaron antes de conocer los precios de su construcción, los cuales se debieron ajustar con el asentista local y sin haber comprobado la dificultad y profundidad de los cimientos observados en el proceso de la obra. Se pensó que para la perfección de esta construcción, entre mampostería, excavación, terraplén y trasdós necesario para el batir de las olas, podría haber unos 1200 pesos de alteración sobre los 6200 del primer cálculo, alcanzándose la suma de 7400 pesos.
Las demás obras que se continuaban haciendo eran necesarias para prevenir a la plaza de otras ruinas y para evitar la penetración cómoda de los marroquíes, que ya habían sido rechazados a la altura de la Trinchera de Martín de Abreu. Éstas quedaban reducidas a cuatro: la Coraza o Coracha Sur, la Muralla Norte, la cava del Foso de la Almina y el recalzo y trasdós que necesitaba el Espigón de la Puerta del Campo. La obra de la Coraza consistía en cerrar el boquete existente, de unos 100 pies de largo, por donde podían llegar los marroquíes a la brecha y emprender el quitar o quemar las embarcaciones. Con el trasdós que precisaba esta obra y la muralla, se podría alcanzar al total de 800 pesos.
La Muralla Norte estaba maltratada en muchos sitios por el fuerte oleaje. Aplicándosele madera, cal piedra, cantería y manufactura, cuando estuviese acabada de recalzar, podría llegar su coste a los 1200 pesos. En la cava del Foso de la Almina, al introducirse el mar, se quitaba la facilidad de atacar esta parte, quedando facilitada la disposición para que en otro momento se hiciera uno de los dos medios baluartes necesarios, ya que era por donde podía temerse algún ataque naval enemigo, y mientras tanto permitía estar en dicho foso a la galeota y otras embarcaciones locales, pudiendo entrar y salir con prontitud y seguridad. Esta obra no era ahora cuestión de perfeccionarla, salvo en lo necesario, no debiendo pasar su coste más de 1000 pesos. En cuanto al recalzo del Espigón de la Puerta del Campo, junto al trasdós en redondo que necesitaba, costaría unos 400 pesos. Así pues, el total de las obras alcanzaría los 10.800 pesos, de los que se habría de sacar alguna partida para otras obras menudas, tanto dentro como fuera de la plaza.
De nuevo se produjeron recortes a lo proyectado y presupuestado por los ingenieros, en este caso por Meni, pues el Consejo de Guerra contestaba al gobernador, el 10 de diciembre de 1670, que era imposible enviar más dinero y que se las ingeniase con el remitido para perfeccionar las fortificaciones. Ante tanto desencanto, Meni envió un memorial a la corte el 6 de mayo de 1672, en el que suplicaba a Carlos II que le permitiera pasar con su sueldo a continuar sus servicios en el Estado de Milán, ya que había servido ya a la corona durante diecinueve años de guerra continuada, ocho en Milán y once en España, disponiendo aquí las fortificaciones de Gibraltar, Ayamonte, Ceuta, y otros empleos que se le ofrecieron en la frontera de Portugal. No le fue aceptada su solicitud, pero el rey acordó que en las primeras levas que se hiciesen de gente italiana para Flandes y Cataluña, se le concediese la merced solicitada, salvo para Milán, ya que en su ejército habían muchos Maestres de Campo italianos y pocos soldados, y era conveniente atender a no cargar al Estado con altos sueldos y primeras planas.
Se le previno el 14 de diciembre de 1677 para que pasase a reconocer todas las plazas de la costa de África, tanto atlánticas como mediterráneas, comisión interesante que se le confiaba por su mucha práctica e inteligencia y su atención a las continuas reclamaciones hechas por sus gobernadores. Meni contestó que era de suma honra su elección, pero que estaba incapacitado de ejecutarla por su gran falta de medios, que se le proporcionara una ayuda de costa arreglada a tan largo y peligroso viaje, que se le pagase puntualmente, pues llevaba dieciocho meses sin cobrar en Gibraltar, y se le abonasen 200 ducados de plata en concepto de sueldo, como se hacía a los que asistían en las mismas plazas de África. Al propio tiempo, pedía que se le hiciera merced de condecorarle con el título de Superintendente General de dichas fortificaciones. Como podemos apreciar, la situación de los ingenieros no cambiaba respecto a la del siglo XVI. Sus demandas por adeudos de sueldos, desplazamientos y títulos seguían siendo una constante en el presente siglo. La política regia hacia los ingenieros, en este sentido, se mantuvo como en períodos anteriores, es decir, se cubrían las mínimas necesidades requeridas, aún a costa a veces de pasar auténtica indigencia, después de infinidad de recursos individuales interpuestos por los ingenieros, mientras que a éstos se les obligaba a visitar, reconocer, proyectar, hacer modelos de bulto, y dar cuenta en la Corte, a través de sesudos informes, de lo que se debía fortificar. La misma cicatería hemos visto a la hora de llevar a cabo las obras delineadas por estos profesionales, ya que como hemos anotado y anotaremos, en la mayoría de los casos no se podían levantar siquiera, resultando que el reparo y modificación de lo antiguo fueron las notas dominantes.
La respuesta real al memorial de Meni fue la asignación de 200 ducados de plata de ayuda de costa y despacho para la cobranza de otros 400 ducados de vellón, por el sueldo de cuatro meses, tiempo que parecía suficiente para lo que debía ejecutar. Justificaría las ayudas y sueldos trayendo certificaciones de los oficios del sueldo de las plazas africanas.
A mediados de 1678 ya había visitado las plazas de Larache y San Miguel de Ultramar, y en octubre pasó a reconocer la de Ceuta, formando una planta de ella, que no hemos podido encontrar, y una relación del estado de sus defensas, con las que convenía realizar y cuáles tenían preferencia. Apoyó al ingeniero el gobernador Diego de Portugal, Marqués de Sauceda, en cuanto a su ejecución, y señaló además el caudal anual que se precisaba para las obras más urgentes, ya que las incursiones enemigas se llegaron a prodigar tanto que en una de ellas llegaron a robar un cañón pequeño de hierro existente en el Albacar. Ante esta necesidad, el Presidente de Hacienda mandó a Cádiz 5350 pesos, librados para las fortificaciones y obras de la plaza ceutí, con el fin de que se diese pronto reparo a los cuarteles y demás obras que debieran tener preferencia a las demás, así como también 33.464 reales de plata para la compra y transporte del armamento solicitado, quedando bajo la custodia de Juan de Ribera, almojarife y tenedor de las armas y municiones de la plaza.
Volvió Meni a pedir licencia para retirarse a su patria el 23 de noviembre de 1678, pero le fue denegada de nuevo. Volvió a Gibraltar desde Ceuta, el 13 de marzo de 1679, recibiendo allí órdenes para que pasara a Orán y Melilla. A los pocos meses, el 18 de mayo del mismo año, se le previno para su pase desde Gibraltar a Melilla, para reconocerla y estudiar lo necesario para su fortificación, pues los fronterizos habían tomado los Fuertes Exteriores de San Lorenzo y San Francisco. Regresó el 17 de octubre de 1681 a las obras y reparaciones de la plaza de Ceuta, comenzando por los almacenes de pólvora y los lienzos de murallas caídos. Su actividad se amplió a otras plazas africanas, como Orán, Melilla, Peñón de Vélez y Alhucemas, donde el peligro de ocupación volvía tras la tregua mantenida con Gailán. Se le ordenó que pasase con urgencia a la plaza de Fuenterrabía, el 15 de enero de 1682, junto a maestros de artificios de fuego, minadores y granaderos, para reforzarla en lo preciso. Recibió, de manos del rey, el título de Maestro de Campo de Infantería italiana “ad honorem”, el 4 de septiembre de 1682, al tiempo que le ordenó que acudiese junto al virrey de Navarra y dispusiese adecuadamente sus fortificaciones. Documentalmente, hemos registrado su labor en las defensas de Fuenterrabía y Pamplona, el 1 de julio de 1683, además de la confección de las plantas de San Sebastián.
Por falta de salud, suplicó al rey que le admitiese una licencia para poder retirarse asunto que se le negó tantas veces como lo solicitó, puesto que de nuevo le vemos actuar como entretenido, junto al virrey navarro, el 26 de marzo de 1686. No obstante, el 25 de noviembre de 1688, recibió orden real de agradecimiento, por su buen comportamiento en el sitio de Orán. Cuatro años más tarde, el 22 de diciembre de 1692, se le ordenó que regresara de Nápoles y que se incorporase al ejército de Cataluña, orden que desobedeció, puesto que el 2 de mayo de 1694 otra orden real volvía a instar al virrey de Nápoles a que pasase dicho ingeniero al ejército de Cataluña, y que si no quisiese voluntariamente, se le mandase preso.
Junto a la labor de los ingenieros, destacó también la realizada por los gobernadores ceutíes. Tal fue el caso de Francisco Bernardo Varona, que remitió al Consejo de Guerra en 1690 una relación de los pertrechos existentes, distinguiendo los géneros, la calidad y la cantidad de todos ellos, acompañada de un plano. En la misma explicó que la galeota local estaba inutilizada por deterioro, y que era necesario hacer otra en Ceuta, trayendo madera del monte de Gibraltar, lo que costaría 1700 escudos de plata. Su utilidad era fundamental para el transporte de personas, de piedras de sillería y otros materiales, así como para la construcción o reconstrucción de las obras. Detallaba también que la muralla que miraba a Berbería necesitaba de una reconstrucción, cuya obra se podía ejecutar sin arruinar la vieja, sirviendo aquélla de contramuralla de ésta. En el caso de las dos estradas encubiertas, relacionaba el gobernador que no tenían ni una sola estaca, y que las Puertas del Campo de los marroquíes y la Puerta de la Ribera se hallaban sin rastrillos, no teniendo caudal para estos gastos ni gente suficiente para poder continuar las fortificaciones exteriores. En cuanto al aderezo de las murallas, si se hiciesen como estaban marcadas en el plano, sería una obra larga y costosa, puesto que hasta incluso la cal era preciso traerla de Gibraltar. Por ello, entendía que lo más positivo era que se recalzasen y tapasen los agujeros, pasando de enlucirlas, ya que la fortificación debía ser tosca y fuerte. El Consejo remitió, para este fin propuesto, un total de 1000 doblones, pero especificando que no se acometiesen nuevas obras, debido a las estrecheces por las que atravesaba la Real Hacienda.
Se debía reconstruir también, como obra importante, el pedazo de Coracha o Coraza de la Banda de Tetuán hasta la torrecilla, antigua Torre de Hércules, porque en marea baja podían pasar los marroquíes con el agua por la rodilla. Esta zona podría quedar cubierta, según el gobernador, echando en el agua dos piezas de hierro y dos puercoespines pequeños de hierro con las puntas limadas, y afianzados a las piezas cada uno con un pedazo de cadena, de manera que quedasen cubiertas por el agua.
Como vemos, la demanda de material fue una constante en este periodo de intranquilidad continua ante los pertinaces ataques enemigos. Se pedían 6000 estacas que, al no existir en la plaza, se debían traer de Gibraltar, corriendo en principio por cuenta del gobernador, aunque luego podría pasar los gastos a la Contaduría Mayor de Cuentas. En cuanto al material artillero, se contabilizaban treinta y cinco piezas de bronce, montadas, y algunos pedreros, pidiéndose 100 ejes de reserva y madera para hacer 50 ruedas. Hacían falta 400 varas de lienzo para cartuchos, pero como sólo se usaba en la defensa de las plazas las varas de cuchara, ya no eran tan necesarias. Se pedían también a Gibraltar dos cables de esparto de 50 varas cada uno para mover de un lado a otro la artillería, así como mun martinete y un gato para montarla y desmontarla. Había suficientes instrumentos de gastadores y bolería de fuego hasta la nueva remesa que debía llegar de Vizcaya. En caso necesario, vendrían de Gibraltar armas, horquillas, baquetas y rascadores, mientras que de Sanlúcar se mandaría la pólvora precisa.
El Consejo de Guerra, enterado de lo relacionado por el gobernador y leído el informe del Capitán General de la Artillería de España, puso la resolución en manos del rey, que así lo firmó y acordó, repitiendo la orden para la restitución de los 48.000 reales necesarios para completar lo pedido. A los dos meses, dicho gobernador local había conseguido realizar 878 pasos geométricos de estacada, consumiendo 1500 estacas de madera de quejigo, así como el mismo número de banquetas correspondientes a la circunvalación y rampal de la Estrada Encubierta; también un almacén de bóveda de ladrillo de dos tercios de grueso para poner la pólvora con la seguridad necesaria, de veinte varas de largo por cinco de ancho. Se consiguieron hacer troneras en toda la muralla que miraba al Campo de los Moros, para que el mosquete pudiera batir la Estrada Encubierta. Se sacaron 271 piedras sillares del mar para aderezo de la muralla que miraba al Estrecho pero, precisando mayor número, se envió orden a Algeciras para cortarlas.
Para las murallas de las bandas norte y sur se necesitaban un total de 500 piedras sillares, de una vara de largo y media de alto. En la muralla que miraba a Berbería se hizo un recalzo interior de veinte varas de largo, diez de alto, y vara y media de grueso, pues se encontraba arruinada debido al oleaje. Otro recalzo semejante se hizo en la Muralla del Foso de la Almina, de diez varas de largo, seis de alto y una de grueso. Se compraron diferentes aderezos de barcos y una barcaza, lona para vela y jarcias, ya que no podían navegar, siendo esto de suma importancia para la correspondencia, el comercio y el mantenimiento de la plaza. También se adquirieron tablas y tablones para hacer tablados para los soldados en los cuarteles, cal para quince días, 3850 tejas para retejar los cuarteles que se estaban lloviendo y seis arrobas de acero para recalzar los instrumentos de gastadores y hacer cinceles para labrar las piedras.
Se vació la tierra de una barbacana antigua para levantar una caballeriza y poder así recoger los caballos de la Compañía de Gibraltar, haciéndose veintitrés pesebres, ya que en la plaza no había ninguna de cuenta del rey. Se construyó un cuartel en el Rebellín de la Almina, para que en él se recogiesen los caballos y soldados que salían de noche a vigilar la península de la Almina. Se montaron seis rastrillos con sus cerrojos y cerraduras maestras para colocar tres delante de las Puertas del Albacar, Plaza de Armas y Estrada Encubierta, y otros tres delante de las puertas que asomaban al mar. Se hicieron dos puertas forradas de planchas cubiertas de clavazón, una grande con su postigo para la parte del Campo de los Moros, y la otra más pequeña para la zona de playa de ellos. Se montaron cuatro caballos de frisa con hierros de pica acerados para poner en las brechas de la Plaza de Armas, mientras que se trabajaba en su cierre. Se hizo un baluarte en la Plaza de Armas, la cual se construyó para formar la caballería mientras se descubría el Campo de los Moros, y se alargó la punta del Reducto de San Pedro, donde se podía poner un cañón para descubrir la Cañada de la Huerta, que estaba a tiro de pistola de la Plaza de Armas, y donde se podían emboscar 2000 enemigos, sin ser ofendidos desde la muralla de la plaza, ni por los batidores que salían a reconocer el terreno. También se estaba acabando de terraplenar, profundizar y ensanchar el foso que tenía. Se habían construido, hasta la fecha, un total de 275 tapias en la circunvalación de todas las fortificaciones exteriores, a base de tapias atroneradas y con espaldas para salir de la Puerta del Campo a las defensas externas sin ser ofendidos desde los padrastros que había a tiro de arcabuz y mosquete. Se construyeron seis órganos, es decir, conjuntos de a seis mosquetes cada uno que se colocaban sobre un afuste semejante al del mortero, siendo disparados a un tiempo por un único soldado y que servían para defender las brechas fundamentalmente, aunque también se ubicaban en los barcos, murallas y avenidas. Viendo sus buenos resultados, en esos momentos se estaban fabricando otros seis. Igualmente, se compraron diferentes ingredientes y materiales para artificios de fuego.
Para reedificar la Muralla Norte, la Sur, la Coracha y hacer los lienzos diseñados en la planta, serían necesarios, según los maestros de obras, unos 20.000 ducados de plata más, pues habían comprobado que habían empezado a arruinarse al tener que sacar algunas piedras para encajar e igualar la superficie, viniéndose abajo otras piedras, ya que se trataba de una muralla de piedra menuda con tierra, sobre todo la Muralla Sur.
Juan de la Carrera, miembro y Presidente del Consejo de Guerra, al tiempo que Capitán General de Artillería, pasó al rey la relación y la planta enviada por el gobernador de la plaza de Ceuta, que las aprobó por decreto, dándole gracias por su celo y economía en los gastos de las obras de fortificación. De la Carrera opinó en el Consejo de Guerra y Junta de Disposiciones de Campaña donde asistía que, habiendo sido testigo directo en varias ocasiones del territorio ceutí, no aprobaba el nombre que daba el gobernador a estas fortificaciones exteriores, ya que eran más ofensas que defensas, llevaban tronerillas como en el tiempo de las ballestas, se necesitaba un cuerpo grande de guarnición para mantenerlas, eran necesarios grandes caudales para perfeccionarlas, y los enemigos podrían deshacerlas con pocas tropas.
Por todo esto, su parecer fue que se le ordenase la suspensión de los trabajos en curso, por haberlo ejecutado con imprudente celo y sin dirección, conviniendo que se hiciesen reconocer aquellas obras por sujetos prácticos e inteligentes, y que en especial acudiese el ingeniero milanés, José Castellón, quien estaba esperando su pase a la plaza para dar su informe correspondiente. Sus antecedentes profesionales datan de 15 de julio de 1675, año en que suplicó asiento de plaza de arquitecto militar en el ejército, pues contaba con el título de la facultad de Matemáticas y Arquitectura Civil, siendo admitido como ingeniero militar. Como tal lo encontramos, el 20 de septiembre del mismo año, en el ejército de Cataluña, desde donde suplicó al rey que le honrase con el grado de capitán de infantería, siéndole concedido. Se le ordenó que pasase a Navarra el 8 de abril de 1684, pero no lo llegó a hacer porque estaba fortificando las plazas de Montallar y Seo de Urgel. Al año siguiente, el 22 de febrero, recibió orden para que fuese a asistir a las fortificaciones de Panamá, pero debido a su estado de salud y al reconocimiento que hacía por entonces de la plaza de Gerona, no pudo acudir allí. Reconoció también las fortificaciones de Ibiza,el 27 de enero de 1687, siéndole expedida la patente de capitán de caballos corazas al mes siguiente.
El 26 de agosto de 1690 le hicieron preso en la cárcel real de Alicante, por sospechas de connivencia con el enemigo, opinando la Junta de Disposiciones de Campaña que se le debía llevar a Gibraltar y luego a Ceuta, para que su gobernador lo retuviese aquí hasta nueva orden, ocupándose de sus fortificaciones. Pocos días más tarde, el 13 de septiembre, dicha Junta cambió la orden, al no haber podido probar nada en su contra, e instó al gobernador de Alicante a que mandase embarcar a dicho ingeniero con destino a Orán a reconocer sus defensas, y que luego hiciera lo propio en los demás presidios de África. Debió permanecer al menos cuatro años en estas plazas desempeñando una ardua labor, puesto que hasta el 31 de marzo de 1694 no consta que le concediese licencia para curarse de sus enfermedades, especialmente de la vista. El más alto grado militar que alcanzó fue el de Maestre de Campo, el 8 de agosto de 1695.
Con todo, prevaleció la opinión expresada por Juan de la Carrera, en el sentido de que cesaran las obras en las fortificaciones exteriores de la plaza de Ceuta y de que el rey enviara al ingeniero milanés Julio Bamfi. He constatado su actividad ingenieril desde el 26 de junio de 1661, fecha en que por consulta del Consejo de Guerra se le concedieron treinta escudos de sueldo, en conformidad a los de su profesión, para ir a servir al ejército de Extremadura. En cédula del mes siguiente, apareció como ingeniero militar venido de Milán a servir en la guerra de Portugal, en el ejército de Juan José de Austria. Por real decreto de 14 de junio de 1664, fue nombrado Teniente de Maestre de Campo General del ejército de Extremadura, con el sueldo de 100 escudos al mes,
“... atendiendo a los servicios y buenas partes que concurren en su persona, y al particular mérito que ha hecho en alcanzar con su estudio y trabajo la forma de trabajar en muy pocas horas una pieza de artillería portátil en cualquiera parte por aspera que sea, conduciéndose el metal con gran facilidad y ahorro, de que se hizo la experiencia de mi orden... Felipe IV”.
Pasó a Nápoles por real orden de 25 de junio de 1664. Remitió súplica al rey, el 15 de octubre de 1668, pidiendo que le abonasen lo que se le debía, unos 8.000 escudos, y que se le diera título de Maestre de Campo, en la forma en que se hacía con los demás Tenientes de Maestres de Campo Generales. Remitió al Consejo de Guerra, el 11 de febrero de 1669, un memorial y planta de la fortificación del guardafoso, también llamado caponera, y que consistía en una galería que atravesaba el foso seco para comunicar las obras ya construidas con las avanzadas del frente. Bamfi pedía que se ejecutara su uso en las plazas de la corona, dada la conveniencia que de ella se seguiría para la defensa y seguridad de todas ellas. Sin embargo, Diego Sarmiento reconoció la planta con el guardafoso y contrabaluarte, no pareciéndole bien introducir este tipo de fortificación cerrada dentro del foso, pues no aseguraba la defensa del mismo; al propio tiempo que, una vez ejecutadas las obras necesarias, no tenía por conveniente el acrecentarlas por la gente que ocupaban y los gastos que se añadían. Por los años de experiencia militar que tenía, Sarmiento dio el voto favorable a aquellas obras que estuviesen proporcionadas al número de soldados que las defendiesen y guardasen, y según fuese el ámbito y naturaleza del propio terreno.
El 29 de mayo de 1672 remitió una súplica para que, en consideración a sus servicios, le hiciera el rey merced del Tercio de Infantería italiana, que estaba vacante en Cataluña. Al año siguiente, remitió un memorial sobre la experiencia de hacer en el estanque del Retiro una nueva fábrica de navíos, bajeles de guerra de 2500 toneladas. Al Marqués de Ontiveros, que estudió la propuesta, no le pareció atinada, por no ser capaz de hacerla, ni responder a la fuerza del mar. Diego de Argot, uno de los ministros de la Junta de Armadas, opinó que, con las medidas marcadas por el ingeniero Bamfi, dicho bajel estaría imposibilitado de poder entrar en los demás puertos de los dominios reales, además de que las faenas de este navío tan grande serían insoportables por el peso de sus aparejos, dificultando las ocasiones de pelear y salir de las borrascas.
En este mismo año, pidió Bamfi que le concediese ejercicio de Teniente de Maestre de Campo General del ejército de Cataluña, por haber sido siempre costumbre que hubiese uno de esa clase de su nación italiana, tanto en aquél como en la Armada. Con fecha 23 de febrero de 1674, el rey le contestó que acudiese a servir a Cataluña con dicho grado, adjudicándole el sueldo de Extremadura. Se remitieron al Duque de Bournonville, el 1 de octubre de 1678, sus proyectos y papeles sobre el inventario del nuevo modo de artillería, fortificación de plazas y fábrica de navíos; para que oyendo a los ingenieros y personas prácticas del Ejército y haciendo experiencias, informase y obrase en consecuencia. Debemos tener en cuenta en este sentido que, si bien durante este siglo XVII la ciencia artillera estaba en la órbita de la atonía general militar, fue muy importante la tratadística artillera, por mano de Cristóbal Lechuga, Ufano y Julio César Firrufino, así como por la aportación, más o menos acertada, de ingenieros como Bamfi y Toreli, que hicieron incursiones en el campo de la investigación-experimentación de nuevas armas, ya que al formar parte del Cuerpo de Artillería, se implicaron en la fabricación de materiales, pólvoras, municiones y armas en general. A todo esto, debemos añadir que se dieron los primeros pasos en la formación de los artilleros españoles, aprobándose en la primera mitad de siglo las Escuelas de Burgos, Guipúzcoa, Cataluña y Sevilla, y las de Flandes, dirigida por Medrano, San Sebastián, Barcelona y Cádiz, en su segunda mitad. A estos niveles de instrucción se sumó la participación directa de la artillería, por ser su actuación imprescindible, en la guerra de sitios y la defensa de plazas fortificadas.
Ya hemos comentado cómo la historiografía más reciente ha valorado más objetivamente, sobre bases documentales inéditas, el reinado de Carlos II. Pues bien, a la recuperación económica se añadió la científica, tomándose conciencia de la necesidad de contar con oficiales artilleros mejor formados, lo que provocó en 1692 el cambio de acceso al Cuerpo, debiendo los aspirantes al mismo sentar plaza como cadetes, fórmula que sería modificada y daría grandes frutos con los Borbones. A todos estos intentos, y a veces logros, realizados en el campo artillero, debemos agregar los de tipo técnico. Durante el XVII se continuaron usando las piezas artilleras del siglo anterior, con algunos intentos de cambio en los géneros. No se redujo el calibre de las piezas, apreciándose sólo a fines de esta centuria la fundición de materiales más pequeños. Los morteros sí sufrieron grandes novedades en su forma y proyectiles, pues antes eran de piedra, hasta que los holandeses inventaron, para lanzar bombas, la espoleta y al fundirlos hicieron su ánima y recámara en forma cilíndrica. Cabe destacar también una mayor complejidad en el diseño y ornamentación de las bocas de fuego, incorporándose a la caña o tubos unos grabados y adornos, que se prodigarían en el siglo XVIII. Firrufino inventó las cureñas de plaza, diseñadas propiamente para su ubicación en los baluartes. Por otro lado, se fundían en España las piezas en hueco, es decir, con molde y una cruceta de metal colocada durante la colada para mantener centrado el ánima de la pieza, y había que esperar a que se enfriase para romper el molde y sacar el huso de hierro, finalizando así el proceso de fundición del cañón. El mayor avance técnico en este siglo XVII fue la invención del sistema de fundición en sólido, abriendo el ánima por medio de una barrena horizontal, mediante la que el propio cañón iba formando aquél con gran precisión, girando en torno a ella. Debemos buscar los antecedentes de este tipo de fundición también en los trabajos de Cristóbal Lechuga y Julio César Firrufino.
Volviendo de nuevo a la actividad de Bamfi, sus dibujos militares con los inventos no se rechazaron completamente, a pesar de las controversias planteadas entre los miembros del Consejo de Guerra. No debe extrañarnos, pues, que volviese a hacer otra consulta, el 5 de octubre de 1678, y que el Consejo remitiese los proyectos elaborados al Capitán General de la Artillería, Andrés Anduga, para que diese su opinión sobre ellos. Al poco tiempo, éste contestó que debía experimentarlos para comprobar su eficacia, siendo el mejor paraje para ello Cataluña, por contar con puertos y fábrica de barcos, y allí concurrían sujetos que podrían hacer observaciones del uso de navegar, defender y ofender con fortificaciones y artillería. Anduga argumentaba que, aunque la valoración de dichos inventos resultase más especulativa que práctica, el rey debería premiar a Bamfi por haberlos puesto en estado de experimentación, otorgándole la merced que merecían su celo y sus servicios, con cuyo ejemplo se alentaría a otros ingenieros a la investigación de nuevos modos poliorcéticos, puesto que, a pesar de que no tuviesen todos eficacia, lo cierto era que podían producir algunos beneficios a la corona. El Consejo de Guerra tuvo por conveniente que se remitiesen los dibujos al Capitán General de Cataluña, para que asesorara a los ingenieros y personas prácticas que allí hubiera, y experimentasen sus inventos, dando el parecer correspondiente.
El ingeniero Jerónimo Reinaldi remitió una carta en 1678 con los diseños de Bamfi ,sobre Fortificación, Artillería y Marina. Opinó que la forma del guardafoso propuesta era muy antigua, pues existía en plazas italianas como Mortara y Soncino, pero que se habían quitado por producir más perjuicio que beneficio, yendo además contra todas las reglas militares, ya que en lugar del citado guardafoso, lo que se solía construir era una media luna. En cuanto a los géneros de artillería, la nombrada por Bamfi como hecha a rodajas o “anotomía”, al tener que servir como medio cañón para baterías, la violencia de la pólvora torcería las barras de hierro que la atravesaban, debiendo tener en reserva otras para volverla a componer. Era, así, muy peligroso su manejo, precisaba de gran gasto y tiempo para fabricarla, y la prueba realizada con una pieza pequeña no dio buenos resultados. La pieza titulada clarín real no era invención suya, pues hacía más de un siglo que aparecía con el mismo ánima en “el libro de la pirotecnia” de Vannuncio Birigancio de 1558, que lo poseía Andrés Anduga en esta fecha en Barcelona, y habiéndose experimentado su desaprovechamiento, pasó a perpetuo olvido.
En el mismo sentido se expresó por carta Andrés de Anduga el 15 de noviembre de ,1678. Decía en ella que no había autor moderno que usara el guardafoso, si no era para condenarlo, como por ejemplo Gabriel Busca, Francisco Tensino, Bila, Fritac, Doguen y otros. Los ingenieros antiguos solían usar y poner en el plano del foso unas defensas llamadas casas locas, por ser locos los que las ocupaban. Era regla universal a todo expugnador hacerse dueño del ángulo de la contraescarpa para arruinar las ofensas de las plazas alta y baja del flanco y, una vez conseguido, quedaba el expugnador superior en ventaja a todas las operaciones que se dieran en el foso, y particularmente introducir una galería, que era a lo que se aspiraba para hacerse dueño del baluarte. También se preguntaba
Anduga cómo pretendía Bamfi que siendo el sitiador señor del ángulo de la contraescarpa, pudiera permanecer en su guardafoso, estando tan próximo al enemigo que, con bombas, granadas y otros artificios de fuego, acabaría prontamente con los soldados y se perdería la artillería. Sobre este particular, Bamfi abogaba porque el guardafoso se fabricase sencillo, para poderlo demoler a voluntad, pues si se hiciese robusto el enemigo se valdría de él para cubrirse. Todo práctico militar sabía que había que retirarse antes que llegase el enemigo a ocupar el ángulo de la contraescarpa, porque si no la retirada por el foso sería muy peligrosa. Anduga se ratificó en que el recurso del guardafoso no tenía ningún provecho, y que estaba fuera de toda regla del arte de fortificar.
En cuanto a los inventos artilleros de Bamfi, Anduga opinaba que en su época no se conocía máquina más horrible ni defectuosa en la artillería, debiéndose poner en su fabricación mucho cuidado, sobre todo en las partes de su fundición, la calidad de la materia, la unión de sus partes, el reparto de los metales, y que saliera limpia de escarabajo, magaña, esponjadura, veta o hendidura penetrante o superficial, pues aquí se podría reventar la pieza y matar a muchos artilleros. Se preguntaba Anduga cómo podía Bamfi asegurar una pieza de más de cuarenta vetas penetrantes por la unión de las rodajas con seis y hasta doce agujeros cada una. Respecto a la pieza nombrada clarín real, el Teniente General de la Artillería ratificaba el argumento de Reinaldi, de que no era invento suyo, pues en el libro de Perigonio aparecía dicha pieza. Los franceses, ingleses y holandeses lo empezaron, a fundir, viendo que su alcance era mayor, pero que producían accidentes al saltar la caja y dar una vuelta hacia atrás. Por ello, las dieron por inútiles y sólo servían de adorno en los almacenes del norte de Europa. Estudiada la pieza por parte de Anduga, éste dijo que tenía el gran inconveniente de que cargaba su clarín real con mucha pólvora, y que su forma daba más peso de pólvora que lo que pesaba su bala. El refuerzo de los metales era muy pobre, pues era menor que el diámetro del círculo de su culata, por lo que se reventaba la pieza con facilidad.
Por otro lado, el 24 de noviembre de 1678, los maestros mayores de las fábricas de navíos, Jerónimo Verde y Aleix Llonell, escribieron una carta dando sus pareceres sobre el navío inventado por Bamfi. Para ellos, la artillería en ellos aplicada no podría salir fuera de las troneras del barco, ni hacer buen juego por falta de embocadura. Admitían que no balancearía tanto como los otros, pero en lo de escurrir más a popa que las embarcaciones ordinarias no lo tenían como regla cierta. Concluyeron diciendo que su fábrica no era de utilidad para el real servicio. A pesar de todos los obstáculos encontrados, Bamfi, a pesar de tantos impedimentos, volvió, por consulta del Consejo de Guerra al rey de 17 de abril de 1679, a exponer los dibujos y explicaciones de sus inventos.
Su quehacer profesional como ingeniero empezó de nuevo el 30 de mayo de 1681, cuando se le ordenó que pasase a estudiar las fortificaciones de los presidios de Navarra, remitiéndosele para ello un total de 500 escudos de ayuda de costa. Al mes siguiente, se encontraba asistiendo y delineando las fortificaciones de Fuenterrabía. Fue destinado a servir en la provincia de Guipúzcoa el 17 de marzo de 1682, siendo virrey y Capitán General del reino de Navarra y Capitán General de dicha provincia, Iñigo de Velandia. Se le asignó para tal destino un sueldo mensual de 100 escudos de vellón, que al año sumaban 408.000 maravedíes de vellón.
El Capitán General de la Artillería de España notificó el 15 de febrero de 1683 que había quedado vacante la cátedra de Matemáticas Militares, la cual era impartida en la corte por Juan Ascencio, siendo pretendientes a la misma el Teniente de Maestre de Campo General, Julio Bamfi y fray Ignacio Muñoz, religioso dominico que había representado un memorial donde decía que era maestro de Teología y catedrático propietario de Matemáticas en la Universidad de Nueva España, amén de ser reformador de toda su hidrografía. El Capitán General se inclinó por Bamfi, por el mucho provecho que podría dar a los estudiantes, y tenerle a mano para lo que se pudiese ofrecer en caso de necesidad. Su sueldo sería el mismo que gozaban Julio César Firrufino, Jerónimo de Soto hijo, y fray Genaro de Aflito, es decir, de 50 escudos por la Artillería y 100 por la Presidencia de Hacienda. Dos meses más tarde, se le nombró catedrático de Matemáticas y superintendente de las fortificaciones, no pudiéndose realizar ninguna de ellas sin orden y noticia reales, debiendo reconocer las plantas de las fortificaciones que se fuesen a iniciar.
Bamfi remitió nuevo memorial el 2 de junio de 1683, suplicando que se le eximiese del pago de media anata, es decir 3000 reales, a cambio del empleo de catedrático en la Corte, pues se encontraba muy pobre y achacoso, con gota y ciática. Argumentaba el ingeniero que en todas partes los catedráticos de semejante facultad estaban exentos de contribuciones, como Firrufino, Aflito, Juan de la Rocha y Jorge del Pozo, que no la pagaron; que el propio rey resolvió que los estudiantes de dichas Matemáticas estaban excluidos de pagarla, y que era de mayor peso el que los catedráticos que las enseñaban gozaran de dicha exención. Al mes siguiente, fue nombrado para reemplazar a Juan Ascencio, que había fallecido, en la cátedra de Matemáticas y Fortificación de Palacio y de niños del Hospital de los Desamparados. Su sueldo sería de 50 escudos, veinticinco por ser catedrático y otro tanto por su categoría militar. Se le expidió el título de Maestre de Campo ad honorem el 16 de agosto de 1685, constando que había servido ya veintiséis años en Milán, Extremadura y Cataluña, con aprobación en todos los casos y concediéndosele las preeminencias de los demás Maestres de Campo de infantería. A finales de ese mismo año, remitió un memorial donde solicitaba el sueldo de 116 escudos al mes como Maestre de Campo, pues el Maestre de Campo Jerónimo Reinaldi, lector de Matemáticas del Regimiento en la corte y Octaviano Meni así lo cobraban.
A principios del año 1686 dio cuenta al Capitán General de la Artillería de España, Marqués de Astorga, de su nueva invención de trabucos de veinticuatro libras de pólvora. Se probó, por parte de los ministros de la artillería de Sevilla, y se vio que arrojaban las balas a 7895 pies geométricos, siendo de gran crédito para el servicio real el que se fundieran cantidad de ellos, para remitirlos después donde fuesen necesarios.
Tres años más tarde, informó el Capitán General de la Artillería, Juan de la Carrera y Acuña, de la pretensión de Bamfi de que se le aumentase su sueldo como catedrático de Matemáticas y Fortificación, citando como precedentes los casos de los ingenieros Aflito, Reinaldi, Borsano, Meni y el Marqués de Buscayolo. Acuña decía no haber tenido nunca problemas con los demás ingenieros, pues Aflito iba donde se le ordenaba, Reinaldi murió sirviendo en Cataluña, Borsano estaba como Ingeniero Mayor en Cataluña, Meni asistió al sitio de Orán y el Marqués de Buscayolo estaba jubilado. Tampoco entendía qué frutos había producido la cátedra de Matemáticas en la Corte, pero sí el inútil gasto que ocasionaba a la Real Hacienda los sueldos del maestro y los ocho estudiantes. Apreciamos aquí una crítica totalmente negativa a la preparación académica de nuestros futuros ingenieros, y la valoración de la misma como nula inversión, donde el dinero estatal no recogía rendimientos positivos. Éste no era el sentir general de los Capitanes Generales de Artillería, y para comprobarlo sólo hay que retroceder líneas atrás, pero estos casos aislados dañaron grandemente los afanes de preparación de estos profesionales, tanto de ingenieros como de artilleros, al poner trabas a sus estudios e incluso, como en este caso, enviando a Banfi a plazas conflictivas y lejanas,
“... porque no habiendo descubierto conocimientos ni experiencia de éste en ningún Ejército, su parecer era que se le mandase pasar a Orán, por carecer de Ingeniero y dados los presentes recelos”.
Por otro lado, Juan Bautista Bamfi y Palavesino expuso al rey, el 22 de febrero de 1690, que habiendo estudiado Geometría, Aritmética y Fortificación con su padre, Julio Bamfi, y saliendo éste a trabajos de su facultad, deseaba seguirle para poner en práctica lo que había aprendido a su lado como estudiante. Suplicaba que se le diese el título de ayudante del catedrático de Matemáticas Militares con el grado de alférez, para poder seguirle en ésta como en anteriores ocasiones, siendo costumbre que al ayudante del ingeniero militar se le concediese dicha graduación. El Capitán General de Artillería, Juan de la Carrera y Acuña, aprobó la solicitud, con el sueldo mensual de quince a dieciséis escudos.
En cuanto a su padre, el ingeniero Julio Bamfi, que ostentaba el cargo de Teniente de Maestre de Campo General, recibió orden real el 28 de marzo de 1690 de que pasase a la plaza de Ceuta, pagándole sus atrasos por parte de la Tesorería de Artillería y Hacienda para poder efectuar su viaje. De nuevo arreció De la Carrera en sus críticas hacia el ingeniero, pues nadie le había visto trabajar como ingeniero, y era, sin embargo, muy primoroso tocador de guitarra. El rey resolvió, ocho meses más tarde, que mientras estuviese en dicha plaza se le reservase la cátedra de Matemáticas y la plaza de maestro de sus pajes que estaba ejerciendo, y que se advirtiera al gobernador local que, después de que dejase dispuestas y en forma de ejecutar las obras convenientes, le dejase volver a la Corte. Hasta primeros de febrero de 1691 no pasó Bamfi a Ceuta desde Gibraltar, debiéndose ceñir en su actuación a lo forzoso e inexcusable, ya que se tenían sospechas de que la plaza estaba en estado de sitio. El concepto que seguía teniendo Acuña de este ingeniero no era nada gratificante, ya que ...
“... tiene por un gasto infructuoso a la Real Hacienda mantener un hombre tan inútil, ni Cátedras de nombre, pues en siete años no ha dado el menor fruto y tampoco nadie le ha visto obrar como Ingeniero”.
No obstante, Bamfi reconoció las obras y sus terrenos circundantes de la plaza de Ceuta, que sufrían continuas emboscadas y ataques, a menos de cien pasos, por parte de los marroquíes. Acomodó al terreno y ejecutó las fortificaciones exteriores irregulares, que quedaron dibujadas claramente con líneas, ángulos y medidas en la planta que envió al rey, añadiendo lo que precisaban para la mejor conservación de la plaza. Hizo suyos, este ingeniero, los apremios del gobernador, Francisco Varona, respecto a que enviasen a la plaza armas y municiones, especialmente pólvora, frascos de arcabuces, 100 carabinas, 100 pares de pistolas para armar toda la caballería, escopetas largas, partesanas o alabardas, rodelas, mosquetes y arcabuces. Pero a pesar de todo lo realizado, el informe y las propuestas de Bamfi fueron de poca estimación para Acuña, porque no conocía su oficio y era ya tarde para que lo aprendiera, y sin contar con más fiador y experiencia que su palabra se había incorporado a la ingeniería militar. Sí veía como necesarios el envío de 4000 infantes y 1000 caballos para defender estas obras a tiros de mosquete, pero también ponía dudas para ver cómo se podrían sacar los caudales necesarios para encamisar de ladrillo o cal y canto los baluartes, cortinas y contraescarpas, y cuánto tiempo se precisaría, incluyendo la apertura de otro foso de un mar a otro de la plaza.
Según Acuña, a esta plaza la gobernaron grandes generales que procuraron mantenerla como se la encontraron y que tan sólo en su parte interior reparaban lo que se arruinaba. Ahora ya no ocurría lo mismo, censuraba éste, ya que no había correo que no trajese ideas nuevas por parte de su gobernador, cuando en realidad lo que el Consejo de Guerra debía exigir a éste y a Bamfi era que se ciñesen más a la muralla y se apartaran de los padrastros, debiendo diseñar una planta en la que quedase suprimido lo que ellos pensaban hacer de nuevo.
Seguían siendo tantos los puntos débiles de defensa de la plaza que Martín de Abreu, ayudante de ingeniero junto a Bamfi, discurrió, desplazándose previamente al Campo de los Moros y al Otero, levantar medias lunas y un foso por el Barranco del Chorrillo hasta el Mar de España u Océano Atlántico. Bamfi entendió que era una idea arriesgada, pues se salía muy afuera de la jurisdicción territorial propia, precisando para controlar, mientras se hacía, a mucha infantería, caballería e incluso a una flota entera.
Bamfi acometió también otras obras en la plaza, como fue el proyecto de dos graneros o almacenes para trigo, remitido por la Junta de Presidios al rey Carlos II con fecha 18 de marzo de 1691 (Fig. 20). En la localidad no habían más que dos y de mala calidad, debido a su humedad. Como tampoco cabía el existente entonces, dicha Junta mandó al gobernador que reconociese la disposición de construir dichos almacenes de bóveda rosca de ladrillo, capaz cada uno para 3000 fanegas. Se pensó que lo mejor y más seguro era que se hiciesen encima de los ya existentes. El presupuesto, según el maestro mayor de obras, rondaría los 5500 pesos antiguos, y de no realizarse así el coste sería mayor, siendo por tanto forzoso derribar y comprar algunas casas, y eso sería un lujo, dada la cortedad y estrechez del terreno en el que se asentaba la ciudad.
A los requerimientos del gobernador se unió los del veedor de la plaza y del Capitán General de la Artillería, repitiendo la idea de la gran falta que dichos almacenes tenían, pues no eran suficientes los existentes, así como lo preciso que era el género en caso de sitio. Tengamos en cuenta que estos almacenes mantenían a una guarnición y vecindario que habían crecido numéricamente, por lo que era obligado que se fabricaran otros dos.
En esta plaza y en zonas costeras húmedas, como Cádiz, Gibraltar, Málaga o Fuenterrabía; no había otra forma de mantener el trigo que apaleándole muy a menudo para que se vaporizase, le saliese el gorgojo y quedase arrimado en las paredes, y una vez fuera ya no se volvía a introducir en el trigo. Vaciando el almacén, se barrían y limpiaban suelo y paredes y se quemaba el gorgojo. Terminada esta diligencia, se volvía a poner trigo en el almacén. En su proyecto, Bamfi explicaba que los almacenes estaban hechos con recias paredes con buenas mezclas de cal y arena, de una altura de cuatro varas, a cuya altura estaba el terrado. Para poder hacer otros encima, sería preciso subir encima de las paredes otras cuatro varas. Con color azul se señalaba la altura de los arcos. El otro almacén constaba de una nave de diez varas de ancho, y siendo mucha la anchura era necesario echar en medio una serie de arcos baja y alta. Se señalaba de color amarillo lo que había de sacarse de cimiento y hacer las dos escaleras para los almacenes altos. Este ingeniero simultaneo su actividad profesional en varios frentes a la vez, ya que al tiempo que construía la obra interior ceutí antes señalada, hacía obras exteriores en la plaza de Orán a finales de marzo de 1691.
El maestro mayor y arquitecto de la Catedral de Ceuta, y al propio tiempo maestro minador, Juan de Ochoa, hizo el cálculo de las dos plantas de las fortificaciones proyectadas para la plaza el 27 de abril de 1691, una que delineó Bamfi y la otra que se remitió desde la Corte. En cuanto a la primera, se calculó el coste de 1000 pesos para el rebellín pequeño, teniendo su muralla una altura de cuatro pies y medio, rematando en dos pies la camisa que le correspondía y encerraba el terraplén. Los contrafuertes se valoraron en 282 pesos. En 632 pesos la contraescarpa del foso, con nueve pies de profundidad, dos pies de grosor en su cimentación y remate en un pie; considerando que sobre el plan de la estrada encubierta se hacía el parapeto de siete pies, que sumados con los nueve de profundidad del foso hacían dieciséis pies; ello era suficiente para poder cubrir a la caballería que había de trabajar en los fosos. El rebellín grande de ángulo recto, que tenía veinticuatro pies de alto hasta el cordón y seis de grueso en su cimiento y remataba con dos, se valoró en 6472 pesos. La camisa de la Plaza de Armas, de diez pies de alto, ocho pies de grosor, un cimiento de cuatro, rematando en dos pies, se calculó en 1050 pesos. Todo el parapeto de la estrada encubierta de mar a mar, con una altura de siete pies y dos de grueso, dándole su escarpa por la parte inferior, importaría 1443 pesos. Todas las referidas partidas que importaban las camisas que se debían hacer en las citadas obras, excepto el pedazo de foso que iba desde la punta del rebellín hasta el despeñadero del Mar de Tetuán, que no precisaba camisa para mantener el terreno ya que se mantenía con buena calidad y estaba apisonado firmemente; costarían 10.868 pesos.
El cálculo y tanteo de la planta que se remitió desde la Corte fue de 15.822 pesos para el rebellín de ángulo agudo, además de los gastos para su manutención. Se debía hacer de veinticuatro varas de alto, por ser su foso de agua, y nueve pies de grueso su muralla en sus cimientos, rematando tres pies debajo del cordón con sus contrafuertes, los cuales tenían cuatro varas de largo y una de grueso, a distancia unos de otros, que fue la regla del arte militar con que se hizo la obra antigua del Foso de agua. La contraescarpa debía alcanzar de altura veinte varas, un grosor en los cimientos de nueve pies, un remate de cuatro, a lo que se debían sumar sus contrafuertes, por un valor de 13.416 pesos. Los sillares que correspondían a esta muralla para sus ángulos y batidero del agua debían ser 2544, que por tenerse que cortar en España, conducir, labrar y asentar, alcanzaban un coste de 3816 pesos. La muralla de la contraguardia o su pedazo costaría 1437 pesos, necesitando sus correspondientes sillares, que en número de 1050 importarían 1575 pesos. El espigón que debía cubrir la desembocadura del foso hacia el Mar de España, y que debía servir de muelle y espalda, importaría 3500 pesos; opinando Juan de Ochoa al respecto que el que construyeron los ingleses en la plaza de Tánger apenas duró nada por lo bravío de estos mares. Se valoró el coste del parapeto de toda la estrada encubierta en 1181 pesos.
Confrontadas las partidas correspondientes, se vio que el cálculo del coste que había de tener la planta remitida desde Madrid era de 40.747 pesos, y la que remitió Bamfi era de 10.878, siendo la diferencia de una a otra de 29.869 pesos. A favor de las obras proyectadas por Julio Bamfi y Juan de Ochoa estaba el gobernador local, Francisco Bernardo Varona, por ser las más convenientes para su seguridad porque la contramina que se propuso construir, debajo de la estrada encubierta, era para evitar que el enemigo se alojase en la contraescarpa del foso y, si se llegase a ese punto, la plaza se perdería, porque la altitud de las obras interiores de aquélla y la poca capacidad de los traveses no daban lugar a desalojar, ni aún con mosquetería y arcabucería, a los que la ocupasen. Se argumentaba también que estando el Foso de agua sujeto a las mareas alta y baja, y lo fácil que era hacer en una hora cortaduras por ambas partes para que no entrase el agua, quedaría seco y, al no poderlo defender, pasarían los enemigos, arruinando y minando todo. Al mismo tiempo, al no poderse descubrir los barrancos y cañadas desde ninguna de las fortificaciones interiores, ni desde las que había exteriores cuando el citado gobernador se hizo cargo de ellas, pudiendo los enemigos realizar sus ataques a tiro de pistola, la precisión y el arte militar enseñaban que éstas se construyesen para descubrir y oponerse a semejantes barrancos.
El gobernador planteaba lo disputado que estaba, entre los tratadistas del arte militar,la conveniencia de que las plazas tuviesen foso seco o con agua, y si a la plaza de Ceuta le interesaba más uno que otro en sus fortificaciones exteriores. Para ello, argumentó que el Foso de agua existente en esos momentos servía de resguardo a embarcaciones, como saetías, bergantines y barcos longos, que conducían bastimentos y pertrechos de guerra. También se resguardaban aquí por la ruina que hizo el mar en parte de la Coracha Norte, por donde salía un espigón que cubría antiguamente el Foso de agua, llamado Espigón del Albacar. No teniendo este paraje seguridad para los barcos, por los frecuentes temporales y el acoso enemigo, es por lo que no se deberían abrir muchos fosos de agua, sino prolongarla obra que dejaron empezada los antiguos.
La primera autoridad local declaraba también que las salidas eran la principal defensa de las plazas, por lo que los fosos de agua las embarazaban. Llegó a la conclusión de que, por haberse reconocido este grave inconveniente en el Foso antiguo con agua de las Murallas Reales, se deberían levantar como más forzosas y precisas las fortificaciones exteriores, pues sin ellas no habrían fosos secos que se pudieran disputar con infantería y caballería al no ser aquí permanente el agua. Fue necesario, durante su mandato en la plaza, limpiar el Foso de agua por la arena que entraba en bajamar y pleamar, pero siempre premeditando que se trataba de una obra donde se buscaba la fortaleza, permanencia y defensa más regular posibles, y el menor gasto de la Real Hacienda. Francisco Varona no dudó en informar favorablemente al rey de todo lo delineado por Bamfi en la plaza a finales de abril de 1691, y para ello, contradijo al Consejo de Guerra, que decía que se necesitaba para su defensa un total de 4000 infantes y 1000 caballos, pues siendo toda la circunvalación de la Estrada Encubierta, dos rebellines y Plaza de Armas de la planta remitida de 1240 varas castellanas o 3720 pies, de los que se daban a cada soldado cinco pies, serían menester para coronar todas las referidas fortificaciones exteriores a 744 infantes. Aunque se diese descanso, habiendo otros dos soldados para retén y muda, se reduciría a tres cuartos, no sumando más de 2232 hombres, y esto en el caso de que atacasen los enemigos todas las obras a la vez. Si se midiesen las áreas superficiales de todas éstas, junto con los fosos, se vería que no tenían capacidad para 1000 caballos y 4000 infantes, que era el cálculo del Consejo para defender apropiadamente las fortificaciones delineadas, y siendo demostraciones matemáticas y conocimiento del terreno las razones de peso que las justificaban, convendría que fuese un perito en el arte el que acudiese a reconocer lo ajustada que había sido la delineación del terreno realizada por Julio Bamfi.
Por decreto del Consejo de Guerra de 4 de mayo de 1691, se mandó que acudiese Bamfi a la Corte sin dilación, para que explicara todo en esa dependencia, y se contestó al mismo tiempo al gobernador local de que se le enviaría otro ingeniero y medios materiales para las fortificaciones que debían ejecutarse, según lo resuelto. Juan de la Carrera no había cambiado un ápice su opinión personal acerca de Bamfi, dando continuas muestras de ello también en estos momentos. Dudaba de su inteligencia, su experiencia y habilidad para hacer incluso una planta, que no era conocido entre los de su profesión, y que sus ideas no le inspiraban la menor confianza.
Sin llegar a los extremos de este Capitán General de la Artillería, el gobernador local instaba últimamente a Bamfi a cesar en el trabajo de las fortificaciones exteriores, a que redujese algunas de las obras comenzadas, y a que demoliese las más avanzadas. Excusaba este parecer porque la Real Hacienda sufría estrecheces, España estaba en guerra con Francia, por haber invadido Flandes, Cataluña e Italia; se necesitaba asistir a la Armada, y el temor a que el rey de Mequínez, Muley Ismail, se indispusiera al ver la ampliación de las obras más adelantadas. Tal rechazo y desconfianza le llevaron también a pedir al Consejo de Guerra que el gobernador de Gibraltar, Diego Pacheco, viniese a la plaza de Ceuta y reconociese lo ejecutado en el Campo del Moro, para que, en el caso de que hubiese incumplido las reales órdenes, lo hiciese saber a dicho Consejo, pues no siendo así merecería una ejemplar demostración para escarmiento suyo. Solicitaba igualmente que el padre Cressa, fuese a reconocer la plaza de Ceuta y, sobre el terreno, dispusiese alguna obra que tomase sólo las defensas de la muralla y baluartes, y que sacase por el foso de la obra diferentes hornillos, pues había visto que hacían éstos muy buenos efectos en las fortificaciones avanzadas. Este sacerdote alemán de la Compañía de Jesús había llegado a España a enseñar Matemáticas, y asistía en el Colegio Imperial.
Acuña arreció en sus críticas al gobernador, cuando en su informe detalló que los ceutíes siempre habían sido soldados bien considerados y manejaban bien las armas, tanto en tierra como en el mar. Por eso, no entendía cómo de los 413 que llegó a haber en dos compañías, en esos momentos quedaban reducidos a 196, yéndose a Cádiz y Málaga a emplearse el resto en diferentes ejercicios. La causa de todo ello se achacaba al gobernador local, porque los había reventado trabajando infructuosamente, sin darles socorrillos de refresco, obligándoles a trabajar todo el día como peones, y esto sería válido en caso de sitio, en donde no habría distinción de personas y todos deberían trabajar. El Marqués de la Granja y Gaspar de Portocarrero, también miembros del Consejo de Guerra, ratificaban los criterios de Acuña, llegando incluso a opinar que lo mejor sería mudar al gobernador de aquella plaza, pues mientras él mandase, ninguna resolución tocante a fortificaciones que se opusiese a las suyas, tendría ejecución, desvaneciéndolas con diferentes pretextos, como hasta ahora había ocurrido, sólo por llevar adelante su dictamen.
El rey evitó enfrentamientos directos, dando órdenes al gobernador, el 21 de julio de 1691, para que sin complicarse más el asunto, éste se arreglase según su parecer y, mientras tanto, se tratase de la conducción de la piedra y otros materiales para las obras, previniendo los medios para empezar y continuar estas fortificaciones propuestas por el ingeniero Bamfi, sin descansar en ellas hasta su conclusión.
Ya no volveremos a encontrar a este ingeniero actuando para la corona española hasta el 27 de julio de 1695, en que envió un memorial pidiendo que no se le pusiese impedimento en el cobro de sus sueldos, ya que por estar ocupado en la lectura de la real cátedra de Matemáticas y Fortificación y por tener el grado de Maestre de Campo vivo y de actual ejercicio militar, no estaba comprendido en las órdenes de moderación de mercedes. Hasta pasados tres años, el rey no dio orden para que continuase teniendo durante toda su vida el sueldo y empleo de catedrático de Matemáticas en la Corte, al tiempo que se le abonase el sueldo correspondiente al tiempo que estuvo suspensa la cátedra de Matemáticas, de la que era maestro. El acoso a que estaba sometido este ingeniero se apreció, una vez más, el 9 de diciembre de 1698, en que el Consejo de Guerra preguntó por oficio al Capitán General de la Artillería si aquél debiera ir a servir a Cataluña o permanecer en la cátedra de Matemáticas, sin valorar sus dilatados e incontables servicios a la corona, ni los achaques declarados de su edad.
Ante las fundadas sospechas de que el rey de Mequínez, Muley Ismail, pensara sitiar la plaza de Ceuta, Francisco Bernardo Varona, pidió los constantes socorros de diez o doce piezas artilleras de las que sobraban en Sevilla o Cádiz, con sus ajustes bajos, de los que tenían en los navíos para la prevención de los desembarcos, así como un aumento de la guarnición de infantería y caballería. A primeros de septiembre de 1691, se dio aviso al citado gobernador, a través del Consejo de Guerra, de que se había notificado al ingeniero Serena de que partiese a la plaza ceutí y viese el estado de sus fortificaciones exteriores, y que mientras llegaba desde Milán y, ante la premura de su reconocimiento, se enviara al ingeniero milanés Hércules Toreli.
En la documentación estudiada figuraba como capitán de caballos en la República de Venecia, adonde pasó su padre en 1656, por orden del monarca Felipe IV, y estando su padre en el Estado de Milán, acudió aquél al socorro de la plaza de Candía por haberla sitiado los moros. En dicho sitio murió su padre con el grado de General de Caballería de aquella República. Más adelante, el 15 de septiembre de 1685, el Capitán General del Ejército de Cataluña, Marqués de Leganés, le consideró hombre eminente en la nueva fábrica de morteros, que arrojaban bombas a diferente distancia de la usual, causando terribles estragos en el enemigo; así como hombre muy hábil en las fortificaciones de las plazas, en los ataques, sitios y defensa de ellas, por lo que convenía al real servicio mantenerle en el ejército español, siendo una lástima que se fuese a otro paraje a prestar sus servicios. Así pues, se integró en aquél el 24 de septiembre de 1685, asignándosele cuarenta escudos de sueldo al mes, que serían pagaderos en el asiento de pan y cebada.
Otra opinión muy favorable fue la del Príncipe de Montesarcho, que un mes más tarde le tenía por hábil arquitecto, matemático e ingeniero de morteros, bombas y artificios de fuego. Le acompañó durante el tiempo que estuvo en Francia, y luego le trajo a Barcelona, junto al virrey Marqués de Leganés, quien le mandó que hiciese una visita a las plazas de Cataluña, dejando plantas de todas ellas. Aquí fabricó un pequeño mortero de invención suya que, con la mitad de pólvora con que se disparaba en Francia, alcanzaba sus bombas la distancia de tres cuartos de legua. Ante el temor de que se fuese a otros países extranjeros, Montesarcho pedía para él que se le asignase el sueldo de Ingeniero Mayor, así como que se le hiciese ir a la Corte, junto al Marqués de Leganés, con el referido mortero y bombas, para probarlo ante el rey y sus ministros. El 1 de abril de 1686 seguía empleado en el Ejército de Cataluña, pasando en esa fecha a reconocer las fortificaciones de la plaza de San Sebastián y del castillo de la Mota, pidiendo el Consejo de Guerra al rey que, en este ínterin, no dejase de cobrar los cuarenta escudos que cobraba en Cataluña. El Duque de Bournonville encontró a Toreli, el 27 de septiembre del mismo año, en los presidios de la provincia de Guipúzcoa, con un mortero de nueva invención y su ajuste de bronce, que pesaban 56 quintales de bronce. Comprobó una prueba con tres bombas, que no hicieron todo el efecto deseado, excusándose el ingeniero diciendo que eran bombas viejas, y que para su mortero se debían fundir bombas a propósito, habiéndole además mandado el Capitán General de la Artillería que pasase a las herrerías de Liérganes a dar el modelo de bombas que habían de fundirse. Las novedades artilleras del ingeniero fueron constantes, y prueba de ello fue que, el 21 de julio de 1687, remitió al Marqués de Astorga, Capitán General de la Artillería, ocho muestras de diferentes morteros para que los experimentase y viese el que era más apropiado.
Se le ordenó, el 23 de septiembre de 1687, que pasase de Fuenterrabía a Cataluña, pero no pudo hacerlo por no tener para el viaje. Pidió ayuda de costa y se le concedieron 2520 reales de vellón, es decir, cinco reales cada día. Al año siguiente, notificó al Marqués de Villanueva, secretario del Supremo Consejo de Guerra, que llevaba ya tres años en las fronteras y presidios de Guipúzcoa trabajando en sus fortificaciones, especialmente en la reedificación del castillo de la Mota y en hacer morteros para Fuenterrabía, ante el peligro de invasión gala. Los ministros de la Junta de Disposiciones de Campaña acordaron, el 13 de julio de 1691, que una vez que hubiese dejado delineadas y señalado un ayudante o persona inteligente en su arte que se quedase haciendo la superintendencia de las de San Sebastián, volviese a la Corte para ser pasaportado a Ceuta. Agustín de Medina, General de Artillería del ejército de Cataluña, remitió un memorial, el 17 de septiembre de dicho año, suplicando 600 escudos al año que el rey le tenía concedidos por vía de encomienda o alcaidía de las órdenes militares en el ínterin que vacaba en ellas, para alivio de sus incomodidades, ya que se hallaba con su familia en San Sebastián con crecidas deudas, y con el gasto de su persona en una posada de esta Corte, sin saber cómo mantener a su mujer e hijos, y suplicaba que se le diese orden al Marqués de Valdeolmos, asentista de aquel ejército, de que le pagase sin dilación todas las moradas debidas para que pudiese remediar su precaria situación y acudiese prontamente al real servicio.
Juan de la Carrera le dictó orden real de 18 de septiembre de 1691, para que reconociese diferentes puestos de la costa de Andalucía y Ceuta. Debería empezar por esta última, reconociendo en la Puerta del Campo un puesto que llamaban Plaza de Armas, viendo con especial cuidado qué obras se podrían hacer y que quedasen flanqueadas de la plaza para su mejor defensa, además de lo que estaba construido de tierra que llamaban fortificaciones exteriores. Enviaría después un informe, dando su personal parecer. La obra que se hubiera de hacer era cuestión de nombre, debiendo tener el foso que le correspondiese, no siendo menester profundizar hasta el agua del mar, por el tiempo y gasto que se necesitarían. A este cuerpo se debería añadir su pedazo de estrada encubierta, y que de ésta saliesen algunos hornillos hacia afuera, con la distancia acostumbrada, y que tuviesen sus canales dentro para usarlos en caso necesario. De toda la plaza y desembarcaderos de la Almina y de sus reparaciones precisas se debía hacer planta con toda la distinción y cálculo de la obra que se había de hacer, sacando dicha planta con apuntes y perfeccionándola en Gibraltar, para desde allí remitirla al Consejo, por manos del Marqués de Villanueva.
No es la primera vez que he registrado que las plantas realizadas por los ingenieros de Ceuta no se remitían directamente al Consejo de Guerra para su estudio y aprobación, sino que se tomaban apuntaciones in situ, para ser luego bien perfiladas y delineadas en planta en la plaza de Gibraltar. Ésta debió actuar como centro técnico de planificación de todo el diseño estratégico del Estrecho y norte de África, debiendo contar con la necesaria infraestructura material y humana para la culminación de la mayoría de estos proyectos. El siguiente paso era la remisión de la planta y perfiles al Consejo de Guerra para su revisión y aprobación. A veces, como se verifica documentalmente, se necesitaba la presencia del mismo ingeniero en la Corte para que informara y aclarara, a la vista de los diseños y dibujos originales remitidos, las dudas surgidas entre los distintos miembros del Consejo, o bien porque había que mantenerlos en secreto. Los ingenieros escribían previamente sus informes al rey, y luego eran llamados a los Consejos de Guerra para tratar de los proyectos y darlos a conocer a los sesudos hombres de Estado, ayudándose a veces de maquetas que, desde Felipe II, se denominaron modelos de bulto, en yeso o madera. En el caso de las trazas de las fortificaciones, éstas se destinaban a los que se iban a encargar después de las obras, para servirles de modelo y guía, pero antes habían sido vistas por el monarca y su Consejo de Guerra. Así pues, este ir y venir de las trazas y modelos de fortificaciones a la Corte fue constante en el trabajo de los ingenieros y sus ayudantes. Los ejemplares eran tantos o más, como obras propuestas o iniciadas, ya que todo era cuidadosamente estudiado por la Corte.
Sin duda, las facultades y atribuciones dadas por el monarca filipino a los Capitanes Generales de la Artillería, en las instrucciones de 17 de mayo de 1572 y 18 de marzo de 1574, provocaron interferencias entre la artillería y la ingeniería militar, pues revisando el punto segundo de la última instrucción, encontramos que ...
“siempre que quisiese ver el Capitán General de la Artillería las trazas y modelos que se trajesen al Consejo de Guerra, el mismo Secretario se las mostrase como a persona del Consejo para que las tuviese vistas y entendidas y pudiese dar mejor razón, cuyos modelos y trazas debían estar en poder del Secretario, entre tanto que otra cosa se proveyese como hasta entonces”.
Estas instrucciones se mantuvieron a lo largo del siglo XVII, ampliándose las competencias para el Capitán General de la Artillería hasta límites insospechados, pasando a ser el órgano rector y controlador de la tarea de los ingenieros, anulando muchas veces sus iniciativas, obligándoles a hacer viajes de reconocimiento de plazas sin ayuda de costa, privándoles de su sueldo mensual con normalidad, debiéndoles atrasos con harta frecuencia, e incluso acusándoles de traidores a la patria y llevándoles por ello a la cárcel o enviándoles a plazas sitiadas o distanciadas en África y América.
Siguiendo con la actividad desarrollada por el ingeniero Toreli, hecho el reconocimiento de Ceuta, debía reconocer después la bahía de Gibraltar, sobre todo el terreno que llamaban la Torre de San García en la playa de Getares de Algeciras, y delinear un fuerte, dejando dicha torre en su interior, en el ángulo que mejor le pareciese, porque era de buena fabricación y capaz para ubicar en su parte superior a dos o tres piezas de artillería de campaña, mientras que en el cuerpo de dicha torre se podrían hacer oficinas para las municiones. El fuerte tendría una capacidad para 200 hombres, con su foso y estrada encubierta, y con ocho o diez piezas de artillería gruesa. Para estas obras, la cal, la arena, la piedra y el agua necesarias se podrían coger de la misma zona, debiendo Toreli sacar la planta y su cálculo, y remitirlos luego al Consejo. A continuación tendría que pasar a Tarifa a reconocer las murallas antiguas y ver lo que se debía reconstruir, y después recorrería toda la costa hasta Sanlúcar de Barrameda, para marchar desde allí a la Corte.
El Consejo de Guerra mandó que por parte de la Pagaduría de Artillería se le abonasen a Toreli 50 doblones prontamente, dándose también la orden para que cuando pasase a Sanlúcar se le librasen otros tantos, y pudiese hacer el viaje de vuelta a la Corte. Una vez aquí, se vería el tiempo empleado en la fortificación de las plazas visitadas, así como del dinero gastado en los viajes, proponiendo el rey qué debería dársele a continuación para que marchase a San Sebastián y Fuenterrabía a continuar sus fortificaciones, volviendo por último a Cataluña, donde tenía su plaza y sueldo vivo. En estos momentos, la opinión que tenía la Corte respecto de Toreli era de persona práctica y de toda aprobación en su profesión.
El rey ratificó la instrucción dada por el Consejo de Guerra respecto a las obras que Toreli debiera hacer en la plaza de Ceuta, puesto que debiendo ser éstas de gran duración, era preciso que fuesen todas de cantería, de sillería o ladrillo. Para ello, una vez que se tomaron los ángulos y el cordón de la misma piedra, mandó que se diese providencia al transporte de la misma, avisando a los gobernadores de Cádiz y Ceuta para que enviasen a personas prácticas a distintos parajes de la costa andaluza cercanos a esta plaza y sacasen y labrasen la piedra. Igualmente, que transportasen los quintales de ésta en barcos longos o laúdes, valorando el coste de su labor y conducción, añadiendo que el gobernador ceutí notificase qué género de piedra había en esta plaza o cerca de ella, si se podría labrar, al igual que si había posibilidades de fábrica de ladrillo. Contando así la plaza con todos los materiales necesarios, en cuanto llegase el ingeniero no perdería tiempo en la ejecución de sus fortificaciones. Ordenaba el monarca a ambos gobernadores, por último, que dijesen conjuntamente su opinión al respecto, para que se pudiese tomar una resolución conveniente.
Mientras tanto, el Marqués de Valdeolmos, asentista de granos del ejército de Cataluña, cursó el expediente de Toreli al rey el 3 de octubre de 1691, el cual decretó que se le pagase el sueldo de un año, a fin de que pudiera socorrerse y acudir a sus obligaciones como ingeniero, tomándose la carta de dicho pago por parte de los contadores de los Libros del Sueldo que residían en la Corte, quienes pasarían oficio de dicha resolución al ejército de Cataluña, a fin que éste no duplicase dicha paga. El total a abonar era de 179.520 maravedíes de plata, que hacían el año de sueldo, a razón de cuarenta escudos mensuales. Nueve días más tarde, el Duque de Sesa dio aviso al rey de que Toreli necesitaba 50 doblones para volver a viajar a Ceuta y costas de Andalucía, a lo que aquél mandó que el gobernador de Hacienda proveyese dicha cantidad a disposición del duque para que se entregase a tiempo al ingeniero y no se detuviese por esta razón.
En el capítulo de obras realizadas en las fortificaciones interiores y las que se necesitaban hacer para el reparo de las murallas que cerraban la plaza de Ceuta, el gobernador local mandó una relación, el 23 de octubre de 1691, siendo calculada por el maestro mayor, Juan de Ochoa. En la cortina que miraba al Estrecho o bahía norte, se repararon diferentes concavidades abiertas por el mar con una base de sillería de 65 varas, suficientes para el batidero del agua; todo ello con un valor de 1800 pesos. Se hicieron 480 varas de banqueta de cal y canto, de tres cuartos de alto y media vara de ancho, la cual servía para que no cayesen las personas durante la noche, y de sostenimiento de las piezas artilleras cuando se calentaban; todo ello costó 540 pesos. Se había realizado la reedificación de la Casa del Hacho en lo alto de la ciudadela, a base de cal y piedra, arena y tejas y donde convenía que asistiese el almotadén y los que servían de atalayas para otear el Estrecho y el Campo de los Moros, junto a peones y oficiales, gastándose por todo esto 87 pesos; además de la madera, clavazón, una escalera, una puerta y cuatro ventanas a los cuatro vientos para atalayar, que costó cuarenta pesos y medio. Así pues, todo lo realizado hasta ahora sumaba un total de 2467 pesos y medio.
En dicha cortina que miraba al Estrecho, había que reparar también otras concavidades que, debidas al batidero del agua, estaban en ruinas, hasta un total de 190 varas, por un valor de 4140 pesos de coste. Para el espigón y reparación de la boca del foso de la playa de Santa Ana, eran necesarias cuarenta y cinco varas de largo, seis de alto y otras seis hiladas de sillares por un lado y por otro, según la correspondencia del foso con cuatro varas de grueso, que era lo que precisaba para resistir los golpes de mar; todo esto costaría 3000 pesos. En la Cortina de San Juan de Dios y sobre la Puerta del Campo faltaban por hacer 360 varas de parapeto, para que así no se cayesen los soldados de noche, y de sostenimiento de las piezas artilleras cuando se calentaban; todo esto con un coste de 360 pesos. Lo que se debiera ejecutar importaría 8500 pesos, subiendo tanto el coste porque la sillería de piedra se había de cortar y conducir desde la Península, junto con la cal, puesto que ni una cosa ni otra se encontraban en la Almina.
A finales de octubre de 1691 llegó a la plaza de Ceuta el capitán ingeniero Hércules Toreli, que vio y reconoció tanto las fortificaciones interiores, como las exteriores de la misma, sus almacenes y graneros, todo lo hecho y lo que en la relación de Juan de Ochoa había que repararse, así como lo que dejó delineado Julio Bamfi. Llegó incluso a reconocer todo el terreno de la península de la Almina y los posibles puntos de desembarco. Ante el aviso dado en meses anteriores por parte del gobernador local de la existencia de una mina de azogue descubierta en la Plaza de Armas, Toreli aprobó la iniciativa de que se mandase venir de Almadén a esta plaza capataces para reconocerla, porque parecía de muy buen mercurio, y por el lado donde decían que corría resultaba provechoso para las fortificaciones exteriores, pues la mina quedaba justo dentro de la Plaza de Armas empezada a fortificar.
En el mes de noviembre del mismo año, Toreli remitió, desde el Puerto de Santa María, una relación de la plaza ceutí, sus fortificaciones y reparos necesarios para su regular defensa, a la que acompañaba planta, la cual no ha sido localizada en toda la documentación manejada relativa al ingeniero. Dicho proyecto fue aprobado al mes siguiente por el Consejo de Guerra, pidiendo éste que de las cuatro partes del mismo, relación, planta, explicación, tanteo y coste de las obras, faltaba solamente que Toreli remitiera las dos últimas. Primeramente, la Puerta Principal que salía al campo, el cual estaba situado al costado de la plaza, estaba enfilada y descubierta por una colina dentro del tiro de cañón, por cuya causa en tiempo de sitio sería preciso terraplenarla, quedando la plaza sin puerta, y siendo preciso que la hubiera para comunicar a las fortificaciones exteriores que se debían de hacer, era necesario que se abriese una en medio de la cortina, pues era la regla común del arte militar, y de esta suerte quedaría cubierta la salida y la retirada sin que pudiera descubrirse desde el Campo del Moro.
En segundo lugar, los dos baluartes principales de la plaza, correspondientes a las Murallas Reales, tenía uno 72 pies de altura y otro 64, entendiéndose desde el fondo del Foso de agua, el cual subía en pleamar a ocho pies a lo máximo. La contraescarpa tenía, por la parte norte, cuarenta y dos pies de altura desde la profundidad del foso, y 50 al mediodía, por cuya razón no se podía abrir foso de agua en el Rebellín, por no poder ser defendido desde la plaza por su mucha altura, ni tampoco un foso seco, por mediana profundidad que tuviese. Por ser necesario que se cortase la contraescarpa para lo que ocupase la anchura del foso, sería preciso echar un puente desde cada lado para la comunicación de los defensores, y así le parecía al ingeniero que no convenía que se hiciese ningún foso, porque en aquella parte se hallaba el terreno superior en altura a las fortificaciones que se llamaba el Topo, y abriéndose a dicho Rebellín, foso y estrada encubierta, ocuparía más terreno y quedaría más al descubierto de dicha prominencia, y la estrada encubierta quedaría enterrada, sin poder descubrir el terreno. Tampoco convenía porque, abriéndose dicho foso, los reductos tendrían la defensa corta y les quedaría por los lados poca estrada encubierta, resultando que la caballería de la plaza no podría, debido a los puentes del foso, correr la estrada encubierta, que era lo más importante en aquel paraje para que toda la fuerza estuviese unida y así por reconocer este inconveniente y otros le parecía a Toreli que lo mejor era delinear las fortificaciones exteriores sin foso, para que quedasen más descubiertas de la plaza y defendidas por ella, haciéndose sólo la estrada encubierta al Rebellín, con sus reductos de modo que quedasen muy capaces de defensa para la caballería e infantería.
A la media luna o rebellín no se le podía dar mayor capacidad, por ser la proporción que le correspondía según el arte militar, siendo preciso tomar la defensa en la cortina, que era donde debía llegar su frente por ser corto, y así el rebellín tendría más capacidad artillera, quedando también más flanqueado de la plaza. La Estrada Encubierta convenía prolongarla por su parte norte, por ser el terreno más bajo de cuarenta pies, respecto al Topo que estaba situado al sur, necesitando ir graduando dicha estrada hasta la altura del rebellín, la cual debía tener tres banquetas de un pie y medio cada una para que quedase cubierta su plaza. A la otra Estrada Encubierta Principal se le debían hacer dos banquetas por la misma razón, y en ambos frentes del rebellín, en su estrada encubierta, se haría un hornillo en cada uno de ellos, profundos hasta sus cimientos. Los espolones que estaban a ambos lados de la plaza eran muy provechosos porque cubrían sus costados y descubrían las avenidas de la parte del Topo y Cañada del Arenal. En el caso de que el enemigo sitiara la plaza, sería lo mejor para nosotros que empezase sus ataques por los baluartes, a una distancia de 300 pies, y bajasen hasta llegar a 50 pies del foso, hacia la parte del Topo; igualmente, por la parte norte de la Cañada del Arenal hasta veintiocho pies. Si fuese así, tendrían un trabajo dificultoso, ya que el terreno era de pizarra y necesitaría mucho tiempo para conseguir el ataque, y en el caso probable de que consiguiese llegar a la contraescarpa, debería profundizar la base del foso, siendo esto imposible sin primero cegarle, y aún con esta diligencia no podría lograrlo por tener cada baluarte una pieza artillera en su casamata, que no podían ser descubiertas si no era desde el mismo foso, embarazando siempre cualquier operación.
La costa de la península de la Almina que miraba a Gibraltar estaba compuesta de ribazos con muchas peñas cerca de la orilla, si bien tenía una ensenada pequeña donde podía entrar sólo una chalupa. Por la parte del Mar de Tetuán, el terreno era más áspero, contando con algunas ensenadas donde entraba también una chalupa, por tener muchas peñas alrededor, en cuyo paraje se embarcó el embajador de Mequínez. Para eliminar este paso se debería echar mucha peña suelta y cegarlo, y aunque habían puesto aquí una pieza artillera para su defensa, opinaba Toreli que no debería estar fuera de la plaza ninguna pieza de cañón, pudiéndose defender aquel paraje con la caballería, ya que si el enemigo desembarcaba en él, no podría ser más que de infantería. El resto de la costa hasta la plaza tenía muchos ribazos altos y bajos y el terreno era llano, de modo que hacían fácil su defensa y las avenidas que daban al Mar de Tetuán con ayuda de mosquetería y caballería.
Toreli consideraba como plaza tan sólo lo urbanizado, en este caso, el núcleo central o ístmico, mientras que el resto, tanto la parte continental o Campo del Moro y la península de la Almina, lo entendía como elementos tan alejados y de tan difícil defensa, que no formaban realmente parte del conjunto urbano. Por esto no nos debe extrañar que llegase a afirmar que en el recinto de la Almina no se debería situar ninguna pieza de artillería, siendo tan sólo necesarias la caballería, infantería, y algunos artilleros. En la planta situó también un playazo en la Ribera, que estaba defendido por los traveses del Espolón o Coracha Sur y la torre, no pudiéndose atacar sin tener comunicación del terreno y contar con muy poco espacio.
El desembarco en la costa de la península de la Almina era muy dificultoso por la cortedad de sus ensenadas, no pudiendo entrar en caso de sitio ninguna chalupa por esta parte. El socorro más pronto y seguro de la plaza debía ser por el Foso de la Almina, por estar defendida su entrada por un cañón, y se contaba con un canal frente a dicho foso, hacia Gibraltar, por donde podía entrar cualquier barco. Para que el socorro fuese efectivo, se debería abrir el foso ocho o nueve pies de hondo y dos terceras partes de largo, quedando la otra tercera parte cegada, como se encontraba del lado del Mar de Tetuán. En la cabeza o entrada de este foso, 80 pies mar adentro, se estaba acabando un recogimiento o fondeadero para una galeota, a base de estacas tipo cajón, y con su vacío terraplenado de tierra y cascajo. Toreli opinaba que ...
“esta obra no era conveniente, por ser temporal y de poca consistencia, porque siendo desbaratada por el oleaje se cegaría la entrada a dicho foso, el cual tanto importaba para el socorro de la plaza”.
Toreli remitió una carta al Consejo de Guerra el 25 de noviembre de 1691, explicando a Juan de la Carrera que no le había podido enviar la planta de la plaza de Ceuta desde Gibraltar, por haber fallado el correo. Ante la premura de su entrega, la llevó consigo durante ocho días para entregarla a la primera persona que encontrase por los lugares de seguridad y la llevase a esa Corte. En ese tiempo, le cogió un temporal en el camino, de modo que, pasando por un arroyo cercano a Medina Sidonia, se cayó al mismo la mula del alférez reformado llevando ésta la maleta en la que iban la planta y otros papeles, perdiéndose todo, lo que le obligó a hacer otra en el Puerto de Santa María, que es la que le remitió con su informe, a través de un mozo de mulas conocido que acudía a la Corte por no perder tiempo, y mientras tanto buscó la forma de cobrar lo necesario para el viaje, pues aunque cobró 50 doblones, tuvo que invertir este dinero en comprar las cuatro mulas con las que reconoció la costa andaluza y fue a la Corte.
De la anterior carta extraemos una serie de notas significativas que sirven para apreciar las deficiencias que tenía el Estado español en lo relativo a la falta de disposición de una infraestructura efectiva de postas que remitiese pronta y confidencialmente los documentos de los ingenieros a la Corte, y no tener que estar éstos supeditados a la primera persona que marchase allí para entregarlos. La seguridad de estos papeles confidenciales debía ser un aspecto fundamental en la estrategia de defensa nacional, y esto no cobraría esencial importancia hasta el siglo XVIII, donde los proyectos de defensa activa y pasiva, junto a las investigaciones y avances artilleros, fueron el foco de atención de las potencias europeas, que no dudaron en llevar a cabo muchas veces casos de espionaje industrial y estratégico con tal de ir por delante en los distintos teatros de la guerra existentes por entonces. Por esto, nos llama la atención que Toreli, ante el estropicio de sus trabajos, debiera reproducir los mismos sobre la marcha a partir de apuntes, croquis o borradores, que llevaba entre sus pertenencias, cuando lo normal sería que existiesen reproducciones de los mismos en la plaza en que fueron elaborados, y así evitar tales problemas posteriores.
A mediados de diciembre de 1691, este ingeniero calculó que, para defender todas las fortificaciones de la plaza de Ceuta, se necesitaban 4000 o 5000 hombres. Igualmente, aportó el capítulo de las mediciones, así como la explicación de la planta y coste de las obras proyectadas, según arte matemático. En toda la documentación de Toreli no hemos podido encontrar la citada planta, por lo que sólo nos referiremos a los capítulos primero y tercero de los enumerados arriba. Así, los frentes del rebellín de 500 pies cada uno de largo por quince de alto desde su cimentación y nueve del parapeto, reducidos a varas cúbicas, a razón de veintisiete pies cúbicos cada una, sumaban los dos frentes un total de 2500 varas cúbicas. La Estrada Encubierta Principal y sus reductos, de 1080 pies de largo, nueve de alto con el parapeto y sus tres banquetas, y cuatro de grueso, sumaban 1321 varas y trece pies. La contraescarpa del rebellín, con 480 pies sus frentes interiores, once y medio hasta el parapeto, y el terraplén con diez pies de ancho, siete de alto y cuatro de grueso, sumaban 622 varas y seis pies. La Estrada Encubierta, de 1000 pies de largo, nueve de alto y cuatro de grueso, sumaban 1333 varas y nueve pies. La estrada encubierta del Foso de la Almina, con 1000 pies de largo, incluyendo su reducto que tenía con su banqueta seis pies de alto, sumaban 889 varas y veinticuatro pies.
Costando cada vara cúbica a razón de dieciocho reales, el cálculo del coste total para todas las fortificaciones exteriores, según Toreli, ascendía a 53.328 reales de vellón, es decir, 7999 reales de a ocho, de a quince reales y reales reales. Este coste inicial se podría ver aumentado con otro adicional de 3500 reales de a ocho, por tener que abrir los cimientos y el Foso de la Almina, por ser su terreno muy desigual, así como por las peñas que se podrían encontrar y tener más trabajo el sacarlas. Con todo ello, el valor real de las obras podría ascender a 11.499 reales de a ocho y tres reales.
La planta realizada por el ingeniero no pudo ser encontrada, pero sí su explicación. En ella, decía Toreli, que todo lo delineado de color rojo y amarillo era obra hecha y estaba en buena defensa, aunque no perfeccionada en las fortificaciones exteriores. A este respecto, debemos recordar que, desde el siglo XVI, el empleo del color por los profesionales de la ingeniería militar fue un código que servía para distinguir lo construido de lo nuevo por hacer, siendo el color rojo empleado para indicar lo que era construido de antiguo, y el amarillo era lo nuevo por hacer. De la misma manera, se empleaba el color para entender mejor las distintas propuestas que planteaban los ingenieros, como el caso de Toreli, sobre una fortificación, pero normalmente aquél no se empleaba cuando se trataba de dibujar detalles pormenorizados de dicha fortificación. Incluso, cuando se trataba de una planta que recogía lo delineado por otro ingeniero anterior, expresando lo que convenía que se ejecutara, se usaba el color negro con líneas de puntos. Como vemos, el valor de las gamas cromáticas anteriormente expuestas sufrió modificaciones con el cambio de centuria, pero lo que no cambió fue el empleo de la técnica del lavado22 (Sáinz, 1990).
Los distintos enclaves poliorcéticos detallados por Toreli en la planta de la plaza de Ceuta fueron el Baluarte de Santiago, el de San Sebastián, la Plaza de Armas antigua puesta en defensa, la puerta de dicha plaza que no se descubría desde el Campo Exterior y se defendía de la Plaza Principal, junto a su estrada encubierta; el Baluarte de San Pablo, el de San Pedro, el Foso, la lengua de sierpe construida con su empalizada, la Cortina de la Plaza de Armas situada entre los Baluartes de San Pedro y San Pablo, con su estacada; el Barranco del Chafariz, la muralla antigua que tenía seis varas de altura, el ataque cubierto que miraba a la plaza con su muralla antigua, los padrastros a tiro de arcabuz, el ataque que venía del Barranco y Puente de Arzila o Afrag, padrastros a tiro de mosquete y escopetas largas de los fronterizos, barrancos por donde bajaban a cubierto la caballería e infantería con capacidad para muchos soldados, el paraje donde se solían fortificar los soldados enemigos cuando atacaban la plaza con gran volumen de gente; parajes en el Morro de la Viña desde donde podían batir con rigor la Coracha y las dos terceras partes de la plaza abriendo brecha en la Muralla de la Ribera, por lo que se propuso prolongar la obra antigua de la Coracha ya que era menor este gasto que reedificar la citada muralla que estaba desmoronada a pedazos y desplomada en partes. Por esta razón, se sirvió de la distancia existente entre ella y las casas pequeñas para hacer un terraplén que sirviera de banqueta o resguardo para disparar desde la pared del tejado que servía de parapeto y falsabraga, quedando esto último en ejecución.
Los demás enclaves enumerados por el ingeniero fueron la Torre del Vicario, como punto hasta donde alcanzaba la artillería; el Topo, cañada muy buena encubierta a diez pasos de la Plaza de Armas, que se comunicaba con el Morro de la Viña y el Barranco del Alcaide. La artillería ceutí alcanzaría hasta aquí y mucho más si no se cubriera el enemigo con el barranco y las trincheras construidas. Aparecieron también enumeradas la Torre de la Araña, el reducto unido a la estrada encubierta con su estacada y la cortadura, que se levantó en aquellos días en que se vieron los fronterizos para resguardo de la plaza de Santa Ana y de la Estrada Encubierta. Serviría de defensa del terreno trapecio si se ejecutaba el foso que iba desde el rebellín delineado por Bamfi hasta el despeñadero y avenida del Morro, sin ser enfilado por ninguna eminencia.
En este plano, Toreli superpuso su delineación a color a la enviada por Bamfi que iba en color negro de puntos, y que constaba de los siguientes puestos: el rebellín situado frente a la Cortina de San Pedro y San Pablo, además de la Plaza de Armas antigua puesta en defensa; la porción que se había de añadir al Baluarte de San Pedro, con el que se cubría lo más débil del Albacar, pudiéndose montar así contrabaterías; la Estrada Encubierta de toda la obra delineada, la empalizada, los fosos que se debían abrir, el rebellín con ángulo recto construido enfrente de la cortina que miraba al Campo de los Moros y el terreno trapecio, un medio cubo de obra antigua de cal y canto.
En otro orden de cosas, el 16 de febrero de 1692 Toreli presentó al rey un memorial pidiéndole el título de Ingeniero Mayor y Superintendente de todas las fortificaciones del reino. El monarca, asesorado por el Consejo de Guerra, no accedió a tal petición. Del mismo modo, hasta primeros de marzo de ese año no resolvió el Consejo, y luego el rey, lo propuesto por Toreli en su planta. Por dicha resolución, se previno al gobernador de la plaza de Ceuta que si los fosos eran de agua sería preciso que todo lo que estuviese debajo y una hilada más fuese de piedra picada de sillería, y siendo el foso seco debería llevar tres o cuatro hiladas de piedra en su cimentación, con el cordón de piedra y los parapetos de ladrillo. Se le encargó también que se hiciese cargo del aprovisionamiento y conducción a la plaza desde Gibraltar de la cantería y cal necesarias, y que se transportaran de inmediato, como fuese, para tener los materiales a mano y poder empezar pronto las obras. Para esto, el Consejo mandó al gobernador de Hacienda que librase en Gibraltar la tercera parte de los 11.499 reales de a ocho necesarios para las fortificaciones.
Todas estas premuras en ejecutar las fortificaciones delineadas debían entenderse porque había transcurrido mucho tiempo, por la importancia de esta plaza y por los enormes deseos de los magrebíes de apoderarse de ella. El Consejo pedía al rey que diese providencia al suministro, sin más dilación, de los medios solicitados, y que resolviese lo más conveniente.
El gobernador volvió a expresar al Consejo de Guerra su malestar por no ser la planta de Bamfi la aprobada y sí la de Toreli. Se basó en la corta capacidad de este último como ingeniero, así como al poco tiempo que permaneció en Ceuta, tan sólo dos días, en cuyo corto espacio de tiempo no pudo especular lo que era necesario que se reparase e hiciese. El Consejo no aceptó esta propuesta, ni su solicitud complementaria de recibir 4000 pesos para las fortificaciones interiores. Se limitó a censurar la labor de dicho gobernador diciendo que, desde que estaba en la plaza, no pensaba más que en dejar de ejecutar y contradecir las órdenes enviadas, habiendo gastado mal el dinero para obras y fortificaciones. Llegó dicho Consejo a pedir al rey que debería cumplirse la norma de que los gobernadores de las plazas africanas estuviesen en el cargo por tres años, y siendo el caso de que Varona estaba próximo a cumplir un trienio, pues fue nombrado el 24 de marzo de 1689, nombrase a otro con mejor disposición que el actual. La resolución real favorable a este cambio se dio a finales de 1692.
La máxima autoridad ceutí se valió del caudal del producto de los atunes, finalizando el mes de julio de este año para las fortificaciones interiores y exteriores. Para las primeras, reparó las murallas de la bahía norte, siguiendo el método expuesto por Juan de la Carrera, que consistía en reconocer por fuera lo que habían profundizado dentro los socavones, midiéndose con picas, y según la profundidad debería abrirse una zanja por el lado interior de la muralla y pegada a ella. Por la parte exterior, es decir, por donde batía el mar, dejando espacio para los sillares de cantería, se precisaba tapar el agujero con tablones calafateados y afianzados con algunos puntales pequeños. Una vez realizada esta operación, se macizaba todo el hueco del agujero con mampostería, pues procurando los tablones que no entrase el agua, tendría tiempo de endurecerse, ya que si esto no ocurriese así, al tiempo que se fuese poniendo la mampostería, el mar la iría sacando. Macizando el hueco interior se podría poner la cantería azulajada, es decir, revestida de ladrillos, y quedaría firme de una vez, pero los agujeros que estuviesen en la superficie de la muralla se habrían de tapar por fuera, debiéndose comenzar por los que penetraban dentro, por ser los más arriesgados. Para llevar a cabo las fortificaciones exteriores delineadas por Toreli, también se valió el gobernador de parte del caudal del producto de los atunes, sobre todo para la media luna, que tomaba las defensas de la cortina y de los baluartes con su foso, estrada encubierta y estacada.
Antes de continuar con la actividad poliorcética desarrollada por otros ingenieros en la plaza de Ceuta, pasaremos a detallar la desplegada por Toreli hasta final de siglo, pues como consta en su expediente personal, dejó de intervenir en aquélla desde finales de julio de 1692. A partir de esta fecha, la primera aparición del ingeniero fue el 8 de abril del siguiente año, en que se le mandó ir a la plaza de Orán desde Cartagena, delineando sus fortificaciones costeras y avisando el 29 de julio de la entrega al gobernador de aquella plaza de las plantas de sus fortificaciones, al tiempo que avisaba de las pretensiones del rey de Mequínez, Muley Ismail, de sitiar la plaza. Permaneció aquí tres meses y durante esta estancia, además de las plantas, realizó los modelos de yeso en relieve, con el objetivo de que cualquier ingeniero pudiese levantar la fortificación con más facilidad, por tratarse de una obra ordinaria.
El ingeniero solicitó socorro, el 16 de noviembre de 1693, para sacar en limpio las plantas generales de Orán y Cartagena, pues había llegado de reconocerlas. El Consejo de Guerra vio prudente que se le ayudase con 50 doblones más de ayuda de costa .Marchó a reconocer las fortificaciones de la plaza de Málaga, el 29 de enero de 1694, pidiendo socorro por haber gastado ya la ayuda de costa que se le dio para el viaje. Igualmente, delineó una planta general de la plaza de Almería, donde se advertían los reparos necesarios para su regular defensa. A finales de mayo de este año se encontraba en la Corte, de vuelta de reconocer las estructuras poliorcéticas de la costa de Granada, ordenándosele que pasase luego a Navarra para reconocer las de Pamplona.
Remitió a la Junta de Tenientes Generales, el 19 de septiembre de este año, un memorial que relataba sus servicios a la monarquía, y donde constaba la súplica de que se le concediese el grado de Maestre de Campo, el título de Ingeniero Mayor de España, o algún empleo en artillería que fuese de su profesión. La Junta le contestó que las órdenes que prohibían graduaciones no deberían afectar a los ingenieros, a quienes era menester alentar con ellas, por no tener otro tipo de ascenso en su profesión y línea; y que el rey le permitió el grado de capitán de caballos, rechazándole todo lo demás. A primeros de octubre remitió planta e informe de las defensas de Pamplona, teniendo como ayudante a un alférez reformado, y pidiendo 50 doblones a la Presidencia de Hacienda. Otro memorial suyo fue remitido el 16 de noviembre, pidiendo el socorro de esos 50 doblones de ayuda de costa, en atención a los muchos gastos que tuvo en servicio al rey en diferentes plazas de España y África, y haber ido a asistir a las fortificaciones de la plaza y castillo de Pamplona, habiendo llevado en todas esas ocasiones un ayudante a su costa. Nos aparece en otro memorial, fechado el 19 de agosto de 1696, como capitán de caballos, arquitecto militar y civil, matemático e ingeniero, y citando sus servicios en Cataluña, Fuenterrabía, San Sebastián, Laredo, Santoña, Gibraltar, Tarifa, Algeciras, Ceuta, Sanlúcar, Cartagena, Málaga, Almería, Pamplona y Orán. En el mismo, volvía a pedir el grado de Maestre de Campo, no siéndole admitido. Pasó a la plaza de San Sebastián, donde se jubiló en el siguiente siglo.
Continuando con la labor de los ingenieros en la plaza de Ceuta, el Consejo de Guerra estimó acuciante la realización de sus fortificaciones, conviniendo su ejecución sin más dilación. Para ello, se apremió al gobernador de Hacienda, en agosto de 1692, para que enviase los 1000 doblones que ya se habían aprobado en meses anteriores, y remitiendo esta cantidad a la plaza de Gibraltar. Al propio tiempo, el Consejo pidió que el rey ordenase el pase a esa plaza de Antonio Osorio, ingeniero y práctico en fortificaciones, para hacerle ir a la de Ceuta cuando conviniese. Este ingeniero estuvo asignado en la dotación del presidio de Gibraltar, el 2 de junio de 1687, con 50 escudos mensuales de sueldo, como disfrutó Octaviano Meni, a quien después se le aumentó hasta 100 escudos, con el grado de Teniente de Maestre de Campo General, puesto que había servido como profesional en los ejércitos de Milán, Flandes, Alemania y Holanda con sobrada suficiencia, gran aplicación y celo en todo lo que podía contribuir al servicio real, pasando después a la plaza de Larache.
Al año siguiente escribió una carta desde Cádiz al Consejo de Guerra, informándole de que había vuelto de fortificar aquella plaza, donde estuvo seis meses, aunque para su conclusión debía volver al año siguiente. Su Capitán General, el Conde de Aguilar, le pedía personalmente al rey que le concediese el sueldo de capitán de caballos corazas españoles, de las cajas de las provisiones generales de Andalucía, por no pagársele ni poderse sustentar con los 50 escudos mensuales que se le señalaron en Gibraltar. Esta asignación era para que asistiese como ingeniero militar en las costas de Andalucía, plazas de África y demás lugares. Según el Capitán General, Osorio puso reparo a las murallas de la plaza de Larache, dispuso almacenes, renovó el montaje de la artillería, trabajó en cortaduras y contraminas y ejecutó todo lo que podría conducir a dejarla en buena defensa. El Consejo acordó, al mes siguiente, dicho aumento de sueldo solicitado, una vez que hubiese concluido la fortificación de dicha plaza. Fue herido en la rodilla izquierda de un escopetazo en uno de los avances realizados en la plaza, el 27 de enero de 1692, siendo hecho cautivo y liberado gracias a la piedad del rey español. Osorio pidió al Consejo que se le asignase consignación de las fortificaciones de la ciudad de Cádiz.
Por carta del Duque de Sesa y Baena, Gran Almirante, al Marqués de Villanueva, pasó Osorio desde Gibraltar a Ceuta, el 7 de diciembre de 1692, a reconocer las fortificaciones que se debían hacer. Al propio tiempo, el gobernador local, Francisco Varona, remitió a Juan de la Carrera dos relaciones en las que detalló el armamento y las 9078 fanegas de trigo que tenía de reserva en los almacenes. Pidió alguna pólvora, cuerda, un mortero, bombas y soldados artilleros que las manejasen, y artificios de fuego con sus ingredientes, porque en caso de sitio el paraje donde se cubrían los marroquíes se componía de muchos barrancos, pudiéndose arrimar fácilmente a la plaza. Solicitó también molinos de mano, ante la afluencia de más enemigos en caso de sitio, y que se ordenara al asentista local que recabase en Gibraltar la fábrica de 1500 quintales de bizcocho, vino y otros comestibles. Juan de la Carrera contestó afirmativamente en lo tocante a la necesidad de soldados y municiones de boca y guerra, y en lo concerniente a la pólvora, le contestó que en Málaga había cantidad suficiente, por lo que las galeras podían cargar allí 200 quintales y traerlos a la plaza ceutí; mientras que la cuerda necesaria se podría remitir desde Gibraltar. En cuanto a las armas y pertrechos, dijo que había visitado los almacenes, dejando constancia de sus existencias. En lo referente a lo del mortero y bombas, el gobernador dijo que era la primera vez que había oído su uso desde las plazas al campo enemigo, porque su mayor terror era la ruina de las casas y edificios, por el fuego que producían. Había visto, en diferentes lugares, tirar bombas con canalejas a sus fosos con agua, a fin de quemar las galeras, pero no teniendo la plaza de Ceuta más que un ataque, el Foso de agua del mar y el Foso de la Almina con agua que entraba y salía, no podían ser de provecho las bombas de canaleja, puesto que también había dificultad en encontrar maestros artilleros que las cargaran y dispararan, salvo en Cataluña. Ni en Cádiz, ni en los parajes colindantes al Estrecho, se sabía quién las podía entender, así como tampoco los artificios de fuego.
Las diferencias entre Varona y De la Carrera desembocaron, a primeros de diciembre de 1692, en el cese del primero y en el nombramiento de Sebastián González de Andía Rarazábal Álvarez de Toledo Henríquez de Guzmán, Marqués de Valparaíso y Vizconde de Santa Clara. Éste hizo una exposición al rey, a primeros de enero de 1693, del estado en que se encontraba la plaza de Ceuta y de lo que mejor necesitaba para su regular defensa, que como veremos echaba por tierra todo lo planificado por su antecesor. Decía que Varona había hecho unas fortificaciones exteriores en la Puerta de Tierra que era la única salida dela plaza, con un único ataque, reduciéndose aquéllas a una pared de tierra sin foso, ni ángulo, ni otro género de defensa que unas estacadas arrimadas a la misma tierra, hallándose caídas y con brechas de 60 pies, estando lo demás en idéntico estado. La vigilancia de esta fortificación estaba encomendada a 60 hombres, repartiéndose un alférez con veinte hombres en el Rebellín de la Plaza de Armas, que encerraba el Baluarte de San Pablo, el cual estaba indefenso por ser un gran recinto y por hallarse arruinado en varias partes; un sargento reformado con seis hombres en la Torre de Santa Ana, que era donde terminaba la Estrada Encubierta; un cabo con tres hombres en una cortadura que a la mitad de la Estrada Encubierta hacía ángulo con la contraescarpa del foso principal de la plaza; un capitán con veinte hombres en un medio baluarte de poca capacidad y defensa, y vecino a las Puertas de San Pedro; tres hombres en el Primer Rastrillo, situado al final de todas las puertas; un sargento vivo con siete hombres en las primeras puertas, fuera del puente.
Estos soldados corrían gran peligro, salvándoles la falta de resolución de los enemigos, ya que tratándose de un circuito urbano muy grande por vigilar, los puestos que ocupaban eran pocos si valoramos el terreno que quedaba al descubierto, amén de las brechas abiertas en las murallas. Así pues, la falta de guarnición y lo abandonada que estaba la existente, fueron los dos aspectos más criticados en principio por el nuevo gobernador. El tener que abrir nueve puertas antes de llegar donde estaba el primer cuerpo de guardia, planteaba entorpecimiento en caso de ataque enemigo, pues en este caso el gobernador no podía saber su dirección ni la gente que venía, por lo que no se podía arriesgar a que ninguno de los soldados ceutíes se perdiese fuera, ni menos aún abrir de noche las puertas. Las líneas fortificadas trazadas por su antecesor estaban construidas de materia sólida tapial, de tierra y arena, pero arruinadas en gran parte por la acción del sol y del agua. No había dudas de que podrían detener algo el ímpetu enemigo, por lo descubierta que se hallaba esta puerta por la parte del Campo del Moro. Como colofón a estas peticiones y sugerencias, el nuevo Capitán General de la plaza solicitaba el pase aquí de un ingeniero para que pudiese informar personalmente de lo que se necesitaba, y resolver si los citados 60 hombres se debían mantener en sus puestos, ante las dificultades representadas. Esta opinión era compartida por Lorenzo de Ripalda, Sargento General de Batalla, el cual hacía ocho días que había llegado a esta plaza.
El Consejo de Guerra se conformó con todo lo expuesto por el Marqués de Valparaíso. En el punto de mantener o no a los 60 hombres que salían al Campo del Moro a guarnecer las fortificaciones exteriores, opinó que fuese el propio gobernador quien arbitrase lo conveniente, oyendo a los cabos y personas prácticas de la plaza. Respecto al pase de un ingeniero, el Consejo contestó que estaba nombrado y que asistía por entonces en el puerto de Gibraltar, tratándose de Antonio Osorio. Se apremió al Duque de Sesa para su pasaporte a la plaza de Ceuta, puesto que el objetivo de ponerle en Gibraltar era para asistir a lo que en aquellas fronteras se pudiera ofrecer. Este ingeniero vio y examinó todo el recinto de la ciudad y de su Almina a mediados de febrero de 1693, particularmente la parte que miraba a África, es decir, su parte continental. Sus observaciones quedaron reflejadas en una representación dirigida a Juan de la Carrera, en los términos de que el lado interior de la plaza constaba de una cortina y dos baluartes “a la antigua”, pero bastante buenos de calidad, resistencia y construcción, dando admiración su disposición y seguridad. Por otro lado, decía que el arte militar había aislado la península de la Almina con un foso, comunicando Mediterráneo y Atlántico, y tan capaz que servía de puerto. Era muy ancho y profundo, imposibilitando por esto que los enemigos pudiesen ofender el recinto con sus minas, pues éstas eran las únicas armas con que contaban los fronterizos para expugnar las murallas. Si intentaran cegar el foso con fajinas, tierra, piedras u hornillos, con las primeras aguas vivas o ímpetu del mar quedaría tan limpio como antes, rechazando siempre su minado.
La Estrada Encubierta seguía paralela a la contraescarpa del foso, siendo ancha y capaz, aunque desguarnecida de retenes, al igual que las plazas de armas que se solían hacer en ellas. En este punto, Osorio especuló, a modo de meditación teórica, sobre qué motivo debieron tener los ingenieros anteriores que levantaron la Estrada Encubierta, teniendo en cuenta que en aquellos tiempos los marroquíes carecían de armas suficientes para inquietar la ciudad. Nombró la planta de esta plaza y su Almina que le mostró un magrebí muy inteligente en las Matemáticas, la cual había sido solicitada por Muley Ismail en sus deseos por sitiar la ciudad. Toda la Estrada Encubierta se comunicaba con la plaza por una puerta que miraba al Mar de Poniente, por un camino que había entre el foso y dicho mar, todo enfilado y batido desde diversas partes sin poderse remediar. Era muy larga, pasaba de 800 tercias de vara española y no se comunicaba con la plaza más que por un extremo, por lo que la gente que estuviese en el otro puesto o en su medianía no se podría retirar ante circunstancias adversas.
Existiendo dos surtidas, una baja y otra alta en cada flanco, cubiertas con los orejones, no habría peligro de que los enemigos clavasen maderos en el fondo del foso, para luego poner encima travesaños con tablas y hacer un puente en cada banda costera, de modo que llegasen a juntarlos hasta llegar a la parte de la contraescarpa del foso que miraba a la mitad de la cortina. Al ser este foso muy alto en su contraescarpa, se haría una puerta y dentro de ella un pozo capaz para dos escaleras de piedra por donde se podría subir a dicha estrada encubierta sin riesgo alguno de ser vistos. Siendo necesario que se construyese un rebellín en este lugar, la salida de estas escaleras daría a su plaza de armas, estando de este modo resguardada por todas partes. Del nivel de este foso se podrían sacar tres ramales de 50 o 60 pies de largo, dirigidos hacia diferentes partes, y por donde se podría escuchar con facilidad o encontrar las minas que hiciesen en ese lugar los enemigos. Sería necesario, en tiempo de sitio, mantener la Estrada Encubierta, pues los marroquíes atacaban llenando la campaña con zanjas muy estrechas y profundas, impidiéndoles pelear en ellas. El ingeniero Osorio entendía que esta táctica estaba muy experimentada entre sus enemigos, pues la había visto aplicar en el sitio de Larache.
Era muy importante, por tanto, que se dispusiese de una plaza amplia donde pudiese la gente formar y salir contra los enemigos. Para ello, no bastaba con la Estrada Encubierta, pues no estaba protegida por ninguna obra superior, ni líneas que la franqueasen; siendo consideración del ingeniero que el rebellín era muy necesario y otro en cada extremo de la Estrada Encubierta para que se defendiesen mutuamente. Las caras de ambos tendrían cuarenta y cinco varas, con idea de que no penetrasen mucho en la campaña, y sus talones se cerrarían con el parapeto de la Estrada Encubierta, por donde ésta se cortaría. No tendrían estrada encubierta, pues no era necesaria y por no avanzar mucho en territorio enemigo. Para construirlos, se harían primero sus fosos con una anchura de veinte varas y ocho de profundidad, pudiéndose luego edificar con seguridad. Construidos los tres rebellines, este lado de la plaza quedaría bien guarnecido, sin ser necesaria la obra que mandó hacer el anterior gobernador, añadiendo a esto lo arruinada que se encontraba por entonces la fortificación exterior.
En cuanto a los dos lados de la plaza que miraban al este y el oeste, tenían al mar como su más segura defensa. La parte que miraba a la Almina estaba bien defendida, particularmente si se reforzaba con la reedificación de los trozos de muralla y los reductos construidos en décadas pasadas, pues ahora mostraban algunas ruinas. Por consiguiente, se debía empezar ya a trabajar y reparar la plaza, calzando y repellando todas sus murallas, cerrando sus ruinas y levantando la parte caída de los espigones. En la península de la Almina se debía empezar cuantos antes el reparo del reducto existente en la Cala del Desnarigado, por ser un paraje separado y solitario, pudiéndose realizar un desembarco nocturno y sorprender a su guardia. Igualmente, convenía también fortificar otros dos desembarcaderos en la Almina.
Osorio vio inoperantes las obras del anterior gobernador, y aprobaba casi totalmente lo delineado por Toreli, aunque éste abogaba por una media luna en la Plaza de Armas, y aquél veía mejor la construcción de tres rebellines, uno en medio, y uno a cada lado más pequeños con su foso y estacadas, sin estradas encubiertas. Estas obras saldrían con poca diferencia, pero se terminarían antes que las de Toreli. Osorio, para iniciarlas, solicitó al menos 2000 reales de a ocho para la Coracha, torreones del desembarcadero del Desnarigado y rebellines del Campo del Moro. La obra de la Coracha se había ya fortificado dos o tres veces, pero los batideros del mar la habían deshecho, porque la piedra existente en Ceuta era pequeña y, aunque se pudiese formar de cajones calafateados, sería mucho su coste. También era preciso ponerle por delante piedra suelta, como se hacía en los muelles, que se llamaba trasdós o escollera, donde rompiesen las olas.
Asumía Osorio las soluciones de otros ingenieros y del propio Capitán General de la Artillería, en el sentido de cerrar el espacio entre el Foso y la Coracha Sur con tres trozos de puercoespín de hierro, amarrados con cadenas a dos o tres piezas de artillería que no estuvieran de servicio. Éstos se deberían echar al fondo para que quedasen cubiertos de agua, mientras que en el trozo de playa donde estaba dicha coracha se debería hacer un parapeto con guardia de día y de noche. Por la importancia de estas obras, pidió Osorio al menos 1000 doblones, o solicitar pronta provisión de los mismos al asentista local, dividiendo tal cantidad en dos meses, y dejando la aplicación de las obras al gobernador, Marqués de Valparaíso. Éste, el 5 de abril de 1693, notificó por cédula real el pase de Osorio a Gibraltar. A mediados de mayo de ese año, el gobernador remitió al Consejo de Guerra la planta delineada por Osorio de la Cala del Desnarigado, en la Almina de Ceuta, y dijo que se estaba trabajando en esta obra para que se concluyese pronto y quedase con total custodia dicha zona. Junto a la planta iba una representación que informaba ampliamente del proyecto, indicando que se había comenzado la obra hacía ya quincedías, y que intervenían en la misma un total de veinte hombres. Una vez terminada, sedebería pasar a los otros tres puestos, con idea de asegurar enteramente la Almina de desembarcos enemigos, pues como decía Juan de la Carrera ...
“... con que se habrá salido de un gran cuydado, porque no tenía otro riesgo Zeuta que el de la Almina, y que aunque estas obras son en ejecución, de orden se le deve aprobar y darle gracias del celo y vijilancia con que se aplica al mayor servicio de S.M., y custodia de aquella plaza”.
He aquí la razón, entre otras, del enfrentamiento del Capitán General de la Artillería con los ingenieros anteriores, que habían proyectado sistemas poliorcéticos terrestres en el frente de la zona continental, a partir de las Murallas Reales y el Foso inundado. Dicho General, si bien acataba las órdenes reales, las cuales coincidían mejor con las ideas aportadas por los ingenieros, se inclinaba más bien por la defensa marítima de la plaza, temiendo más por su retaguardia que por su vanguardia, como ya vimos en la centuria anterior con Cristóbal de Rojas. A todo esto se sumó los momentos de crisis económica de la Real Hacienda, junto a un concepto trasnochado de imposición de la autoridad, sin comprender ni querer escuchar las aportaciones de los profesionales de la ingeniería.
La explicación dada por Osorio en su proyecto del Reducto y Cala del Desnarigado (Fig. 21) partía de que la razón fundamental para su construcción era la salvaguarda del desembarcadero de dicha cala. Tendría treinta pies de ancho y diez de alto hasta la explanada, con una escalera de subida a ésta y su estrada encubierta, además de una dependencia para almacén de pólvora, con su suelo cuadrado. Encima de éste iría otro igual, que servíría de cuartel para la guardia, por cuanto desde dicho reducto nuevo no se descubrían todos los huecos de la cala. Era obligatorio reedificar el reducto antiguo para descubrir bien la cala, y donde debería situarse un soldado de centinela. La muralla antigua estaba construida en su mayor parte de piedra en seco y mampostería, y lo que estaba con mezcla se encontraba descarnada. Formaba un murallón en arco que bordeaba la cala, de 210 m. de largo, 3,85 de alto y 0,80 de grosor, que aprovechaba la defensa natural del terreno y quedaba embutida por su lado derecho en peñascos y lajas, llegando a cerrar perfectamente cualquier intento de desembarco enemigo. El citado reducto o fuerte era capaz para cinco piezas de artillería gruesa, y presentaba planta semicircular, mientras que el reducto antiguo, a modo de torre albarrana, contó con el complemento poliorcético de una torrecilla cuadrangular situada en la misma cala, por lo que se la denominó Playa de la Torrecilla y otra pequeña torre- vigía algo más adelantada, al tiempo que quedaba unida a aquél a través de la muralla antigua señalada en planta, que circunvalaba todo el paraje, desde el fortín o reducto nuevo hasta la salida del desembarcadero, que entendemos que debió formar parte de la muralla exterior del recinto de la Ciudadela del monte Hacho, a modo de su defensa adelantada litoránea.
Tengamos en cuenta que la fortificación de esta ciudadela será una realidad desde este momento, incorporando el sistema abaluartado de cubos o “torrioni”, que aún hoy se mantienen en pie. Para su construcción se aprovecharon los gneiss existentes en las canteras próximas de dicho monte, extrayéndose un material de sillería que, debido a su esquistosidad y dureza, impidió un tallado isódomo de los sillares destinados a sus murallas. Según el planteamiento poliorcético del ingeniero Osorio, la circunferencia de la península de la Almina no tenía más defensa que la suya natural de peñascos y roquedos, y el Castillo del Desnarigado.
En ese mismo año de 1693, se construyó el Castillo de San Amaro, gracias al buen hacer del General de Batalla, Cabo Subalterno o Teniente de Rey e ingeniero, Lorenzo de Ripalda, que puso además en el mejor estado posible de defensa otros lienzos de muralla de la circunvalación de la Almina, continuando lo que había realizado Osorio en la Cala del Desnarigado. A partir de los últimos meses de 1693 y primeros de 1694 se iban a dar ,todas las premisas necesarias para que el sitio de la plaza ceutí fuese una realidad inminente, obligando a realizar una intensísima actividad poliorcética. Aumentaron los recelos de que los marroquíes fuesen a emprender seriamente el sitio, al tenerse noticias de la construcción de más naves enemigas y su concentración en la embocadura del río Martil. En este orden de cosas, se prepararon obras de defensa y se aumentó la guarnición, entrando a formar parte de ella tropas de refresco y tropas selectas. De todas formas, se valoraron como insuficientes los medios existentes, tanto materiales como humanos, ya que la guarnición ceutí contaba con poco más de 1000 infantes, 100 caballos, 80 artilleros, 60 marinos, algunos ingenieros, 200 eclesiásticos, y 400 entre paisanos y desterrados; es decir, un total de 1760 hombres disponibles. Estos datos se completaron con los facilitados en el informe del obispo Diego Ibáñez de Madrid y Bustamante, sobre su visita “ad límina”, realizada a Ceuta el 15 de octubre de 1693, en el que decía que la diócesis local tenía 6054 habitantes, incluidos aquí los pertenecientes a la guarnición militar.
Volviendo a la actividad profesional del ingeniero Osorio, nos encontramos que remitió, el 26 de marzo de 1695, una carta desde Gibraltar, suplicando al Marqués del Solar que le diese despacho de solicitud pidiendo su retiro. Se encontraba ya con 60 años y treinta de servicios, lleno de heridas y achaques, y dañados su brazo y pierna izquierdas. En agosto de este mismo año envió un memorial en el que solicitaba lo mismo que meses atrás, pues debido a los malos momentos experimentados en el sitio de Ceuta, se hallaba precisado a no poder continuar en el desempeño de su puesto como ingeniero militar de las costas de Andalucía y plazas de África. En aquél constaba que sirvió en el ejército de Flandes, presidios de Guipúzcoa y plaza de África, diez años y cinco meses de alférez vivo y reformado, y hasta el día 5 de julio de 1695 continuó en la plaza de Ceuta. El Duque de Alburquerque le remitió orden real, el 15 de abril de 1696, ordenándole que desde Sanlúcar pasase a la plaza de Ceuta a servir como ingeniero, dirigiéndose primero a Gibraltar. A pesar de que Osorio seguía notificando sus achaques y solicitaba su retiro, dicho duque creía que ...
“... no sería de real servicio conceder a este Ingeniero la licencia que dice que ha pedido, por ser inteligente y de provecho, y por los pocos hombres hábiles que hay en esta profesión”.
-Repercusión del sitio de Muley Ismail en las fortificaciones ceutíes.
Las fortificaciones exteriores de Ceuta contaban con pocas piezas de cañón2 3, por lo que es fácil comprender cómo el progresivo avance de los sitiadores hizo que la distancia entre sus líneas y las defensas locales fuese disminuyendo hasta ser la de un tiro de fusil.
El punto más elevado del campo enemigo, cercano a las líneas ceutíes, fue el monte llamado del Morro de la Viña, con una altitud de 84 varas y cinco pulgadas, permitiendo al ejército enemigo una gran dominio visual y táctico de las obras avanzadas, dañando casas y tejados por medio de una batería aquí emplazada. Otros ataques enemigos partieron desde el Campo del Negrón, la Playa de los Castillejos, Canto de Antonio Tomás y Otero de Nuestra Señora de África.
En esta situación, se pidieron refuerzos a distintos puntos de la Península como Gibraltar, que aportó siete compañías del Tercio de Armada, a Tarifa, con dos Tercios de caballería, a Jimena, a Vejer, a Chiclana, a Conil, a Cáceres, a Jaén y a otros muchos lugares. Andalucía envió once compañías de tropa veterana y gran número de voluntarios, como fue el Conde de Buena Vista. También se sumó a esta ayuda Portugal, con su rey Pedro II, que envió para ayudarla a dos Tercios Viejos del Algarve, con 500 soldados cada uno, a las órdenes del anciano Maestre de Campo, Alonso Gómez Gorea, y de Pedro Mascarenhas.
Fernando Caniego de Guzmán, Superintendente y Administrador General de la real fábrica y minas de azogue de Almadén, recibió orden del rey Carlos II, a finales de noviembre de 1694, para que, debido al sitio impuesto a la plaza de Ceuta y conociendo los intentos enemigos de expugnarla por medio de minas, sacase de sus minas a diez ó doce mineros y los enviase a Gibraltar para su posterior pase, con otros de su profesión, a Ceuta. Aquél contestó que los mineros existentes en Almadén eran los propios del lugar, pero que no había ninguno que supiera de aguja, ni entendiera de matemáticas para trazar las líneas, siendo notorio y sabido que en tiempos de los condes Fucares, que tuvieron arrendada esta mina durante muchos años, trajeron personas inteligentes y matemáticos alemanes y saboyanos que entendían de la profesión para trazar las obras mayores precisas. Notificó también Caniego que en la actualidad se hacía del mismo modo, administrando la mina la Real Hacienda, porque los trabajadores y oficiales de allí eran poco expertos y sólo buenos para lo propio en que se criaban. A pesar de estos inconvenientes, contestó que si el rey resolvía que fuese gente suya a Ceuta, seleccionaría los operarios solicitados y los medios que habrían de llevar a aquella plaza.
El mismo decreto real se remitió a los administradores de las minas de Linares y ,Guadalcanal, para que pasasen a Ceuta desde Gibraltar un total de veinticinco ó treinta hombres mineros o poceros para minar y contraminar durante el sitio impuesto por Muley Ismail. El primer administrador recibió dicho decreto el 9 de noviembre de 1694, actuando pronta y eficazmente. Fueron sorteados entre los 294 plomeros que trabajaban allí y elegidos un total de once, cuyos nombres eran Francisco Ruíz, Bernardo Marín, Juan Bautista Santoya, Bartolomé Pradillos, Miguel Garzón, Diego García Carulo, Antonio Moreno Carvajal, Francisco Clemente, Cristóbal Lorenzo, Martín Montoya y Alfonso Valverde. Previo juramento, manifestaron que sabían minar y horadar minas y contraminas, siendo enviados para que el 18 de noviembre a las siete de la mañana partiesen de la villa de Linares camino de Gibraltar, desde donde embarcarían para Ceuta.
Fue a principios de 1695 cuando se produjo el primer asalto enemigo a la plaza de Ceuta, como relata el investigador Rubio Rojas (1989):
“Al anochecer, con griterío y espesas descargas de fusilería, se arrimaron cubiertos de tablas y fagina a la cara izquierda del Baluarte de San Pablo y, aunque lograron hacer alguna cavidad para volarlo, fue tal el fuego de la artillería y mosquetería, ollas y granadas que se les arrojó, que hubieron de retirarse con gran pérdida, correspondiéndonos no con pequeña parte de muertos y heridos”.
Del texto anterior extraemos la nota significativa que el modo islámico de hacer la guerra había evolucionado desde el manifestado en 1664 en sus asedios a la plaza de Tánger. En ésta, su astucia consistió en hacer aparecer delante de las murallas de la ciudad algunos rebaños de ganado y realizar, apostados, emboscadas entre la ciudad y el castillo o en los alrededores, con la seguridad de que los ingleses acudirían y, en efecto, no faltaban nunca.
No olvidemos que el servirse de obstáculos y la facilidad para la huida han sido caracteres típicamente primitivos de hacer la guerra por parte de los musulmanes. Hay que reafirmar aquí que la fuerza aglutinante del islam, con su gran énfasis en combatir por la fe, le hicieron invencible en las batallas. Las tácticas primitivas se tornaron eficaces al ser movidos los combatientes religiosos en una victoria segura, estando éstos siempre alertas para volver a la lucha, por mucho que tuviesen que renunciar, aunque la suerte fuese la mayoría de las veces adversa. Por todo ello, la guerra de sitio que impusieron resultaba larga y laboriosa, dado que los medios para reunir suficiente fuego de artillería contra una fortaleza con baluartes como Ceuta, requería un gran esfuerzo excavatorio. Este tipo de fortificación era una construcción científica que respondía a un diseño con arreglo a cálculos matemáticos, para minimizar al máximo la superficie que recibía el impacto artillero y obtener la máxima de campo abierto fuera de ella para cubrirla con fuego defensivo. Y en esta táctica de sitio, era necesario excavar una trinchera paralela a la dirección de un lado del baluarte en la que se pudiesen resguardar los cañones al iniciar el bombardeo para, a cubierto de ese fuego, ir haciendo trincheras de aproximación hasta poder excavar otra trinchera paralela más próxima, y a la que se llevaba el tren de artillería para continuar el bombardeo a más corta distancia. Finalmente se descubrió, y el ingeniero del rey francés Luís XIV, Vauban, perfeccionó la técnica en el siglo XVII de excavar tres trincheras paralelas, disponiendo en la última suficiente potencia de fuego para demoler un baluarte, llenar el foso con cascotes y dar oportunidad a la infantería, colocada en la última paralela, de atacar la brecha al asalto (Holt et al., 1977).
El General de Batalla e ingeniero, Lorenzo de Ripalda, atendió a todo con el mayor desvelo en la plaza de Ceuta, dando comienzo a romper minas por diversos lugares a los maestros de obras Diego Peralta y Juan de Ochoa. Con los primeros ataques enemigos se hundieron muchas tapias de la fortificación de la Plaza de Armas, siendo mal reparadas con madera y fajina. De la magnitud de estas incursiones son testimonio el enorme número de bajas de uno y otro bando, siendo especialmente relevantes las de Francisco López de Quesada, Teniente General e ingeniero, y la de Juan de Ochoa, maestro minador y maestro mayor de obras y reedificador de la Catedral ceutí. Ambos murieron en acto de servicio en el trabajo de las minas, el 24 de febrero de 1695, con otros dos minadores, debido al excesivo humo producido por la explosión de un hornillo. Fue una gran pérdida, pues eran hombres de provecho y hacían mucha falta en la plaza,
“... Dios les aya dado el cielo y destruya a estos perros, que durarán en su obstinación, reventándonos y reventándose ellos, que según avisan desde el Acho deben de morir como bestias, según el número de entierros que hacen todos los días”
A primeros de marzo de 1695, el gobernador local pidió socorros de bombas, granadas, baterías de hierro y 60 transportines para los enfermos. Francisco de Velasco, gobernador de Cádiz, le remitió en una gabarra 1000 granadas cargadas, 200 bombas, 100 de mayor porte para tirar con canalejas, 500 balas de hierro de a treinta, y 1000 de a veinticuatro .Igualmente, y ante la falta de ingenieros, envió desde Cádiz un maestro de obras hábil y aplicado en lo relativo a minas, cortaduras y fortificaciones, que podría servir de gran ayuda al ingeniero Osorio, que era el único que por entonces se encontraba en el sitio sobre la plaza de Ceuta. En los almacenes de Málaga y Sevilla no quedaban granadas, siendo muy necesarias por ser las mejores que desbarataban los ataques enemigos, y ante tal inconveniente se solicitaron de los almacenes de Extremadura y de la Armada. El gobernador ceutí insistió, a finales del mismo mes, sobre el mismo asunto, diciendo que el sitio iba para mucho tiempo, que había enviado a Málaga fundir dos morteros sobre los calibres de las bombas existentes en Cádiz, que el Marqués de Casasola le socorriese con 300 hombres veteranos y que el gobernador de Málaga le había enviado 300 quintales de pólvora. Pedía dos ingenieros y algunos maestros minadores, pues los que habían sido enviados no eran suficientes, y Antonio Osorio era el único y se hallaba con achaques. Solicitaba ayuda al Presidente de Granada para que le enviase también el máximo de maestros y oficiales minadores que pudiese.
Una acción enemiga tan pertinaz provocó grandes pérdidas humanas y materiales. A mediados de 1695, el Hospital de la Misericordia, anejo a la Ermita de San Blas, fue destruido por las bombas, pasando sus efectos a otro que se formó con el nombre del Pajar, que luego se llamaría Hospital de Mujeres. Si duro fue el sitio terrestre, el marítimo no le fue a la zaga. Desde tiempo atrás, la plaza contaba con una galeota y otras pequeñas embarcaciones para resguardo de un posible ataque naval enemigo. En estos momentos de sitio, contó además con la ayuda inexcusable de diez galeras de Gibraltar que se dejaban ver por el Estrecho y recorrían las costas próximas para estrechar la vigilancia. En este sentido, recordemos que la eficacia de la galera no periclitó del todo con el advenimiento del cañón, pues la guerra con galeras mediterráneas no sólo eran una variante de las batallas en tierra firme, sino que las campañas solían ser prolongación de las acciones terrestres.
Ejércitos y Armadas se apoyaron en movimientos costeros, tratando de enfrentarse sólo al enemigo cuando el flanco terrestre se coordinaba con el de la flota y con preferencia en puntos en que la plaza de Ceuta podía apoyarlos con artillería gruesa. Las guerras de la pólvora en el Estrecho, realizadas con fuego de flanco en barcos que desde 1650 montaban 50 cañones, pusieron de relieve el poder artillero, de modo aún más espectacular que la guerra de fortalezas en tierra. El mejor ingenio de asedio podría tardar semanas en reducir una ciudadela, mientras que en tres días se podrían perder hasta veinte barcos de guerra, fiel reflejo de lo encarnizado que se habían vuelto los combates navales. Los enfrentamientos de la flota española con la marroquí no fueron prolongados, aunque ésta se viese ayudada a veces por saetías francesas. A fragatas enemigas de remo capaces para cuarenta o 50 hombres y falúas para dieciocho o veinte hombres, se opusieron barcos españoles como bergantines, fragatas, galeras y galeotas; capaces estas últimas para 150 hombres, un cañón y muchos pedreros (Guilmartín, 1974).
Habiendo entrado ya la primavera, y ante las frecuentes dificultades de navegar ,debido al fuerte viento de levante, quedó la ciudad aislada de la Península, y por ello su gobernador vio muy conveniente el disponer bastimentos de repuesto almacenados para cuarenta o 50 días, tomándolos del asentista local o de las raciones de la Armada. Los marroquíes continuaban pertinaces en levantar tierra de las fortificaciones exteriores de la plaza con sus minas. No olvidemos que en la evolución marcada en páginas anteriores, el ejército de Muley Ismail era experto en la guerra de minas ya desde marzo de 1680, en los asedios realizados a la plaza de Tánger, en poder de los ingleses. Aquí figuró, en los trabajos de minar el moro Hamed, antiguo esclavo del gobernador local, lord Belasyse, y también el propio Duque de York, hermano del rey Carlos II Estuardo. Dicho personaje había recorrido casi toda Europa, y asistido en la guerra de Flandes al sitio de Maestricht, entre otros. En este tipo de guerra, los magrebíes emplearon todo tipo de ingenios de la época, como carros de aproche, minas, petardos y granadas de mano.
Cuando llegó la primavera, hicieron los fronterizos un ataque, controlando el Ángulo de San Pablo (Fig. 22), que era el paraje más elevado de las fortificaciones locales, y el Ángulo de San Pedro (Fig. 23), tan próximos a los dominios que la tierra rodaba al pie de su débil muralla, lo que obligó a romper por el ángulo saliente, cerca de sus cimientos, antes de que se incorporasen a la edificación fortificada. Los minadores españoles les volaron un hornillo con tal efecto que cesaron los trabajos enemigos durante varios días, aunque en el resto de las obras se fueron acercando de modo que sus trincheras corrían junto a la Cava de San Pablo y llegaban al Foso inundado. El ejército sitiador aumentó entonces su dotación, poblando el Campo Exterior de la plaza y realizando ataques cada día más peligrosos. Muley Ismail mandó construir en 1695 su cuartel general en el Serrallo, con idea de dominar y dirigir desde esta elevación alejada de la plaza el sitio impuesto.
Las peticiones de ayuda al Consejo de Guerra y concretamente al Capitán General de la Artillería no cesaban. Fruto de estos continuos requerimientos fue el envío de 400 quintales de pólvora a los almacenes de Cartagena, plaza que había contribuido ya a lo largo de cinco meses con 1700 quintales: 1300 para la plaza de Ceuta y 400 para la de Melilla. Era primordial también el envío de ingenieros y se pensó en Diego Luís Arias, que había asistido en la plaza de Fuenterrabía y estaba disponible desde el mes de abril. El Consejo de Guerra vio más conveniente mandarle a ésta, por el temor de que los franceses hiciesen alguna invasión por allí y no hubiese ningún ingeniero al cuidado de sus defensas y por esta razón se ordenó el pase a la plaza de Ceuta del ingeniero Francisco Hurtado de Mendoza, por sus conocimientos en sistemas de fortificación, previa consulta del Consejo al Capitán General de Cataluña, Francisco de Velasco, que dio su visto bueno el 6 de febrero de 1695. El Consejo mandó, el 27 de abril de ese año, que la Comisaría General le diese tres pagas de ayuda de costa, como solía asignar a los ingenieros que pasaban a servir en territorios ultramarinos, para su viaje a Ceuta y lo mismo al Maestre de Campo e ingeniero, Antonio de Rueda, para ir a la de Melilla como cabo subalterno.
La situación de Cataluña era muy problemática, pues los franceses habían ocupado la plaza de Ripoll, la de Urgel en 1692, Rosas y Palamós desde 1693, y Barcelona desde 1697. Tanto para su defensa como para la de Ceuta se necesitaron ingresos cuantiosos que el Estado difícilmente pudo recaudar. Para hacer frente a estos primordiales teatros de la guerra, la maquinaria fiscal aplicó nuevos impuestos, como que los títulos de Castilla pagasen 200 ducados y el aumento de cuatro reales en cada fanega de sal. A partir de 1697, se sumaron otros, como el servicio de veinticuatro millones que gravaba el vino, vinagre, aceite, carnes y pasas; prorrogándose desde 1698 por dos años más el impuesto extraordinario de cuatro reales por fanega de sal.
Por momentos, las necesidades ceutíes se hacían acuciantes, como lo demuestra la correspondencia del Marqués de Valparaíso con la Corte en mayo de 1695. En ella se decía que el ejército enemigo se había reforzado con más de 6000 soldados, calculándose que aumentase en próximos días; que los enemigos habían fortificado sus ataques con líneas corridas atrincheradas, muy profundas, de un mar a otro; que veía como imprescindible que el rey revocara la orden de salida de Ceuta de los Tercios de Armada. Convenía enormemente a la ciudad el pase, desde Gibraltar, de más infantería. Del mismo modo que lo solicitado, siete meses atrás, por parte del gobernador local, relativo a bastimentos, no había llegado aún. La guarnición era escasa, disponiéndose de 3764 soldados, y de ellos sólo un millar era gente preparada, disciplinada y veterana, más la guarnición antigua y dos compañías de Cádiz; el resto eran soldados poco preparados y sin experiencia. El gobernador ceutí pidió, ante esta extrema situación, al de Gibraltar el envío de soldados para la defensa de sus fortificaciones exteriores, donde estaban arrimados los ismailitas, en un total de 1000 hombres de guardia sin retén, y otro tanto para las murallas y demás puestos. El Marqués de Valparaíso decía que estas defensas externas eran muy débiles y tenían de fortificación sólo el nombre, siendo poco eficaces. La realidad era que en siete meses se habían hecho cuatro salidas con acierto y volado catorce hornillos, deshaciendo todas las minas enemigas, ganándose dos ramales que habían comunicado con los de la guarnición local y haciéndolos retirar hasta la boca de sus minas. También fueron frenados en los siete avances sobre el campo ceutí.
El Consejo de Guerra se conformó en todos los puntos expuestos por Valparaíso, valorando la importancia de la plaza para toda la Cristiandad por estar considerada como llave de España y antemural de Occidente, pero la situación tan precaria de las arcas reales obligó frecuentemente al recorte presupuestario, pues además de querer levantar el sitio sobre Ceuta, existía el empeño de liberar a Cataluña del yugo francés.
El nuevo gobernador de Ceuta fue Melchor de Avellaneda, Marqués de Valdecañas, y comenzó su andadura militar a mediados de septiembre de 1695, con el grado de Maestre de Campo General. No fue a la zaga de su antecesor en arrojo y preocupación por levantar el sitio ismailita, contándose como intervenciones directas suyas la construcción del primer Cuartel del Rebellín en la Almina, a cubierto de la artillería enemiga; inició el llamado Fosete de Palomino, que rodeaba el Baluarte de Santa Ana (Fig. 24) e impedía el acceso hasta él. Dio principio a la fortificación de la Plaza de Armas (Fig. 25), con el corte de un rebellín, delineado por Francisco Hurtado, el cual no llegó a edificarse por no convenir a la defensa. En este lugar pusieron los marroquíes a cinco morteros para bombas y dieciocho cañones en distintas baterías, llegando a arruinar numerosos caseríos, abandonándose parte de la ciudad y avecindándose en la Almina en chozas y tiendas de campaña. Apartó algo a sus enemigos de la fortificación del Ángulo de San Pablo, haciéndole una pequeña y estrecha estacada, llamada falsabraga, y reparó el resto de las obras exteriores.
El ingeniero Hurtado reparó lo preciso, pero encontró dificultades por la inmediatez de los fuegos enemigos en las fortificaciones exteriores. También reedificó y modificó numerosas partes en las defensas interiores del recinto urbano. Una vez fortificada la plaza, pidió licencia para pasar a la Península el 18 de enero de 1696, por hallarse con muchos achaques ocasionados por el gran trabajo tenido, y porque ya había delineado todo lo que se debería hacer en un futuro y no se podría recelar ningún peligro enemigo, faltando sólo que los albañiles y maestros de obras lo pusiesen en ejecución, como lo mostraban las dos plantas que había entregado al gobernador local y que debían ser remitidas al rey.
A principios del mes siguiente, el Consejo acordó nombrarle para el gobierno de la Coruña, amparándose en las heridas recibidas en Flandes y Ceuta, así como en el clima de este último lugar y en que se encontraba sin tener qué hacer. Dicho nombramiento estaba condicionado a que no saliese de Ceuta hasta que acabase el sitio,
“....pues teniendo delineado y en ejecución un Revellín y Cortadura en medio de la Plaza de Armas, de cal y canto, y dispuestas otras cortas obras que muy en breve se acabarán; con lo cual puede asegurarse que Ceuta era una nueva ciudad por lo fabricado, que no sólo será defensa para los moros, sino también para resistir a las naciones más belicosas”.
Hurtado colaboró estrechamente con el gobernador Avellaneda en estos difíciles años de sitio, siendo ambos ratificados en su labor por el Consejo de Guerra, que aprobó todas sus defensas y prevenciones, con tal de que pudiesen conducir al mayor resguardo y seguridad de la plaza. Hurtado no desaprovechó la oportunidad de pedir al rey, el 7 de septiembre de 1696, que se le pagase el sueldo como Maestre de Campo en Ceuta, con 116 escudos de plata y no de vellón, como se le había intentado pagar, y amparaba esta reclamación en que otros ingenieros que sirvieron en esta plaza, como Lorenzo de Ripalda y Juan Francisco Manrique, así lo cobraban.
Las obras delineadas se fueron ejecutando, al propio tiempo que se intentó levantar el sitio a través de un medio bastión ó baluarte que cubriese el Bonete de Santa Ana, y un cubo o cuadro de gran capacidad en la banda costera de San Pedro. Simultáneamente, se deberían construir dos flancos al rebellín, y profundizar al máximo los fosos. También se deberían fabricar barracas en la Almina a prueba de bombas, y algunas casas para resguardo de la guarnición durante los rigores invernales. Correa da Franca (1999) incide en esta precisa infraestructura militar al afirmar que ...
“Durante el dilatado e impertinente curso de este sitio, se fabricaron en este isthmo de tierra y en lo que era la ciudad, al tiempo que la conquista, algunas casas en viñas, huertas y tierras de sembradura de la Cathedral, Casa Real de Misericordia...”.
Se comprende que este sitio tan severo fuese el factor motivador de que la arquitectura militar, y de paso el urbanismo, fuesen cobrando desde ahora un vigor e intensidad que antes no se dieron, salvo para prevenir ocasionales ataques terrestres y marítimos, que hasta ahora había sido una constante en la historia de la plaza. Los proyectos poliorcéticos se fueron asumiendo de forma rápida y sobre la marcha, pues al propio tiempo que se defendía, se atacaba y construía. Como consecuencia de este proceso, las fortificaciones de la Plaza de Armas estaban muy adelantadas, sus murallas estaban revestidas exteriormente de cal y canto, desde el Ángulo de San Pedro hasta la Cortina de Santa Ana, que se comunicaba con el nuevo foso que se acababa de abrir a principios de mayo. También se hallaba en buena defensa el nuevo rebellín de cal y canto, y casi acabado de levantar uno de sus flancos, trabajándose continuadamente en sus parapetos y terraplenes, al tiempo que se profundizaba y ensanchaba su foso, sin apenas descansar. En adelante, se trabajaría en correr una estacada en el Campo Exterior, alrededor de la muralla que se había acabado de hacer, al igual que las estacadillas exteriores. Se cubriría también con estacada hasta la Cortina de Santa Ana, para que, además de la muralla nueva fabricada en la Plaza de Armas, contasen con otro mayor impedimento los enemigos, ya que ...
“si los moros no mudan de nuebo metodo de atacar la plaza, saldrán frustrados todos sus designios, pues en la forma que oy se halla la Fortificación, diera que hacer a otra qualquiera nación más esperta”.
El gobernador consultó que le parecía muy importante la construcción de cuarteles a prueba de bomba sobre arcos de ladrillo, al pie de la Muralla Real, por la parte interior de la plaza, pues así se conseguía ensanchar la misma muralla, que tenía el defecto de no tener bastante retirados sus cañones, y además de disponer de tropas más a mano en este paraje para lo que pudiera necesitarse, en lugar de los alojamientos habilitados provisionalmente en la Almina que estaban más distantes del escenario bélico. Vio esencial para la defensa de la plaza la comunicación del Foso de agua, entre la Puerta del Albacar y la cortadura que salía al Puesto de los Napolitanos, construyendo un puente levadizo, de corto gasto, pues el terreno existente era muy corto, de tan sólo treinta pies. De este modo, la plaza quedaría de forma tal que los enemigos no volverían a intentar un nuevo ataquepor este lugar. En cuanto a las minas, el gobernador explicó al Consejo el buen estado en que se hallaban: circundaban toda la campaña, desde el Puesto de Santa Ana hasta San Pedro, estando muy separadas para poder resistir los temporales invernales, y sus arcas de desagüe tan bien dispuestas que podrían facilitar la salida del agua con cuatro ó más bombas, lo cual no era gran inconveniente habida cuenta del gran trabajo que habían ocasionado en los dos últimos inviernos las vertientes de dichas minas. Por lo que tocaba al almacén que se hizo en la Almina, junto a la Ermita de San Pedro, de gran capacidad para los bastimentos, quedó casi acabado, evitándose el problema de que las bombas se deteriorasen al estar a la interperie y tener que recurrirse a nuevo armamento.
El gobernador Avellaneda remitió una carta a la Corte, el 18 de enero de 1697, en la que informó del desvelo y puntualidad que el ingeniero mostró en las obras de Ceuta. Acompañó a dicho documento dos plantas, que no hemos localizado: en una se reconocía su estructura defensiva, y en la otra se detallaban las obras delineadas y las que se debían ejecutar. A vuelta de correo, el Consejo le notificó la llegada del ingeniero Pedro Borrás, que se hallaba sirviendo en el Ejército de Cataluña con sobrado prestigio por haber actuado en el sitio de Palamós. Al mes siguiente, fue el propio Hurtado el que remitió un memorial solicitando licencia para retirarse del servicio y el rey le contestó, de acuerdo con el Consejo, que no se ausentase de Ceuta hasta que pasase a ella Pedro Borrás u otro de su profesión. Es fácil comprender la negativa real a que aquél se retirase, teniendo en cuenta la situación tan problemática por la que atravesaba la plaza, en la que la ausencia de ingenieros provocaría una mayor desestabilidad en los planes defensivos.
El Consejo de Guerra mandó continuamente medios materiales y humanos a Ceuta, para evitar estrecheces a su guarnición, y a primeros de abril de 1697 mandó al Presidente de Hacienda que remitiese 2000 vestidos para que ...
“... las necesidades no hagan que los moros ganen la plaza, y nosotros no la perdamos con el abandono y perecer de hambre de aquella guarnición. Es menester poner todo cuidado, no omitiendo instante en la remisión de los medios competentes para que logren de cuando en cuando algún pagamento”.
Teniendo entendido el Consejo que había fabricadas en Cádiz un total de 1.100.000 raciones de bizcocho para la Armada, y que según su estado no necesitaría todas, pidió a los ministros de la Armada la remisión de aquéllas que su gente no fuese a consumir, y que al respecto pusiese su valor a cuenta del asentista local. También ordenó a García Sarmiento, asentista de la artillería de Sevilla, que remitiese a Ceuta bombas y granadas.
Como hemos apreciado en años anteriores, las diferencias existentes entre los proyectos de los ingenieros y los de los gobernadores locales, y los que luego aceptaba el Consejo de Guerra fueron constantes. Se llevaban a cabo según decreto real, bajo la supervisión de dicho Consejo, pero las discrepancias aumentaron cuando las plantas de un ingeniero eran aceptadas y llevadas a cabo plenamente, y con la llegada de otro ingeniero se rechazaban, hasta el punto de llegar a demoler las obras ya consolidadas. Esto ocurrió, en los momentos más angustiosos del sitio, con la llegada de Pedro Borrás. A resultas de esta situación conflictiva, no nos debe resultar extraño el memorial enviado por Hurtado al rey Carlos II, el 27 de septiembre de 1697, en el que argumentó primero cómo se aceptó la planta de sus fortificaciones, y cómo Borrás trató luego de deshacer todo lo ejecutado con su asentimiento y sin dar parte al Consejo, derribando parte del rebellín que costó más de dos años de tiempo, mucho dinero y sangre. Le rogaba al rey que, antes de que continuasen las obras del nuevo ingeniero, personas de experiencia e inteligencia en fortificación reconociesen lo ejecutado por él a través de la planta existente en la Corte, y que así, estando informado, dispusiese luego lo más conveniente. A este requerimiento, el Consejo solicitó los antecedentes personales del ingeniero y su hoja de servicios, el 14 de octubre de 1697, para poder actuar en consecuencia: había servido más de treinta años continuos en la Armada, Flandes, Cataluña, Ceuta, y nombrado cabo subalterno en Melilla, que estaba sitiada por los marroquíes en estos momentos; había pasado a Ceuta como Cabo Subalterno y adelantado y puesto sus fortificaciones en buena defensa, alejando sus cuarteles a mucha distancia de la Plaza de Armas y ganándoles el primer ataque a los enemigos. Falleció Hurtado en Ceuta, el 19 de febrero de 1698, víctima del asedio ismailita, siendo enterrado en la cripta de la Iglesia de Nuestra Señora de África, al igual que Martín de Abreu.
La actividad profesional de Pedro Borrás comenzó el 3 de marzo de 1694, año en que se le dio patente y cédula de capitán de caballos corazas y sueldo de 80 escudos. Remitió un memorial al rey, el 5 de abril de 1696, pidiendo el sueldo de capitán de caballos vivo, por entonces ejercía como ingeniero militar en el ejército de Cataluña, y llevaba sirviendo ya veintinueve años como soldado, sargento vivo, sargento reformado, alférez vivo, gentilhombre, maestro de enseñanza del tren de artillería, ingeniero, capitán de infantería española y capitán de caballos corazas. En el ejército de Flandes sirvió veinticinco años, pasando desde allí a Cataluña, actuando en el sitio de Palamós y hecho prisionero de guerra en Francia. Solicitó la misma merced que los ingenieros Castellón y Arias. Al año siguiente, el 9 de marzo, se le dio licencia para que pasase a Ceuta, una vez que hubiese concluido el reconocimiento de las obras realizadas en la plaza de Tarragona. Tres meses más tarde, remitió un nuevo memorial solicitando a la Corte el grado y sueldo de Maestre de Campo, como se había concedido al ingeniero Hurtado al pasar a Ceuta, a Antonio Rueda al ir a Melilla, y a los ingenieros José Chafrion, Ambrosio Borsano y Esteban de Ávila. El gobernador de Ceuta, Melchor de Avellaneda, notificó el 3 de agosto de 1697, que Borrás tomó asiento en dicha plaza, con el grado de capitán de caballos y 80 escudos mensuales de reformado.
A finales de octubre de ese año, remitió este ingeniero un informe, dando las razones para no seguir lo proyectado por Hurtado en la plaza de Ceuta. Empezando por el Bonete de Santa Ana, con una media gola de 100 pies, sobre el que Hurtado hizo un medio baluarte con flanco alto y bajo, distante uno de otro veinte pies; era un espacio que se necesitaba para el parapeto, por lo que quedaría así terraplenado y de ningún servicio. Si se separara el flanco alto, como pensaba Borrás, se podría aprovechar como cortadura. Del modo proyectado por Hurtado, a poco que se elevara el terraplén del flanco alto, se entraría a pie en el referido bonete. La solución dada por Borrás era la construcción en dicho lugar de medio baluarte con mucha capacidad, con 270 pies de media gola, disminuyendo la desproporción de la cortina que dejó Hurtado, de 560 en 400 pies. Dicha cortina quedó a veinticinco pies de distancia de la contraescarpa del Foso inundado, sin ningún espacio para hacer parapeto y terraplén, y dejar camino por debajo para poder pasar. Borrás dejó 60 pies, veinte para el parapeto, treinta para el terraplén y manejo artillero, y los diez restantes para el camino bajo.
El rebellín de Hurtado fue eliminado por Borrás, valiéndose de 135 pies de la cara izquierda para flanco del Medio Baluarte de San Pedro, ahorrando así gastos. Este último opinó que la obra quedaría más regularmente fortificada haciendo su cara igual a la de Santa Ana, prolongándola veinticinco pies hasta la contraescarpa del Foso Principal, haciendo en él la puerta con su bóveda de cuarenta pies de largo por ocho de ancho, con un almacén de veinticinco pies de largo por diez de ancho, y otro a prueba de bomba debajo del terraplén, quedando todo el flanco con 160 pies. La cortina, en su parte interior, tendría 60 pies, y la parte exterior con ocho pies más alto para flanquear por encima, sirviendo al propio tiempo de cortadura. En el extremo de la cara derecha de este rebellín, había levantado Hurtado hasta el cordón treinta y dos pies de otra línea que llamó flanco, siendo realmente parte de la cortinilla que debía correr desde su rebellín al Medio Baluarte de San Pedro. De este modo adulteró los nombres del arte militar, pues prolongaba esta línea con otros 100 pies, llegando la cortinilla a los 130 pies, cuando ningún autor admitía en fortificación real menos de 300 pies. De los treinta y dos pies hechos, Borrás bajó seis para hacer la bóveda sobre el arca de las aguas, con otra pared paralela a la otra, con lo que tuvo ya dentro de los 100 pies de su Medio Baluarte de San Pedro este arca de agua con la boca principal de las minas, tan a prueba de bomba que quedó debajo del terraplén, siendo de gran utilidad para desagüar las minas y sacar el agua necesaria para las obras.
Hurtado proyectó el Medio Baluarte de San Pedro con flanco alto y bajo, con menos espacio que el de Santa Ana, ya que no tenía más que quince pies y la gola hasta el flanco alto tenía treinta. Dispuesto así, y con los parapetos, no le quedaba entrada ni capacidad alguna. La línea principal se debía encontrar con el flanco, haciendo el ángulo flanqueado de este medio baluarte tan agudo que parecía una lanceta. La línea capital de Hurtado tendría 500 pies de largo y costaría más que toda la obra proyectada por Borrás. Pretendía el primero que dicha línea entrase en el mar hasta más de 70 pies, lo cual era impracticable en ese tiempo y en el futuro, según Borrás, pues sería preciso que toda la obra se fuese haciendo como un muelle. Ello conllevaba graves inconvenientes, como el dinero y el tiempo a emplear en la fabricación, y el que después o antes de estar concluida se la pudiese llevar el fuerte viento de levante que azotaba esta plaza, como ocurrió con los espigones antiguos portugueses. El ingeniero pretendió abrir otro foso delante de la Puerta del Albacar con idea de que pasase el mar. Para ello delineó dos líneas paralelas a 50 pies de distancia, desde la línea principal o capital hasta el foso, enfrente del Baluarte de Santiago. Si esto se pudiese hacer bajando el nivel de cimentación al del nivel del mar, según Borrás se cegaría el Foso Principal, cuyo inconveniente dejaron subsanado en siglos anteriores los portugueses con los muellecillos que aún entonces se veían.
La planta mostraba que por el Foso del Frente de Tierra de toda su obra pasaba el mar, pero según Borrás era sólo su intención, pues erró no haciendo más profundos los cimientos, ya que había partes que precisaban 50 pies y otras veinte. También había que hacerlos más gruesos, construyendo toda la escarpa y contraescarpa de piedra de sillería, hasta donde batiese el mar. Para hacer esta obra, como decía al rey en su memorial,
“sería preciso pedir permiso a los enemigos y que se apartasen del sitio hasta poder concluirla, ya que no siendo así se gastarían todas las Minas que, según el modo de guerrear de los moros, eran las que les tenían apartados y tenidos a raya, y no el Rebellín proyectado por Hurtado”.
En este rebellín nunca se había podido poner gente de vigilancia, porque ambas caras estaban enfiladas y no acabadas de terraplenar, siendo necesario siempre sacar las minas desde la estrada encubierta, como también mostraba la planta. Si se llegara a perder dicha estrada encubierta, se perderían las minas, y sería entonces muy fácil que los enemigos pudieran levantar toda la comunicación local, llegando con toda tranquilidad hasta el Foso Principal de la plaza.
Todo lo proyectado por Hurtado eran, según Borrás, obras imaginarias, puesto que si a unas obras nuevas se les echase un torrente de mar, se llevaría todas ellas con su fuerza. Borrás buscó el máximo ahorro de la Real Hacienda, dejando al propio tiempo fortificada la plaza con regularidad, eliminando por gasto innecesario lo realizado por Hurtado, como la cortina, el medio baluarte, el de su capital por el mar, las dos paralelas del foso delante de la Puerta del Albacar y las dos cortaduras desde el Albacar hasta el Baluarte de San Pedro. Mientras Hurtado dejó todas las líneas embutidas unas en otras, Borrás se comprometió a hacer en seis semanas más obras que lo hecho por aquél en dos años, pues llevaba trabajado en la plaza dos meses con un corto número de milicianos y con gran carencia de cal. Sin embargo, Borrás tenía realizada más obra, a saber, 135 pies de cortina, 100 pies de la cara del Medio Baluarte de San Pedro, veinticinco pies de la prolongación del flanco, con su bóveda de cuarenta pies de largo por ocho de ancho; un almacén a prueba de bomba de veinticinco pies de largo por diez de ancho, la cortadura de San Pedro, un rastrillo delante de la Puerta del Albacar; unas murallas colaterales más altas, ya que eran enfiladas por el enemigo, diferentes bóvedas para las minas, garitas; pretil desde la cortadura de San Pedro hasta la Cortina de Peralta, para que los soldados no cayesen al foso, una bóveda sobre el arca del agua de treinta y dos pies de largo por quince de ancho; otra bóveda que se terminaría en pocos días en la Barbacana de la Puerta de la Almina de 140 pies de largo por catorce de ancho. El mayor gasto sería el del arca, sobre la que se debería echar tierra para hacerla a prueba de bomba, y para que se pudiese disparar por encima de la pared, ya que anteriormente no se podía.
Borrás se compadeció de Hurtado por su edad y porque sabía poco como ingeniero, mientras él llevaba once años con el título y otros cuatro que estuvo enseñando, por falta de vista de su maestro, en la Academia Real de los Países Bajos, habiendo prestado sus servicios en plazas como Namur, Hal, Lieja, Hui y Gante; y en Cataluña en Cardona, Berga, Gerona, Palamós, Barcelona y Tarragona. De todo esto podían dar fe los señores Medina Sidonia, Villena y Vedmar, que se encontraban en la Corte. Borrás suplicó al rey que le dejase continuar la obra empezada o concluir con el Medio Baluarte de San Pedro, que constituía, según el ingeniero, la parte principal de la fortificación exterior en esos momentos. Su terraplén era en gran parte de fajina y estacas desgastadas, salvo en la espalda de su ángulo exterior, que estaba revestido de mampostería, aunque dicho revestimiento fue muy problemático, puesto que el enemigo batía aquí con su artillería. Se debería hacer esta obra como inexcusable, por su proximidad a la Puerta Principal y ser éste el lugar por donde penetraban mejor los enemigos hasta sus rastrillos, siendo muy embarazada su defensa porque sus cimientos estaban casi todos abiertos. Si el ingeniero pudiese contar con quince días más de trabajo persistente ...
“... quedaríamos como en una caja, cumpliendo yo con la ynteligencia que me da mi proffesión hacer a S.M., esta representación”.
El gobernador Avellaneda, ratificó en su correspondencia que las obras exteriores y las plantas propuestas por Borrás tenían la ventaja de que dejaban a la ciudad más a cubierto, además del gran ahorro en dinero y tiempo. Opinaba que Borrás llevaba cerca de treinta años sirviendo en el ejército español, siendo ingeniero aprobado y examinado en la Academia Real de Bruselas, con patente y créditos de haber fortificado en las plazas de Flandes y Cataluña, mostrando gran aplicación en su profesión. Aunque Hurtado había trabajado muy bien, no tenía la satisfacción de haberse examinado en esta facultad, y ninguna de sus obras proyectadas habían logrado retirar a los marroquíes de su primer ataque, por tratarse de obras interiores en la Plaza de Armas. Este efecto sólo lo consiguió la falsabraga y el foso que el gobernador mandó levantar, así como la ampliación de los cañones de las minas ceutíes por todas partes, a partir de las primeras líneas defensivas. En la correspondencia aludida, Avellaneda remitió las plantas de Borrás, el 26 de octubre de 1697, para que el rey y su Consejo decidieran al respecto y, mientras tanto, las obras quedarían paradas, hasta ver por cuál se inclinaban, estándose en dicho ínterin trabajando en una serie de reparaciones de poca monta.
Conforme iban pasando los años, el sitio se fue haciendo más insostenible, arreciando el acoso enemigo y faltando mucho material bélico y soldados para la guarnición. Igualmente, debido a los temporales con sus abundantes lluvias y a los efectos de la artillería, la mayor parte de las casas de la ciudad quedaron inhabitables. Ante esta situación, el gobernador consultó al Consejo de Guerra, el 29 de enero de 1698, sobre la posibilidad de construir cuarteles a prueba de bomba, para que pudiesen subsistir los soldados; asimismo remitió relaciones del poco material que quedaba en los almacenes de repuestos, en especial de cuerda mecha. El Consejo se conformó en todo lo expresado, pero se negó a enviar demasiado material ante la posibilidad de que el sitio terminase y el exceso de lo necesario se desperdiciase por su falta de uso.
Borrás no cesó en su empeño por alcanzar el grado de Maestre de Campo. Para ello, volvió a remitir otro memorial, el 30 de mayo de este año, solicitándolo porque así lo habían conseguido en iguales circunstancias otros ingenieros, como Borsano, Chafrion y Arias. En su favor, recibió el apoyo del nuevo gobernador de Ceuta, Marqués de Villadarias, el 4 de septiembre, por su mérito e inteligencia en las matemáticas de la fortificación. Gracias a la actuación del propio gobernador, se construyó en 1699 el Palacio de Gobernadores antiguo de la Marina, los Almacenes de San Pedro que hacían esquina con la rampa de Abastos, los arcos del Puente de la Almina e inició también el Hospital Real de la Plaza de los Reyes, la Veeduría y el Castillo de Santa Catalina.
Borrás seguía insistiendo en la concesión del grado de Maestre de Campo, a través de otro memorial fechado el 1 de mayo de 1699, por las fortificaciones nuevas que había levantado durante hace ya dos años, en continuo riesgo y habiendo recibido dos heridas. El Consejo dijo que se le podría conceder, pero sin aumento de sueldo, y pidiéndolo al rey, a pesar de que las órdenes prohibían este género de gracias. Fue desautorizado el gobernador local por el Consejo, el 29 de septiembre, a darle permiso para ir a los baños de la localidad malagueña de Ardales, aunque el ingeniero insistía para ello diciendo que ahora no necesitaba ninguno y sí algún buen maestro albañil que pudiese comprender y ejecutar aquello que se le mandase. Al mes siguiente pasó a dichos baños, por consejo de los médicos y cirujanos, para poder curarse de las muchas llagas que le afligían, por su trabajo continuo y arriesgado durante los dos últimos años del sitio de la ciudad para poder concluir la fortificación delineada ante los ataques enemigos. Todo no lo consiguió, quedando inacabados los terraplenes, pero sí acabó las paredes de cal y canto. El Consejo desaprobó su actitud desobediente, ordenando que volviese a la plaza.
Recibió Borrás una notificación del Consejo de Guerra, el 15 de noviembre, para que pasase a la plaza de Cádiz y se encargase de la dirección de sus fortificaciones. Desde allí remitió otro memorial, el 30 de diciembre, pidiendo al rey el sueldo que le correspondía a su clase, pues llevaba ya treinta y dos años de servicio, habiendo asistido los últimos veintiséis meses al sitio de Ceuta, cobrando durante seis años los 80 escudos de sueldo correspondientes a reformado. Por ello, pedía 116 escudos de vivo, como los de su profesión, debiéndoselos pagar no el erario real sino la ciudad de Cádiz, donde se le mandó paraasistir a sus fortificaciones. El Consejo aprobó esto último, pero tan sólo tuvo como presente y ver para más adelante la petición del sueldo correspondiente a Maestre de Campo. En su hoja de servicios, hemos registrado que este ingeniero siguió ejerciendo su profesión en el siglo siguiente, siendo nombrado gobernador de la plaza de Ciudad Rodrigo en 1711. También estuvo destinado, desde 1719, tres años como comandante en la plaza de Melilla, y fue nombrado Mariscal de Campo de Cuartel en la plaza de Cádiz en 1728.
Tanto la actividad poliorcética como la artillera sufrieron serios descalabros en la plaza de Ceuta a finales de marzo de 1698. No debe extrañarnos que menudearan las relaciones en las que se detallaban los pertrechos de guerra y municiones que existían de servicio en los almacenes de la plaza de Ceuta, como la realizada por Pedro Rodríguez Esquivel, su comandante de artillería. Podemos apreciar en la misma un rearme general manifiesto, respecto a periodos anteriores, y en especial de todos los útiles relativos a la puesta en práctica de la guerra subterránea de minas y contraminas, que tanto desarrollo cobró en este sitio, como picas, espuertas, azadas, palas, picaretas, chuzos, pólvora, azufre, picos, hierro y candiles. A continuación detalló toda la artillería y morteros que había en estos momentos en la plaza, tanto en los puestos de la Plaza de Armas, como en la Ciudad y en la Almina. Aparecían aquí claramente delimitados, a efectos estratégicos, los tres espacios de la plaza, correspondiéndose con la zona continental o del Campo Exterior, la zona ístmica o central y la peninsular o de la Almina.
Si importante fue la actividad desarrollada en las fortificaciones exteriores e interiores en superficie, también resultó sobresaliente en este siglo XVII y en el siguiente el sistema poliorcético subterráneo ideado por Pedro Navarro ya en el siglo XVI, y conocido también con el nombre de guerra de minas y contraminas. Si éste fue su punto de partida, la elevación distintiva a rango militar de los minadores como profesionales se llevó a cabo más adelante, en el siglo XVII. La primera referencia sobre la preocupación manifiesta del Estado sobredicho Cuerpo ha sido hallada en una relación de 17 de enero de 1642, en la que se solicitaban minadores de los Estados de Flandes para la villa de Santander. La compañía requerida se compondría de un capitán, dos cabos y veintidós minadores, y estaría unida a la artillería, formando pie natural de dicho tren. Posteriormente, el 23 de marzo de 1685, el Consejo de Guerra pidió informe al Duque de Bournombile, recabando su opinión sobre los granaderos y minadores, e intentando dar Planta Nueva en los ejércitos españoles. Éste juzgó por muy útil y necesaria la introducción de compañías de granaderos, como las tenían sus enemigos, así como el empleo de hombres entendidos en fuegos artificiales y en echar bombas en la artillería del rey, y abundancia de minadores, tan necesarios en los ataques y defensas de las plazas.
El monarca español resolvió que se formasen cuatro compañías de 50 granaderos en cada uno de los ejércitos de Cataluña, Flandes y Milán, con armas para aplicarlas en las ocasiones y sitios de las plazas, debiendo estar siempre dichas compañías en la vanguardia de los ejércitos, y si fuesen necesarias en Navarra podrían pasar dos compañías desde Cataluña. La siguiente resolución real fue que en cada uno de los ejércitos nombrados se formase una compañía de minadores, que sirviese en la expugnación y defensa de las plazas. Ordinariamente, los granaderos se emplearon para proteger a los minadores cuando éstos trabajaban en una mina, siendo aquéllos los que primero se exponían en las brechas para la defensa de una fortaleza.
El Marqués de Leganés, virrey de Cataluña, recabó información el 11 de julio de 1685 sobre el mismo tema al Consejo de Guerra. Éste se basó en la opinión del Duque de Bournombile, respondiendo luego que de Flandes viniese un teniente en lugar de un alférez, y un cabo de escuadra en lugar de un sargento, y siete u ocho minadores, para juntarlos con los pocos existentes en la artillería de Cataluña y formar una compañía, añadiendo treinta o 50 de los que trabajaban en las minas de piedra, además de los que servían en los presidios pagados por la artillería, puesto que eran poquísimos los que se hallaban para este ejercicio.
Iniciada esta singular andadura para la constitución de compañías de minadores, el capitán ingeniero y maestro mayor de las minas de Ceuta, Andrés Tortosa, remitió un memorial el 11 de septiembre de 1698, a través del gobernador de la plaza de Ceuta, Marqués de Villadarias, pretendiendo la formación de una compañía de minadores, contando con la gente que tenía a su cargo, con el pie de infantería española y agregándose a las de esta plaza. Para ello se amparaba en los momentos críticos por los que atravesaba la ciudad, por los buenos servicios que lograba este sistema poliorcético ante el enemigo, y porque las plazas contasen con compañías, ante la falta de ellas en los ejércitos reales de España. Tortosa no pedía aumento de sueldo, contentándose con sus cuarenta escudos, ni aumento de grado, pues era capitán de infantería. En este memorial, Tortosa detalló su hoja de servicios, diciendo en primer lugar que llegó a Ceuta por orden real con su padre, Diego Tortosa y cuatro hermanos, acompañados de treinta hombres hábiles en las minas, buscados por él para su buen manejo. Entró en Ceuta, gobernada por el Marqués de Valparaíso, en 1692, corriendo todas las minas de su dirección y cuidado, y perdiendo a su padre y a un hermano en dicho ejercicio.
En agosto de 1695 pasó a ser capitán, con cuarenta escudos mensuales de una de las compañías del tercio de infantería del Maestre de Campo, Francisco de Espínola, y con ella sirvió dos meses y siete días, hasta el 17 de octubre del mismo año en que se retiró dicho tercio a su provincia extremeña, y le retuvo aquí su gobernador por lo mucho que importaba su persona para las operaciones de las minas. Para poder quedarse, hizo dejación de la compañía, volviendo a continuar como antes de cabo y maestro mayor de las minas hasta el 10 de julio de 1697, en que sentó plaza sencilla de soldado en la compañía y tercio del Maestre de Campo Jorge de Villalonga, uno de los de la Armada del Océano, continuando en ella con el mismo cuidado y dirección de las minas. Llegó a volar a sus enemigos un total de 80 hornillos y ganado doce minas reales, que habían construido en las fortificaciones exteriores. A veces, los enfrentamientos se dieron a pistoletazos dentro de las galerías, poniendo su vida en grave riesgo en numerosas ocasiones. En 1698 se encontraba dirigiendo las minas con gran estrechez de medios humanos, siéndole muy difícil continuar el real servicio como lo estaba ejecutando. Suplicó al Consejo que le permitiera la formación de una compañía de minadores en el pie de infantería española, agregándola a esta plaza con los 70 hombres y quince capataces de minas, pues así podría continuar el real servicio encomendado, con mayor consuelo que hasta ahora en dicho ejercicio. El Consejo se conformó en todo con el informe dado por el Marqués de Villadarias, y el rey Carlos II aceptó lo propuesto por dicho Consejo, rubricándolo. Se pasará al siglo siguiente antes de poder ver formada dicha compañía de minadores, ante la prolongación del sitio de Muley Ismail.
Andrés Tortosa ejerció también de ingeniero. Hizo una representación al rey para construir una obra de capacidad, de mampostería, con grandes ventajas. La situó a la derecha de la plaza, en el terreno donde se contraatacaba, y que a todo trance defendían los marroquíes de forma vigorosa, ya que ni la valentía de las tropas de la guarnición ceutí con sus salidas, ni la artillería y morteros, ni la voladura de hornillos y fogatas, habían podido conseguirlo.
La situación de la plaza llegó a ser desesperada a finales de 1698, llegándose a establecer una serie de acuerdos por parte de un Consejo Pleno con el objetivo de que los enemigos levantasen el sitio. Por un lado, se pretendió que la infantería existente en la Armada pasase a Ceuta a incorporarse con sus tercios, permaneciendo sólo en aquélla los capitanes de mar y guerra con sus primeras planas. Por otro lado, que de las barcazas de la Armada se enviasen dos a Ceuta, y si su gobernador lo necesitase, se ampliase hasta cuatro. También, que se enviasen milicias nuevas del reino de Córdoba, Cataluña y Tercio de la costa de Granada. Era imperiosa la remisión de 100.000 raciones de Armada, ante el estado tan miserable de la población y la falta de medios materiales por culpa del asentista. Sería menester que se mudase de vez en cuando a la guarnición, por tratarse de un teatro de guerra peligroso y continuado, y habida cuenta que de las 4040 plazas existentes sólo quedaban 2024, insuficientes para el servicio ordinario. La guarnición extraordinaria se componía, por entonces, de seis tercios y cuatro compañías de milicias.
Se confirmó la idea de que mientras Muley Ismail viviese, no retiraría sus tropas de delante de esta plaza, ni saldrían de su campo sin que fuesen expulsados por la fuerza. Su situación tampoco fue muy favorable, ya que a primeros de 1699 su terreno estaba bastante destruido, habiendo perdido mucha gente. En este contexto, fueron acciones muy significativas de los soldados locales la quema de un almacén de pólvora que se encontraba retirado de la plaza, en el Val de Naranjos o Valle de Anyera, a medio tiro de cañón, y a espaldas del campamento musulmán, al igual que la de deshacer una plaza de armas enemiga, denominada lengua de ciervo, capaz para 700 soldados. El Consejo veía con buenos ojos la acción conjunta de tropas de infantería y caballería, junto a la artillería y morteros, para que el enemigo abandonase el hinterland ceutí.
En sucesivos Consejos de Guerra se declararon posturas más radicalizadas. Ante una situación desesperada, donde los avances por levantar el sitio de la plaza eran mínimos a pesar de todos los esfuerzos, el Consejo ordenó que en lo sucesivo se juntasen en la Secretaría de Guerra todos los antecedentes sobre el tema, con todos los papeles, plantas y mapas, conducentes a la formación de un extracto con información muy puntual y después se convocase Pleno que examinase y cotejase sus posibilidades, a fin de comentar y presentar luego al rey lo más conveniente. Se dispuso también que los ministros componentes del Consejo que no pudiesen concurrir por causa justificada, deberían avisar de ello para que se les fuese a tomar su voto. El Marqués de las Balbosas no encontró factible que se pudiesen expulsar a los enemigos del Campo Exterior de Ceuta, ni fuerzas para ello, viendo difícil que se sacasen más tercios y que se reclutasen milicias. El cardenal Portocarrero comprendía la desesperación de las tropas ceutíes, por su carencia de gente, armas y dinero. Votó que no se sacase gente de Cataluña, ni de la costa y casco de Granada. Ante la imposibilidad de desalojo enemigo, Portocarrero se contentó con que la plaza fuese asistida abundante y puntualmente con gente y municiones de guerra y boca.
Enrique de Benavides votó por el cambio de la dotación, como propuso el gobernador, negando la validez de las milicias. Su propuesta era que éste no aventurase gente en las salidas, tratando sólo de defender la plaza, pues su sentir era que el sitio duraría mucho tiempo, criticando negativamente el valor de Ceuta para la corona española, puesto que ...
“...Ceuta era un escollo del Mar Océano, sin tener abrigo ni puerto para embarcaciones, le vale sino sólo para tirar piedras”.
Benavides no sabía por qué importaba esta plaza a España, pero que si se quería conservar, se debería mantener con medios, gente, minas y hornillos. El Marqués de Mancera opinó que el riesgo de pérdida de la plaza había ido aumentando, no tanto por los esfuerzos de los agresores, como por las miserias y trabajos de los sitiados, llegando los desconsuelos a precipitar a algunos al suicidio o a pasarse al enemigo. Lo que no admitía ahora demora alguna era la muda de la guarnición, tocando al Comisario General discurrir de dónde debían ir las tropas de refresco. El Conde de Oropesa dijo que la idea de echar al enemigo del sitio precisaba sacar de Cataluña a tres tercios provinciales, precisándose la muda de la guarnición cuanto antes con ayuda de los tercios de la costa y casco de Granada y alguno de los provinciales. El Almirante Conde de Frigiliana opinó que la guerra con los bárbaros de África era muy diferente a la que se tenía en Europa, y consideraba que la empresa de levantar el sitio era difícil con muchas tropas, discurriendo que se diesen alientos y ayudas a la guarnición local, insistiendo que con lo que se gastaba en la Armada se socorriese a Ceuta.
El Marqués de Villafranca dijo el enorme daño económico que estaba provocando esta guerra, tanto por el número de soldados como por los grandes caudales gastados en víveres y municiones. El Conde de Monterrey no veía posibilidad de desalojo enemigo, por la cortedad de medios de la guarnición y no disponer de ayuda de tercios provinciales. Para levantar el sitio se debería contar con 8000 o 10.000 soldados, con muchos bajeles y galeras que transportasen 15.000 ó 16.000 hombres para un desembarco; al tiempo que la gente de la plaza debería seguir realizando sus salidas al campo enemigo. Siendo todo esto impracticable, por la falta de medios, creía que lo mejor sería que la gente estuviese bien socorrida y que la muda de la guarnición fuese progresiva. El cardenal Córdoba precisó que si no se atendía debidamente esta plaza, irremediablemente se perdería. Aceptaba la proposición del gobernador, en cuanto a desalojar al enemigo, siendo precisa una recluta de 8000 o 9000 soldados, y un reemplazo de sus tropas, sacando lo necesario de Cataluña, Extremadura y tercios de la costa y casco de Granada. Enrique Enríquez se conformó con lo votado por el Marqués de Mancera.
El Duque de Jovenazo ratificó lo expresado por el Marqués de las Balbosas, añadiendo que sin aguardar las levas de los tercios de costa y casco de Granada, se mudase luego la mayor parte que se pudiese de la guarnición extraordinaria de Ceuta, en igual número de gente efectiva con tropas de Cataluña y Extremadura, siendo también del parecer que el rey mandase para esta plaza y Orán algunas galeras de las existentes en Italia, debido al corto número de las que componían la escuadra del Estrecho. El Marqués de Villagarcía habló de la posibilidad de que la plaza se perdiera, por no haber muchas cosas necesarias, más que por la agresión enemiga. Opinó que el rey no contaba con tropas veteranas de qué echar mano, pues las únicas válidas estaban en Cataluña y en corto número, no conviniendo que dejasen abandonada esa frontera, por lo que sólo sería posible hacer nuevas levas y traer soldados de los tercios de la costa y casco de Granada.
El Marqués de Francavila aprobó la intención del gobernador de liberar totalmente la plaza, pero que en esos momentos no había medios suficientes en dinero y gentes para hacerlo, no pareciéndole oportuno que se extrajesen tropas de refresco del ejército de Cataluña, pero sí de Granada. El Marqués de la Florida veía poco factible el desalojo enemigo de la plaza, viendo sólo válida la muda de la guarnición, y que fuese asistida puntualmente en municiones de guerra y boca. El Duque de San Juan vio conveniente aplicar todos los esfuerzos para liberar a Ceuta del sitio, reclutando tropas del Tercio de Granada, con tal que la guarnición local tuviese algún alivio en el trabajo.
Salvador de Monforte pidió la ayuda para Ceuta de 4000 infantes, incluyendo en ellos los tercios de costa y casco de Granada, para que con este cuerpo se mudasen los allí existentes. El Conde de la Corzana buscó la asistencia debida a la guarnición, mudándola y trayendo tropas de refresco, que se formase una planta nueva que sirviese al gobierno local de forma más regular, pudiendo ayudarla por mar y tierra. Decía que el sitio de Ceuta se había convertido en un estrechísimo bloqueo, pero que estando libre el mar, ningún peligro podría acecharla ya tanto. Votó que su ayuda debía ceñirse lo suficiente para mantenerla en la forma como hasta ahora, sin decaer y sin que tantas representaciones y consultas produjesen al rey más mortificaciones por esta causa. Pidió relación para su regular defensa con el número de minadores y sus oficiales, todo género de maestranzas, artillería, gastadores, provisiones, víveres, pagamentos, municiones, pertrechos y materiales diversos.
Siguió insistiendo en la necesidad de mudar la guarnición con tropas de refresco, por parte de los tercios de costa y casco de Granada, y tercios de los vecindarios de Jaén y Murcia. Se podrían poner en marcha de 100 en 100 hombres, desde Granada y Vélez- Málaga a Gibraltar, desde donde, con los mismos barcos de tráfico comercial o pocos más, pasarían a Ceuta. Los cuerpos de ejército existentes en Ceuta eran seis, debiendo entrar otros dos, y convendría que el Tercio de Italianos saliese de los primeros y que pasase a Sanlúcar, donde otra veces había estado para lo que se ofreciese. Rechazó la salida de cuerpos enteros del ejército, pidiendo la salida de cinco o seis por compañía, y que el resto quedase agregado a las compañías que entrasen, ya que evacuar enteramente a todos tenía serios inconvenientes, pues los soldados viejos contaban ya con la experiencia en el sitio para ilustrar a los nuevos. Si esto debía hacerse con algunos soldados del Tercio de los Italianos, en lo que tocaba a los soldados reformados, pidió que se sacasen precisamente del tercio anterior, pero de ningún otro, ya que se trataba de personal necesario para todo. El costo del reclutamiento del Tercio de la costa sería de 12.000 escudos de vellón. En el caso de que no hubiesen suficientes barcos para el pase de los soldados desde Gibraltar, el gobernador de esta plaza debería fletar gabarras o barcos por cuenta del rey. El Tercio del casco de Granada sería levantado por la ciudad, por cuenta de los arbitrios que tenía concedidos.
A mediados de febrero de 1699, el Consejo de Guerra consideró, al igual que el último Consejo Pleno, la imposibilidad de hacer un esfuerzo para desalojar a los enemigos marroquíes de la plaza de Ceuta, teniendo por indispensable aliviar a la gente miliciana y refrescar a la veterana. Al propio tiempo, el Consejo halló por inútil cualquier providencia al respecto de la defensa de la plaza mientras no se tuviese material de qué valerse. Instó al rey a que remitiese prontamente los 28.000 escudos de vellón que solicitó el Conde de la Corzana, 12.000 para reclutar el Tercio de la costa a disposición del Capitán General, 10.000 escudos al Presidente de la Cancillería de Granada para el vestuario del Tercio de casco de aquella ciudad, y 6000 como cumplimiento de los 28.000 al gobernador de Gibraltar para socorrer a la gente y fletar embarcaciones. Para ello, el Consejo pidió la expedición de las órdenes necesarias para la leva de ambos tercios, en la forma acostumbrada por el Consejo de Guerra y el de Castilla.
La situación se agravó por momentos, aumentando todo tipo de problemas. Este final de siglo, tan acuciante para la plaza ceutí, se saldó con resultados negativos para el poder ofensivo. El potencial militar de Ceuta, tanto marítimo como terrestre, había conseguido un mínimo avance sobre el ejército enemigo, y ello a costa de enormes esfuerzos humanos, materiales y económicos. La maquinaria administrativo-burocrática se vio desbordada en varios frentes de lucha, siendo en las fronteras catalana y ceutí donde se gestaron los hechos bélicos más relevantes, costando ingentes sumas de dinero. A lo más que se pudo llegar fue a tener a raya al enemigo, gracias a las fortificaciones adelantadas y al tesón y empeño de soldados, ingenieros, capitanes de artillería y gobernadores. Si bien es cierto que en el caso del sitio a la plaza de Ceuta, Muley Ismail se creció ante las adversidades planteadas, su potencial mayor fue el humano, pues contó con un tren de artillería menor, y sus sistemas poliorcéticos fueron provisionales y débiles, practicando el cerco o bloqueo marítimo-terrestre y ataques multitudinarios, aunque esporádicos y caóticos. Su gran baza, sin duda, fue el gran desarrollo experimentado en la guerra de minas.
Prueba palpable de todo ello fue el memorial dirigido al rey por los bombarderos de Ceuta, a mediados del mes de julio de 1699, en el que detallaban que habían pasado a la plaza cinco años antes un total de veintidós, con el capitán José Solano a su frente, por orden del gobernador de Cádiz, Francisco de Velasco. A cada uno de ellos se le asignaron doce escudos mensuales, quedando en la actualidad seis bombarderos y uno cautivo, habiendo perecido los demás en los reales servicios de la plaza. Los supervivientes fueron Juan de Pascua, Jacome Cotorneo, Ángel Taso, Carlos Bomino, Francisco de Urso y Mateo Ruso; mientras que el cautivo tenía por nombre Pedro Guiman. Los siete últimos no recibían su sueldo desde hacía treinta y cuatro meses, habiéndolo reclamado ya al gobernador ceutí, que contestó que era precisa la orden real. La súplica por estas pagas atrasadas, se correspondía a la que efectuaban también los artilleros y minadores por el mismo motivo, puesto que los bombarderos relacionados estaban prácticamente pereciendo de necesidad.
III.- Arquitectura militar y urbanismo de la plaza.
El marco estructural arquitectónico en el que se fue desenvolviendo la ciudad de Ceuta durante el siglo XVII iba a ser innovador por un lado, y tradicional por otro lado. En el primer aspecto, se dieron las pautas necesarias para hacer una ciudad moderna barroca, y en el segundo aspecto porque se mantuvieron edificaciones levantadas por musulmanes y portugueses, aunque con retoques y pequeñas modificaciones.
La zona ístmica continuó siendo el centro neurálgico de la plaza, allí donde se situaron los principales edificios, encorsetándose entre la zona continental y la peninsular de la Almina. El avance constructivo hacia levante y poniente será realmente lo más novedoso, ganándose terreno edificable conforme fue pasando el siglo, y aún más en la siguiente centuria, partiendo siempre de objetivos militares precisos, por lo que podemos seguir diciendo que el urbanismo secundaba las directrices emanadas del estamento militar. En cuanto a las fortificaciones, las proyecciones externas de la zona continental y de la península de la Almina se relacionaron inexcusablemente con la evolución del arte de la guerra y del potencial artillero. Estudiando las edificaciones ceutíes de la época, podemos decir que su clasicismo se debió al uso militar para el que se destinaron, aunando los conceptos de masas y espacios, limitados por cierto a los pocos kilómetros cuadrados de su zona ístmica, además de sus articulaciones o nexos, como fue el caso evidente del centro neurálgico de la Plaza de África, a resguardo de las Murallas Reales y de su foso inundado.
En la primera mitad del siglo, los modelos italianos seguían primando. Prueba de ello fueron los numerosos arquitectos e ingenieros que trabajaron en la ciudad, junto a otros españoles. En su segunda mitad, España tomó como marco constructivo de referencia los modernos modelos de la Escuela Flamenca que usaron el baluarte en su plenitud, así como una especialización en fortificar las plazas fuertes de modo vertiginoso. Al propio tiempo, el francés Vauban representó un momento brillante, puesto que sus técnicas poliorcéticas cambiaron el modo de hacer la guerra, con sus correspondientes repercusiones artilleras.
Pocos años de este siglo estuvo Ceuta en total reposo. Desde sus inicios se vio sometida a frecuentes ataques marítimos y terrestres, por parte de marroquíes, ingleses, franceses y holandeses, que intentaron el dominio de las dos orillas del Estrecho. El triángulo Gibraltar-Ceuta-Tánger fue fundamental para las aspiraciones de las potencias en conflicto, habida cuenta de las necesidades hegemónicas sobre dichas plazas, que significaban puentes de unión comerciales y estratégicos entre Europa, África, Mediterráneo oriental y América. El repliegue territorial de España y Portugal sería el signo inequívoco de la debilidad hispánica en el septentrión africano, agudizándose tal proceso al final de la centuria.
Aunque las referencias halladas del tejido urbano ceutí en la documentación estudiada han sido muy limitadas, éstas nos sitúan a algunos edificios militares, religiosos y civiles sobre el socorrido esquema en tridente, que ya tratamos en el siglo XVI y que partía desde la Plaza de África, con un ramal que iba por la banda costera norte y otro por la sur, marcándose otro ramal central que conformaría en épocas posteriores la conocida como Calle Real. Otro segundo esquema, con la misma disposición que el anterior, partía desde la Puerta de la Almina hacia la península de su nombre, a base de dos vías costeras. La primera de ellas costeaba la parte peninsular bañada por el Mediterráneo, siendo sin lugar a dudas la de mayores desniveles orográficos, y por ello, poco transitada. La otra vía costera circundaba la parte bañada por el Atlántico, deteniéndose en la zona de Santa Catalina. Ésta contó con mayor amplitud y uso, puesto que este tramo estuvo prontamente fortificado con murallas, fuertes como el de San Amaro, puertos naturales y desembarcaderos como el de la Cisterna y del Rey, puestos de vigilancia como la Torre del Valle, y caminos adaptados para el tránsito de la guarnición. La vía interior se ciñó paralela a ésta última, con una bifurcación hacia el Padrastro de San Simón, y terminaba en la eminencia del Valle. Estas vías marcaron una incipiente urbanización, predominando los puestos militares y zonas de huertas y arboledas, por lo que la subida hasta la Ciudadela del Monte Hacho se realizaba a través de caminos de ronda y de vigilancia a caballo.
Esta red viaria, aunque incipiente, fue significativa para todos, pero no olvidemos que los aires de modernidad se iniciaron a principios de siglo con los intentos de construir un muelle en la banda norte, fundamental para la disposición adecuada de entradas y salidas de navíos de guerra y comerciales que favorecieran a una ciudad muy constreñida territorialmente, donde el aprovisionamiento más voluminoso de abastos, pertrechos de guerra y materiales de construcción se hacían por mar. No se desestimaron los fondeaderos antiguos situados en la zona del Albacar y del Foso inundado de las Murallas Reales, sumándose en este siglo el del Foso semiseco de la Almina.
Ya vimos cómo, desde mediados del siglo XVI, se difundió por las costas mediterráneas el modelo militar y defensivo de las fortalezas marítimas con baluartes y cortinas que protegían los atracaderos por todas partes, adaptándose luego a exclusivos y desarmados puertos civiles. No fue éste el caso de Ceuta, que mantuvo desde los inicios de construcción de su puerto un objetivo militar primero y después comercial y de transporte.
Para comprender la función que empezaron a contar los puertos desde el siglo XVII, creemos como fundamental la referencia a la obra de Scamozzi (1615). La elección del lugar más a propósito, el estudio de los vientos más problemáticos, de los fondos marinos, el juego de las mareas, etc, debían ser analizados como factores decisivos, y ello redundaría a la postre en la importancia moderna o no de la plaza. El puerto significó para Ceuta un factor directo de desarrollo, precisando equipamientos complementarios para el tráfico portuario, como almacenes de agua, de grano, puertas de acceso y salida a los embarcaderos, talleres-varaderos para reparar los navíos, hospederías; así como también edificios representativos para la resolución de documentación, como la Aduana o Veeduría, para visitas de índole militar, como el Palacio de los Gobernadores, para traslado de enfermos y heridos a hospitales de campaña y fijos. Todo un sinfín de elementos que, aglutinados alrededor del puerto, buscaban la eficacia de servicios urbanos inherentes a dicha actividad.
Los edificios religiosos, militares y civiles más relevantes se mantuvieron alrededor de la Plaza de África, como lugar más céntrico y amplio, mientras que el resto del caserío se desperdigaba en el resto del istmo y estribaciones de la Almina, siempre al amparo de las fortificaciones. Salvo los tradicionales muellecillos del Albacar, Foso inundado y Playa de la Ribera en la Coracha Norte; los proyectos de principios de siglo que hemos estudiado no llegarían a cuajar, continuando con esta prioridad fundamental para la plaza ceutí a lo largo del siglo XVIII, donde se mantuvo la idea de fijar un puerto en la ensenada de San Amaro.
Las calles militares se redujeron a las existentes dentro de los terraplenes de las fortificaciones, debiendo ser rectas, amplias y espaciosas para el libre paso de los soldados, la caballería y el tren de artillería, así como poder realizar cómodamente las salidas y retiradas desde la Plaza de Armas. A la ampliación de la Calle Principal, acompañó las de los paseos o Calles de Marina Norte y Sur, iniciadas en época portuguesa, y la Rúa Dereita que permitía el paso desde la Plaza de África a la Muralla Oriental. Las paradas, revistas, entradas y salidas, se realizaban desde la Plaza de Armas, paso intermedio a lo que era la ciudad y existente entre el Foso inundado y las fortificaciones exteriores. Tras las Murallas Reales, y a su abrigo, se situaron los edificios citados, junto a servicios anexos, como almacenes a prueba de bombas de municiones y víveres, alojamientos para soldados, establos y cuarteles.
El trazado urbano ceutí no pudo ser ortogonal sino orográfico, dada la configuración del territorio, donde la adaptación a un relieve tan escarpado y con frecuentes subidas y bajadas fue la nota dominante, salvo en la lengua estrecha del istmo. Este impedimento físico afectó también al organigrama poliorcético desde el principio, a lo que siempre los teóricos respondieron con el deber de adaptarse al lugar que se fortificaba, buscando siempre la defensa pasiva y activa para la salvaguarda de la plaza. Los proyectistas ingenieros vieron sólo por el ojo estratégico desde el sitio de Muley Ismail de 1694, sin darnos referencias ni detalles del urbanismo local. Eso sí, durante estos años de bloqueo y asedio, muchas casas y edificios del istmo central fueron destruidos o deteriorados por las bombas, siendo abandonados algunos de ellos y trasladándose forzosamente a espacios más resguardados de la Almina, comenzando así una ocupación periférica que ya no cesaría durante todo el tiempo del sitio.
En otros momentos hemos relatado, por boca de los ingenieros de la plaza, que se había conseguido hacer de ella “una caja con regular defensa”. Realmente esas fueron las prioridades básicas, hacer una plaza fuerte que resistiese los embates enemigos, a base de robustos puestos y dotada de gruesa artillería. Este corsé encerraría una malla urbana regularizada según el modus militar, que los teóricos españoles diseñaron y que los ingenieros se encargaron de llevar a la práctica. Por esto, en este siglo es raro encontrarnos a alguno de estos autores (González de Medinabarba, 1599) que incluyeran en sus medidas ideales para la fortificación las que correspondían a edificios civiles y religiosos, pero lo que no nos debe dejar dudas es que con esta regularización y geometrización del espacio se buscó la simetría estratégica de las distintas zonas de la ciudad. Más aún, si tenemos en cuenta que durante todo el siglo XVII la plaza ceutí se remilitarizó, por ser un “teatro de guerra” muy activo y prioritario para la corona española, dejando de lado eso sí las preocupaciones urbanísticas ideales de periodos anteriores. Aunque no hemos registrado normas urbanísticas de primer orden como las que ahora revisamos, se debieron seguir manteniendo en estos momentos. Así, junto a las medidas para la Cortina Real, casamatas, frentes de los baluartes, estradas encubiertas, cuerpos de guardia, minas y contraminas, puertas principales, etc; se dictaron las correspondientes a la Iglesia, con 90 pies de largo por 50 de ancho y veinticinco de alto; la Casa del Asentista, con 80 de frente por cuarenta de fondo y veinticinco de alto; las calles que desembocaban en los baluartes, 50 pies de ancho, y las calles que desembocaban en las cortinas, treinta pies de ancho.
Los teóricos se ocuparon de plasmar en sus tratados las denominadas máximas, como auténtico cuerpo de normas que modelizaba y secuenciaba las intervenciones en materia poliorcética, configurando un tratamiento ideal y comprensivo desde múltiples puntos de vista. En la formulación de estas máximas se dieron diferencias de matiz, aunque se asumieron los principios de la guerra moderna, formulados por Vauban y la Escuela francesa del rey Luís XIV. Sebastián Fernández de Medrano, capitán ingeniero y maestro de Matemáticas de la Academia Militar de los Estados de Flandes, fue el teórico que mayor área de influencia ostentó dentro del plan de construcciones militares de la monarquía española en la Edad Moderna, pero antes, en 1664, hemos de citar a Vicente Mut, que trató bajo máximas una amplia serie de principios de arquitectura militar en este siglo, muchos de los cuales se adoptaron en las fortificaciones de Ceuta: en primer lugar, los baluartes vacíos o sin terrapleno en medio eran defectuosos porque no tenían placa para defender la brecha, ni terreno para las retiradas, y si se hiciesen deberían ser bajas, siendo un principio seguro que cualquier obra interior había de ser más alta que la exterior, como la media luna, la tenaza y demás obras exteriores, conviniendo que fuesen vacías en medio; pero el baluarte, habiéndose perdido, no tenía parte superior que le dominase, porque no le sujetaban bien las cortinas. Como no era buena una fortificación muy alta, convenía tener algún puesto superior que descubriese y dominase el Campo Exterior, obligando al enemigo a perder gente y tiempo en levantar más sus obras para no ser descubiertos, imitando algo a los romanos que levantaron sus fortificaciones hasta 80 pies. Estos puestos eminentes se denominaron caballeros, variando su forma, desde cuadrada, oval, paralelograma y redonda, aunque la mejor era la del trapecio isósceles. Su altura, desde el terrapleno, alcanzaría de diez a doce pies, y su frente entre 50 o 55, conformándose iguales sus costados, casi de cuarenta pies. Al autor le bastaba como suficiente un caballero en medio de cada cortina, desde donde se pudiese defender con facilidad a los baluartes, amparando las retiradas y las cortaduras de la gola.
En cuanto a las puertas, su ubicación más propia debía ser en medio de la cortina, por ser el puesto donde podía estar mejor defendida. Su latitud y anchura debían ser suficientes para entrar y salir un carro de heno, o lo que es lo mismo, diez pies de ancho y catorce de alto, según fuese la fortificación. Las tablas de las puertas serían muy robustas, algunos las forraban con láminas de hierro y fuerte clavazón. Se completaban con una portezuela alta, de cuatro pies y dos y medio de ancho, y rastrillos.
Generalmente, los fosos con agua resultaban peligrosos para las plazas, y si éstas carecían de estrada encubierta con buena guarda fácilmente podrían los enemigos cortar o enredar los puentes y salidas, con lo que sus pobladores se hallarían presos con el agua. El rebellín, que comúnmente se nombraba media luna, se construía delante de las puertas para guardarlas y cubrir el puente de ellas. El hornaveque no era más que la fachada exterior que hacían dos medios baluartes en la fortificación regular, sirviendo para guarnecer las defensas, impidiendo las aproximaciones del enemigo, cubriendo las zonas más débiles y dominando alguna eminencia existente en el terreno. Las obras exteriores podían clasificarse en permanentes, las que se hacían en tiempo de paz para mucha duración, pudiéndose revestir de alguna muralla; las medianas, que eran las que se hacían en plazas con alto riesgo de invasión, y las momentáneas, que se levantaban al tener ya cercano al enemigo.
Algunos ingenieros, al hacer nueva fortificación, cometían el grave error de derribar o cortar las murallas viejas, cegando sus fosos. Esta fortificación antigua, aunque sólo fuese de casamuro, podría en ocasiones servir de retirada y de segunda circunvalación, inclinándose Mut por construir una fortificación nueva algo irregular, antes que demoler la antigua. Al propio tiempo, entendía que para llevar a cabo una fortificación robusta se debería antes ver como variables inexcusables la calidad del sitio, las fuerzas que contaba la plaza para su defensa, el socorro que podía esperar y las fuerzas del ejército enemigo. Daba también por hecho el concepto de que la guerra moderna veía muy dificultoso el mantenimiento de una plaza si no estaba fortificada con obras exteriores al foso, ya que si no se defendía la contraescarpa, si no se salía de los propios muros y no se estorbaba a los trabajos realizados por el enemigo, aquélla sería fácilmente vencida. Por esto mismo, el autor llegó a afirmar que resultaba más positivo salir al campo enemigo a impedirle hacer su arte poliorcético, que simplemente rechazarle.
Alonso Cepeda y Adrada publicó en 1669 otro tratado en el que llegó a enumerar hasta veintidós máximas generales que se deberían mantener para fortificar correctamente una plaza. Partió de la idea de que las plazas mejores eran las que tenían igual recinto que otras y se cerraban con menos baluartes, siendo necesarios para la defensa de cada uno de estos últimos un total de 200 hombres. Igualmente, las plazas que contaban con algún padrastro no eran tan buenas ni fuertes como las que no lo tenían. Recordemos en este punto la polémica que se dio entre los ingenieros de la plaza ceutí, respecto a fortificar o no el Padrastro de San Simón en la Península de la Almina. El autor recomendaba como mejor la plaza que tenía más defensa y menos que defender, debiéndose fortificar a prueba de artillería. Defendía que no hubiera en todo el recinto de ella ninguna parte de la muralla que no se viese, y que tuviese flanqueados, desde arriba hasta el fondo del foso inclusive, todos los puntos más conflictivos a prueba de artillería.
Los baluartes deberían ser de máxima capacidad, por la utilidad defensiva, y por poder hacer cortaduras y atrincherarse en ellos, una vez que el enemigo hubiese volado sus puntas o parte de sus caras. Sus gargantas habrían de tener por lo menos cuarenta pasos geométricos o 230 pies de Bruselas, y sus flancos serían lo más grandes que se pudiese, para aumentar así la defensa. Sus ángulos flanqueados serían mayores de 60o, sin exceder el ángulo recto, y que el lado total no pasase de 160 pasos geométricos u 800 pies de Bruselas. La cortina debía alcanzar como mínimo los cuarenta y ocho pasos geométricos o 300 pies de Bruselas, y no sobrepasar los 102 pasos geométricos, debiendo estar bien defendida por dos flancos, o de uno, a ser posible, siendo deseable que la parte no defendida se ciñese con una buena empalizada y un contrafoso. Sus partes flanqueadas no deberían estar apartadas de los flanqueantes más del tiro de mosquete, ubicándose aquí el mayor número de piezas artilleras posible. La muralla tendría en su parte superior anchura suficiente para hacer un parapeto a prueba de artillería, debiendo quedar espacio detrás suya para su reculo. Estos parapetos serían de tierra batida, de materia no guijarrosa y que no levantase cascajo al golpe de bala. La línea de defensa no debía exceder de 800 o 1000 pies, que era el máximo alcance del tiro de mosquete, teniendo con esta distancia la suficiente fuerza para producir grandes estragos enemigos.
El foso se construiría lo más profundo y ancho posible, por lo menos tanto como la longitud del flanco del baluarte, es decir, de 120 pies geométricos. Las partes de la fortificación más próximas al centro del frente estarían más levantadas, con el fin de dominar y mandar sobre las más apartadas. El autor opinaba que de las plazas irregulares, serían mejores las que se aproximasen más a las regulares.
Además de estas máximas, Cepeda trató el sistema de las minas en el capítulo IX, ajustándose al mismo todo lo planificado por los ingenieros y maestros de minas en la plaza de Ceuta. Como notas más significativas del mismo entresacamos que las medidas apropiadas de las minas debían ser la de cuatro o cinco pies de alto, por tres y medio o cuatro de ancho, lo que bastaba para que un hombre fuese trabajando de rodillas. A partir de ellas, el estudioso, ingeniero o maestro minador, ajustaría las tablas de pino y el maderamen preciso para su revestimiento y apuntalamiento para que la mina no se hundiese. Se precisaban también cestas o cubos de cuero para ir sacando la tierra de mano en mano de la galería, y mientras más se aproximase al lugar donde se situaría la cámara, se debería ir estrechando el camino hasta que sólo pasase un tonel. La cámara sería grande, según la pólvora que se quiera emplear, siendo lo común unas 400 libras. La tablazón y los puntales se llevarían ya ajustados del cuartel de artillería, con idea de que oficiales y minadores no debiesen sino irlos ajustando en la mina, evitando así el golpe de martillo. Cuando la mina fuese muy larga y se hallasen manantiales de agua, se harán canalejos para que discurriese el agua hacia la bocamina, o bien agujeros de trecho en trecho con sus canales para que se recogiese allí el agua, conduciendo un canalejo hasta el último que se haría en la bocamina.
En su capítulo III, Cepeda trató de la defensa de las plazas por sitio y por ataque, apreciándose diferencias en las dotaciones materiales y humanas que se aplicaron por entonces en la plaza ceutí. El autor discrepó con otros sobre el número de soldados necesarios de guarnición ordinaria o en tiempo de sitio para una plaza, como ocurrió en Ceuta al final de siglo entre los distintos miembros del Consejo de Guerra. Cepeda opinaba que serían necesarios tan sólo 3000 soldados, sin contar los ciudadanos, sin poder determinar la cantidad exacta de municiones necesarias para un pertinaz sitio, dando números aproximados para cada pieza artillera y pertrechos, e inferiores a las manejadas durante el sitio de Muley Ismail.
Mayores aportaciones a los sistemas poliorcéticos españoles, y concretamente a los de Ceuta en la segunda mitad de siglo, fueron los tratados del capitán y maestro de Matemáticas de la Academia Militar de los Estados de Flandes, Sebastián Fernández de Medrano, a su vez muy influidos por los ideados por el francés Vauban. Ya vimos a ingenieros destinados en Ceuta, como Castellón, Arias, Hurtado y Borrás que habían recibido enseñanzas y forjado su currículum en Flandes; por lo que las máximas de Medrano fueron las líneas maestras en las que estos últimos se basaron para sus proyectos y realizaciones. Medrano hizo imprimir un tratado en Bruselas, en 1687, dividido en dos tomos, que contenían cinco libros en los que, partiendo de las Matemáticas y la Geometría, formaba a sus alumnos en las disciplinas militares más técnicas, como Fortificación y Artillería. El primero trataba de la fortificación regular e irregular, y del parecer de los principales autores que escribieron sobre ella; el segundo, de la especulación de cada una de sus partes; el tercero, de la fábrica de las murallas y sus materiales; el cuarto, del sitio y defensa de una plaza, y el quinto, sobre la Geometría práctica, Trigonometría y uso de la regla de la Proporción.
En cuanto a las máximas y preceptos a guardar en la fortificación regular e irregular, Medrano fijó que la línea de defensa no fuese mayor que el alcance del mosquete de punto en blanco, es decir, de 1000 pies geométricos, pues si era mayor no estaría bien defendida la plaza, y la línea de defensa ordinariamente era de 720 pies. De hacerla mucho menor, ocurriría que todas las partes serían pequeñas y encerrarían un mismo espacio con más baluartes. El flanco no debía ser mayor de 180 pies, ni menor de 100, pues siendo menor habría poco fuego, habiendo de salir de él para defender la cortina, flanco y frente o cara del baluarte, contraescarpa, estrada encubierta y explanada opuesta. También, siendo menor el flanco, el ángulo flanqueado sería obtuso en muchas figuras, y el baluarte no sería tan capaz y, por tanto, el más apropiado era de 120 a 160 pies. La media gola debería tener la grandeza del flanco, pues siendo pequeña no quedaría entrada capaz al baluarte y todo él parecería un reducto, y la línea de defensa sería larga. Si fuese grande, lo serían también las caras de los baluartes y las cortinas serían muy pequeñas. La cortina sería de 400 a 500 pies, no pasando los 600, pues causaría los defectos de la media gola pequeña, ni ha de ser menor de 300 para poder estar bien defendida por su mediana, que era donde se solían colocar las puertas, y para defenderlas bien era preciso sacar la mitad del cuerpo afuera del parapeto. La cara del baluarte sería de 300 a 360 pies o dos tercios de la cortina, porque siendo la parte por donde ordinariamente se atacaba a las plazas, era más fuerte siendo pequeña al no contar con tanta frente en que abrir brecha el enemigo. Tampoco debía ser tan pequeña que le restase capacidad para hacer cortaduras en el baluarte. Todo ángulo flanqueado de baluarte, revellín u otra fortificación, no debía ser menor de 60o, ni mayor de 90o, y que no fuese nunca dicho ángulo obtuso, pudiendo ser agudo, aunque no menor de 60o. El ángulo flanqueante debía ser recto.
El foso debía ser igual de grande que el flanco, o de 100 a 120 pies. Se debería procurar que no fuese estrecho, pues corría el peligro de ser pasado por un puente artificial en noche oscura, y asimismo debería ser profundo para que hubiese tierra para hacer las fortificaciones, correspondiéndose con la altura de la muralla, de quince a veinte o veinticinco pies. Medrano expresó que el foso seco defendía mejor las plazas grandes, pues solían tener de ordinario golpes de caballería de guarnición para correrle cuando se ofreciese; pero que en las plazas pequeñas era mejor el foso con agua, pues dificultaba los ataques enemigos. La estrada encubierta sería de veinticinco a treinta pies de ancho, advirtiendo que si fuese mayor, el enemigo tendría una gran plaza de armas para alojar a su gente, y siendo menor no se podría tener en ella gente formada en tiempo de sitio, ni capacidad para ubicar los pertrechos necesarios para semejante ocasión. La explanada tendría de 60 a 100 pies. No debería haber ninguna parte de la plaza que no estuviese vista y defendida por otra, así como que la fortificación exterior estuviese dominada y descubierta por la interior. El baluarte terraplenado era preferido al vacío, y el entero al medio. Fijaba el recinto fortificado con menos baluartes a la defensa del mosquete, y que la fortificación irregular se debería aproximar en lo posible a la regular.
Todas estas máximas se debían observar en la fortificación, siempre que fuese posible, manteniendo como inamovibles las que decían que el ángulo flanqueado no bajase de 60o, que la cortina no bajase de 300 pies, que la línea de defensa no pasase de 1000 pies, y aquellas que enseñaban que toda fortificación exterior estuviese dominada desde la interior, y que cualquier parte de la fortificación estuviese vista y defendida siempre por otra. Las demás eran estimadas como secundarias, ya que deberían conformarse con el territorio donde se situaban. El segundo tomo de Medrano trataba de la Geometría práctica, Trigonometría y uso de la regla de Proporción, donde llegó a detallar un nuevo método de fortificación.
Con todo, y teniendo en cuenta que en esos momentos se había aumentado el orden de atacar una plaza, de modo que no sólo los ataques se reforzaron, sino que también se acompañaba de piezas artilleras que arruinaban en breve las defensas, los teóricos de la arquitectura militar se vieron obligados a buscar flancos que no sólo fuesen capaces de más artillería, sino que al propio tiempo quedasen cubiertos, para que no se pudiese batir fino, haciéndoles baterías opuestas directamente a los flancos. A pesar de todo esto, se procuró que éstos contaran con algunas piezas cubiertas y guardadas para emplearlas en la brecha, y con este fin se inventaron los flancos con líneas curvas, usados igualmente por Vauban en los baluartes, habiéndose fortificado con ellos cinco plazas reales, como Mobeuge, la holandesa Narden, las flamencas Menin y Saffo y la borgoña Besançon. En todas ellas se dispuso que el flanco cayese perpendicularmente a la línea de defensa.
Las garitas de las murallas se construían revestidas de piedra o ladrillo, de figura circular, cuadrada, pentagonal o hexagonal, dándoles de dos pies y medio a tres de semidiámetro y seis de alto, cubriéndolas de una media naranja o chapitel, y si la muralla era de tierra, se hacían de madera. Unas y otras debían sobresalir del muro, quedando orientadas a la campaña. Su mejor colocación era en el ángulo flanqueado, en el de la espalda y en medio de la cortina, por ser lugares desde donde se descubría todo el recinto. El camino para entrar en ellas debía estar igualmente en el terraplén de la muralla, formando un callejoncito dentro del mismo parapeto. Contaban con troneras sus caras, para que cuando el soldado se refugiase en ellas pudiese batir y mirar de frente y de costado. Los revellines se construían delante de las cortinas para cubrir las puertas que hubiesen en ellas, e impedir que desde ninguna parte de la campaña se descubriesen los flancos, hasta llegar al lugar de la explanada opuesta a ellos. Se les daba de cara desde 250 a 300 pies, en caso de necesidad. Tanto en el revellín, como en cualquier fortificación exterior, se debería de observar, caso de obligar a ello el terreno, que las defensas las tomasen sus caras o alas izquierdas más rectas que las derechas, pues éstas recibían el fuego de la plaza de modo más natural que las izquierdas. La altura de los revellines estaba entre los ocho y quince pies sobre el nivel de la campaña y la mayor dificultad que pesaba sobre ellos estribaba en si tenían que estar o no comunicados por puentes con la plaza y la estrada encubierta. Algunos opinaban que contando con foso seco, se podría subir y bajar desde él al revellín por una escalera de madera, que se quitaría de noche y se volvería a poner cuando fuese necesario. Cuando el foso fuese de agua, se saldría y entraría en la plaza por poternas, habiendo barcas prevenidas para dicho fin. Medrano había visto en algunas plazas que la estrada encubierta se comunicaba con los revellines por tierra natural, pero decía que esto era muy peligroso ya que entrando el enemigo en dicha estrada encubierta, lo harían luego en el revellín con suma facilidad.
Las medias lunas que se colocaban delante de los ángulos flanqueados estaban ya reprobadas por la arquitectura militar, porque para flanquearlas era necesario correr el foso directamente por su cara, hasta tocar la cara del revellín, y en tal caso sería tanta la tierra que se sacaría del foso que no habría donde echarla, creciendo así el gasto y quedando por allí tan ancho que con facilidad de la explanada se descubrirían los cimientos de la muralla. De correr el foso paralelo a sus caras y flancos y no sacar dicha tierra, quedaría todo aquel terreno como estrada encubierta, siendo ello un asunto desmesurado, quedando la media luna sin defensa. Para salvar estos y otros inconvenientes, se hacían en su lugar las contraguardias, estando éstas en tiempos de Medrano más en uso que las medias lunas, y habiéndolas de hacer se darían a todas sus partes las medidas anotadas en los revellines, pues eran las generalizadas para las fortificaciones exteriores.
La unidad a la que tendió el urbanismo europeo, después de la segunda mitad del siglo XVII, se debió en gran parte al cada vez mayor peso específico de la Francia de Luís XIV. El arte militar se basó, tanto en la reflexión urbanística francesa del siglo anterior, como en la sucesiva multiplicación de obras defensivas, basadas en las últimas novedades de la técnica obsidional, relativa al sitio de las plazas fuertes. Tras las experiencias realizadas antes de Vauban, el arte militar francés se apartó completamente del urbanismo. Las obras de fortificación, sobre todo las avanzadas o exteriores, eliminaban su relación con el territorio en el que se asentaban, reduciendo la malla estructural de los asentamientos humanos a la lógica interna de simetría, rigor formal y énfasis de la ingeniería militar. Era el territorio y no la ciudad lo que había que defender, eliminando toda alusión a las estructuras de la ciudad civil. De este modo, estas ciudades diseñadas a lo francés, tomaron el rango de plazas fuertes, cuya definición más válida fue la de murallones que detendrían el avance enemigo, o simplemente el de puntos estratégicos que se debían defender hasta la muerte.
Con Vauban la técnica de las fortificaciones quedó sistematizada y desarrollada a través de experimentos que sobrepasaban la práctica de los ingenieros militares, conduciendo a una sistematización científica. Por un lado, renunció al estudio particular de soluciones viarias, y por otro multiplicó sus sistemas defensivos, que se ensancharon y abrieron al exterior del recinto urbano. Las frecuentes citas que ya hemos reproducido, relativas a realizarse tal o cual obra según arte, no fueron sino adhesiones a la ciencia arquitectónica militar, cuyas reglas respondieron a una economía menos influida que la del pasado, la cual obedecía más a presupuestos ideológicos. España tomó del sistema de Vauban todo lo concerniente al ataque y defensa de sus ciudades-plazas fuertes, afectando sobre todo a sus territorios fronterizos, como en el caso de la de Ceuta, con doble línea defensiva, con obras más avanzadas, y con líneas interiores más replegadas en las que se situaban las estructuras fortificadas más estables, cuya función primordial era el bloqueo de las posibles escaramuzas enemigas.
En el siglo XVI vimos cómo los monarcas españoles sobre todo desde Felipe II, decidieron la difusión a escala de las principales ciudades del Estado, mimándose mucho el trabajo realizado sobre las ciudades fronterizas de gran Imperio. La reproducción de modelos a escala de maquetas, dibujos, grabados, atlas, etc; se vio completada en el siglo XVII con los llamados planos en relieve, planos a escala que reproducían exactamente la situación de cada ciudad-fortaleza, así como de sus posibles cambios o modificaciones estructurales poliorcéticas.
Dicha reprografía fue perfeccionándose con el tiempo, y no deja de llamarnos la atención cómo para el insigne Vauban el arte de la fortificación no consistía tanto en reglas y sistemas, como en experiencias y buen sentido de todos los días. Por esto, cualquier obra que se iniciara, debería traducirse para su realizador en la capacidad de echar en ella toda la experiencia lograda en los asedios, aplicándola de forma defensiva. Tanto asedios como defensas, se planificarían desde ahora como teoría matemática, capaz de calcular medios humanos, materiales, fases de salidas y repliegues, etc. Cualquier consideración quedaría siempre postergada a la razón militar, y lo civil se adicionaría a los fundamentos eficaces de lo propio militar, como plazas, manzanas, ejes viarios, calles, paseos, barrios, fuentes; constituyéndose por simple añadido jerarquizado, como obras de simple relleno, tomando siempre el norte de las funciones militares y económicas. Vauban quedó anclado en una visión bélica concéntrica, sin querer advertir las innovaciones y preocupaciones del urbanismo civil barroco, de gran pujanza ya desde varios decenios. Éste seguía siendo el medio de racionalización del espacio habitable, sin llegar a condicionar con rigor los proyectos elaborados por los ingenieros.
Recordemos en este sentido cómo en algunos planos de Ceuta el recinto urbano no quedaba trazado, y cuando se señalaba se dejaba vacío su interior, marcándose sólo las líneas bastionadas. Este retroceso, respecto a sus contemporáneos urbanistas, partía del principio de belleza dado a todo lo que de externo o fachada tenían sus plazas fuertes, considerando el interior de las mismas como un espacio de servicio y no como una entidad autónoma por sí misma con posibilidad real de condicionar las líneas exteriores de defensa. Se mantenían, en este sentido, los presupuestos ya estudiados por la fortificación italiana de De Marchi en el siglo anterior (Guidoni et al., 1982).
Si echamos en falta la simetría en lo urbanístico civil, no lo fue, en cambio, en todo lo que se construía con fines militares de ataque o defensa en superficie o en el subsuelo, caso de las galerías de minas y contraminas y los ángulos flanqueados, el fuego cruzado, el fuego de costado y los atrincheramientos, donde podemos apreciar el máximo de elementos regularizados y planificados según simetría y gusto militares. Fue el caso también de la técnica de defensa en caso de sitio, que se centró en la posibilidad de detener al enemigo durante un número determinado de días, cuarenta y ocho, para pactar al final de este espacio de tiempo su rendición, calculando milimétricamente el tiempo necesario por el enemigo para superar todas las barreras que el ejército le pusiese. Cartesianos fueron elementos tan dispares como la construcción de puertas, las fachadas de edificios, las calles principales, los contornos regulares de la plaza, la altura de los edificios, que en el caso de los militares siempre sobresaldrían de los civiles, y los materiales empleados, tradicionales y locales para los civiles, en ladrillo, piedra y a prueba de bomba para los militares. Vauban pretendió y a veces consiguió que los edificios militares estuviesen separados de los civiles y religiosos, basándose en la seguridad y en la economía de tiempo y medios prontos en caso de ataque o sitio.
El sitio de Muley Ismail fue el detonante real para que el sistema poliorcético galo- flamenco se impusiese en la plaza de Ceuta, a pesar de las numerosas trabas y cambios de opinión de los propios gobernantes, sobre si mantener las líneas ya existentes, modificarlas o ampliarlas hacia la campaña. Las proyecciones efectuadas por Pedro Borrás en dicha plaza se guiaron por las obras de defensa del primer sistema de Vauban, que sería con el que finalizaría el siglo, en cuanto al total de obras levantadas. En dicho sistema defensivo, según el investigador Pando (1967), los lados eran frentes abaluartados, formando cada uno de los cinco una serie de líneas conocidas, como eran las caras y flancos de los dos baluartes contiguos, más la cortina comprendida entre ellos. Aparecía también el foso, y delante el glacis. El camino cubierto presentaba unos ensanchamientos hacia el centro de las cortinas que eran llamados plazas de armas, que servían para facilitar la reunión de las fuerzas que iban a hacer salidas ofensivas, estando cerradas con traveses. En la banqueta de dicho camino cubierto se ubicaba en tiempo de guerra una estacada para evitar que los enemigos pudieran arrojarse de golpe sobre dicho camino. En los baluartes se colocaba la artillería, tanto en las caras para la acción lejana como en los flancos para la próxima y en la cortina no se solían poner piezas, únicamente morteros.
Vauban empleó, además, numerosas obras adicionales, como el rebellín, que cuando era de grandes dimensiones se llamaba media luna, con forma de rediente o de luneta; los tenazones, con cortaduras y flecha y el hornaveque, que estaba compuesto de un frente abaluartado y dos alas. Todas las obras exteriores tenían que cumplir la condición de estar bien dominadas y batidas por las obras que tuviesen detrás. Las comunicaciones entre los distintos elementos eran rampas de tierra adosadas de trecho en trecho al talud interior del terraplén, para subir desde el interior de la plaza a los adarves. Las poternas o galerías abovedadas, de fondo en rampa suave o con escaleras, comunicaban el interior de la plaza con el fondo del foso, pudiendo estar situadas en el centro de las cortinas o bien detrás del orejón. Se salía del camino cubierto al glacis por unas rampas cortadas en él. La puerta de la plaza iba generalmente en el centro de una cortina, y por medio de una bóveda atravesaba la muralla, situándose a sus lados los cuerpos de guardia. En el caso de la plaza de Ceuta, el acceso a la ciudad desde la zona continental era una puerta orientada a la costa norte, sobre el Foso de las Murallas Reales. A su salida, y sobre el Foso inundado citado había un puente levadizo que conducía al camino cubierto. Además de esta puerta, se facilitaba el paso a las obras exteriores gracias a otro puente, como el que se estaba terminando de construir en 1697, y fácilmente apreciable en un plano de Pedro Borrás. Ya anteriormente, Hércules Toreli, en 1691, hablaba de tener que terraplenar esta puerta en tiempo de sitio, siendo necesario abrirla en medio de la cortina de las fortificaciones exteriores por ser regla común en el arte militar, y de esta suerte quedaría cubierta la salida y la retirada sin que pudiera descubrirse desde el campo enemigo.
Con los posteriores sistemas de Vauban, nombrados dos y tres, quedaban perfectamente diseñados el recinto de seguridad en la zona ístmica central, así como el recinto de combate con el total de obras avanzadas sobre el espacio continental del Campo Exterior. Este último era el sostén de la mayor defensa y con la masa de terraplenes y parapetos resguardaba de los fuegos exteriores el recinto de seguridad. De este modo, las obras exteriores se vieron ligadas en su conjunto, formando una línea de obligada conquista para el sitiador antes de atacar el cuerpo principal de la plaza. Más tarde, en el siglo XVIII, avanzaron más las obras exteriores de lo que hemos visto levantado en el XVII, con el objetivo de oponerse de modo más eficaz al acordonamiento, al tiempo que se obligaba al sitiador a dar un mayor desarrollo a sus trabajos de aproche y a sus medios de ataque. Con ello, los ingenieros de la próxima centuria contarán con la infraestructura defensiva apropiada para un mejor dominio del Campo Exterior.
IV.- Representación, disposición e imagen de la plaza de Ceuta durante el siglo XVII
Hemos de esperar al año 1643 para poder registrar la primera representación gráfica visual en este siglo de la plaza de Ceuta. Era un plano2 4 que acompañaba a la carta remitida a la Corte por el gobernador local, Conde de Asentar, de fecha 8 de noviembre, en la que detallaba su estado general y el estado particular de sus fortificaciones (Fig. 26). En un recuadro venían reflejados los puntos y enclaves más destacados, como Puerta del Campo, Puerta de la Almina, Puerta de la Ribera de los navíos, Puerta de la Ribera de Santa María, Baluarte del Caballero, Baluarte de San Sebastián, Baluarte de la Sardina, Baluarte de Barbaçote, Baluarte de San Pedro, Ribera de los navíos, Puente del Campo, Cava obrante con agua, Puente de la Almina con agua seca, Mirador de la ciudad, base de la ciudad, muro que iba al campo, Iglesia Mayor y Ermita de María de África.
Se configuró dicha imagen planimétrica a vista de pájaro, tomando la referencia geográfica norte-sur, y no llevaba firma de autor. Su escala era de 132 pitipiés de 500 brazas de palmos cada braza, hecho a tinta y colores, de unas dimensiones de 426 por 761 milímetros. Su técnica era sumaria, perfilándose las principales partes de la ciudad, como la península de la Almina, istmo central y zona continental. Predominaba el esquematismo, aunque en algunos trazos el autor pretendiese dar idea de profundidad y perspectiva, destacando ante todo los componentes defensivos, llegando en algunos parajes a incluir añadidos personales, y dando información de campo.
En la península de la Almina quedaron situados y nombrados los puntos del Puerto de la Cisterna y Puerto del Rey, como posibles lugares de desembarco enemigo; la Punta de Jacram, que recordemos había sido reconocida por Pedro de Arce, ingenieros y pilotos de la bahía de Ceuta y la Almina en 1624, y que era recomendada como lugar a propósito para levantar el muelle por estar más resguardado de los vientos y estar situado en la bahía norte, la cual ofreció desde siempre una más fácil defensa. Sin embargo, en este plano no quedó perfilado el muelle proyectado en dicha fecha, quedando sólo los dos citados anteriormente como fondeaderos naturales.
Igualmente, quedaron reflejados los puntos de Santa Catalina, la Cala de Sigreira, la Punta de la Almina, la Cala del Desnarigado, la Fuente Cubierta, la buena cala para los desembarcos del Sarchal, San Simón, San Antonio, Atalaya alta, San Amaro, el Castillo de la Almina, es decir, la Ciudadela del Monte Hacho, que según la leyenda del plano tenía muros antiguos arruinados que no servían para nada; y el Mar de la banda de España. Se pasaba a la península de la Almina atravesando el puente de la Almina, sobre el Foso semiseco, dejando así el istmo o zona más urbanizada de la plaza. En dicha península aparecía la estructura del tridente, permitiendo el trazado de tres vías marcadas con líneas de puntos, dos costeras de circunvalación y una interior. Esta última terminaba en las estribaciones del Monte Hacho y estaba poblada de cultivos y árboles, junto a dispersos caseríos. La vía de circunvalación sur acababa en el Padrastro de San Simón, paraje próximo a la actual Batería del Pintor o pisos del Molino, y era un importante punto estratégico y de defensa de esta banda costera que por su situación en altura podía además defender las murallas próximas con buena artillería. Fue importante su defensa, ya que la banda costera sur no ofrecía otro punto más a propósito ante un probable desembarco enemigo. La vía más extensa era la norte, que iba paralela a las murallas costeras hasta Santa Catalina, y luego se desviaba hacia el interior hasta llegar a la Ciudadela del Hacho. Toda ella estaba fortificada con murallas y torreones. En el resto de la Almina, salvo la Atalaya alta, no apreciamos más puntos de defensa, predominando los tramos de costa alta acantilada. El por entonces Castillo de la Almina, nos aparece en plano semirrodeado de murallas antiguas, con cimentación romana e islámica, en gran parte en estado de ruina, que seguía valorándose aún como destacado castrum de altozano.
En el istmo quedaron enumeradas y situadas las fortificaciones y edificios religiosos más importantes, así como algunos civiles sin especificar, distribuidos de forma regular y con fachadas parecidas, propios del estilo militar. También se mantenían en pie de época portuguesa los baluartes, puertas, Foso inundado, Murallas Reales, Espigón del Albacar, etc. Tan sólo encontramos una anotación en el Mar de Berbería o de Tetuán en la que se nos dice que desde el Monte de San Simón, como peligroso padrastro contra la ciudad desde la parte de la Almina, y desde el Monte de Barbaçote, que también la señoreaba sobre plano a modo de torre-vigía, podían los enemigos hacer gran daño a la fortaleza, por lo que era muy interesante fortificar estas alturas, puesto que si la plaza llegase a ser asediada, no habría mejores puntos de defensa que aquéllos. Asimismo, en la anotación se especificaba que parte del Espigón de la Ribera se hallaba caído, debiéndose reconstruir.
Sobre la zona continental marroquí nos encontramos con una zona de dominio, compuesta de un sistema de paralelas que unía a la Torre de Barbaçote con la zona de murallas mariníes del Afrag, también llamada Ceuta la Vieja, presentando en el plano en pie tan sólo la mitad de su totalidad. Se entrecruzaban trincheras españolas con tapiales marroquíes, apreciándose cómo iban los enemigos a su campaña, y entre unos y otros se destacaban puntos como el Topo, el Facho de Afuera, los muros antiguos, etc; abriéndose en abanico de una costa a la otra a modo de tela de araña defensiva, extendiéndose desde el núcleo originario del primer Frente de Tierra del siglo XVI.
Pasarán casi veinte años, hasta finales de mayo de 1662, hasta que volvamos a encontrarnos con planimetría que nos detalle el estado de la plaza ceutí. Fue el catedrático de Matemáticas, Artillería y Fortificación e ingeniero militar, fray Genaro María Aflito, el que incorporó a la documentación escrita remitida al Consejo de Guerra unos planos y plantas de la plaza de Ceuta, con el objetivo de ampliar la visión de conjunto del proyecto realizado para mejorar sus fortificaciones. En primer lugar, iba el titulado como “plano topográfico de los puestos de España y África” (Fig. 27), en el que situó en primer lugar los puestos andaluces más importantes del Atlántico y Mediterráneo, siguiendo de este modo los pasos dados años atrás por el flamenco Wyngaerde, como Conil, Cabo Trafalgar, Caños de Meca, Barbate, Zahara de los atunes, Cabo de Plata, Valdevaquero, Tarifa e Isla de Getares. A todos estos situó en el plano, pero sin enumerar en la clave del mismo, cosa que sí hizo con los peninsulares de Punta del Carnero, Bahía de Getares, Arroyo de Getares,
Islote de San García, Algeciras, Isla Verde, Río Palmones, islote entre dos ríos, Islote del Roncadillo, Islote de los Ángeles, Gibraltar, Muelle Viejo, Muelle Nuevo, Punta de Bugrillo, Nuestra Señora de Europa, Punta de León, entrada de la bahía, así como el lugar más a propósito para desembarcar. Lo mismo hizo con los puestos africanos de Ceuta, Surgidero, Arrecife de Santa Catalina, Cala de Frigueira, Cala del Desnarigado, Fuerte de San Simón, Barbaçote, el Topo y el Hacho de la Almina; completando todo ello con una serie de puntos de la costa atlántica y mediterránea norteafricanas, como Sierra de Bullones, Torre Bermeja, Tánger Viejo, Tánger, Bahía de Judíos y Tetuán.
Aflito no se limitó a enumerar y situar los enclaves, sino que en el mismo plano dio pistas informativas esenciales para saber actuar con conocimiento de causa, como cuando señalaba que los datos numéricos expresaban las brazas de agua que había en los surgideros y los puntos eran brazas de debajo del agua. Aportó un segundo documento, titulado “planta de la ciudad de Ceuta y de su Almina” (Fig. 28), en el que situó con mayor concreción numerosos puestos poliorcéticos ceutíes, como Ceuta, Puerta de la Almina, Foso seco, fortificación nueva, la Almina, Fuerte de San Simón (se había de hacer para que dominase los dos mares y cubriese los puestos que pudiese ocupar el enemigo para atacar la plaza por la banda costera sur), Nuestra Señora del Valle, torre antigua hasta donde llegaban las casas y muros de la ciudad, San Amaro, Chacram o Jacram, Santa Catalina, San Antonio, Puerto de la Cisterna, Puerto del Rey, Cala de la Higuera o Frigueira, Atalaya alta, Cala del Desnarigado, Fuente de murado...?, Cala de Sarchal, Castillo de la Almina, Ermita de la Veracruz y puestos avanzados en Berbería que se guarnecían cuando la gente estaba en el campo para amparar los forrajes. En el Campo Exterior señaló como puestos más destacados los del pozo de agua dulce o Pozo Chafariz, el Facho de Nuestra Señora, el Facho del Lobo, el Facho de Barbaçote y Barbaçote.
Incluso las anotaciones de difícil legibilidad que ahora exponemos, tenían para Aflito una enorme importancia pues indicaban sus impresiones personales para una mejor lectura del plano estudiado por el Consejo de Guerra. En primer lugar, nos encontramos que ...
“... por la parte de Berbería se podrían hacer tres fortificaciones que se dieran la mano con la otra, que descubrieran todo el vallado y amparara la localidad, encubriendo lo labrado y proyectado en la plaza, pero que no se pueden hacer sin dar...”.
En segundo lugar,
“La muralla antigua y arco que hoy el señor Conde de Castelmendo tenía formando puestecillos para impedir que el enemigo se pudiera acercar y desembarcar en las caletas de la Almina”.
Un tercer documento gráfico de Aflito llevó por título “planta de la ciudad de Ceuta” (Fig. 29), e incluyó el Baluarte del Caballero, el Baluarte de San Sebastián, la Puerta de la Marina, arenal donde desembarcaban, Baluarte de la Sardina, Baluarte de la Barbacana, Baluarte de San Simón, Puerta de la Almina, Puente, Foso seco, Mirador, Puerta del Campo, Puerta del Desembarcadero, Foso con agua, Puente sobre dicho foso, Desembarcadero
Antiguo, Puerto del Rebellín del Campo, Barrera al Campo; caminos cubiertos, trincheras y callejones donde se abrigaba la guarnición local cuando salía a luchar contra los moros, pozo de agua dulce del Chafariz, estrada cubierta con sus reductillos y empalizada que había hecho de nuevo el Conde de Castelmendo; fortificación nueva de dos baluartes y una cortina con sus medias lunas, estrada cubierta, reductillos, empalizada y restos de lo que se había de hacer para defender la plaza de la parte de la Almina, en tanto que la muralla vieja no tenía seguro alguno de través.
Sin lugar a dudas, el proyecto del padre dominico, fray Genaro María de Aflito ocupó uno de los principales hitos del sistema poliorcético de la plaza de Ceuta en el siglo XVII, por lo que su preparación en materias tan fundamentales como Matemáticas, Fortificación y Artillería quedó sobradamente demostrada en la planificación estratégica de dicha plaza. Valoró que los ataques enemigos vendrían por vía terrestre y marítima, pero de modo diferente a como lo entendieron los ingenieros del siglo anterior, pues creía que la zona más débil era la península de la Almina, ya que disponía de muchos puntos de desembarco. Por esto, se preocupó de defender esos puestos y situar una buena línea de defensa cara a la Almina, llegando a veces a descuidar algo la línea del Frente de Tierra, que ya los portugueses habían registrado como la más peligrosa, habida cuenta que los marroquíes no disponían de importante flota, por lo que debía temerse más un ataque frontal desde la zona continental del Campo Exterior.
Dejó pocos detalles al azar, pero uno que estimamos muy importante no ha sido confirmado documentalmente, el del soporte artillero de cada puesto, así como un estudio razonado de los bastimentos, pertrechos y municiones existentes en la plaza ceutí en ese momento. Técnicamente, sus plantas denotaron escasa evolución a las ya estudiadas, tratándose de vistas a vuelo de pájaro con escalas y claves informativas de los puestos defensivos que la ciudad ofrecía, contando ante todo la función militar, y para confirmarlo fijémonos en la planta tercera, en la que tan sólo aparecían el Santuario de Nuestra Señora de África, el Convento de los Trinitarios Descalzos y un edificio militar próximo a la Muralla Real con la Torre de la Vela; característica peculiar del estilo militar, en cuanto a la intención implícita de sobrentender lo existente, a costa de minimizar e incluso anular las citas de los puntos defensivos más relevantes. En la mayoría de las ocasiones, esta peculiar forma de proyectar se circunscribió al modo vivencial militar, reflejándose como centro de interés alrededor del cual giraban los demás estamentos civiles y religiosos, que empezarían a cobrar importancia en cuanto apareciesen los ensayos de proyección icónica, más desarrollados a nivel urbanístico, de nuestras ciudades en pleno siglo XVIII. En los planos y plantas de Aflito no hallamos diseño urbanístico, como trazado de calles y avenidas, edificios civiles, eclesiásticos y militares; ni tampoco la correspondiente separación de zonas pobladas y despobladas, rurales y urbanas. La imagen local quedó reducida a dibujos esquemáticos hechos con la única pretensión de señalar el estado de sus fortificaciones, así como una serie de enclaves de exclusivo uso militar. Igualmente, tanto las plantas como las relaciones escritas, seguían formando un conjunto, un único documento, incomprensible el uno sin el otro.
A diferencia con otros planos de ingenieros militares, apreciamos en los de Aflito un mayor interés en las líneas de defensa marítima, señalando las brazas de profundidad de distintos puntos de desembarco y el encubrimiento de algunos lugares estratégicos como el Puerto de San Amaro y la playa frente al Fuerte de San Simón, señalados con cruces de Santiago y no relacionados en la clave, sin duda para evitar su conocimiento y precisa ubicación. Lo bello seguía relegado a lo útil, lo delineado se limitaba a un mero croquis de carácter informativo y aclaratorio para el director y proyectista de las obras que interesaba levantar, y que para mayor concisión necesitaba las pertinentes aclaraciones personales. Lo fortificado por portugueses y castellanos en el Frente de Tierra quedaba aún en pie, salvo el Espigón de la Ribera, que veía ahora rota su cabeza y permanecía como islote. A su resguardo existía un caladero para las embarcaciones, al igual que se seguía usando el Foso inundado como resguardo y paso de un mar a otro. En la bahía norte aún aparecía el desembarcadero antiguo o Espigón del Albacar, junto a otro próximo al Campo Exterior.
Aún a sabiendas de la necesidad de que la documentación escrita sobre proyectos y planes de defensa de la ciudad de Ceuta deberían ser refrendados con otra documentación, visual o gráfica, la realidad fue que hasta principios del año 1690 no volveremos a encontrarnos con un plano anexado a una relación realizada por el gobernador local, Francisco Bernardo Varona, de los pertrechos existentes, y tanteado y visto por el maestro de obras, Juan de Ochoa. En dicho documento apreciamos en sus notas explicativas una serie de lagunas y omisiones debidas quizás a un posible extravío. Se mostraba el istmo o zona central de la plaza, vista a vuelo de pájaro, siguiendo la orientación norte-sur, y situaba los enclaves defensivos más importantes (Fig. 30). Ya hemos mencionado la falta de detalle de algunos puntos. El plano sólo pormenorizaba una sección o parte, la que miraba al Mar de Berbería o de Tetuán, y ello ante la sopesada idea del Gobernador de que sería el lugar más a propósito para un desembarco enemigo. Sus razones partían de que gran parte de la muralla que asomaba a esta banda costera se encontraba minada por su base, con grandes vanos por donde penetrar, y que aprovechando los moros la marea baja, podrían pasar con facilidad a través del espacio abierto entre el Baluarte del Caballero, la Coraza y lo que hoy es el Barranco del Chorrillo.
El Espigón de la Ribera o Coracha Sur se adentraba más en el mar a como se observará en otros planos del siglo XVIII, quedando rematado con una torrecilla redonda en su extremo, debiendo situarse en lo que hoy es la Peña del Caballa. Técnicamente era un plano sucinto, que ubicaba enclaves y puestos adecuadamente, queriendo dar aproximación orográfica, remarcando líneas de distinto grosor en lo que era el contorno fortificado, apreciándose todo esto en el trazado de lienzos de la muralla que iba hasta la Puerta de la Ribera. No debe extrañarnos la falta de firma del correspondiente ingeniero en el plano, habida cuenta de que muchas veces fue el mismo gobernador local en solitario, o ayudado como ahora por el maestro de obras, el que se encargaba de levantar y arreglar las fortificaciones. Su labor en el dibujo técnico era fácilmente apreciable, pues ajustaban dibujos sencillos, a modo de croquis o apuntes, echando en falta rigor científico y precisiones y anotaciones de índole estratégica militar.
Constatamos la exclusiva utilidad militar del documento gráfico, al situarse sólo en el recinto datos militares y menudeando, como hemos apreciado hasta ahora, todo tipo de detalles urbanos, como trazado de calles, edificio civiles y religiosos, resumiéndolo todo bajo el epígrafe “Plaza”, que como sabemos era el centro radial de la ciudad. Echamos en falta la fortificación exterior de años atrás, existente en el Campo del Moro, reseñándose sólo una línea gruesa como delimitación entre el Frente de Tierra español y la tierra ocupada por el enemigo. Como nota curiosa, quedó detallada la zona de playa acotada para la pescade los atunes, que bajo el sistema de almadraba llegó a sufragar una parte del presupuesto para obras eclesiásticas.
Esta imagen se amplió con otra remitida al Consejo de Guerra en abril del mismo año, por el mismo gobernador de Ceuta, acompañado de la explicación de las obras y fortificaciones realizadas bajo su dirección, pero esta vez sin firma del maestro de obras nidel ingeniero (Fig. 31). Situó la Plaza de Armas, lugar donde formaba la caballería que salía al Campo del Moro, y donde se guarnecía de posibles emboscadas a tiro de arcabuz y mosquete. Dicha plaza iba flanqueada con la obra nueva dibujada de verde. El Reducto de San Pedro, que con la porción que se le hizo descubría la Cañada del Ribero del Pozo Chafariz, estaba a tiro de pistola de la Plaza de Armas y de su surtida antigua. Nombró el Reducto de San Pablo, el cual se hizo nuevo, dando su frente mayor a la Avenida del Topo, que descubría parte de la Cañada del Ribero, estando terraplenado y capaz para cañones que pudiesen devolver el fuego a las baterías enemigas gracias a su gran altura. Situó la Puerta de la Plaza de Armas que salía al foso y no era descubierta del campo enemigo, haciéndose nueva con forro de hierro. También detalló el foso de la Plaza de Armas que se estaba profundizando y ensanchando más de lo que estaba, debiéndose comunicar hasta el Reducto de San Pedro y su playa para poder hacer salidas ocultas con caballería e infantería.
El plano señalaba también la trinchera antigua de piedra y barro que cerraba con una estrada encubierta, y que para cubrirse del padrastro se le habían hecho nuevas tapias atroneradas. Designaba otra trinchera antigua de piedra y barro que servía de cortina a los dos reductos, y que se le había añadido una tapia atronerada para cubrirse de los padrastros que tenía a tiro de arcabuz. Había, igualmente, una estacada nueva añadida a la estrada encubierta, con su banqueta y rampal; un rastrillo nuevo en la estrada encubierta, que contaba con su puerta; el cuerpo de guardia que se estaba haciendo a la entrada de la estrada encubierta; el rastrillo nuevo que cerraba la Plaza de Armas y el paso que se estaba levantando; un pozo que se construía; una puertecilla nueva forrada de hierro, que salía al mar con una escalerilla; un rastrillo nuevo con una puerta grande en medio, y otra pequeña que cubría la del Albacar; la Puerta del Albacar; el cuerpo de guardia; los travieses que franqueaban la obra de San Pedro y la playa; el espigón que entraba en el mar y descortinaba la playa y ángulo defendido de San Pedro, a quien dominaba; el espigón que estaba delante de la Puerta del Albacar franqueaba los rastrillos de la Plaza de Armas; el muelle con su desembarcadero y la escalera que bajaba al agua; el puente donde estaban los rastrillos y puentes levadizos; los almacenes y casamatas; la Coraza; la Puerta de la Ribera, y la Puerta del Campo.
La vista a vuelo de pájaro anterior nos presentaba tan sólo una parte del istmo, la parte correspondiente al Frente de Tierra de época portuguesa y las fortificaciones exteriores nuevas. Se trataba, por tanto, de un proyecto parcial poliorcético de la plaza, del segmento terrestre de líneas de vanguardia más conflictivo. Su orientación era este-oeste, quedando desprovisto de explicaciones al mismo, que fueron en relación aparte. Apreciamos un salto cuantitativo y cualitativo en la fortificación exterior, la situada en el lado del Campo del Moro, que se inició a partir del ala derecha del ataque local, con los Reductos de San Pedro y San Pablo, conformándose una amplia plataforma o plaza de armas, protegida con un baluarte. Esta línea avanzada formaría desde ahora la segunda barrera defensiva ante el acoso terrestre enemigo. Recordemos que la primera línea la conformaban las de la circunvalación con tapiales y trincheras, a los que ahora se añadieron enclaves complementarios a las murallas costeras, como espigones, fosos y muelles.
Se produjo pues un notable avance en las defensas de la ciudad respecto a años atrás, cuya estructura había quedado encasillada entre el Foso de las Murallas Reales y la Almina. Seguimos echando en falta en la relación anexa al plano el potencial artillero, aunque se citaban detalles de balística y las necesidades de rearme, como que se hicieron troneras para que el mosquete pudiese batir la Estrada Encubierta, que se podía poner un cañón para descubrir la Cañada de la Huerta y para salir de la Puerta del Campo a las fortificaciones exteriores, sin ser ofendidos desde los padrastros que había a tiro de arcabuz y mosquete. Se mantuvieron los objetivos militares en el plano, quedando ausentes otros tipos de estudios e interpretaciones. Tan sólo se detallaron aspectos y enclaves estratégicos y aquellos que pudiesen contar para la toma de decisiones militares, como reductos, la Plaza de Armas, puertas, fosos, rastrillos, trincheras, murallas, estacadas, pozo, espigones, muelles, almacenes de pólvora, tapias atroneradas y espaldas, garitas, travieses y casamatas.
El catedrático de Matemáticas y Fortificación e ingeniero, Julio Bamfi, tras reconocer las obras anteriores proyectadas por el gobernador, pasó a visitar los terrenos circundantes, acomodándose al terreno y estudiando las fortificaciones exteriores irregulares, dibujándolas según arte, con líneas, ángulos y medidas, en una planta donde plasmó el nuevo Frente de Tierra de la plaza, que fue remitida a la Corte el 28 de marzo de 1691 (Fig. 32). Según dicho ingeniero, el frente que miraba al Campo de los moros era muy alto, pero con poca defensa artillera, con el consiguiente peligro de ser minado o bombardeado. Por la parte sur se situaban las dos terceras partes de las casas de la ciudad, las cuales quedaban descubiertas, y para subsanar este defecto, se debería continuar la muralla, levantándola a la altura del baluarte de la campaña y formando ángulo hacia la eminencia del Morro de la Viña, que encubriría el ángulo indefenso, continuando con otro ángulo la línea del lado de la Almina hasta el primer través de la Ribera. De este modo se remediaría la flaqueza de la muralla que se estaba cayendo, y quedaría cubierta la ciudad de la citada eminencia. Para asegurarla de las minas, y ante el peligro de que los enemigos pudiesen cegar el Foso principal, Bamfi pensó que se podría remediar con una estrada subterránea debajo de la Estrada Encubierta, en la que se deberían situar los minadores, al propio tiempo de que estando al mismo nivel del agua del citado foso, por ella se podría limpiar cuando los enemigos echaran desechos por arriba para cegarlo.
La plaza necesitaba cubrirse con un hornaveque u obra coronada por la parte de la Península de la Almina, y asimismo la cobertura de otros puestos de especial relevancia, como era el caso del Desembarcadero del Desnarigado, donde se debería también reedificar su Torre. Recordemos cómo el gobernador había abierto el camino alrededor de dicho puesto y atrincherado los demás desembarcaderos. Como se mostraba en la Planta, Bamfi procuró ceñir la plaza de mar a mar, quedando todas sus fortificaciones exteriores a resguardo del tiro de mosquete y predominadas de su cuerpo principal, estando situadas a mucha distancia de las eminencias más problemáticas.
Las obras ejecutadas del Baluarte de San Pedro, y del Baluarte de San Pablo, estaban cubiertos de una tapia de dos pies de grosor y siete de alto, tronerados de trecho en trecho y bien defendidos por todos sus ángulos. A esta tapia se le debía añadir un parapeto de seis pies de grosor, además de tener que encamisar de cal y canto o ladrillo los baluartes, cortinas y contraescarpas, y perfeccionar sus fosos. También añadió un rebellín, con el objetivo de cubrir dicha obra y predominar una ensenada o foso y barranco grande por el que los fronterizos podrían llegar cubiertos a tiro de pistola de la plaza, a cuyo fin había una obrilla nombrada lengua de sierpe, cuyo ángulo no excedía de 30o, y que estaría a cubierto de dicho rebellín. Éste debería ser de cal y canto y cubierto de bóvedas, pudiendo estar en él cinco hombres con troneras y pedreros, y con su retirada por debajo de tierra al Baluarte de San Pedro en el caso de verse acosados. El rebellín grande que puso delante de la cortina de la plaza cubría lo principal de ella y de su foso, permitiendo el paso al Mar de Mediodía o de Tetuán.
A finales de mayo de 1691, el gobernador Varona remitió a la Corte, entre sus representaciones, un plano que llevaba el título de “Plaza de Ceuta, con una porción de la Almina” (Fig. 33), a modo de amplia vista a vuelo de pájaro, de orientación norte-sur, y en la que quedaban situados y enumerados importantes enclaves poliorcéticos, como el Baluarte de Santiago, el de San Sebastián, la Plaza de Armas contigua y puesta en defensa, la Puerta de dicha Plaza que no se descubría desde el Campo del Moro, el Baluarte de San Pablo, el de San Pedro, el foso que estaba hecho, la lengua de sierpe con su empalizada, la cortina de la Plaza de Armas situada entre San Pedro y San Pablo, el Barranco del Chafariz, la muralla antigua cuya altitud era de seis varas, el puesto donde se solían fortificar los marroquíes cuando venían con gente numerosa sobre la plaza, el Puente del Barranco de Arzila, la Arzila o Afrag, la Torre del Vicario y la Torre de la Araña. Como nota curiosa, anotamos que en dicho Plano, en ocho epígrafes se remitía a un papel suelto de “advertencias”, a modo de clave secreta que el Consejo de Guerra debería manejar para entender mejor las explicaciones dadas por el remitente, y evitar que, en caso de que cayese el documento en manos del enemigo, éste pudiese planificar mejor sus planes de ataque.
Al propio tiempo, en el documento se situaban otros puestos de forma numerada, algunos de los cuales ya habían sido delineados por el Maestre de Campo e ingeniero Julio Bamfi, como la comunicación que se había levantado en esos momentos con la Estrada Encubierta que servía de cortadura, y que este profesional había trazado en tinta negra. Se señalaba también el rebellín situado enfrente de la Cortina de San Pedro y San Pablo, así como la Plaza de Armas antigua, presta en estado de defensa. Situaba la porción que se debía añadir al Baluarte de San Pedro y que se podría ver mejor en el papel suelto; la estrada encubierta de toda la obra delineada; la empalizada; los fosos que se deberían abrir; el rebellín con ángulo recto que se había construido frente a la cortina que miraba al Campo del Moro; el terreno trapecio y un medio cubo antiguo de cal y canto. Finalmente, en el plano se especificaba que lo que iba delineado con puntos indicaba lo que se había hecho anteriormente, lo que proponía ahora el Maestre de Campo Julio Bamfi y lo que se debería ejecutar con el terreno donde caía; así como todo lo que iba delineado de rojo y amarillo, que era la obra levantada y de buena defensa, aunque no perfeccionada en las obras exteriores.
El diseño presentado correspondía a una plaza fuerte que disponía de un concienzudo y estudiado sistema defensivo, ofreciendo una visión general del conjunto de sus fortificaciones, tanto interiores como exteriores; pero donde no contaban el resto de las construcciones, quedando las tres partes del recinto vacías y sólo a disposición del fin militar para el que el proyecto fue solicitado. Apreciamos también un estudio topográfico detallado del terreno circundante en el que los puestos se situaban, como valor añadido que el ingeniero debería tener presente para la delineación de sus obras.
Tomás Sevilla Berenguer, capitán de caballos e ingeniero, realizó una planta-croquis del sitio de Ceuta (Fig. 34), fechado el 22 de octubre de 1695, que remitió al Marqués del Solar pretendiendo ganarse el favor real, porque su sueldo no era suficiente y quería pasar a la primera vacante que se produjera en las galeras de España, pues habiéndole insinuado aquél que deseaba mucho tener una planta de esta plaza, se la remitió sacada al pie de la letra, del modo en que se encontraba en esos momentos. En dicho croquis, sumamente esquemático, daba la explicación de la Plaza de Armas y punta de San Pablo, así como hornillos volados con meros borroncillos. Designó la punta de San Pedro, la cortadura de Plaza de Armas y las dos líneas que atravesaban puentes, Santa Ana, la Estrada Encubierta, el Baluarte de San Sebastián, el de Santiago, el de la Coraza, la Puerta y Puente de Plaza de Armas que la dividía el mar, el Albacar, el Espigón, la artillería y morteros del enemigo, todas las bocaminas y los ataques enemigos.
Efectivamente, más que una planta al uso se trataba de un croquis a vista de pájaro, de orientación oeste-este, donde interesaba destacar tan sólo cómo se distribuían los ataques de un frente y otro. Por un lado, el frente enemigo, con sus cortaduras y trincheras, hasta el tiro de fusil local como distancia más próxima, rodeando la Plaza de Armas y Ángulo de San Pablo, que se veían protegidos por una estacada que lo enfilaban. A prudente distancia situaron los enemigos sus baterías de cañones y morteros, que por entonces disponían de baterías de cinco morteros y dieciocho cañones, con las que llegaron a desmantelar la mayor parte de las primeras líneas de defensa, causando destrozos en la población de lo que se llamaba ciudad. Ante estas circunstancias, la mayoría de los ciudadanos dejaron esta parte del recinto urbano, situándose provisionalmente en parajes más alejados de las huestes de Muley Ismail, como la Península de la Almina.
El Frente de Tierra adelantado, es decir, las fortificaciones exteriores, estaba sucintamente perfilado en el plano con sus ángulos, baluartes y espigones. Por vez primera, quedaron situadas gráficamente las bocaminas, como sistema poliorcético subterráneo de minas y contraminas, siendo utilizado tanto por uno como por el otro bando, y que a partir del sitio ismailita impuesto desde ahora se conservaría y perfeccionaría en los pocos años que restaban del presente siglo y a lo largo de la centuria siguiente. La finalidad estratégica seguía siendo manifiesta, quedando delimitados los frentes con sus puntos de contacto ístmico-continentales, y echándose en falta los aspectos urbanísticos, pues no quedaron siquiera citados ni situados los edificios más relevantes existentes en el centro neurálgico de expansión constructiva de la Plaza de África, que en el plano se ve totalmente en blanco, como si no existieran, siguiendo los modelos de configuración antiurbanística de Vauban. Tampoco se situaron ni los mares ni las naves, que pudieran indicar ataques navales o desembarcos; tan sólo el enfrentamiento terrestre, con sus potentes artillerías, ni un topónimo local que marcase notas aclaratorias al plano. Entendemos que su valor no pasaría de ser un mero esquema de trabajo o diseño sucinto que su autor realizó con poca profundidad topográfica y donde lo más significativo debía ser el delinear las cotas más sobresalientes del territorio urbano e hinterland. Tampoco apreciamos escala en pitipiés, como era costumbre, señalando lo levantado por uno y otro bando a varias tintas y sombreados de distinto tamaño y grosor.
El erudito arqueólogo e historiador lusitano Alfonso de Dornellas realizó un dibujo en 1913, reproduciendo un antiguo plano (Fig. 35) en portugués que iba incluido en un libro de J.T. Correa (1695). Lo trazó con orientación oeste-este y a vista de pájaro, dejando enumerados hasta un total de cuarenta y seis enclaves, tanto poliorcéticos, como artilleros y edificios religiosos (Fig. 36). Entre otros, situó la tienda del emir, tres baterías enemigas, la Plaza de Armas, el Baluarte coronado de Santa Ana, el de San Pablo, el de San Pedro, la obra nueva de la primera retirada, la segunda retirada, la Estrada Encubierta, la tercera retirada, la Puerta y Espigón del Albacar, la Puerta del Campo con puente levadizo, el Baluarte de Santiago, el de San Sebastián, el Espigón de la Coracha, la Torre de la Campana, la de San Antonio, el Baluarte de San Felipe, el Mirador, la Iglesia Mayor o Catedral, la Puerta de la Ribera, el Baluarte de la Brecha, el de San Francisco, la Casa de la Pólvora, la Puerta de la Almina, el Baluarte de San Juan de Dios, el Santuario de Nuestra Señora de África, el Fuerte de la Marina, el Padrastro de San Simón, el Molino de Viento, el Convento de San Francisco, la Iglesia de Nuestra Señora del Valle, San Pedro, el Hacho, San Antonio de la Almina, San Amaro y su Fuerte, el Mar Mediterráneo y el Mar Océano.
En este plano, a diferencia de los confeccionados por los ingenieros militares, observamos una imagen más comprensible de la ciudad, en la que quedaban incluidos datos complementarios a los meramente militares que aquéllos únicamente pretendían, detallándose aspectos urbanísticos, como la disposición de los edificios más representativos de la ciudad, la plaza central de África, las calles principales y secundarias, así como la distribución de las viviendas en manzanas urbanas, o aisladas en el medio rural de la Península de la Almina. El episodio bélico del sitio ismailita quedó reflejado fielmente con sus frentes de ataque artilleros y de infantería, delimitándose sus baterías enclavadas en el Campo Exterior, dando si cabe mayor verismo al tema con el trazado balístico de sus disparos sobre la plaza, mientras quedaban a resguardo de los ataques ceutíes con sus correspondientes empalizadas, cortaduras, paralelas, trincheras y caminos cubiertos. Sin embargo, el entramado poliorcético subterráneo de minas y contraminas permaneció ausente en el plano, queriendo sólo dar la visión logística de superficie. Al sitio terrestre se sumó el bloqueo naval, controlando las naves enemigas las entradas y salidas de convoyes de suministro, que incluso quedaron reflejados en el plano con sus correspondientes estandartes cristiano y musulmán. Desde la Puerta de la Almina quedó perfilada la salida en tridente hacia la Península de la Almina, zona más resguardada del ataque artillero, pero que tenía en su contra la de ser lugar propicio para desembarcos marroquíes por la retaguardia local.
La Muralla de la Marina Norte seguía protegiendo esa bahía, mientras la Sur carecía de murallón costero, contando con el Espigón de la Ribera y Baluarte de la Brecha, así como las eminencias de San Simón, el Molino de Viento y la Ciudadela del Hacho, que avisaban de posibles ataques y desembarcos, a los que tocaba repeler urgentemente la guarnición situada preferentemente en la zona ístmica.
El gobernador Melchor de Avellaneda, remitió en sus epístolas de 26 de octubre de 1697 dos plantas para que el rey y su Consejo decidieran la que debiera ser más factible para la plaza. La primera de ellas llevaba por título “Perspectiva de las fortificaciones de Ceuta” (Fig. 37) y constaba de leyenda en la que detallaba, ordenados alfabéticamente, los puestos del Baluarte de Nuestra Señora, la Puerta del Campo, el Baluarte de Santiago, la Puerta del Albacar, la Cortadura de San Pedro, el Medio baluarte nuevo que se había levantado según designio del capitán de caballos e ingeniero Pedro Borrás y que se correspondía con el Medio Bastión ó Contraguardia de Santiago, situada junto al actual Ángulo; un arca abovedada, la Cortina de Plaza de Armas, otro baluarte que se pretendía construir y el Bonete de Santa Ana. Se emplearon varias tintas, señalándose con puntos decolor amarillo lo que había de derribarse que correspondía a la fortificación antigua, mientras que los puntos de colorado correspondían a lo delineado nuevo por el ingeniero Francisco Hurtado de Mendoza. Iban incluidos además en esta primera planta, el designio de su Estrada Encubierta, el reducto que se pretendía construir para cubrir la surtida que salía por medio de la cortina, a ras del foso, y el puente que se estaba acabando de hacer.
El segundo plano llevaba por título “Planta de las fortificaciones de Ceuta” (Fig. 38), detallando también en su leyenda, ordenados alfabéticamente, puestos básicos del sistema defensivo ceutí, como una parte del recinto urbano, el Albacar, el Espigón de la Bahía Norte, las escalerillas, San Pedro, San Pablo, Santa Ana, el Rebellín, la Falsabraga y el Foso de Santa Ana. Son detallados de modo más escueto y lacónico, dando por hecho a qué enclaves se refiere, y sin dar aclaraciones como veíamos en el plano anterior. Técnicamente, se utilizaron las tintas negras para indicar lo que ya estaba levantado, y las coloradas para lo que había delineado Francisco Hurtado, incluyendo el rebellín.
En la exposición fotográfica de Sánchez Montoya realizada en el Casino Militar de Ceuta en 1990, hemos localizado la reproducción de unos grabados y planos de la ciudad, cuyos originales forman parte de los fondos documentales de la Biblioteca Nacional de París. Uno de ellos fue el plano delineado por el capitán Carlos de Erquicia en 1697, en francés y castellano, con el título de “Plano de la plaza de Ceuta con las obras nuevas de don Pedro Borrás” (Fig. 39), y situaba en él los puestos de la Puerta del Albacar, la de la Ribera, la de Santa María, la de la Almina; el Espigón del Norte, el del Sur o Berbería, el Almacén de Pólvora, el Desembarcadero, las obras nuevas empezadas en 1697 por el ingeniero Pedro Borrás, los ataques abandonados por los marroquíes, el ataque grande enemigo, la Batería de Martín de Abreu, la del Morro de la Viña, la de los Almocávares, la de morteros y pedreros, y la Almina o montaña que tenía una legua de circunferencia.
Apreciamos en este plano signos de gran originalidad, tanto en su composición gráfica como en la misma orientación espacial. Éste se orientó de levante a poniente, presentando en sentido trasversal casi todo el territorio de la plaza, desde el Campo Exterior hasta parte de la Península de la Almina. Este documento visual ampliaría el plano correspondiente a la figura 37, con la salvedad de que ahora se ensanchaba la perspectiva hasta los enclaves existentes más allá del Frente de Tierra construido durante el sitio ismailita, llegando a ofrecer a vista de pájaro la situación del momento, especificándose claramente las fortificaciones adelantadas, con su hornaveque, espigones, ángulos y media luna. La zona más urbanizada desde siempre había sido la ístmica, sin embargo aparecía aquí, igual que en otros planos que hemos estudiado de comienzos del sitio, totalmente en blanco, tan al gusto de Vauban. Fue delineado para dar una información, lo más aproximada posible, del estado real del sitio, atendiendo a fines exclusivamente bélicos, y para que se entendiera cómo se desarrollaban los acontecimientos en las líneas de defensa de la plaza ceutí.
También quedaron detallados los ataques abandonados por los enemigos, los que estaban muy próximos a las primeras líneas. Ya dijimos que fundamentalmente tal logro se debió a la utilización de minas y contraminas, de una eficacia extraordinaria. Los marroquíes tenían dispuesto un sistema de ataque a modo de tela de araña, a distancia del tiro de fusil, a base de parapetos y trincheras profundas, de un mar a otro, organizando desde allí sus acometidas en superficie y planificando igualmente sus Minas. El terreno estaba muy desnivelado con cañadas y barrancos, y fueron aprovechados por los enemigos para situar sus baterías, a distancia del tiro de cañón, como las del Morro de la Viña, Nuestra Señora de Otero y Pozo del Chafariz. Su potencial iría en aumento con el paso del tiempo, a lo largo de tan dilatado sitio, empleando primeramente baterías para cinco morteros y dieciocho cañones en superficie, amén de los hornillos para sus contraminas y minas. Quedó más perfilado en plano el potencial enemigo humano, situándose las huestes ismailitas a los pies, con sus numerosas tiendas, rodeando la del Capitán General Alí ben Abdalá, en la zona del Fuerte del Serrallo. En planos de la época, al igual que en los lienzos, era frecuente añadir estos gustos barrocos, a modo de escenificación teatral, enmarcando lo dibujado con cortinajes que se abrían hacia ambas esquinas. Para el autor, la topografía era un complemento de delimitación de líneas fronterizas, que convenía utilizar para el desarrollo estratégico.
Técnicamente, notamos una mayor evolución que en planos anteriores, contando más la perspectiva, aunque con convencionalismos, pues a vista de pájaro era imposible observar a los barcos de perfil y al ejército enemigo de frente. Al autor no le interesaba destacar las fortificaciones de la Península de la Almina, quizás porque el teatro bélico con sus operaciones faltaba allí, en comparación con el que se desarrollaba en la zona continental. Sabemos que durante el sitio se produjeron ataques navales para el bloqueo e intentonas de desembarco en todo el perímetro de la Almina, aunque todo esto esté ausente en el documento. A lo más que se llegó fue a situar los distintos barrancos y cañadas existentes en la vertiente sur, poblándolos de abundante vegetación baja y arboleda, junto a abundantes roquedos y peñascos desde la punta de Santa Catalina hasta el Foso semiseco de la Almina. Estimamos correcta la ubicación en la costa atlántica de barcos españoles que navegaban o habían fondeado en dicha bahía, al abrigo de la Playa de San Amaro, el Espigón-Puerto del Albacar y el Espigón de la Coracha Norte, debido a la intensa actividad marítima que se debió desplegar para el socorro y defensa de la plaza ceutí, incluso podemos apreciar a alguno de los navíos algo más adelantado, haciendo fuego sobre las líneas enemigas.
NOTAS:
21 En el año 1611 Ceuta recibió cuarenta quintales de pólvora, veinte de plomo, veinte de mecha, quince de brea, 200 balas de lombarda y 150 lanzas con sus hierros. La plaza de Tánger recibió letras de 5000 cruzados, 150 lanzas, cuarenta quintales de pólvora, tafetanes para 50 banderas, 80 docenas de herraduras, 100 millares de clavos, cuarenta docenas de tablas, ocho quintales de clavos, 200 moldes de balas de arcabuces y mosquetes, y amarras para las galeotas. Mazagán, por otro lado, recibió 120 moyos de trigo y 100 docenas de tablas.
22 Sobre un trazado a lápiz se iban construyendo los volúmenes mediante capas de tinta aguada, incluyendo tanto las variaciones de textura como las de luces y sombras. Esta técnica exigía un papel que admitiese mucho agua, y que había que preparar previamente. Se extendían con un pincel las capas de tinta disueltas en agua para diferenciar planos, marcar sombras o resaltar huecos.
23 El Marqués de Valparaíso señaló tales deficiencias por carta de 25 de junio de 1694: sólo disponía de cuarenta y cuatro piezas de bronce de diversos calibres y algunas eran inservibles e insuficientes para cubrir la mitad del recinto defensivo. Hasta ese momento, había aprovechado las cuarenta y tres piezas recuperadas del naufragio de dos navíos franceses en los isleos de Santa Catalina. Prescindió de cinco de estas piezas por falta de fuste, y las otras 82 restantes las distribuyó estratégicamente, colocando doce en la Cortina del Campo del Moro, otras doce en el Baluarte de San Sebastián, once en el de Santiago, diez en la explanada del Mirador, otras diez en la Puerta de la Ribera, seis en la Media Luna de San Felipe, cuatro en la Coracha, cuatro en el Fuerte del Desnarigado, cuatro en la explanada de la Brecha, tres en los Espigones del Albacar, dos en el Baluarte de San Francisco, dos en el Puente de la Almina y dos en el Baluarte de San Juan de Dios. Parece seguro que estos cañones recuperados del naufragio se ubicaron en los distintos enclaves artilleros de la plaza, pues no debemos olvidar que en octubre de 1694 se produjo el sitio ismailita, y dichas piezas paliarían un tanto el déficit artillero local.
24 Si bien no se pudo localizar anexo a la documentación escrita del Servicio Histórico Militar, sí se logró en el Archivo General de Simancas, escrito en portugués y con el siguiente título: “Dessenho da cidade e fortaleza de Ceita com descripcao da terra da Almina e da do Campo de Berbería”.

